El encuentro con Eloise había sido breve, pero había sido suficiente para convencerme de que era la misma persona que aparecía en mis dibujos. Sus ojos eran exactamente como los había pintado tiempo atrás. Aquella melena, más corta que la que lucía la Eloise de mis últimos bocetos, seguía atrapando los rayos de sol. Como si quisiera capturar el atardecer en las ondas suaves que acariciaban sus hombros desnudos.
Me había sorprendido el aparente interés que había mostrado. ¿Me recordaba ella también? No podía saberlo y quizá no tendría mejor oportunidad para preguntárselo. Seguramente tenía una vida más interesante que la mía, novio y mil amigas atolondradas con las que pasar el tiempo. Nuestro encuentro había sido casual.
Aquella noche me costó conciliar el sueño, pero finalmente conseguí quedarme dormido y al día siguiente sentí que realmente había descansado y recuperado parte de la energía que me faltaba. Fue agradable además ver que no hacía un calor sofocante desde primera hora de la mañana, así que volví a atrincherarme en el patio de atrás con mi desayuno habitual, esta vez sin la vigilancia de Naira. Hasta que llegó Gael, irrumpiendo como un huracán.
—¡Eh, canijo! ¿Quieres que te traiga el periódico? Pareces un jubilado tomando el sol —dijo mientras me espachurraba entre sus brazos.
—Un jubilado puede que no lo sea, pero sí una persona que se va a atragantar como no me sueltes...
—Pero qué delicado te ha vuelto la atmósfera de Madrid, tío. Necesitas más aire cargado de sal, que no te reconozco. —Mi amigo cogió un puñado de galletas y se sentó, repantigándose en la silla que tenía delante.
—Eres increíble.
—Lo sé. —Sonrió con suficiencia mientras se metía una galleta en la boca, sin ceremonias.
—Llevo días buscándote y apareces en el momento de mayor tranquilidad.
—Eres un pesado. Me lo ha contado mi madre. ¿Qué te pasa que no dejas de perseguirme?
—¡Como si fuera fácil encontrarte! —Su sonrisa burlona y su ceja levantada estaban causando el efecto deseado: no podía parar de reír—. Eres lo peor, ¿lo sabías?
—De hecho, soy lo mejor de lo peor, chaval… Dime, ¿qué te pasa estos días? Ya en serio, mi padre también te vio y me dijo que estabas algo despistado. Aunque, por otro lado, le contesté que era normal, porque no puedes negarme que lo raro es verte con los pies en la tierra, pequeño artista.
Le lancé una servilleta a la cara, que recogió del suelo rojo de la risa.
No podía negar que eso último me había dolido un poco. Gael no sabía nada de que hubiera dejado de dibujar y en ese instante no encontré las palabras adecuadas para explicárselo. Era consciente de que en algún momento debía confesárselo, pero no entonces. No quería que notase mis dudas, así que tomé otra galleta, la empapé en la leche y me la llevé a la boca, masticando despacio y sin dejar de mirar mi taza, como si esta fuera lo más interesante que había visto jamás.
—Nada… Ya te contaré. Me apetecía que saliéramos por ahí y hablar contigo. ¿Tienes planes hoy?
—Pues vienen a comer unos invitados, pero por la tarde estoy libre como un pájaro. ¡Vengo a buscarte!
—Genial —dije sonriendo, mientras me metía en la boca otra galleta empapada en leche y masticaba haciendo ruido adrede, porque sabía que lo odiaba.
—Tan delicadito para algunas cosas y tan asqueroso para otras.
—Tú no puedes hablar precisamente.
—Estás muy respondón. Voy a tener que ir a Madrid a ver qué les enseñan allí. —Soltó una de sus carcajadas contagiosas, echando la cabeza hacia atrás y arrugando mucho la cara.
—Anda, cállate. Soy el mismo de siempre. —No podía parar de reír tampoco.
—¿Sí? Pues a ver si me haces uno de tus dibujos de siempre, que los he echado de menos este año. ¿Has cogido los pinceles últimamente?
No había formulado la pregunta con segundas intenciones, pero no pude evitar tensarme, como si quisiera descifrar algún significado oculto. No creía que hubiera sido tan perspicaz como para darse cuenta de que no había dibujado en toda la semana. Apenas nos habíamos visto, así que su comentario solo podía ser inocente.
