CAPÍTULO 15
IAN

No dejé de pensar en cada una de las palabras que me había dedicado Eloise. Sentí que, de alguna forma, me entendía de un modo que no acertaba a comprender del todo. Había percibido un matiz de tristeza en su voz e intuí que quizá también estuviera pasando por un proceso similar.

Nuestra breve conversación en el puerto me hizo pensar y no pude evitar quedarme meditabundo el resto del camino de vuelta. En cuanto bajó el sol sobre el horizonte, justo en el instante en el que el cielo se tornaba de oro y fuego, decidimos que era ya el momento de volver a casa.

Cuando llegamos al lugar donde había dejado su bicicleta, volví a ser testigo de su carismático ritual: cómo retiraba la cadena, colocaba los auriculares encima de su cabeza y acomodaba el walkman dentro de una desvencijada mochila de cuero que llevaba a la espalda. Antes de darle al botón de play, sin embargo, me sonrió ligeramente para despedirse.

—¿Nos vemos pronto? —preguntó despreocupadamente.

—Por supuesto.

No dudé ni un momento en que quería volver a verla. Al menos, ya sabía dos lugares donde podría encontrarla. Ella pareció conforme con la respuesta, a la que respondió a su vez con un leve asentimiento de cabeza. Finalmente encendió su música y desapareció subiendo por la empinada calle.

El único indicio de que seguía aún cerca era el sonido metálico de la cadena, que poco a poco fue desvaneciéndose en el aire.

 

***

 

Al día siguiente mis padres parecían estar algo más desahogados con el trabajo. Era consciente de que en unas semanas tendrían vacaciones y más tiempo libre, lo que significaba que iban a querer hacer muchas actividades e incluso pasar unos días en el pueblo de mis abuelos. Aproveché también para relajarme un poco en mi cuarto, poniendo orden en un montón de apuntes apilados, libros y recuerdos. Sentía que necesitaba quitarme de encima todo aquello que realmente no iba a necesitar. A media tarde estaba aburrido y sudoroso, y por un momento pensé que lo ideal hubiera sido acompañar la tarea con algo de música de fondo. La próxima vez que me encontrara con Eloise le pediría alguna recomendación.

El recuerdo de Eloise trajo consigo también el eco de nuestra conversación en el puerto. No pude evitar mirar mi torre de libretas amontonadas en un rincón, casi oculto por completo entre el armario y la pared.

¿Realmente me había rendido del todo con mis sueños, o simplemente necesitaba un tiempo para meditar con tranquilidad sobre qué quería hacer?

Aunque aquel verano sentía que estaba bastante distraído, yendo de un lado a otro y ayudando siempre que podía, no sabía si lo hacía porque quisiera echar una mano a mis padres, o porque en realidad no quería enfrentarme a lo que me preocupaba.

Después de aquel encuentro con el dibujo en los primeros días de vacaciones, había dejado a un lado todos los pensamientos que dirigía, sin querer, a lo que siempre había sido mi pasión. Y, sin embargo, no podía evitar sentirme dolido cuando alguien sacaba el tema en la conversación. Al principio pensaba que me disgustaban los comentarios de los demás. Creía que no tenían tacto, que no respetaban mi decisión de acabar con esa parte de mí.

Una decisión, por otro lado, que no había confesado realmente a nadie. Pero sus expectativas sobre ello, que me vieran como el mismo de siempre, me asfixiaban y me hacían dudar de mí. Era consciente de que no lo hacían con ningún tipo de mala intención, sino todo lo contrario, así que toda esa presión solo era producida por mis propias dudas e inseguridades. Era el causante del problema y me sentía completamente decepcionado conmigo mismo.

Suspiré profundamente, con cierto hastío, mientras me rascaba el cuello sin darme cuenta otra vez. Tenía que quitarme esa costumbre o al final me saldría un sarpullido de verdad por arañarme tanto. De repente, entró mi madre en la habitación.

