CAPÍTULO 17
IAN

—Mira lo que he encontrado, cariño.

Mi madre me tendía una lámina que había dibujado siendo yo muy pequeño. Recordaba que el boceto lo había hecho con un lápiz al que tenía mucho cariño, el cual perdí un día que decidí ir al puerto a dibujar. Los colores de las acuarelas apenas aparecían mezclados, pero puse un especial cuidado en elegirlos, marcar las sombras y no salirme de las líneas que había trazado previamente. Sin embargo, la imagen era ficticia. En ella se me había ocurrido dibujar a mis padres de jóvenes, copiando la indumentaria que había visto en algunas de las antiguas fotografías que guardaban. Se encontraban sentados en un banco de madera, con el puerto de fondo, lleno de barcos y barquitas. Se miraban y sonreían bajo un cielo azul claro con unos jirones de nube dispersos. En su conjunto, era una imagen sencilla, pero cuidada y llena de amor.

—Nos lo regalaste cuando tenías diez u once años. Siempre me ha parecido precioso.

En ese momento apareció mi padre en la puerta del salón, una sonrisa se dibujó en su rostro al ver el dibujo.

—¡Oh! Me encanta ese. —Se acercó a mi madre y le puso una mano por la espalda. Ella lo miró y su expresión se relajó aún más—. Te pasaste una semana haciéndolo.

Sentía sus miradas sobre mí, así que me forcé a sonreír y levanté la vista hacia ellos.

—Es cierto, pusiste mucho cuidado en que los colores quedaran bien.

—Y lo conseguiste, mi niño. ¡Eres un artista!

Mi padre me abrazó cariñoso y empezó a hablar con mi madre, a narrarle anécdotas y recuerdos que iban pasando por su mente. Le contaba algunas de mis ocurrencias de la época en que me llevaba al puerto o me iba con él y sus compañeros de faena en el barco, cuando tenían menos trabajo y no podía entorpecerlos tanto. Cómo me quedaba sentado muy quieto, con mi cuaderno y mis lápices entre las manos. Mi madre me miraba con una expresión cariñosa pero cauta. Sonreía ligeramente y participaba de las risas que dejaba escapar mi padre. A veces se dirigía a mí, a lo que respondía con monosílabos o ideas vagas, aunque él no se diera cuenta.

—Todos lo felicitaban por sus dibujos, me acuerdo —siguió contando mi padre—. Algunos incluso le pidieron ser modelo para que él los dibujara.

—Menos mal que se empeñaba en pintar cosas más bonitas que unos pescadores como los que conocemos. —Rio mi madre.

Quería escapar de ahí, dejar de escuchar a mi padre relatando con alegría y totalmente ajeno a mi conflicto interno cómo le preguntaba por los secretos del mar, para que esos dibujos fueran más realistas.

Quería que parara.

Pero yo seguía ahí, sin acertar a mover ni un solo dedo. Su monólogo se iba convirtiendo en un tornado que me envolvía. Sus palabras me rozaban y arañaban, chocando contra el muro de piedra que había construido inconscientemente a mi alrededor, al menos para todo lo referente a ese tema. Pero me hacían daño, me abrían cicatrices. Recordaba cada anécdota, cada recuerdo que mencionaba y que se enredaba en esas palabras pronunciadas sin mala intención, pero que se colaban en mí y me quitaban el aire.

No se había dado cuenta de nada, para variar. Y no iba a ver lo que sucedía hasta que se lo dijera a la cara. Pero me daba miedo defraudarlo, disgustarlo o que pensara que su hijo se rendía con facilidad ante las cosas. Así que seguí callado. Sin embargo, a cada segundo que pasaba me sentía más mareado, más confuso y enfadado…

Quería que lo dejara ya.

Me levanté algo bruscamente, lo que hizo que ambos se sorprendieran. Los ojos castaños de mi madre me preguntaban en silencio si necesitaba algo. Querían leerme y comprenderme, pero no le dejé hacer. Aparté la mirada.

—Acabo de recordar que había quedado con Gael.

Y salí del salón acompañado únicamente por mis dudas y contradicciones. El dibujo se quedó encima de la mesa.

