CAPÍTULO 14
ELOISE

No esperaba encontrarme con Ian aquel lunes, un día que estaba resultando más bien anodino y monótono. Pero cuando Conrado me relevó en el mostrador y yo regresé al obrador, para continuar trabajando con mis compañeros, estaba ciertamente entusiasmada. Me sentía un poco más ligera, agradecida por la distracción.

El día siguiente se me hizo insoportablemente largo. Paloma, la otra trabajadora de la pastelería, la chica de la mueca perenne a la que había apodado como Tristeza, se había mostrado quisquillosa con todas mis tareas. Aprovechaba el mínimo error para recriminarme mi falta de experiencia.

—Esa masa lleva demasiada harina. Vuelve a empezar.

Le daba la espalda y repetía la tarea, intentando contener un resoplido. Martín, el chico serio, me miraba en silencio, ignorándonos a ambas.

—No has untado el molde con mantequilla. Hay que tirar este bizcocho.

Y así sucesivamente.

Por supuesto, procuraba que Conrado no estuviera delante cuando lanzaba sus comentarios, pero ni siquiera pudo esquivar su capacidad de estar al tanto de todo lo que sucedía entre las paredes de su negocio.

—Paloma, ya basta. —Fruncía el ceño, erguía la espalda y desaparecía todo rastro de aquel carismático hombre—. Su nueva compañera está aprendiendo. Solo deseo que le den directrices. Si no quieres que las cosas salgan mal, encárgate de hacerlo bien desde el principio.

La chica callaba y apenas acertaba a moverse del sitio. Después, Conrado le encargaba atender a los clientes o cualquier otra tarea lejos de mí y ella se marchaba iracunda.

A pesar de todo, debía reconocer que me gustaba el trabajo muchísimo. Siempre había sentido curiosidad por la repostería y conocerla más de cerca estaba de alguna forma ilusionándome. No me importaba atender a los clientes, preparar pedidos y encargos y, en general, estar en la parte visible del negocio, pero de lo que disfrutaba enormemente era de todas mis tareas en el obrador. Resultaban más pesadas y engorrosas, y raro era el día que no acababa embadurnada en harina de la cabeza a los pies. Sin embargo, me apasionaba ver cómo las masas que moldeábamos, los ingredientes que mezclábamos y los montoncitos de cereales que introducíamos en el horno se transformaban en dulces y panes que hacían felices a otros. Como, por ejemplo, a la hermana de Ian.

Volví a sonreír sin querer y a centrarme en las magdalenas que sacaba en ese momento del horno, una de las últimas remesas de aquel día.

A las cuatro menos cinco había dejado todo recogido y listo para seguir trabajando al día siguiente, a primera hora.

—Tienes ganas de salir, ¿eh? —Conrado me miró inquisitivo, con su típica sonrisa pícara dibujada a medias en su rostro.

—Hoy no me toca atender el mostrador por la tarde.

—Lo sé, y has trabajado mucho. No te preocupes. ¿Han dejado todo preparado?

—Sí. No van a faltar bollos y azúcar.

Me quité el delantal blanco y la ridícula red, soltando mi pelo atrapado entre gomas elásticas y horquillas.

Cuando crucé la puerta del obrador, Conrado se despidió de mí y me guiñó un ojo, como si supiera algo que lo divertía enormemente.

Una ligera brisa movió mi cabello y me giré inconscientemente hacia el mar, que asomaba tímidamente al final de la calle, tras unos tejados bajos. Pensé que estaría bien dar una vuelta por la playa para despejarme, aunque antes debía regresar a la tienda de Luis. Así que tomé mi bicicleta y comencé a pedalear calle abajo, sin prisa.

En un cruce, una silueta salió repentinamente por una calle estrecha a mi izquierda. Giré el manillar con rapidez, frenando y apoyando los pies en el asfalto. Miré preocupada a mi alrededor y me encontré con el rostro de Ian, algo más pálido de lo que recordaba.

—¿Estás bien? —Mi voz sonó un poco más aguda de lo normal.

—Sí… Perdona, casi te caes de la bici —contestó, realmente preocupado—. Estaba pensando en mis cosas y ni te vi.

—¿Pero no te he hecho nada?

