No le había dicho a Ian toda la verdad, pero me liberé de parte de la presión que sentía en el pecho. Por primera vez, fui capaz de dejar traslucir algo que realmente me dolía, de contarle una verdad completa, aunque no hubiera podido encontrar las palabras para expresar lo mucho que echaba de menos a mi madre.
Hablar de Antoine era algo distinto. Ni siquiera podía pronunciar su nombre en voz alta, al menos sin romperme en mil pedazos como un plato de porcelana delicada. Si lo mentaba, las vocales arañaban mi garganta, las consonantes la quemaban. Y todo su nombre me maltrataba el alma cuando conseguía ensamblar las sílabas.
No era fácil reunir el valor para hacerlo.
Entonces no pude describir la sensación de aquel abrazo, pero con ese contacto supe que, si algún día necesitaba quemarme y resquebrajarme, soltarlo todo y abandonarme a lo que pudiera suceder después, Ian estaría ahí, dispuesto y firme para ayudarme.
Al abrir la puerta de entrada de mi casa, solo la oscuridad pareció dispuesta a recibirme. Era espesa y emanaba de las ventanas, acompañada de una quietud a la que me había acostumbrado. En la sala escuché unos ronquidos suaves y descubrí que mi padre se había quedado dormido en el sofá. Un vaso vacío y una caja de pastillas descansaban en la mesita. El agotamiento que me había invadido al entrar me instaba a subir las escaleras y meterme entre las sábanas sin cambiarme. Los ojos se me cerraban sin que pudiera hacer nada por evitarlo, los brazos y las piernas se me habían vuelto de plomo. Pero ver a mi padre ahí, durmiendo por fin gracias a los somníferos que lo ayudaban a caer en un sueño profundo, casi infantil, que le daba un aspecto aún más vulnerable del que solía tener, me detuvo. Al menos, comprobé con curiosidad, había desaparecido la tristeza de su rostro en ese momento de relajación. Suspiré, tomé una manta ligera y lo cubrí con ella. Después subí pesadamente los escalones hasta mi cuarto.
Me detuve frente a la puerta de Antoine.
No sabía si mi padre había sido capaz de entrar allí en algún momento, pero yo solo había podido hacerlo en un par de ocasiones en aquellos meses. En ambos casos me había sentido como una intrusa, como si no tuviera derecho a irrumpir en la calma de aquel espacio. Pero solo había salido con las manos vacías una vez.
Pensé entonces en la libreta que guardaba en mi propia habitación. Un cuaderno que descubrí en una de mis excursiones. Había sido totalmente casual, pero me sorprendió encontrar en él un diario escrito a mano por Antoine. Si ya me había sentido mal al entrar, llevarme aquel objeto en un arrebato fue suficiente como para que no volviera a pasar a través del marco de la puerta.
Aunque no quería fisgar en la intimidad de mi hermano, tampoco quería devolverlo, así que lo escondí en un cajón de mi escritorio, sin saber qué más podría hacer con él.
Posé una mano temblorosa en el picaporte y empujé suavemente la puerta, que se quejó, emitiendo un ruido. Me quedé quieta, esperando no haber molestado a mi padre. Suspiré aliviada al percibir sus suaves ronquidos, que me llegaban amortiguados. Me decidí a entrar, pero no había dado ni dos pasos en su interior cuando volví a sentir toda esa culpabilidad caer sobre mí. Como si estuviera haciendo algo no permitido. Como si aún me costara aceptar que nadie volvería a hacer suyo ese espacio como lo había hecho Antoine.
Cerré despacio y me dirigí a mi habitación, y para mi sorpresa aquella noche dormí como nunca lo había hecho en meses.
***
Al día siguiente tenía que madrugar mucho para ir a trabajar, y a pesar de que era todavía de noche, cuando empecé a pedalear cuesta abajo hacia la pastelería, notaba cierta emoción vibrando bajo mi piel. Me sorprendió descubrir que había descansado y que estaba bastante entusiasmada aquel día.