 

***

 

Cuando llegué a la playa aquella tarde, no encontré a Eloise sentada en su roca, sino en uno de los bancos de piedra de aquel paseo que estaba solo medio construido aún.

Me esperaba.

—Eres un poco tardón, ¿sabes? Llevo más de media hora aquí esperándote.

—Y tú eres una quisquillosa. No te pases de lista, que no habíamos quedado a ninguna hora —respondí algo vacilante. ¿Habíamos quedado a alguna hora en realidad? No tenía ni idea.

Una risa suave y cristalina se escapó de entre sus finos labios.

—Has dudado por un momento.

Puse los ojos en blanco y me senté a su lado. Entonces me di cuenta de que, aunque se había alegrado al verme, su posición era más tensa y preocupada que de costumbre. Una cinta de Bon Jovi estaba colocada en el interior de su walkman, que descansaba en el banco entre los dos.

—¿Todo bien, Eloise? —La miré preocupado. Quería que compartiera conmigo sus tormentas, que me explicara qué eran esas sombras que cruzaban su mirada a veces, por qué siempre hablaba de su familia en pasado.

—No he descansado bien hoy y hace mucho calor.

—¿Qué tiene de malo el calor?

—Me molesta.

Era una amenaza velada al tiempo que una mueca aparecía en su rostro. Frunció los labios y su pelo se movió ligeramente.

—Tengo la sensación de que te molestan muchas cosas.

—No te haces una idea de cuántas...

—Dime algún ejemplo.

—Los Ian metomentodo y preguntones. ¿Te vale?

Su tono burlón y su gesto infantil y triunfante me hicieron reír. Tomé el walkman entre mis manos, desenchufando los auriculares, y me alejé a saltitos del banco.

—¿Te ha poseído el espíritu de Gael, o cómo va esto?

—Retira lo que has dicho y te devuelvo tu… «pequeño».

No podía creer lo que estaba haciendo. ¿Era cosa mía o estaba tonteando?

—No pienso retirarlo. —Se cruzó de brazos y se sentó aún más recta. Pero me miró de reojo.

—Pues yo no pienso devolvértelo.

Di vueltas al aparato en mis manos y pude comprobar que estaba muy gastado. Sin duda, debía de usarlo continuamente, como me había dicho. Así, casi sin mirarla, me giré y empecé a andar en dirección a mi casa.

Noté que Eloise se quedaba quieta, posiblemente dudando, pero no me detuve. A los pocos segundos escuché unas pisadas quedas detrás de mí.

—¡Eh! Deja de hacer el tonto y devuélvemelo.

—¿Perdona? ¿Me hablas a mí? —Nos habíamos detenido, a pocos metros de distancia el uno del otro.

—En serio, Ian, no tiene gracia. —Se cruzó de brazos y entornó los ojos. Sus pecas se arrugaron—. Estás siendo infantil.

—¿Yo? ¿Infantil?

Puso los ojos en blanco, suspiró y se volvió. Realmente estaba molesta y eso me dejó confuso. Así que la seguí.

—¿Te has enfadado? Vamos…

Vi el peligro cuando ya era demasiado tarde. Al llegar a mi lado, Eloise sonrió de medio lado y, rápida como nadie, cogió el walkman de entre mis manos. Salió corriendo y riéndose.

—¡Eh! ¿Pero qué…?

—¡Yo también sé bromear, señor preguntón!

Su risa flotaba a su alrededor, entre los dos, dulcificada por la suave y cálida brisa de aquel día. Corrí con ella.

—Tú lo que eres es una listilla…

A su lado, intentaba arrebatarle el aparato de las manos, repitiendo que retirara lo que había dicho. Ella lo alejaba de mí con agilidad y gracia, me esquivaba sin perder el ritmo. Y continuamos así unos minutos hasta que estuvimos muy cerca de la cueva, donde empezamos a hablar por primera vez. Los dos nos sentamos, agotados, en otro banco de piedra, riendo e intentando tomar aire.

—Toma, anda. ¿Quieres probarlo?

Cogí el walkman, al que Eloise había conectado los auriculares. Me los coloqué y ella pulsó el play. Los acordes de Blackbird comenzaron a sonar.