Sentí una sombra que oscurecía mi rostro, a lo que Gael respondió frunciendo el ceño. Fue algo casi imperceptible, pero suficiente para que pudiera apreciar el cambio en su actitud risueña.
—¿Ocurre algo, Ian?
Había bajado mucho la voz, invitando a la confidencia.
—No, no te preocupes. Pensaba en que podría aprovechar que salimos y comprar un regalo a mi hermana. Su cumpleaños es el lunes y me había olvidado de buscar alguna cosa.
Gael relajó un poco su expresión, pero noté que seguía mirándome con atención. De alguna forma sabía que me había guardado algo, pero lo respetó y me siguió la corriente.
—Perfecto. Encontraremos algo bonito para esa renacuaja. —Me guiñó el ojo—. Supongo que tu hermana es cáncer, ¿no?
—¿Qué? ¿Ahora te interesan los horóscopos, el destino y esas cosas místicas? —No podía parar de reír. Me lo podría haber imaginado de otra persona, pero no de Gael, alguien que jamás pensaba que su destino y su vida estuvieran en manos de nadie más que en las suyas.
—¡No! ¡Por favor! ¿Por quién me tomas? Parece mentira que no me conozcas. —Puso los ojos en blanco en un gesto muy característico—. Pero Andrea está como loca con esos temas y me pregunta continuamente que si quiero que me lea las cartas y pueda ver mi futuro. Menudas tonterías. El caso es que no para de hablar de los horóscopos y ya casi me los he aprendido yo. Bueno, pregúntale a Naira, creo que ella es víctima también de esta obsesión suya. Cada vez que viene a casa, le cuenta y le lee mil cosas que ve por ahí en libros y revistas. Nos tiene locos a todos.
—Ya veo… No creo que a Naira le interesen mucho, aunque le dé curiosidad. De hecho, dice que quiere ser o científica o dibujante. No lo tiene muy claro.
—¡Ja! Como si fueran la misma cosa, qué graciosa es. Pues nada, tú anímala a lo segundo, que sabes más de eso que nadie.
Me dio un golpe en la espalda, atento a mi expresión, aunque no comentó nada cuando percibió el estupor con que me volví hacia él.
—Bueno, lo dicho. ¡Nos vemos esta tarde!
No me dio tiempo ni a levantarme cuando él se fue, tan rápido como había venido, y yo me quedé ahí, mirando las galletas que se habían hundido en el fondo de la taza.
***
Gael vino puntual a buscarme, con su misma energía de siempre. Juntos, caminamos calle abajo y nos dirigimos hacia el centro del pueblo. Después de pensarlo mucho, encontré el regalo perfecto para Naira: un set de papelería completo, con lápices para colorear y dibujar, un bloc de dibujo sencillo y gomas de borrar, afiladores de lápices y alguna tontería más que estaba seguro que le iba a encantar. La dependienta que nos atendió lo envolvió todo en un papel plateado brillante, como si fuera una especie de bombón enorme, y cerró el paquete con un lazo de color azul eléctrico. También me convenció para añadirle una postal pequeñita con unas flores en la portada, en cuyo interior escribí unas palabras de felicitación. Creo que se emocionó en exceso cuando le comenté que era un regalo para mi hermana pequeña.
Como no me apetecía ir dando vueltas con aquel paquete enorme en las manos, y tampoco quería que Naira lo viera hasta el lunes, Gael se ofreció a guardarlo en su casa. Después, tuvimos tiempo de dar una vuelta solos.
—Mi padre últimamente está más pesado con la tienda… Cree que, como ahora estoy de vacaciones, puede condenarme.
—¿Cómo llevas la universidad? —pregunté—. ¿No tenías exámenes en septiembre?
—Alguno tengo, gracias por recordármelo. —Puso los ojos en blanco—. Pero voy bien, mi amiga Yaiza me está ayudando con algunos apuntes que me faltan. Estoy deseando acabar. ¿Y tú qué? ¿Cómo es la vida universitaria en Madrid?
—Pues frenética, como todo. Es imposible aburrirse y me he pasado el curso conociendo a amigos de amigos. —Sonreí para mis adentros—. Mi amigo Víctor, por ejemplo, solo pensaba en enseñarme locales donde salir por la noche.
—Ya, seguro que eso debe de ser horrible —contestó con una mueca burlona.