—No, estoy perfecto. —Sonrió, recuperando el color. Sus ojos brillaron un poco—. ¿Adónde ibas?

—Quería dar un paseo por la playa… Pero antes tengo que comprar una cosa.

—¿Dónde?

—En la tienda de Luis.

—Te acompaño.

—No hace falta. —Tardé dos segundos en responder, que no le pasaron desapercibidos.

—Bueno, si no te molesta.

—No…

Nos quedamos de pie unos segundos, hasta que finalmente bajé de mi bicicleta, invitándole a caminar.

El trayecto hacia el centro del pueblo fue extraño. Apenas intercambiamos unos cuantos comentarios y en general todo el camino estuvo envuelto en un silencio apacible y relajante. Los únicos contactos con la realidad eran el gracioso sonido de las suelas de goma de las zapatillas de Ian y el roce de mis vaqueros al caminar.

Cuando llegamos al establecimiento, Luis nos recibió con su habitual desparpajo.

—¡Francesita! Ya te echaba de menos. Anda, vienes acompañada por el artista. —Alcé una mirada de duda genuina. ¿Ian era artista?

Luis siempre ponía motes cariñosos a los clientes, haciendo referencia a su profesión, rasgos, peculiaridades o aficiones. Lo hacía de manera agradable y amable, queriendo resaltar lo bueno de cada uno de nosotros. Estaba segura de que no había llamado a Ian «artista» de casualidad y quería saber a qué se refería.

—Bueno, ya será menos… —Vi el malestar en el gesto de Ian, en cómo bajaba la mirada y sonreía como disculpándose por algo, al tiempo que se rascaba el cuello levemente, sin prestar mucha atención a lo que hacía. Lo observé intrigada, pero, cuando se volvió hacia mí, disimulé y me dirigí de nuevo a Luis.

—Si nos vemos todas las semanas, creo que no tienes clienta más fiel que yo. —Sonreí, mirando a Ian de soslayo. Pude comprobar que relajaba los hombros mientras me dirigía una mirada de agradecimiento—. Quiero lo de siempre.

—Un día vas a tener que venir a por un nuevo walkman directamente, lo vas a freír.

No pudimos evitarlo: Ian y yo nos contagiamos de su felicidad y reímos a su vez, algo más tímidos.

Luis se empezó a reír con esa carcajada suya tan sincera y cálida, como si fuera un padre al que su hijo le hubiera contado una anécdota en la hora de la cena. A veces pensaba que todo sería más fácil si tuviera un padre como Luis, o una familia normal como la que tenían él y Gael, sus hijos pequeños y su mujer. Pero aquellos pensamientos nunca me enturbiaban el ánimo lo suficiente en su presencia, simplemente disfrutaba de su felicidad y de lo fácil que era estar ahí.

En cuanto Luis me dio las pilas que había pedido, mi nuevo compañero y yo salimos del establecimiento. Sin pensarlo demasiado, ambos empezamos a andar hacia el puerto. No sabría decir quién dirigió la marcha esa vez, pero sentía como si nos pusiéramos de acuerdo a cada paso, como si inconscientemente habláramos entre nosotros, sin palabras, para decidir cuándo girar o a qué ritmo avanzar.

Poco a poco la conversación fue haciéndose más distendida. Hablamos un poco de lo que habíamos hecho aquel día e Ian me contó lo contenta que se había puesto Naira al ver los pasteles.

—Se puso como loca: se le encendieron las mejillas y no paraba de hablar con voz chillona.

Envidiaba aquello; no me hubiera importado tener una hermana pequeña.

—Me alegro mucho —respondí con sinceridad.

—Gracias. —Rio—. También le llamó la atención que la dependienta tuviera el cabello anaranjado. Y ahora no deja de preguntarme acerca de cuándo volveremos a la pastelería. Quiere conocerte.

—Parece que no le falta energía. Debe de ser agotadora.

—La verdad es que me da miedo, estoy seguro de que seguirá insistiéndome todos los días, sin falta.

—¿No se rinde fácilmente?

—Nunca. Es algo que admiro de ella.