El cierre estaba echado hasta la mitad y se adivinaba una luz ligera que provenía del interior del local. No esperaba encontrarme a Paloma en el obrador, en vez de Conrado, que solía llegar el primero.
—Buenos días —saludé sin ganas, fingiendo educación.
Recibí un gruñido por toda respuesta.
—Ya puedes ir mezclando esos ingredientes, son para magdalenas. —Señaló hacia un rincón de la encimera—. Pero comprueba antes la lista.
—¿Y qué haces tú? —Creo que levanté una ceja, intentando contener la energía que empezaba a recorrerme el cuerpo y que nada tenía que ver con la ligereza que sentía unos momentos antes.
—Voy a preparar la masa del pan.
Ni siquiera se volvió para hablarme, pero su tono era más cortante y frío que de costumbre. Intenté relajarme un poco, mientras me ponía el delantal y me recogía el pelo en una trenza rápida.
—No has tenido un buen fin de semana, ¿eh?
—Nadie te ha preguntado.
La ignoré y me puse a trabajar. Al poco rato llegó Martín, se puso su delantal en silencio, comprobó la lista que siempre nos preparaba Conrado y empezó a moverse por ahí. Trabajamos los tres en silencio, cada uno sumido en sus pensamientos y actividades, y al cabo de unas pocas horas habíamos avanzado bastante. La primera remesa de barras de pan estaba lista para ser exhibida en sus cestos, detrás del mostrador. Estaba colocándolas cuando llegó Conrado.
—Vaya, ¿hoy empiezas tú en el mostrador?
—Buenos días a ti también, Conrado. Y no, pero no aguantaba más ahí dentro.
El hombre se echó hacia atrás y empezó a reír, arrugando mucho la cara.
—Dales un voto de confianza, mujer. No seas tan dura.
—No quiero retirar el que te he dado a ti. —Rio con más ganas aún ante mi comentario.
—Ay, Eloise. Tus comentarios me dan la vida.
Siguió riéndose, mientras se limpiaba una lágrima que se le había escapado y entraba al obrador. Sin duda, era un hombre peculiar, aunque resultaba agradable trabajar con él. Era organizado y metódico, y eso me gustaba. Hacía que todo estuviera en orden, nos ayudaba a ser eficientes y a optimizar el tiempo y los recursos. También era una persona creativa y capaz de sacar partido de cualquier situación, se amoldaba a las circunstancias y nos transmitía esa energía y actitud continuamente. Algún día nos habíamos quedado sin un ingrediente para los dulces, un aromatizante o un condimento, por ejemplo, y si bien nosotros nos quedábamos bloqueados sin saber qué hacer a continuación, Conrado aprovechaba la situación para probar nuevas combinaciones, mejorar las que consideraba o sencillamente buscaba algún sustituto para que no se notara tanto la diferencia. Si algún cliente preguntaba, solía responder que simplemente estaba haciendo un experimento social y comprobando cómo influía el ligero cambio del producto en cada persona. O les engañaba y les vendía algo distinto. O sin más daba explicaciones sobre lo que había sucedido.
En cualquier caso, sabía qué decir y todos se iban tan contentos.
Conrado me producía admiración y me agotaba a partes iguales, pero había comprobado que en las escasas semanas que llevaba trabajando allí realmente había empezado a plantearme la posibilidad de dedicarme a la repostería de forma profesional. Era algo que quería haberle planteado a mi padre, para que me diera su opinión o su aprobación e, incluso, algunos consejos o indicaciones. Pero sabía que aquella información solo me pertenecía a mí. De momento debía guardarla bajo llave.
Estaba sumida en mis pensamientos, sin darme cuenta de que doña Tristeza (o Paloma) me estaba hablando. Cuando volví en mí y me concentré en su expresión airada, me enfadé mucho.
—¿Qué?
—Te llevo hablando un buen rato y estás como empanada. ¿No eres capaz de concentrarte en algo tan simple como el horno, o qué?
—¿De qué hablas?
—¿Cómo que de qué hablo? ¡Míralo por ti misma! —Me indicó con un gesto que mirara hacia el horno.