—Ian, ¿no nos escuchabas llamarte?

—No, perdona, ¿qué querían?

—Nada, hablábamos de que sería divertido que mañana fuéramos los cuatro al cine de verano. Hace mucho que no planeamos nada juntos. —Se sentó a mi lado, en la cama. Esperaba que no se diera cuenta de mis inquietudes.

—De acuerdo, me parece bien.

—Genial, ¡a ver si nos ponemos de acuerdo con la película!

Sonreí y asentí, estaba deseando que decidiera mirar hacia otro lado. Aunque por lo general aceptaba mis decisiones si le daba una explicación o le hablaba de los motivos que me hubieran llevado a tomarlas, a veces también sentía la necesidad de indagar cuando se preocupaba de verdad.

—Cariño… —Miró el montón de libretas y contrajo levemente el rostro, mudando a una expresión más severa, mientras se volvía hacia la cómoda donde descansaban las acuarelas y los pinceles—. No los has vuelto a tocar desde que llegaste, ¿verdad?

En realidad, sabía que si se lo estaba ocultando era solo porque ella me dejaba. Mis padres en general eran muy perspicaces, pero sabían darnos espacio para meditar y librar nuestras propias batallas internas, si bien siempre terminábamos por acudir a ellos en busca de ayuda, consejo o simplemente por desahogarnos y hablar del tema. A mi padre le costaba algo más, pero terminaba cediendo y haciendo caso a mi madre, que tenía un carácter más reflexivo.

—De hecho, ¿has dibujado o pintado algo en Madrid? —Mi expresión y mi postura contestaron en lugar de hacerlo mi boca. Suspiró y me pasó un brazo por los hombros—. Sabíamos que algo raro te pasaba.

—¿En serio?

—Sí. No sacaste el tema de la pintura ni una sola vez desde las Navidades, y antes simplemente repetías algo que ya habías dicho antes en algún momento. ¿Ya no te gusta dibujar?

—Sí…, pero no. No lo sé. No quiero, pero a la vez no hay nada que desee más.

—No te agobies, hay momentos en los que necesitamos simplemente parar y sincerarnos con nosotros mismos. Lo que conlleva que al final debemos tomar algún tipo de decisión, nos guste o no. Y en cada una de las posibilidades no nos queda más remedio que renunciar a algo, por mínimo que parezca. Son acciones y siempre tienen consecuencias.

Su peculiar abrazo se hizo más firme y me acercó un poco hacia ella. Pude oler con más claridad su perfume a vainilla y miel, aromas que me tranquilizaban y que siempre me transportaban a aquella casa y a mi madre.

—No obstante, el tiempo que cada cual necesita para tomar esas decisiones es distinto, como también lo es según sea el problema en cuestión. —Me miró con dulzura y sonrió—. Piensa que siempre vas a tener personas a tu alrededor que lo hagan más llevadero, aunque la última palabra solo puede ser tuya. Y no olvides que, hagas lo que hagas, tienes que ser honesto contigo mismo.

—Gracias, mamá.

Acarició mis hombros suavemente y se levantó.

—Aunque si me permites un comentario, solo puedo decirte que dibujas maravillosamente y que todos sabemos que lo amas.

Sonreí agradecido y retomé lo que estaba haciendo, una vez que ella cerró la puerta a sus espaldas.

 

***

 

El sábado siguiente decidí acercarme hasta la pastelería de Conrado por la mañana, pero no encontré allí a Eloise. Su jefe, en cambio, me despachó con una sonrisa socarrona escondida debajo de su espesa barba blanca y sus ojos azules resplandecieron con picardía.

—Ya que estás aquí, chico, ¿no te apetece llevarte una barra de pan? —Enarcó las cejas de manera que me hicieron pensar que aquel hombre, de joven, podría haber tenido a todas las chicas locas por él.

—No, muchas gracias… Solo venía a por esto. —Alcé el paquete que acababa de preparar, del que me llegaba un dulce olor a canela.

