Llevaba un par de días sin ver a Eloise y tenía que reconocer que echaba de menos hablar con ella. En esos días tampoco me había decidido con nada y seguía ignorando, con una especie de presión en el pecho, mis pinceles. No me había dado el lujo de pensar en ellos. Mis padres me miraban cautelosos, quizá porque sentían cierta tensión al darse cuenta de mi indiferencia deliberada, aunque torpe, sobre el tema. Apenas mencionaban algo relacionado con ello, cuando les hablaba tranquilamente y desviaba la conversación a algo que resultara menos engorroso para todos.
Naira estuvo especialmente cariñosa esos días también y, aunque a veces su presencia me llegaba a agobiar, en general agradecía su compañía.
Aquel miércoles estaba ayudando a mi padre a arreglar la puerta de entrada, cuando Gael salió de casa. Eran ya pasadas las seis de la tarde y me sorprendió verlo por allí. En cuanto me vio, me saludó haciendo aspavientos y se acercó a nosotros.
—¡Hola, Bertrán! ¡Hola, Ian! —Me miró de forma elocuente; quería hablar conmigo.
—Hombre, tú por aquí. No se te ve el pelo. —Mi padre le dio un abrazo rápido y cariñoso.
—Uno, que está siempre ocupado.
—Claro, ocupado yendo de acá para allá, con sus amigos y sin ayudar a sus padres —le riñó, aunque con cierta dulzura—. Lo que eres es un pícaro.
—¡Yo ayudo mucho! A quienes hay que poner firmes es a mis hermanos.
—Con esos ya tendré unas palabras también, no te preocupes. Bueno, Ian, les dejo a lo suyo. Pero hoy tenemos que terminar esto.
—Sí, papá. Hablo un momento con Gael y vuelvo.
Mi padre se giró y retomó lo que estaba haciendo. Empezó a cantar y silbar suavemente alguna canción de hacía veinte años. Gael me cogió del codo y me apartó un poco. Empezamos a escuchar los golpeteos de las herramientas de metal.
—¿Has visto a Eloise estos días?
—No… —respondí cauteloso, no sabía interpretar la pregunta y el tono de mi amigo—. ¿Por qué?
—Me crucé con ella el otro día. No estaba muy bien. Quizá le vendría bien hablar contigo. —Me guiñó el ojo.
—Tampoco somos tan amigos.
—Ya, claro. Que nos conocemos, Ian.
—¿Y por qué no hablas tú con ella?
—Ya lo he hecho. —Suspiró, como recordando algo—. Pero creo sinceramente que le vendría bien verte.
Me giré para mirar a mi padre, que estaba ahí agachado. Conociéndolo, estaría intentando no escuchar, aunque no pudiera evitarlo. Estaba seguro de que después me haría algunas preguntas.
—Bueno, luego me pasaré por la pastelería —dije al volverme hacia Gael.
—Bien. —Sonrió—. Eso le gustará.
—¿Adónde vas tú ahora?
—Ni que fueras mi madre. —Su risa contagiosa inundó la calle, después miró su reloj de pulsera—. He quedado con unos amigos, solo eso. ¡Y ya voy tarde! ¡Adiós!
Casi ni me dio tiempo a despedirlo de lo rápido que salió corriendo. Mi padre levantó el brazo y después me miró.
—Vamos, nos queda poco y así te puedes ir antes.
Estuvo un rato callado, mientras yo me acercaba y me disponía a pasarle unos tornillos que tenía que cambiar. En silencio, los dos trabajábamos sin mirarnos, pero no volvió a silbar.
—¿Quién era esa Eloise de la que hablaba Gael?
Allá iba. No podía dejar pasar la oportunidad de preguntar. Sabía que, si mi padre no indagaba, no conocía la realidad o la verdad, pasaría horas dándole vueltas y vueltas en la cabeza pensando en mil cosas. Era peor para él, porque a menudo se preocupaba en exceso por cosas sin importancia.
—Ah… —Puse los ojos en blanco—. Es que no puede estar callado.
—Ya lo conoces. Si no es por él, no me entero de la mitad de las cosas que les ocurren. Entonces, cuéntame. ¿Quién es?
—Es una chica que conocí hace unas semanas. Resulta que es amiga de Gael de toda la vida.
—¿Y se han estado viendo?
—Sí. Es… agradable estar con ella. Me cae muy bien.
—Me alegro, mi niño. —Sonrió con dulzura—. Es bueno conocer gente nueva y hacer amigos. Creo que te vendrá bien.