Observé con horror cómo se habían quemado los panecillos que había puesto en la bandeja unos minutos antes y que un espeso humo empezaba a inundar todo su interior, intentando escapar por las rendijas de la puerta. Había estado tan absorta en mis propias preocupaciones que ni siquiera había programado el temporizador para que me avisara después del tiempo de horneado. Tampoco había estado atenta porque simplemente lo había olvidado. En cuanto fui consciente de lo que había provocado, tomé unas manoplas y abrí el horno precipitadamente. Tomé la bandeja entre mis manos y la saqué deprisa. El humo nos envolvió a las dos y Paloma tosió exageradamente.
—Qué torpe eres. ¿Te has dado tú también un golpe con las rocas?
Estaba intentando poner orden, tirando los panecillos a la basura y dejando la bandeja en un rincón donde no pudiera molestar, cuando sus palabras hicieron que me volviera como un resorte.
—¿Perdona? ¿Estás insinuando algo?
—Nada. Parece que tu hermano supo hacerlo mejor que tú.
—No vayas por ahí… —Aferré las manoplas con fuerza. No iba a tolerar esas acusaciones, y menos si salían de ella. ¿Qué le pasaba?
—¿No? Vamos, ¿me vas a negar lo que hizo?
—Él no se suicidó.
—Ya, claro. ¿Y qué fue?
—Un accidente. —De repente notaba la cinta del delantal como una soga alrededor de mi cuello.
—¿Eso crees? Porque hay que ser muy torpe o muy estúpido para acabar así. Y tu hermano era ambas cosas.
Reprimí las ganas de lanzarle uno de los panecillos quemados a su enorme y puntiaguda nariz. Quería que retirase cada una de sus palabras, que nacían de un odio del que yo no tenía constancia y que me sorprendió. Siempre había creído que su aversión era hacia mí, no hacia Antoine.
En lugar de eso, me quedé quieta, temblando. Las lágrimas se agolpaban detrás de mis ojos, peleándose por salir. No quería darles el gusto de que escapasen. Ni a ellas, ni a Paloma. Pero no podía estar ahí durante más tiempo.
En la fracción de segundo que había transcurrido desde su última acusación, noté una presencia en la puerta del obrador. Conrado nos miraba, serio e intransigente, posiblemente evaluando cada una de nuestras palabras. No sabía cuánto había escuchado, pero sentí una vergüenza inexplicable que, unida a la rabia y el odio que ya había alimentado Paloma, me hundieron y confundieron.
No lo pensé ni pude evitarlo. Salí corriendo.
Atravesé la puerta del obrador, pasando al lado de Conrado como una exhalación y dejando atrás a todos los clientes que aguardaban su turno. Sentí sus miradas puestas en mí, escuché ciertos comentarios de sorpresa e indignación por mi carrera, pero no me detuve. Noté cómo alguien me llamaba desde el interior del local.
No supe que era Gael hasta que llegué a un parque verde y cálido que había cerca del colegio donde había trabajado mi madre, en la otra punta del pueblo.
Me agaché, apoyando las manos en las rodillas, sudando acalorada y casi sin oxígeno. Él se agachó frente a mí y, cuando vio mi expresión, me rodeó con sus brazos. Sentí su calidez y sus gestos confusos, que intentaban transmitirme seguridad.
—Tranquila, francesita. Todo está bien —me susurró con su voz, acariciando mi pelo—. Sea lo que sea, está bien. No llores.
Quería contestarle que se confundía, que simplemente era el sudor. No fui capaz de articular más que un sonido sordo que ni yo misma sabía lo que significaba y me di cuenta de que efectivamente eran las lágrimas las que humedecían mi rostro. Un hipido ridículo me subió por la garganta.
Me dejé mecer en sus brazos, imaginando por un momento que eran los de Antoine. Más de una vez había tenido que consolarme de ese modo, cuando era pequeña y me caía. Nuestra madre ya no estaba y nuestro padre trabajaba, así que él hacía de padre y madre para mí. Yo también tuve que consolarlo alguna vez, y hacía muchos años, cuando mis brazos no eran capaces de rodearle por completo, debíamos de tener una apariencia hasta cómica.