—Están recién horneadas, calientes y tienen una miga esponjosa…

Accedí a regañadientes y terminó encasquetándome unas magdalenas que quitaban el hipo, según sus palabras. Aprovechando mi titubeo, me había cogido por sorpresa y se había salido con la suya.

Decidí regresar a casa a dejarlo, ya que no tenía mucha intención de dar vueltas por ahí con ese delicioso olor, y para evitar que se quedara demasiado frío. Cuando estaba entrando por la puerta, me giré y vi a Eloise acompañada de un hombre que caminaba a unos pasos de distancia a su lado.

Me impactó ver la actitud del hombre, de mediana estatura y pelo oscuro y liso, que empezaba a canear. Llevaba una barba descuidada de varios días y caminaba cabizbajo y ausente. Eloise no tenía mejor aspecto, me sorprendió constatar que parecía una chica muy distinta a la que había conocido, tan confiada y segura en apariencia. También caminaba abstraída, con la música resonando en sus oídos, sin prestar atención a nada de lo que sucedía a su alrededor. Nos separaban unos cuantos metros y parecía que no me había visto.

La extraña pareja llegó a la puerta de la casa de Gael y a los pocos segundos abrió su madre, quien los abrazó con cariño, cerrando la puerta enseguida. Tampoco me vio. Quien sí pareció percatarse fue el vecino de Gael, aquel hombre tan frío que me miró con desconfianza a través de la calle. Dejé caer la cortina, para observar cómo, a los pocos segundos, decidía ignorarme y retomar su tarea de barrer la entrada de su casa. Me alejé de la ventana para reunirme con mis padres, aún inquieto por la mirada de aquel hombre.

Pasé toda la comida dudando en ir o no a casa de Gael. Me moría de vergüenza al pensar en presentarme allí como si nada. No tenía ninguna excusa para visitar a mi amigo y Eloise podía deducir que la había visto llegar.

Naira no se separó de mí en todo el día, pero se hartó de que no le hiciera mucho caso.

—¿Qué te pasa, Ian? Estás empanado.

—Nada, es que estoy aburrido.

—Ya… Y no dejas de mirar por la ventana. ¿Es esa chica que ha pasado antes?

—¿Quién?

—No seas tonto. Sé que la has visto. ¿Es la misma de la panadería?

—¿Cómo lo sabes?

—Por el pelo, bobo.

Siguió parloteando, aunque yo no la hiciera mucho caso.

—Déjame en paz ya, ¿quieres?

Naira me miró, abriendo mucho los ojos. Me percaté de la dureza de mi tono y la brusquedad de mis palabras. Iba a formular una disculpa cuando me lanzó un cojín a la cara y se largó con los puños cerrados, agitando los brazos con energía. Escuché sus pasos firmes por la escalera, seguidos por un portazo.

Me reprendí mentalmente por mi actitud y a punto estuve de ir tras ella para disculparme, cuando vi las figuras de Eloise y de aquel hombre alejándose calle abajo, por donde habían venido.

—Espero que tengas una explicación para el enfado de Naira —me reprendió mi padre, cuando me preparaba para salir—. Está muy disgustada contigo.

—Papá, tengo que salir. Luego me disculpo con ella.

Salí atropelladamente hacia la puerta, mientras mi padre seguía murmurando a mis espaldas, y eché a caminar en la dirección que había tomado Eloise… Me di cuenta de que la había perdido, pero sentía que quizá la encontraría en la playa. Allí me dirigí y, repitiendo mi ritual del sábado anterior, caminé hasta la zona más oriental, donde se encontraba la cueva.

Eloise estaba sentada en su roca, con las piernas cruzadas, la espalda recta y los ojos cerrados en una expresión de calma. Los auriculares descansaban sobre sus clavículas, lo que me llamó la atención. La brisa mecía su cabello, lo llevaba suelto sobre los hombros, acariciando la piel que su camiseta de tirantes dejaba al descubierto.

