Los días que siguieron fueron como una especie de sueño. Una bruma confeccionada con la magia del verano que me envolvía y me engañaba, anestesiándome para después recibir el dolor de la realidad con mayor intensidad.
Me había sentido muy bien después de haber hablado con Ian aquel sábado. De alguna forma, habíamos encontrado un punto en común y ambos nos pudimos sincerar, incluso nos expusimos, dando algo más de nosotros. No pude evitar mencionar a Antoine y a mi madre, pero no di más detalles, y él, aunque notaba que no terminaban de encajar las piezas de mi historia, me había dejado hacer. Además, tenía la sensación de que el propio Ian no me estaba contando todo, de que a menudo esquivaba a propósito el punto principal de aquella conversación, que yo intuía que tenía que ver con lo que habíamos hablado en el muelle. Pero tampoco quise presionarlo y romper aquella atmósfera que íbamos confeccionando sin darnos cuenta, en la que ambos nos encontrábamos cómodos.
Volvimos a vernos el domingo y el lunes, y también varios días de aquella semana. No quedábamos a ninguna hora, pero sabíamos encontrarnos. En un par de ocasiones lo vi deambulando cerca de la pastelería de Conrado, seguramente temeroso de los comentarios que este pudiera hacerle (me constaba que ya se había ganado algunos) y otras veces fui yo la que se acercó a casa de Gael con alguna excusa.
Teníamos el descaro de disimular. Hacíamos como que nos sorprendía encontrarnos el uno con el otro, aunque podíamos sentir la necesidad de cruzarnos por la calle, de vernos o intercambiar miradas. Sonreíamos, nos saludábamos algo tímidamente, y todo volvía a la normalidad. Después empezábamos a caminar juntos y yo me fijaba en los pasos desgarbados de Ian marcados por las suelas de plástico de sus aparentemente inseparables zapatillas.
Nunca parecía que tuviéramos algún rumbo concreto, pero al final llegábamos a uno de nuestros acuerdos no hablados para acabar andando por el paseo. A menudo íbamos a la playa o nos sentábamos en el borde de nuestro muelle, el número 41, que siempre estaba vacío.
Hablábamos y hablábamos. Sobre el mar o el pueblo, sobre sus gentes, sobre Madrid y sobre qué lugares queríamos ver en el mundo. O de si eran mejores las magdalenas o los panecillos blandos y dulzones de la pastelería, que a veces llevaba para acompañar aquellas conversaciones. Estas eran fáciles, distendidas, y me acostumbré demasiado a ellas. A la dulce y tranquila voz de Ian, contándome cómo intentaron colar en la residencia de estudiantes un cachorro que habían encontrado en la calle.
A menudo me encontraba como hechizada por su voz, que me arrullaba y me calmaba. Esa voz a la que no podía echar porque durante unas horas hacía que me olvidara de ciertas cosas.
Y yo deseaba hablarle de mis padres y de Antoine. De mi casa blanca con ventanas azules, de las macetas secas de las ventanas. Del aire irrespirable de aquel lugar.
Pero me sentía incapaz.
—Antes solía venir a pasear por la playa con mi hermano —comenté en cierto momento—. Caminábamos despacio por el paseo, con nuestras bicicletas a los lados. Nos fijábamos mucho en qué hacían las personas que estaban en la playa e inventábamos historias sobre ellos. Pero con la universidad… Bueno, supongo que ambos crecimos y él tenía planes más interesantes.
—Pero no tendría por qué olvidarse de ti. Siempre pueden intentar recuperar esas cosas o buscar nuevas aficiones juntos.
Yo no respondía ni sacaba a Ian de su error. Supuse que pensaría que hablaba en pasado porque no eran más que recuerdos. A veces parecía intuir que algo no iba bien. Percibía su confusión y sus ganas de preguntar, pero sencillamente no podía decir nada más.
A pesar de todo, esas tardes me transportaron a una dimensión paralela, donde podía ser Eloise. Una chica de dieciocho años que solo quería disfrutar de su último verano antes de un futuro incierto que ni siquiera acertaba a imaginar. Una chica que pudiera disfrutar de sus amigos, su familia y las comidas al aire libre en el patio de una casa que no se cayera a pedazos. Como lo hacía su vida.
Solo podía ser esa Eloise, algo más despreocupada y menos confusa, cuando estaba con Ian, y me dejaba envolver por la magia de esos momentos que, en mi memoria, siempre estuvieron marcados por el salitre y los atardeceres dorados que nos hacían cosquillas en la piel.
Pero cuando Ian se separaba de mí, o esperaba hasta que desenganchara mi bicicleta y conectara la música, la otra Eloise impregnaba cada uno de mis poros, circulando a través de mis venas con desesperación, y envolvía mi ánimo en un manto pesado que quitaba el color a todo lo que me rodeaba. Entonces me enfadaba conmigo misma por haberme sentido tan feliz tan solo unas horas antes.