—Yo también lo creo, la verdad. Este verano todo pintaba bastante mal. —Un destello de dolor cruzó su mirada—. No, no me refiero a Madrid. Quería volver, en serio. Para verlos, los echaba de menos a los tres. También tenía ganas de ver a Gael y su familia, el pueblo, la playa, el mar…
—Siempre lo has amado. El mar.
—Sí. Y ha sido gracias a ti.
—En parte. El mar se hace querer él solito. Lo único que tenemos que hacer los demás es dejarnos llevar.
Sonreí. A veces olvidaba lo sabio, sencillo y dulce que podía ser mi padre. Pero yo lo decía en serio. Si había logrado amar el mar, era realmente por él y todas las veces que me había dejado acompañarlo al puerto cuando tenía faena, e incluso montaba en su barquito con sus compañeros.
—Pero, por otro lado —continué—, sabía que mis amigos no estarían por aquí. Entre los que están fuera, los que se van de vacaciones o con sus abuelos todo el verano… Sabía que esta vez no contaría con ellos.
Se quedó callado, mirando el martillo entre sus manos. Podía ver el debate que se estaba generando en su interior. Quería decirme algo. Cuando consiguió encontrar las palabras para decirme lo que le recorría por dentro, su voz sonó cauta y un poco aguda.
—¿Y había algún motivo más?
—No. —Una respuesta contundente, seca, para dejar zanjado el tema y que no preguntara más al respecto. Él lo captó enseguida y volvió a desviar la conversación, con un suspiro de resignación.
—Y esa tal Eloise, ¿es del pueblo?
—Sí. Pero creo que estudió en un colegio de otro pueblo donde estudiaban en español y francés.
—¿Y eso?
—Es medio francesa.
—Qué curioso… —Frunció el ceño mientras miraba hacia la calle que bajaba—. Hace algo así como un año falleció un chico del pueblo. Me suena que también era francés. ¿Eran familia?
—Lo dudo —le dije, pero la pregunta quedó revoloteando a mi alrededor, como si me recordara algo, pero no supiera el qué—. Creo que te refieres al amigo de Gael.
—Sí, sí. Ese muchacho, el mismo. A veces lo veíamos por aquí. Y estoy seguro de que era francés.
—¿Lo veíamos? —Y entonces recordé a un chico, de la edad de mi amigo, pero más alto, un poco desgarbado e inquieto también. Tenía el pelo un poco largo y de un color anaranjado bastante peculiar. Como el del chico de mi dibujo. Como el de Eloise.
No podía ser. ¿El amigo de Gael y el hermano de Eloise eran el mismo chico? ¿Por eso Eloise hablaba casi siempre en pasado? Si era así, me sentía la persona más estúpida del planeta.
En cuanto terminamos, me despedí de mi padre y salí corriendo hacia la pastelería.
***
Una pareja tomaba café y un par de magdalenas en una de las pocas mesas que había fuera del local. Seguía sin entender por qué Conrado se negaba a expandir su negocio, porque tenía muchísimo éxito. Estaba seguro de que, si ampliaba la cafetería, sería la ruina para otros locales similares que había cerca. No me solían gustar los bares-cafetería de entonces, espacios pequeños cubiertos de azulejos oscuros, sillas de metal y mesas de formica. Lugares donde tan pronto te servían un café como unas riquísimas patatas fritas. El local de Conrado destilaba buen gusto y tranquilidad, resultaba acogedor, luminoso, sus colores eran suaves y relajantes y las mesas de hierro del exterior lucían un color tan verde como el mar intenso. Parecía un lugar que se había escapado de otra época, de otro siglo casi, pero tenía un encanto que muchos otros solo podían soñar.
Cuando entré, el móvil dorado que colgaba encima de la puerta tintineó. Apenas tuve que esperar a que atendieran a un par de personas cuando el propio Conrado, al que siempre parecía encontrar al otro lado del mostrador, me vio y sonrió con picardía.
—Mira a quién tenemos aquí. ¿Qué quieres, muchacho?
—Venía buscando a Eloise.
—Ah, entiendo. —Su sonrisa se ensanchó en el rostro—. Hace un ratito que se fue. De hecho, no tardaremos en cerrar.
Debió de ver la decepción en mi cara porque enseguida añadió:
—Intenta buscarla en su casa, o quizá haya ido a la playa.
—Eso haré. Gracias, Conrado.
—No hay de qué. —Me guiñó el ojo—. Cuídamela mucho.
—Eso intento. —Me sorprendió su comentario, que no tenía ningún tono burlón ni intención de hacer algún chiste—. Espero que por aquí me la estén cuidando también, por cierto.
