No sé cuánto tiempo estuve ahí, encogida sobre mí misma, dejando que Ian me acunara entre sus brazos. Pero lo necesitaba.
Hacía meses que no lloraba, que no me vaciaba, expulsando a borbotones todo ese dolor. Y aunque cada lágrima me arañaba el rostro al caer, con el nombre de Antoine escrito en ellas, en mi interior solo quedaba cierta tranquilidad y calma.
Jamás había hablado tan claramente con alguien acerca de lo que sucedió. Aunque intenté iniciar una conversación similar muchas veces con mi padre, dejé de hacerlo al ver que se negaba a ello y lo sumía en una oscuridad aún mayor. Con Gael, sencillamente, las cosas habían sido de otro modo.
Cuando logré recomponerme un poco, aun sintiendo los ojos rojos e hinchados, Ian me contempló con su mirada oscura y brillante. No había lástima en él, sino una intensidad acuciante, que interpreté como ganas de ayudar de alguna forma. Al ver que empezaba a calmarme, sonrió y me tomó la mano con suavidad. Si bien notaba cierta rigidez en su gesto, me preguntó:
—¿Mejor?
Asentí, incorporándome despacio y sintiéndome más ligera que en mucho tiempo. Su mano descansaba aún sobre la mía y puse la otra encima, dándole un ligero apretón.
—Gracias.
—No tienes que darlas. —Su sonrisa brillaba con los últimos rayos de sol—. Siempre que necesites algo, lo que sea, puedes llamarme.
—Lo haré. Aunque aún…, aún me cuesta hablar de Antoine.
—No te fuerces, pero tampoco te lo quedes todo dentro.
—¿Tú estuviste con Gael cuando sucedió?
—No, y me lamento mucho por ello —respondió apesadumbrado—. Ya llevaba unas semanas viviendo en Madrid. Había estado tan inmerso en mi nueva y emocionante vida en la ciudad que olvidé llamarlo muchas veces. Un día recibí una llamada de mis padres, contándome lo sucedido y lo revuelto que estaba el pueblo entero. Luego, llamé a Gael. Estaba destrozado y casi no podía hablar, así que le intenté reconfortar un poco. Unos días después volví a hablar con él, me contó a duras penas lo sucedido con más detalles de los que me habían dado mis padres. Después de eso, de vez en cuando intentaba sacarle el tema, más que nada por si quería desahogarse, pero tampoco quería forzarlo a hablar, si no tenía fuerzas para ello.
Hizo una pausa y respiró resignado, a lo que respondí con otro ligero apretón de manos, que seguían unidas.
—Poco a poco, el Gael de siempre iba volviendo. Imaginaba que podía contar más con sus amigos de aquí o su familia. Que quizá yo me hubiera vuelto más prescindible para él. Pero no le culpaba porque, a fin de cuentas, no había estado ahí cuando me necesitaba. Yo me sentía fatal por haberme desentendido y por haberme ido tan lejos.
—Pero no podías hacer nada, Ian. —Su arrepentimiento era sincero y me conmovió que alguien a quien consideraba tan apacible albergara ese tipo de resentimiento hacia sí mismo—. No podías saber que algo así sucedería, y mucho menos frenar tu propia vida por ello. Estabas en Madrid, empezando a disfrutar de tu carrera universitaria y es normal que no te preocupara nada más.
—Lo sé, y sé también que Gael nunca me guardó rencor y lo entendía. Lo hablamos hace unos meses. Me dijo algo muy parecido.
—¿Entonces?
—Es solo que a veces siento que me hubiese gustado hacer las cosas de otro modo.
Me quedé unos segundos reflexionando sobre sus palabras, comprendiendo ese sentimiento y, en cierto modo, compadeciéndome de mí misma. ¿Cuántas veces había pensado en aquello? ¿Cuántas veces me había arrepentido de la frialdad con la que trataba a mi padre, sin intentar arreglarlo nunca? Me excusaba pensando que no solo era culpa mía, que él también debía aprender e intentar dar el paso, esforzarse de alguna forma por su hija. Un esfuerzo que a veces creía que no existía.
Ian debió de intuir que algo pasaba por mi mente, porque acarició mi mejilla, mirándome con cierta preocupación. Su contacto me transmitió calidez y un ligero cosquilleo que no me abandonó en todo el día.
***
Aquella tarde llegué a casa pasadas las nueve de la noche. Esperaba preparar unos sándwiches para mi padre y para mí, y meterme en mi cuarto escuchando las cintas de Antoine. Pero no había ni rastro de la quietud que solía rodear nuestra casa cuando llegué.