No paramos de hablar en todo el camino y, cuando llegamos al puerto, Gael me detuvo en un muelle prácticamente vacío y finalmente se decidió a preguntarme sobre la pintura.
—Ian… ¿Te preocupa algo? Sé que ya no dibujas como lo hacías antes.
Me quedé mirando a lo lejos, simulando que algo había captado mi atención, sin saber qué decir. A mi lado, Gael suspiró y se revolvió.
—Mira, por lo general me da igual lo que hagan o digan los demás, ¿vale? Pero entre esos «los demás» no está precisamente uno de mis mejores amigos. Y me sentiría fatal si no pudiera ayudarte. No podría permitirme que otra de las personas que más me importa sufriera… O que le ocurriera algo malo.
Algo en su tono hizo que me volviera. Percibí una preocupación real en su mirada y quizá cierta ansiedad. Medité sobre sus palabras. Gael tenía un amigo, más bien un hermano casi, que falleció el año anterior. Era el chico de la bicicleta. No pude apoyarlo cuando sucedió, puesto que yo llevaba ya casi un mes en Madrid. Escucharlo todo por teléfono fue horrible, nunca me había sentido tan impotente, incapaz de hacer nada. De vez en cuando hablábamos del tema, hasta que poco a poco fue reponiéndose y recuperando su atención en otras cosas. No había mencionado el asunto en aquellos días, suponía que porque aún le dolía acordarse de él. Pero había algo más en esas palabras.
—Gael, lo que sucedió no fue culpa tuya. Y, por favor, no te sientas mal por mí. Es una tontería que ya se me pasará. De verdad.
—No puede ser una tontería si se trata del dibujo. Ian, esas acuarelas y tú son uno. Creo que jamás he visto a alguien tan seguro en algo que hiciera.
—Pues las cosas cambian y la gente madura.
No podía evitar mostrar el dolor que sus palabras me estaban causando. De alguna manera, escuchárselo decir a alguien que sabía que me conocía tan bien me dolía y me hacía sentir que de verdad me estaba traicionando a mí mismo. Pero ya había tomado mi decisión y sentía que no podía echarme atrás.
—Estoy estudiando una carrera que mis padres están pagando con esfuerzo y ayuda. No puedo simplemente darles la espalda y dedicarme a algo que no tenga futuro.
—Algo con lo que te sientes bien y que forma parte de ti, por cierto.
—Puede que ya no sea así.
—O puede que seas un cabezota sin remedio. No puedes negarlo, canijo. Miéntete todo lo que quieras.
Suspiró impaciente y yo me callé. No quería discutir más. Estaba enfadado, confuso, y de repente me sentía agotado.
—Además, no era de eso de lo que quería hablar contigo. Esa decisión ya la he tomado.
—Ah, ¿sí? ¿Y de qué querías hablarme? —Su ceja arqueada, lejos de producirme las risas de esa mañana, empezaba a ponerme nervioso. De nuevo, decidí ignorarlo, respirar hondo y mirar hacia un pequeño barquito de recreo que veía a lo lejos.
—Quería preguntarte... por Eloise. Tu amiga.
En ese momento, su cara cambió por completo. Qué fácil era desviar la conversación con él. Pero creo que agradeció el giro que le di, porque sabía que en ese instante no estaba muy dispuesto a dejarme convencer por él y sus opiniones acerca de mi vida, aunque las tuviera en consideración.
—¡Anda! No me digas… ¿Te gusta? —Rio, poniendo cara de bobo y pestañeando mucho—. ¿Quieres que te la presente?
—Resulta que ya la conozco. —Percibí la confusión en su cara—. Ayer me encontré con ella en la playa y estuvimos hablando. Fue muy agradable.
—¡Ja! Eloise es mucha chica para un canijo como tú, créeme. Pero no se me ocurre una persona mejor con la que pueda estar ella. Y si me dan el consentimiento, podría hacer de Celestina entre los dos.
—Deja de brincar a mi alrededor, te estás emocionando demasiado. —Volví a suspirar, un poco contrariado.
—¿Huelo mal? Porque alguien por aquí no deja de resoplar. —Entornó los ojos y se cruzó de brazos, mirándome con su ceja alzada de nuevo.
—Y a ti parece que te hayan cogido esa ceja con un alfiler a la frente. Deja de levantarla. Eloise no me interesa de esa forma, pero me pareció alguien curioso y a quien me gustaría conocer. No sé explicarlo.