Poco a poco fui calmándome y recuperando la consciencia sobre dónde me encontraba y qué había sucedido. Me separé de Gael, sin ser capaz de mirarlo a los ojos, y descubrí que aún tenía las manoplas fuertemente agarradas en las manos y el delantal con el logo de la pastelería: una «K» escrita en letra capital, llena de florituras y adornos, como si Conrado la hubiera tomado de algún manuscrito medieval. Gael me sostuvo por los brazos y me hizo levantar la vista poco a poco.
—¿Estás mejor?
—Sí… Perdona. —Asentí limpiándome la cara con el dorso de la mano.
—No tienes que disculparte por nada. Solo debe hacerlo quien tenga la culpa de que te hayas puesto así.
—Me he agobiado, ¿vale?
—No, no ha sido eso. ¿Qué ha pasado?
—Lo que tú digas, Gael. ¿Dejas que me vaya? —Intenté que me viera enfadada, pero no debió de surtir mucho efecto.
Mi amigo me ayudó a incorporarme, un poco torpe.
—Ah, no, amiga. Me quedo lo que haga falta hasta que me cuentes todo.
Lo miré entornando los ojos. Me respondió enseñándome la lengua. Nos quedamos en silencio, mientras yo me calmaba poco a poco. Después, nos sentamos en dos columpios balanceándonos suavemente, uno al lado del otro.
—He oído que alguien mencionaba a Antoine —dijo Gael de pronto.
Me quedé lívida, porque no había pensado que pudieran escucharnos desde el local. Pero Conrado había entrado a ver qué sucedía…
—Tranquila —volvió a interrumpirme mi amigo, como si adivinara mis pensamientos—. No se entendía bien de qué hablaban, pero se escucharon palabras sueltas. Al final el viejo fue a ver qué sucedía. Se le veía preocupado.
Me quedé mirando al suelo. De repente, los granos de arena que tenía entre mis pies resultaban muy interesantes.
—Es esa horrible chica de la pastelería.
—La he visto a veces atender a los clientes. No es horrible esa niña, es peor.
—¿La conoces?
—Un poco.
—¿Y Antoine?
—Es difícil de explicar. Creo que tuvieron algo en el instituto, durante el bachillerato. —Frunció el ceño, intentando recordar—. Se llamaba… ¿Paqui? O algo así. No lo recuerdo.
—Paloma. —Me eché a reír. Claro que se acordaba, pero quería aligerar la conversación. Se lo agradecí.
—¡Eso! Madre mía, francesita. Vas a tener que dejarme un poco de cerebro un día de estos.
—Deja de sonreír como un tonto, anda. ¿Cómo es que yo no lo sabía?
—Ni idea. —Se encogió de hombros—. Tu querido hermanito era muy reservado para sus cosas. Yo la conocía solo de vista.
—¿Y qué pasó?
—¿Sinceramente? Ni idea. A tu hermano las ideas le duraban poco en la cabeza, siempre pensaba en cambiar y todo eso.
Asentí. Así era mi hermano, no podía quedarse quieto ni un momento. Había veces que incluso a mí me había desesperado, cuando lo veía corretear por la casa de un lado a otro moviendo las cosas de sitio, o emocionado por algún nuevo proyecto que tuviera en mente.
—El caso es que él se agobió o no sé qué pasó, así que cortó con ella. No se lo tomó muy bien, ya ves. Aunque tampoco es que ella fuera una joya.
—¿Me estás diciendo que, por esa tontería, se comporta como una bruja?
—No creo que sea solo por eso. Hay algo más… Pero tampoco sé muy bien de qué va la historia, la verdad.
—Por favor, Gael, déjate de misterios y de suspense.
—Vale, vale. A ver si encima voy a cobrar yo ahora. —Hizo un gesto con la boca, como si se burlara de mí—. El caso es que Paloma es una persona muy (cuando digo «muy» no lo digo por exagerar) pero muy competitiva. Así que cuando ambos entraron en la misma facultad… Te puedes imaginar.