—Vaya, pero si hay carácter en ese cuerpecito enclenque.
—Bastante —dije, mientras una risotada escapó de su garganta—. Que usted es un viejo demonio, eso lo sabemos todos.
Conrado no acertaba a reírse más, incluso unas lágrimas escaparon de sus ojos.
—Tienes más razón que un santo. Pero descuida, aquí Eloise está bien. Solo quería advertirte de que es una chica muy especial. Todos deberíamos cuidarla.
—En realidad, creo que ella sabe cuidarse más bien sola.
—Es imposible dudarlo.
Aunque se quedó callado, parecía dubitativo. Al cabo de unos segundos volvió a hablar en voz baja y serena, como si me confiara algún secreto.
—Pero incluso las personas más fuertes, como ella, necesitan saber que hay alguien dispuesto a ayudarlas si lo necesitan. —Su sonrisa se volvió más triste—. Eso lo sé bien.
Me quedé mirándolo, intentando descifrar sus palabras y lo que se escapaba entre ellas. No supe qué era, pero me daba la impresión de que él mejor que nadie era capaz de entender por lo que había pasado Eloise. Su rostro no me sonreía como antes, con la alegría de estar disfrutando de la situación. En ese instante, su sonrisa estaba ensombrecida por algo que no supe reconocer, posiblemente nostalgia. Lo miré asombrado, pues era la primera vez que veía algo así en Conrado, y más aturdido que nunca me despedí y salí de la pastelería, donde ya no quedaban clientes.
***
Pensé en pasar antes por el puerto, pero imaginé que Eloise no habría ido sola. Así que comencé a andar, como hacía otras tantas tardes aquel verano, en dirección a la cueva. Cuando me estaba acercando, me quité las zapatillas y empecé a caminar por la arena, que se ondulaba y deformaba con mis pisadas, haciéndome cosquillas entre los dedos.
Eloise estaba sentada en su querida roca, escribiendo algo en una libreta sin anillas, muy concentrada y con sus auriculares en los oídos. Imaginé las melodías de Tracy Chapman resonando en ellos, transmitiéndole una tranquilidad que ella parecía lejos de sentir.
Me situé a su lado, despacio, sintiéndome como un intruso entrando en un lugar al que no ha sido invitado. No quería romper ese momento de quietud, ni incomodarla. Ella seguía escribiendo con su bolígrafo negro, sin haberse movido ni un milímetro. Me quedé ahí, mirando al mar, llenándome de la tranquilidad de la situación y dejando que la brisa me acariciara las mejillas y me revolviera el pelo. Al cabo de unos instantes, dudaba de que realmente me hubiera visto. Iba a girarme para saludar o decirle algo, cuando escuché su voz.
—¿Esta playa tiene nombre?
Ni siquiera se había girado, pero ya sabía que estaba allí, a su lado. Su piel brillaba bajo el sol.
—¿La Playa? Así, con mayúsculas y todo, no creas.
—Eres un poco tonto a veces, ¿lo sabías? —Me miró de reojo, con una sonrisa asomando a sus labios finos y claros. Reí entre dientes.
—Nunca me lo había preguntado, pero como no hay más playas cerca, solo acantilados y rocas, creo que nadie se ha molestado nunca en buscarle nombre.
—Pues es una pena.
—¿Cómo la llamarías tú si pudieras?
Meditó en la pregunta unos segundos, hasta que sus ojos verdes brillaron de una forma triste y mágica a la vez.
—No lo sé…
—¿Qué significa para ti?
—¿La playa? —preguntó y yo asentí.
—Para mí significa todo. Esta playa, este océano… Me lo han dado y quitado todo. —Se quedó callada, con el horizonte extendido frente a ella—. Es mi vida.
Nos quedamos así sin decir nada, pensando en sus palabras, las cuales aún flotaban entre los dos, para después empezar a diluirse con el bramido de las olas. Decidí sentarme a su lado. Un conocido y ligero aroma a lavanda me dio la bienvenida.
—No sabía lo de tu hermano… Bueno, sí. Lo que no sabía era que era tu hermano, solo el amigo de Gael y no lo conocía —solté atropelladamente y suspiré—. Lo siento mucho también.
Eloise se movió muy cerca, inquieta. Sacudió la cabeza.
—No te preocupes. —Había derrota en su voz y comprendí que se sentía aliviada—. Me di cuenta de ello y quería contártelo. Pero no encontré las fuerzas, supongo.