La sonrisita de medio lado de mi amigo, sus ojos brillantes y su leve asentimiento me decían que no se creía ni una palabra.
Yo estaba seguro de que era así. Pero estaba deseando hablar con Eloise de nuevo. Al cabo de unos segundos de silencio, que los dos pasamos sumidos en nuestros propios pensamientos, Gael empezó a hablar, para mi sorpresa.
—En realidad, creo que te entiendo. Hay gente que tiene… No sé cómo decirlo. Una especie de magnetismo. Es lo mismo que le sucedía a Antoine. Por supuesto, ellos no son conscientes del efecto que ejercen en los demás, es evidente, pero resultan hipnotizantes.
—Lo echas mucho de menos, ¿verdad?
—¿A Antoine? Sí. —Suspiró profundamente, sin dejar de mirar al frente. Seguí su mirada y descubrí unas nubes en forma de cúmulo que empezaban a aparecer en el cielo—. Era mi mejor amigo.
Me quedé mirándolo, intentando descifrar algo que parecía escaparse. Aun sabiendo cómo se había sentido después de lo ocurrido, siempre había tenido la sensación de que no me lo había contado todo, como, por ejemplo, los detalles de lo sucedido. Nunca quise presionarlo, pero esperaba que, si alguna vez me narraba la historia completa, sería capaz de comprender a mi amigo.
—¿Algún día me lo contarás todo? —Me sorprendió mi propia voz y al rato me regañé a mí mismo por haber sido tan directo. Pero Gael no parecía enfadado, simplemente sonrió con suavidad y giró el rostro hacia mí.
—Sí, claro. Espero hacerlo pronto.
Al rato Gael había vuelto a ser él mismo y, mientras el sol comenzaba a descender en el horizonte, regresamos a casa, dejando un rastro de risas y bromas y olvidando por un momento nuestras dudas y secretos.
***
El lunes celebramos el cumpleaños de mi hermana, a la que le encantó mi regalo. No imaginaba cómo un detalle tan sencillo podría hacerle tanta ilusión, pero así era ella. Agradecía más que yo hubiera dado a entender que no me iba a olvidar de su cumpleaños que el regalo en sí. En aquella ocasión fui por primera vez consciente de ello y una emoción desconocida me inundó. Desde entonces no he olvidado ninguno de sus cumpleaños y siempre he intentado pasarlos con ella de algún modo.
Pero aquel 11 de julio decidí que quería dedicarle otro detalle, así que antes de la hora de la comida recorrí más de medio pueblo hasta mi objetivo: la pastelería de Conrado.
Los dulces de Conrado eran el producto estrella del pueblo. Él mismo resultaba emblemático a su manera. Pocos podían escapar a sus sutiles bromas y su característica sonrisa. Yo era especialmente sensible a todo aquello, porque me costaba distinguir si estaba bromeando o burlándose de mí.
Sin embargo, amaba aquel lugar que parecía haber permanecido inalterable desde otra época. Era acogedor, olía a delicias que me moría por probar y con las que Naira siempre se relamía, con los ojos brillantes y la mirada perdida en los mostradores llenos de pastelitos, panes y otros dulces.
Cuando empujé la puerta de madera, pintada de un color verde pastel apagado, el móvil de metal dorado que tenía colgado tintineó anunciando mi llegada.
Conrado se afanaba por atender a un grupo de tres señoras mayores, entre las que reconocí a una vecina de mis abuelos, que vivían en el pueblo de al lado.
—Vaya, Conrado, usted sí que sabe hablar, incluso con esa voz tan peculiar que tiene. Estoy segura de que era todo un donjuán de joven, ¿verdad? —decía la más alta de las tres, que llevaba el pelo corto y rizado teñido de un color cobrizo.
—Bueno, no puedo negar que tuviera cierto éxito entonces, mi querida Rosa. —Conrado reía, mientras terminaba de anudar la cuerda que mantenía sujeto el paquete lleno de pasteles que le tendía en ese momento—. Pero mi corazón solo ha pertenecido a dos mujeres en toda mi vida, y una es mi preciosa Clara.
—¡Qué romántico! —Suspiró la vecina de mis abuelos.
—Espero que algún día nos hable de esa otra mujer, a Clara ya la conocemos. —Sonrió con picardía la del medio, que había permanecido muy callada y serena.
—¡Oh, no se preocupen! Serán las primeras en saber todos los detalles si algún día decido hablar de ello.