—¡No! Por favor, ¿quieres contarlo todo de una vez?
—En serio, nunca te había visto tan nerviosa, francesita.
—No estoy nerviosa.
—Lo que tú digas.
Le tiré una manopla, que esquivó ágilmente. Se retorcía de la risa, aunque yo me mantuve en mi sitio.
—En serio, simplemente lo odiaba porque era mejor que ella. Y más engreído también.
—Mi hermano no era así.
—Tenía sus días.
Enarqué una ceja, intentando adivinar en qué pensaba. No me dio tiempo a preguntarle; tomó la manopla y se la puso en la mano, haciendo movimientos como si tuviera una marioneta y emitiendo pequeños sollozos que resultaron más bien cómicos.
—Pero cómo puedes tratar así a tu supermajísimo amigo Gael. Con lo bueno que es él… —Su voz chillona consiguió mis burlas. Pero al final logró lo que pretendía y sonreí.
—Eres un demonio.
—Y a pesar de eso me quieres, ¿verdad? —Me reí, esta vez con ganas—. Aunque me da la impresión de que ahora quieres más a Ian.
Acompañó sus palabras de un puchero infantil y yo no acerté a responder.
—Los he visto salir juntos mucho últimamente.
—Sí, nos vemos a menudo. —Miré la manopla que me tendía en ese momento.
—Me parece genial. Seguro que ya te habrás dado cuenta de ello, pero Ian es muy buen chico.
Asentí en silencio. Era un chico sencillo, que lograba transmitirme tranquilidad cuando no sabía encontrarla de otra forma. Tenía mi música y la playa, por supuesto, y seguía apreciando esos ratos que podía pasar a solas con mis pensamientos. O con la ausencia de ellos. Pero también agradecía la presencia constante y relajada de Ian. Sentía que él era algo similar a la marea, con sus ciclos, pero que siempre subía y bajaba con exactitud. Nadie dudaba de que el camino que llegaba a la cueva desaparecía durante medio día, durante todo el año, porque nadie dudaba de que el mar seguía sus procesos.
Con Ian me pasaba algo parecido. Era esa seguridad la que sentía con aquel chico que creía conocer. Quizá por eso me gustaba y asustaba tanto, a partes iguales. Me parecía inaudito que una persona hubiera logrado demostrarme tanto en tan poco tiempo.
—Lo conozco desde que éramos pequeños, siempre hemos sido vecinos. Solo tiene un problema, y es que se valora poco.
—¿Por qué lo dices? —Me di cuenta de que todavía llevaba puesto el delantal de la pastelería y decidí quitármelo.
—Lleva una temporada rara. Por ejemplo, él siempre ha amado dibujar, por encima de todo.
—No me había dicho nada…
—¿No? Bueno, no me extraña. Como te digo, no parece él la mayor parte de las veces.
—¿En qué sentido?
—En el sentido de que todos sabemos que ya no dibuja y él no deja de ponerse excusas. —Seguimos balanceándonos unos segundos más en silencio. Yo me quedé quieta, con el delantal doblado y las manoplas encima de mi regazo—. Pero hacía unos dibujos preciosos.
Pensé que era algo que me cuadraba mucho con Ian. Me parecía el tipo de actividad que alguien como él sería capaz de hacer mejor que nadie. No sabía cómo serían esos dibujos, pero estaba deseando verlos.
Me entraron muchas ganas de quedar enseguida con Ian y preguntarle por el tema, pero una parte de mí me decía que sería bastante complicado que se abriera conmigo en ese sentido.
—¿Y a ti qué te parece?
—¿Qué? —Salí de mi ensimismamiento como un resorte.
—Ian, qué va a ser.
—Ah. Pues… creo que tienes razón. No sé muy bien por qué, pero transmite confianza.
—Totalmente de acuerdo. Aunque, ¡oye!, tengo la sensación de que me están destronando del puesto de «mejor amigo». —Se llevó la mano al pecho en un gesto extremadamente teatral.