—Siento haber sido tan torpe, Eloise. —La miré.
—Tranquilo. Es mejor así. Al menos te has acercado a mí por algo que no fuera la pena o la lástima.
—¿La gente hace eso contigo?
—¿Crees que no? Pobrecita, la niña que perdió a su dulce madre siendo tan pequeña y después a su hermano. Qué desgracia. —Su voz aguda, lejos de ridiculizar los comentarios de los demás, estaba cargada de una gran amargura.
—Es difícil saber qué decir en esas situaciones. Nadie sabe bien cómo comportarse, todo el mundo se siente torpe, y tampoco se quiere mencionar algo que incomode a quien está sufriendo. Pero no debe de ser nada fácil estar al otro lado tampoco.
—Entonces es mejor no decir nada. Y más aún cuando hay tantas especulaciones sobre lo que sucedió.
—¿Puedo preguntar…?
—Sí. —Suspiró—. Aunque nadie lo sabe en realidad. Su cuerpo apareció maltrecho entre las rocas, en la entrada de la cueva una semana después de que desapareciera. Fueron unos días terribles. No sabíamos nada de él y empezamos a temer lo peor. Cuando llegó la policía a casa para darnos la noticia, yo… no podía…
No quise que siguiera hablando, sufría al recordar todo aquello. La miraba impotente.
—Todos pensamos, incluida la policía, que había sido un accidente. El día que desapareció se desató una gran tormenta por la noche…
—Sí, recuerdo que mis padres me lo contaron. Se asustaron muchísimo. Hubo hasta inundaciones.
—Y cortes en el teléfono y la electricidad.
—Debió de ser horrible.
—No te lo imaginas. Fueron días de caos y Antoine había desaparecido. Cuando lo encontraron, la explicación más lógica era que había sufrido un accidente, que la tormenta lo había desubicado o arrastrado hasta los acantilados. Como nadie sabía dónde estaba, eran todo conjeturas. —Se encogió de hombros, con una expresión entre resignada y abatida. Era una historia que tendría que haber escuchado muchas veces y, conociéndola como lo hacía, seguro que también se lo habría repetido ella misma hasta la saciedad, para acabar de convencerse de que eso era lo que había ocurrido.
Horrible, era sencillamente horrible. No imaginaba por lo que habría pasado. Esos días de angustia y desesperación sin saber qué podía haber ocurrido. Las lágrimas asomaron a los ojos de mi amiga, que se las secó en un gesto algo brusco.
Ciertos sentimientos de culpa y arrepentimiento empezaron a cosquillearme en los dedos, a alterar mi mente con la idea de que por mi culpa había hecho llorar a Eloise. Caí en la cuenta de que parecía relajada y tranquila, posiblemente ni estaba pensando en su hermano cuando llegué y, sin embargo, mis palabras habían logrado que esos sentimientos afloraran en ella. Pude percibir su rabia, la tensión en su espalda y el esfuerzo que estaba haciendo para retener las lágrimas.
Le tomé la mano y la acaricié suavemente, sin mirarla. Sin embargo, sentía sus ojos fijos en el gesto. Cuando alcé la mirada, sus mejillas estaban húmedas, a pesar de que siguiera luchando contra el llanto. Solo podía estar ahí si ella lo necesitaba.
—Si tienes que llorar…, hazlo, no te preocupes. No me imagino por lo que has pasado. Si yo fuera tú, creo que lo haría todos los días.
Ella negó con la cabeza, su cabello moviéndose a un lado y otro, brillando con las últimas horas de aquel día que se escapaba entre nosotros. Pero las lágrimas empezaron a salir a borbotones esta vez. La rodeé con mis brazos y la sostuve con firmeza, dejando que soltara toda esa tristeza y esa rabia que la hacían temblar. El dolor escapaba con cada gota húmeda que salía de esos ojos brillantes tan verdes que comenzaban a hincharse. Sentí la calidez de su cuerpo, que era mucho más resistente que la roca en la que nos sentábamos.
Me quedé quieto, dejando que se calmara poco a poco, al tiempo que se iba vaciando de aquel sufrimiento. Sabía que no iba a desaparecer, pero quería pensar que necesitaba aquello, que necesitaba dejarlo ir de alguna forma. Y sabía también que entonces, además del cariño, la curiosidad y esa fascinación que Eloise había provocado en mí, también admiraba su fortaleza. Una fortaleza que había mantenido todo aquel tiempo, resistiendo el oleaje, el viento y el sol durante días. Pero sin perder un ápice de su entereza.
Esa era la esencia de Eloise.