La situación no mejoraba cuando llegaba a casa. Mi padre, aquel hombre fuerte y valiente que siempre había sido un ejemplo a seguir, languidecía en el sillón, mirando la televisión sin ver nada en realidad. A veces parecía activo, como si estuviera realizando alguna tarea más o menos importante, o incluso intentaba preparar la cena. Pero sus esfuerzos eran poco o nada fructuosos, y, a pesar de ello, era yo la que al final tenía que acabar lo que fuera que hubiese empezado.
Subía las escaleras y pasaba de largo, intentando no mirar la puerta cerrada de aquel cuarto vacío. Era incapaz de enfrentarme a los recuerdos que me abrumaban cada vez que intentaba entrar. Solo lo había conseguido en un par de ocasiones desde la tormenta que partió nuestras vidas como un rayo despiadado, ansioso por incendiar cualquier rastro de felicidad.
Después, me daba una ducha fría y me encerraba en mi cuarto. Si estaba especialmente enfadada, encendía el tocadiscos y ponía la música a todo volumen. Pero si me sentía más optimista o relajada, optaba por algún grupo más tranquilo y dejaba que la música inundara la habitación únicamente, no el barrio entero. Entonces me ponía a leer o aprovechaba para escribir en mis libretas.
Esa era otra de mis pasiones: escribir. Desde diarios hasta historias inventadas, muchas de ellas fruto de noches de insomnio donde la tristeza me despertaba con la garganta seca y el rostro húmedo. A veces eran textos desesperados, otras eran más reflexivos y en alguna que otra ocasión me permitía el lujo de sentirme algo optimista. También tenía una libreta especial donde apuntaba recetas. Por aquel entonces la llenaba a menudo, pues tomaba nota mental de algunas de las que preparaba en la pastelería. Por supuesto, Conrado se guardaba parte de aquellas recetas y él mismo se encargaba de darle el toque de gracia a sus creaciones, de manera que ninguno de sus trabajadores conociéramos nunca la realización de los productos por completo, como si fueran un enorme secreto. No obstante, me hacía una idea de cuáles eran sus trucos, así que también dejaba constancia de mis teorías en aquel recetario improvisado.
Había otros días, sin embargo, en los que solo podía escuchar los discos de Antoine o de mamá, y en esos momentos me envolvían acordes más tristes que poco tenían que ver con la música. Entonces tomaba los álbumes de fotos del altillo de mi armario o las cajas llenas de fotografías y postales. Bebía de los recuerdos, intentaba evocar la risa de mi hermano cuando hacía algún chiste sobre mí, que a menudo mi padre secundaba para después regañarlo y volver la broma en su contra. Quería recordar las caricias de mi madre y su olor tan especial, sin éxito. Y a pesar de ello echaba a ambos de menos por igual. Lloraba y temblaba, y, cuando me sentía ebria de aquella nostalgia y desesperanza, me envolvía entre las sábanas, esperando que la aguja del tocadiscos no tuviera más acordes que arrancar de aquellos vinilos viejos.
En cualquier caso, me dormía con la brisa nocturna rozando levemente mi rostro mientras me susurraba deseos de buenas noches, promesas que pocas veces veía cumplidas.
Pero en aquellos días de verano en los que empezaba a conocer a Ian también comencé a añadir a mis rutinas el recuerdo de las conversaciones que manteníamos. No hacían desaparecer la tristeza, pero al menos conseguían diluirla en cierta medida. Y llegué a pensar que no necesitaba nada más.
Mi padre notaba que algo estaba cambiando y que volvía a horas distintas de las que solía regresar a casa, pero, como siempre, sus esfuerzos por preocuparse de algo que no fuera su propia añoranza no dieron mucho resultado.
—Últimamente te veo más relajada… —dijo un domingo—. ¿Tienes nuevos amigos?
No esperaba que se hubiera percatado de nada y su pregunta me pilló desprevenida. Pero dejé que sus palabras flotaran en el aire, entre los dos, dilatando mi respuesta.
—Algo así. He conocido a un chico muy agradable. Se llama Ian.
—¿Y el trabajo? ¿Qué tal el trabajo?
—En la pastelería estoy a gusto. Me siento cómoda trabajando.
—Ah, sí… La pastelería. —Le miré con cautela—. ¿Cómo está ese desvergonzado de Conrado?
—Sigue siendo el de siempre, la verdad. Pero es un jefe agradable y paciente. Nos trata bien.
Mi padre se quedó callado, me miró un rato y siguió dando sorbitos a su café.
Quise hablarle de Ian, de lo que agradecía pasar tiempo con él y de cómo me ayudaban sus conversaciones. Abrí la boca, intentando encontrar las palabras que dieran forma a esos pensamientos. Sin embargo, su actitud derrotada, como dejaban ver sus hombros caídos y su mirada ausente, era especialmente palpable. Verlo así fue suficiente para que todas ellas murieran entre mis dientes, dejándome un regusto amargo.
Miré mi tostada, mordisqueada en el plato, y el café que se empezaba a enfriar en la taza. De repente, había perdido el apetito.