No pude evitar quedarme ahí quieto, mirándola, intentando imaginar lo que pasaba por su mente, pero ya entonces debí de darme cuenta de que era imposible ponerse en la piel de Eloise o seguir su torrente de emociones. Así que, procurando hacer el menor ruido posible, me situé a su lado, de pie en la arena. Me giré hacia el mar, como hacía ella, con el eco del oleaje y el viento silbando en el interior de la cueva a mi derecha. El sonido llegaba algo atenuado por la distancia, pero me encogí inconscientemente al percatarme de su presencia. El sol aún estaba alto, el cielo, azul claro, con algunas nubes algodonosas dispersas. Y la superficie del agua destellaba como si fuera un mosaico de millones de cristales y diamantes, que se movían y cambiaban movidos por la corriente.

Después de unos pocos minutos, sentí que Eloise se movía y, cuando levanté la mirada hacia ella, comprobé que me observaba atentamente con esos ojos verdes y profundos.

Sonreí. Sus ojos se iluminaron y su cabello ardió con más intensidad.

—Hola otra vez —dijo.

—¿Hoy no escuchas música?

—No. —No paraba de sonreír—. Hoy la única música que quiero escuchar es la del mar.

Aquel 16 de julio se quedó grabado en mi memoria para siempre. Aunque no fuera un día destacado especialmente por nada, sentí que había encontrado algo, sin saber muy bien qué era.

Eloise y yo pasamos la tarde hablando, pero no como habíamos hecho unos días antes. Entonces la conversación fluyó más despreocupada y yo confirmé mis impresiones sobre ella, sobre su determinación y confianza. Sin embargo, descubrí también una especie de oscuridad que impregnaba sus palabras, que enturbiaba su mirada, aunque no me atreví a indagar sobre ella.

—¿Qué tipo de música escuchas?

—De todo, la verdad. —Un matiz pasional coloreó su voz—. Especialmente rock. Me encanta. Puedo pasarme días enteros prácticamente escuchando música sin parar. Aunque al final me sale caro. Tengo que ir continuamente a la tienda de Luis a buscar más baterías.

—¿Y no has pensado en escucharla con otro aparato?

—También tengo un viejo tocadiscos que era de mi madre —respondió despacio—. Y algunos vinilos. Gracias a ellos, comencé a interesarme por la música en realidad. Creo que por eso precisamente es una de las cosas más importantes de mi vida ahora.

—Debe de ser maravilloso tener algo tan especial.

—Pero no puedo llevarlos conmigo todo el tiempo.

Se encogió de hombros y el mar volvió a captar toda su atención. Al cabo de unos segundos de silencio, me decidí a hablar.

—Madrid puede ser increíble por muchos motivos. Pero nada es comparable con ver esto a diario.

Asintió sin mirarme, como si ella pensara exactamente lo mismo.

Hablamos de muchas más cosas, aunque ambos esquivamos temas importantes con los que nos queríamos sincerar mutuamente. Estábamos relajados, queríamos conocernos más y necesitábamos esa amistad. No me había sincerado con ella del todo, abriéndole las puertas a mis miedos e inseguridades para que pudiera acceder a ellos, como Eloise tampoco me dejó acceder a los suyos. Y, sin embargo, no creía que nunca me hubiera desahogado tanto hablando, sintiéndome tan cómodo, como aquellas horas que pasamos sentados en la arena húmeda, mientras notábamos cómo subía la marea y el camino que llevaba a la cueva iba desapareciendo.

Cómo de repente el mar nos acariciaba los dedos de los pies.

Cómo la brisa nos traía sal y arena, que se enredaba en nuestro pelo y nos cubría la piel.

Cómo el eco de las preocupaciones se diluía ahí mismo, delante de nosotros, en esas aguas de cristal que nos mecían con su movimiento.

Hablamos de todo y de nada, y ya entonces empecé a sentir que solo quería compartir todo con Eloise. Siempre.