La puerta estaba abierta y unos cuantos vecinos se agolpaban en la entrada al patio delantero. Un coche de policía con las luces encendidas y una ambulancia se encontraban aparcados enfrente.
Me abrí paso entre algunos de los curiosos, con los nervios y el terror agolpándose en cada una de mis células y mi corazón latiendo desbocadamente, sin parar de correr hacia el interior de mi casa. Pasé al lado de un policía sin verlo y entre otros vecinos que estaban en el pasillo o agolpados en nuestro salón. Sus caras consternadas me inquietaban, mis piernas temblaban sin parar.
Hard times go.
Los Scorpions tronaban en mis oídos, aportando una atmósfera irreal, mientras sentía que mi mundo volvía a derrumbarse a cámara lenta alrededor.
Y entonces vi a mi padre sentado en un sillón, con una manta sobre los hombros, los codos apoyados en las rodillas y la cabeza entre las manos. Unos espasmos sacudían su cuerpo.
As soon as the good times roll.
Me quité los auriculares de los oídos con desesperación, los cables se enredaron en mi cuello y entre mis dedos cuando quise apartar el aparato, que lancé sin mirar encima de otro de los sofás. Me arrodillé delante, aunque no pareció percatarse. Lo miré con cautela, dudé y finalmente lo abracé, aún con el miedo palpitando bajo la piel.
El policía y un par de vecinos que estaban a su lado, ayudándolo, me miraron preocupados.
—Perdone, ¿es usted su hija? —Asentí con cautela, mirando de reojo a un par de vecinos. El policía debió de entender enseguida.
—Márchense, por favor —se dirigió hacia ellos—. Agradecemos enormemente su ayuda.
Noté movimiento a mi alrededor y me relajé al escuchar el sonido de la puerta al cerrarse, seguido de los pasos del policía. Miré a mi padre, con las lágrimas a punto de escapar de mis ojos.
—¿Qué ha sucedido? —pregunté en un susurro—. Papá, ¿qué ha pasado?
En ese momento mi padre pareció verme por primera vez, abrió mucho los ojos y se echó a llorar, dejando que lo abrazara.
—Su padre ha sufrido un ataque de ansiedad —contestó uno de los sanitarios, a los que casi no había prestado atención—. Los vecinos dieron el aviso.
Miré a mi padre, preocupada.
—Lo siento, mi niña… No sé qué pasó. —Su voz derrotada me partió el alma.
Negué con la cabeza, sin saber ni poder decir nada. Uno de los sanitarios me separó de él, llamándome con un gesto. Acaricié el brazo de mi padre y me levanté para seguirlo hasta un rincón más alejado del salón.
—¿Le pasa a menudo? ¿Tiene algún tipo de enfermedad?
—No… —dudé—. ¿Es grave?
—No, solo debe descansar bien esta noche —me dijo con suavidad—. No obstante, sería muy útil que hiciera ejercicios de respiración, por si le vuelve a suceder. Y en ese caso debería acudir al médico de cabecera.
—¿Va a ponerse así más veces?
—No tiene por qué, y esperamos que no se repitan estos episodios. Solamente quería darle unas indicaciones, para que sepan cómo actuar si vuelve a suceder.
Asentí y le di las gracias, para después volver al lado de mi padre. A los pocos segundos, todas las personas abandonaron el salón y salieron de casa, y nos quedamos solos mi padre y yo de nuevo.
Escuché entonces un leve zumbido, mi padre siguió la dirección de mi mirada y se percató, como yo, de que me había dejado el walkman encendido.
—Siento tanto esto, Eloise. Siento muchísimo que tengas que vivir en una familia como la nuestra. Nunca quisimos esto para Antoine y para ti…
No había apartado la mirada del aparato.
Coloqué la manta sobre sus hombros de nuevo, haciendo que girara el rostro hacia mí. Parecía haber envejecido en apenas unos minutos.
—Voy a preparar algo de cenar. Después tómate las pastillas y descansa esta noche, papá.
—Lo siento mucho, Eloise.
—No tienes que seguir disculpándote. No ha sido tu culpa.
Intenté sonreír, aunque mis movimientos estaban cargados de una rigidez que dolía. Aun así, me levanté con esfuerzo y me dirigí a la cocina.
Sentía el miedo retorciendo mis arterias y mis músculos, alimentado por un pequeño y poderoso pensamiento que impedía que el aire llegara a mis pulmones. ¿Y si perdía a mi padre también? No podía permitirlo. Y sabía que tampoco lo soportaría.
Empecé a buscar en la nevera y de repente sentí que se acercaba y se quedaba quieto detrás de mí. Al volverme, el dolor en sus ojos me abofeteó de la misma forma que había hecho cuando nos enteramos de lo de Antoine. La misma tristeza que habría empañado su mirada hacía doce años.