—Increíble, ¿te gustan The Beatles?

—La duda ofende.

Sonreí y dejé que la música inundara mis oídos.

En ese instante, sentí que habíamos cambiado los papeles y, por una vez, tuve la certeza de que había logrado sentirme como lo hacía Eloise. Desde luego era increíble vibrar al ritmo de aquella melodía, que me aislaba del mundo y me llevaba a una dimensión donde solo existíamos la playa y yo. Una melodía que acallaba cualquier otra voz excepto la mía, que no dejaba de repetirme que estaba donde debía estar. A ratos, el aroma a lavanda de Eloise llegaba hasta mí, mezclado con el del salitre, lo único que me recordaba que ella seguía allí. A mi lado.

Entonces comprendí por qué no podía desprenderse de aquel aparato negro y pesado.

Las últimas notas de la canción resonaron unos instantes en mi mente, a pesar de que ya había retirado los auriculares. Eloise me miró, y juraría que lo hizo de una forma distinta. Sus ojos brillaban, sus labios estaban contraídos en un gesto que no supe identificar. Y yo me perdí en sus pupilas verdes, que entonces me parecieron más tristes que nunca.

—Me ha encantado.

—Me alegro. —Sonrió ligeramente.

—Siempre lo llevas contigo, ¿verdad?

—Siempre que puedo.

—Lo entiendo. Ahora lo entiendo.

—Es especial también. El walkman, quiero decir. —Agachó la cabeza para mirarlo, mientras retorcía el cable de los auriculares para que no se enredaran.

—¿Por qué?

—Fue un regalo de mi hermano, por mi cumpleaños.

—¿Cuándo es tu cumpleaños?

Pregunté casi como por resorte. Caí en la cuenta de que no sabía ese detalle, como muchos otros tan básicos como cuál era su color favorito o qué prefería para comer. Aquellos días que habíamos pasado juntos habíamos hablado de muchas cosas, pero descubrí con cierta tristeza que me había dado pocos detalles sobre sí misma.

—El 11 de mayo. ¿El tuyo?

—El 25 de febrero —respondí.

Asintió y se quedó callada.

—Estás muy unida a tu hermano, ¿no?

—¿Tú no lo estás con Naira? —Noté cómo se tensaba de repente.

—Sí… Pero creo que es distinto.

—¿Por qué iba a serlo?

—Porque ella es más pequeña, así que en muchos aspectos aún se nota la diferencia de edad.

—En eso tienes razón.

—¿Cómo se llama tu hermano?

—Antoine.

—Tienen nombres muy raros… ¿Por eso te llama Luis «la francesita»?

—Claro. Mi madre era francesa.

Me quedé callado, de pronto, recordando un detalle que me había dicho mi madre hacía unos días: otra profesora del colegio, que había fallecido hacía años.

—Lo siento mucho…

—No te preocupes, Ian. He aprendido a crecer sin madre. —Se encogió de hombros—. Aunque a veces siento que me hace falta de alguna forma.

—¿Puedo preguntar…?

—Sí. Estaba enferma. Yo tenía seis años cuando sucedió.

No podía imaginar cómo habría sido para ella darse cuenta con esa edad de que su madre no volvería. Cómo seguramente nadie hubiese tenido valor suficiente para explicárselo bien entonces, aunque al final no le quedara más remedio que comprenderlo. No podía ponerme en su lugar, jamás sabría lo que sería sentir la tristeza y la soledad que seguramente ella habría experimentado en muchos aspectos de su vida desde esa edad. Pero ahí estaba, una Eloise de fuego y lavanda, con la espalda recta y más entera que nadie que hubiera conocido.

No tenía nada que decir, pero siguiendo un impulso la abracé. Se quedó quieta, algo tensa, sorprendida aún por mi arrebato. Pero no me apartó. A los pocos segundos, noté que se movía y respondía a mi abrazo. Suspiró profundamente, como si se hubiera quitado un peso de encima. Nos quedamos un rato así, sintiendo el paso de los minutos a nuestro alrededor, aunque no podían tocarnos. Habíamos entrado en un espacio paralelo, como al que me había llevado su música, y esta vez solo existía aquel abrazo.