Me sorprendió notar un cambio en su voz, una leve vacilación que hizo que no acabara la frase con la entonación adecuada. Sin querer ser maleducada, intenté dejarlo pasar y hacer como si no hubiera notado nada, pero no pude evitar fruncir el ceño. Justo cuando me decidí a hablar, él me interrumpió.

—Me gustaría aprender cómo lo hace, si te soy sincero.

Tardé en responder, meditando sobre lo que había dicho. Era evidente que quería añadir algo más, pero por algún motivo no estaba preparado para hacerlo. En ese momento llegamos a un muelle vacío. Ian se quedó de pie, con las manos en los bolsillos de sus pantalones, y yo me senté sin dudar en el borde, con las piernas dobladas y los brazos apoyados en el suelo, detrás de mi espalda. Algo dubitativo, también él decidió sentarse, a escasos centímetros a mi lado.

—¿Quieres aprender a no rendirte?

—Algo así.

Su respuesta enigmática me dio a entender que, por el momento, no iba a dar más detalles. Aunque quería conocerlos, no me sentía cómoda indagando y preguntando más de la cuenta. Cuando sintiera que debía hacerlo, si esa situación llegaba algún día, entonces estaría ahí para escucharlo.

—A veces intentamos las cosas más de lo que pensamos, Ian.

—¿Eso crees? —Dudé un momento ante su expresión ensombrecida.

—Sí. Es solo que simplemente llega un punto en el que la presión, las expectativas de los demás o las propias nos asfixian y sentimos que no podemos más. Pero eso no desmerece el esfuerzo que ya hemos hecho.

—Ya… Pero ¿y si sientes que no has hecho lo suficiente? Que si realmente hay algo que queremos lograr deberíamos esforzarnos y trabajar más duro...

Cuántas veces me había formulado esas cuestiones a mí misma… Sentía que había hecho todo lo posible por animar a mi padre y no perder, de alguna forma, el sentimiento de que aún seguíamos siendo una familia. Pero continuamente me martirizaba sopesar la opción de que me engañaba a mí misma, que en realidad había hecho lo mínimo y de que aún podía mejorar. Sin embargo, todo se desvanecía en cuanto llegaba a casa, con cada nuevo desconchón en la madera de las contraventanas, que se habían vuelto de un azul desvaído y agrio, como el carácter de los que aún vivíamos dentro. También cuando veía que mi padre no iba a hacer más esfuerzos, cuando creía que quizá no le importaba ya nada, ni cómo acabaran las cosas entre nosotros, a pesar de que era lo único que le quedaba. Y todo eso me asfixiaba y alteraba, introduciéndome en una espiral en la que giraba y giraba sin ver nunca la luz ni poder echar el freno.

Pero ahí estaba, intentando animar a Ian con mis palabras, aunque no fuera capaz ni de ayudarme a mí misma.

—A lo mejor no es el momento aún de volver sobre ello. Quizá todos necesitamos una vía de escape, hacer algo distinto para dejar de pensar en esos temas, aunque sea por poco tiempo.

Se quedó pensativo, con la cabeza inclinada y los pies balanceándose sobre el agua.

Tenía la sensación de que mis palabras habían tenido algún tipo de impacto en su mente y yo mientras tanto seguía preguntándome de dónde habían salido. ¿Era eso lo que intentaba hacer con el trabajo que había conseguido en el local de Conrado y con mis esfuerzos de lograr una nueva amistad? Me sentía mareada y confusa. No sabía que guardaba esas ideas dentro de mí hasta que las había mencionado en voz alta.

Suspiró profundamente, levantó la mirada y se giró hacia mí. Fui testigo de cómo una sonrisa se dibujaba en sus labios y llegaba a sus ojos, que se iluminaron de pronto y me miraron con agradecimiento. La suave brisa de la tarde revolvió su pelo, ya de por sí despeinado y caótico, y de repente sentí que, de alguna forma, era probable que las cosas fueran así.

—Es posible.

Su respuesta estaba cargada de confianza. Con ella me había dicho que, aunque tenía que meditarlo más despacio, había llegado más o menos a la misma conclusión que yo. Aunque no supiéramos muy bien todavía lo que significaba.

Y ya no volví a dudar de que aquel Ian era el mismo niño que me seguía al mar, hacía ya mucho tiempo.