Conrado dio el cambio a las mujeres, que se fueron riendo y hablando sin parar; el móvil de la puerta se balanceó fuertemente, sus piezas de metal chocaron con energía las unas con las otras. Cuando el tintineo se redujo a un ligero roce, a un sonido como de campanitas, y la puerta se cerró con estruendo, Conrado me miró, reparando por primera vez en mi presencia. Suspiró, sacudió la cabeza de un lado a otro y su sonrisa de medio lado afloró en su rostro, resaltando las arrugas alrededor de sus ojos.
—Estas señoras me matarán un día. No pueden vivir sin el cotilleo.
Iba a responderle cuando la puerta de detrás del mostrador, la que comunicaba con el obrador, se abrió de repente. Entre las cortinas de madera apareció un rostro que no esperaba encontrar allí precisamente.
Eloise reparó en mi presencia casi al mismo tiempo, aunque ella parecía sorprendida. Supongo que trabajar en un lugar que era un punto de encuentro para los habitantes de toda la zona la había preparado para encontrarse con cualquiera. No obstante, me miró despacio, parpadeando, y me saludó con naturalidad.
—Hola, Ian. —Levanté la mano en respuesta y la agité un poco. Ridículo.
De nuevo me pilló desprevenido y me quedé parado en el sitio. Más aún, al notar la mirada escrutadora de Conrado, el cual, imaginaba yo, tendría una expresión divertida en el rostro.
Eloise enarcó las cejas, algo molesta, y se giró hacia el propietario del local.
—¿Puedes venir en cuanto tengas un momento, por favor? Algo ha pasado con las galletas que habíamos metido en el horno.
—Sí, claro. Atiende entonces a este chaval mientras arreglo el estropicio que hayan provocado. Está claro que no se les puede dejar solos.
Eloise puso los ojos en blanco y avanzó hacia el mostrador. Conrado suspiró, divertido. Apartó las cortinas y desapareció en el interior del obrador, que desde mi posición se veía completamente a oscuras. Eloise me miró escrutadora detrás de su fortaleza de madera pintada, como si fuera la dueña de aquel lugar.
—Hola, Eloise. Perdona, no esperaba encontrarte aquí…
—Y con esta ridícula red en la cabeza, ¿verdad? —Sonrió con malicia, retándome a que hiciera algún comentario al respecto.
Lo cierto es que tenía un aspecto algo desaliñado, pero para nada desagradable. Llevaba el cabello recogido en una especie de moño, a media altura, y toda la cabeza envuelta en una red blanca con un elástico que rodeaba el borde del pelo. Un delantal de la pastelería, a todas luces grande para su esbelta figura, le cubría todo el cuerpo, aunque podía ver las mangas de la camisa estampada que llevaba. Tenía manchas de harina y azúcar hasta en los pómulos y algunos mechones rebeldes de su cabello se escapaban de la redecilla.
—No, encontrarte en general, con red o sin ella.
—Era broma, tranquilo. Dime, ¿qué querías?
Mientras le iba dando indicaciones de los dulces que pensaba que le iban a gustar a mi hermana, además de mis favoritos y de los de mis padres, Eloise fue andando de un lado al otro del mostrador y los estantes que había detrás de ella, guardando todo en un par de bandejas de cartón que después envolvió meticulosamente en el típico papel amarillo limón de la pastelería, con lazo incluido.
—Madre mía, ¿te los vas a comer todos tú solo? —dijo mientras ingresaba en la caja registradora el dinero que le había dado y preparaba el cambio.
—No, claro. Es el cumpleaños de Naira y pensé que le gustaría celebrarlo con dulces.
—Felicítala de mi parte.
—Lo haré, no lo dudes. —La miré brevemente—. Bueno, que pases buen día.
—Igualmente, Ian.
Ambos sonreímos ligeramente. Nos llegaban las voces del obrador, amortiguadas por la puerta entornada y los ruidos del lugar. Entonces, cuando ya estaba de espaldas con un brazo haciendo equilibrios para sostener las bandejas llenas de dulces y la otra mano en el pomo de la puerta, escuché la voz de Eloise.
—Hasta la próxima.
Me giré sorprendido y asentí con la cabeza. Un brillo extraño llegó a los ojos de Eloise, y con una sonrisa tonta en los labios salí del local, con las campanitas resonando en mis oídos.