—En realidad, nunca estuviste en ese puesto.
—La herida está empezando a sangrar, francesita.
—Siempre fue de Antoine. —No era la respuesta que esperaba, y mi tono serio y triste lo dejó sin palabras—. Era mi hermano, quería contar con él para todo.
En esta ocasión fue Gael quien se quedó meditabundo. La añoranza y la soledad que habían expulsado mis palabras quedaron danzando entre los dos. Una mínima parte de todo aquel vacío que sentía desde hacía casi un año. Quise creer que Gael entendía mi silencio, que comprendía mejor que nadie lo que me producía mencionar el nombre de mi hermano, el dolor y la devastación que dejaba a su paso por mi interior, y que me envolvía en una atmósfera oscura y densa. Una atmósfera a la que muchos no se atrevían a entrar, se excusaban y se iban. Porque... ¿quién querría saber lo que era sentir eso?
Nadie absolutamente.
Excepto personas como Ian y Gael.
Aunque Ian no me preguntara ni quisiera indagar en el tema, me transmitía respeto, sus gestos, palabras o acciones demostraban que no me quería presionar. Pero él seguía ahí de todos modos. Yo me daba cuenta de eso y se lo agradecía inmensamente. Sabía que algún día debería explicarle, hacerle partícipe y conocedor de mis sentimientos, pero más porque quería y lo necesitaba que porque me sintiera en deuda con él.
Gael también estaba ahí siempre, pero habíamos llegado a un pacto no escrito por el que ambos nos comprometimos a no sacar ese tema. Nos lastimaba y rompía en tantos pedazos cada vez que estuvimos un par de meses sin hablar o vernos.
Al principio, cuando todo sucedió, no quería creerlo. Me decía continuamente que no podía haber pasado, que eso no podría haberme ocurrido a mí o a mi padre. Me hacía creer, con ingenua ilusión, que Antoine llegaría a casa y subiría las escaleras como un tornado, como siempre hacía, y después irrumpiría en mi cuarto para hacerme rabiar con sus bromas. O para ayudarme con los deberes. O para darme envidia con los grupos nuevos que estaba descubriendo y de los que conseguía comprar todas sus cintas o vinilos. Pero el que llegaba a casa era Gael, con sus ojeras, tan profundas y oscuras como las que veía a diario en el rostro de mi padre. Porque yo no quería mirarme al espejo. Y entonces él nos preguntaba si necesitábamos algo, miraba hacia arriba cuando notaba que bajaba las escaleras con precaución. Porque siempre esperaba que vinieran los dos juntos, riéndose y dándose codazos, o simplemente hablando relajadamente.
Y de repente solo estaba Gael, de pie, con los hombros hundidos y mirándome con esos ojos suplicantes, llenos de disculpas que no podía mencionar y una tristeza inmensa. Cuando me percataba de que sus pupilas oscuras, casi negras, brillaban nada más que por la humedad que comenzaba a inundarlas, toda la realidad caía a plomo sobre mí.
No, no podía ser.
Antoine no llegaría después. Ni estaba ya en casa y, por eso, su amigo llegaba solo, a buscarle, como cuando se iban a jugar al baloncesto.
Pero yo quería creer que sí.
Después de varios intentos, los dos fingimos que estábamos muy ocupados con nuestras cosas. Yo, con el último año de instituto, para prepararme la Selectividad. Dejando que mi vida, mi padre y mi hogar se destruyeran sin que yo hiciera nada por evitarlo.
Por eso, si había alguien que realmente supiera por lo que estaba pasando, era él.
—Yo también quería contar con él para todo —dijo al cabo de unos instantes de silencio.
—No nos dejaron.
—No. Pero pienso que podría haber hecho algo más por él, joder. —Sentía su rabia y su odio hacia nada en particular, vibrando bajo su piel y sus ojos—. Era mi mejor amigo.
—Lo sé. Eran el mejor equipo posible, créeme.
—Yo siempre he sido más precavido, miedoso… Aunque no lo parezca, era él quien me contagiaba la energía, quien me daba el empujoncito que necesitaba para hacer algunas cosas.
—Pero era muy cabezota.
—Demasiado, francesita. No sabes cuánto. Pero aprendí mucho de él, de ese entusiasmo que parecía sobrarle. Para Antoine no había barreras de ningún tipo. Creo que jamás conoceré a una persona igual de fascinante. Porque él no se daba cuenta, pero con su actitud… —Paró un momento, reteniendo las lágrimas y parpadeando fuertemente. Yo le puse una mano en la espalda, suavemente, para darle ánimos—. Con su actitud, de alguna forma, conseguía hechizarnos a todos. Todos le seguían, todos querían ser sus amigos o participar de sus planes.
—Te confieso que en casa era igual. Al final, no sé cómo lo hacía, pero me hechizaba también a mí y conseguía que fuera yo quien pusiera la mesa.
Noté cómo se relajaba bajo mi mano, al tiempo que emitía una carcajada rota y ronca, casi de alivio. Pero lo entendía perfectamente, comprendía el vacío y la soledad que habían quedado cuando se fue. Que aún permanecían.
—Incluso creo que… —Calló de pronto y me miró con sorpresa—. Mierda, supongo que no tendría que decirle esto a su hermana pequeña.
—Tan pequeña que puede tirarte de ese columpio como sigas dejando las historias a medias.
Me respondió poniendo los ojos en blanco y siguió hablando.
—Es difícil de confesar en voz alta, pero… llegué a pensar que lo quería. De otra forma.
Eso sí que no lo esperaba. Me quedé quieta en el sitio, sin saber qué decir o cómo responderle. Más por la sorpresa y el desconcierto que por su confesión en sí. Pero Gael malinterpretó mi gesto y se echó instintivamente hacia atrás, intentando alejarse de mí a pesar del poco espacio que quedaba entre los columpios.
—Lo siento. No debería habértelo dicho. No se lo había confesado a nadie. No tenía con quién…
—Tranquilo —lo interrumpí—. No pasa nada. Es solo que no es lo que esperaba, la verdad.
—¿Crees que es tan horrible?
—¿El qué? ¿Querer a alguien?
—Querer a otro chico. Nunca me había sucedido y no sabía qué pensar de aquello. Entre mis dudas y que estábamos algo más distanciados justo antes del accidente…
Ahora comprendía mejor todo. Entendía por qué había notado que se veían menos, que hacían menos planes juntos. Creía que habrían discutido o que cada uno estaba con sus líos de chicas, pero no esperaba nada de esto. También entendía por qué Gael me miraba con esa súplica y esa culpabilidad pintados en la cara, en sus ojos, en el ceño fruncido que empezaba a dejarle una arruga en la frente. Me entristecía comprobar que hasta el espíritu siempre animado de Gael también podía arrugarse y romperse.
—Da vergüenza ajena, ¿verdad? —sugirió con un hilo de voz y los ojos desenfocados, sin fijarse en ningún punto concreto.
No quería mirarme. No quería que mi actitud le defraudase. No quería que lo juzgara. Y por no mirarme precisamente no se daba cuenta de lo que sucedía, de que yo no quería hacerlo tampoco. Y no lo hacía. Que sus palabras me habían conmovido, que ahora era yo la que se lamentaba por no haberlo apoyado más en otros momentos, cuando siempre lo había considerado un amigo. Noté un pequeño río húmedo bajando por mi mejilla.
—No creo que querer a alguien pueda ser jamás algo de lo que avergonzarse. Sea quien sea esa persona, o quien lo ama, por los motivos que sean.
Se giró bruscamente, con las lágrimas cayendo ya sin freno por su moreno rostro. Me sonrió de corazón y me abrazó. No dijo nada más, pero tampoco hizo falta.
Al poco rato se separó de mí, se secó la humedad de la cara con mi manopla y se levantó del columpio.
—A ver, francesita. Que me entretienes siempre y se ha hecho tarde. Creo que vas a tener que dar explicaciones a tu jefe.
Volvía a ser Gael.