—Papá, no te levantes.
—No quiero cenar, me gustaría ir a dormir…
Iba a replicar, pero se volvió y subió a su cuarto, cerrando la puerta con cuidado.
Cuando subí unos minutos después, con un sándwich medio deshecho, mi padre estaba acostado, aunque su respiración me confirmó que aún no se había dormido.
Dejé la comida, un vaso de agua fresca y una pastilla para dormir en la mesilla.
—Te quiero, papá.
***
Por supuesto, al día siguiente éramos la comidilla del pueblo. Cuchicheos, comentarios y miradas me llegaban de todos los rincones cuando salí a la calle a hacer algunos recados que me había pedido Conrado. Él fue el único que no me trató de una forma diferente y, cuando se percató de lo que sucedía, decidió dejarme trabajar el resto del día en el obrador. Se lo agradecí en silencio y no salí en ningún momento. A fin de cuentas, disfrutaba más allí que atendiendo a los clientes.
Pero mis compañeros de trabajo no dejaron pasar la oportunidad de lanzarme continuamente esas miradas ponzoñosas. Intenté ignorarlos, más preocupada por el estado de mi padre que por ellos. Me había ido angustiada de casa, aunque seguía durmiendo cuando me marché. Llamé a casa desde el teléfono del obrador, en mi pausa de la comida. Suspiré aliviada cuando descolgó al otro lado de la línea.
—¿Papá? Soy yo.
—Eloise, ¿ha pasado algo?
—No, solo quería saber cómo estabas.
—Estoy bien, he descansado mucho —susurró—. Gracias.
—Te he dejado otro bocadillo en la nevera. Lo siento, no me ha dado tiempo a nada más.
—Tranquila —me dijo y yo percibí que se relajaba un poco—. Está bien así. Ha venido Luis a verme.
—¿En serio?
—Sí. Se ha ido hace unos minutos. Hemos estado hablando y nos ha traído algo de comida también.
Sonreí, un poco menos intranquila. Luis era demasiado bueno.
Estuvimos hablando unos minutos y al colgar había recuperado la energía para trabajar. Pero después de la comida, cuando más concentrada me encontraba, agitando una crema para montar unos dulces, sentí la mirada de Paloma sobre mí.
—¿Qué? —le espeté, mirándola con desconfianza. Desde que me dijera aquellas cosas sobre mi hermano unos días antes, había hecho el mayor esfuerzo posible por ignorarla. Pero su mirada burlona y su sonrisa de medio lado, que lucía en ese momento, me ponían de los nervios.
—Nada. Solo te vigilo. Como hay que hacer con ciertas especies.
—Quizá deberías ir al zoo. O, mejor, mirarte al espejo. ¿Lo haces mucho últimamente?
—Al menos mi familia no está loca. Francesita.
Cogí parte de la masa con las manos, dispuesta a borrarle la sonrisita de la cara. Un mechón de pelo se me escapó del recogido y la red.
—Alto ahí, Paloma. Fuera de aquí. —La voz de Conrado nos descolocó a ambas—. Y tú, Eloise, suelta eso. Es para los clientes.
Obedecí sin rechistar, intentando calmarme.
—Está loca, no sé por qué sigues dejando que trabaje aquí.
—¿Quién eres tú para decirme qué trabajadores debo mantener en mi pastelería? —Conrado se cruzó de brazos, adoptando una posición firme—. Y he dicho que te largues de aquí.
—Pero mañana…
—Mañana no volverás a trabajar en este local, Paloma. Ni ningún otro día. La clave de esto es que somos un equipo y debemos colaborar entre todos. Algo que tú no estás cumpliendo.
Paloma se quitó el delantal y la red del pelo con rabia, mientras su cabello negro cayó en ondas sobre su espalda. Roja de ira, se marchó airada del obrador y dio un portazo, provocando que los cristalitos del móvil chocaran con fuerza.
—Solo la mantenía porque es la nieta de un buen amigo. —El hombre se encogió de hombros y sonrió burlón, eliminando todo rastro de la severidad que antes había mostrado.
Cuando el móvil de la entrada volvió a sonar, anunciando la llegada de un nuevo cliente, salió del obrador silbando.
***
Había pasado unos días demasiado intensos y me apetecía mucho estar un rato a solas con mi música, así que regresé a mi lugar favorito en la playa, como solía hacer.
Siempre que me sentaba cerca de aquella cueva sentía su presencia acechando. Las rocas en su entrada me hacían pensar a menudo cómo había acabado Antoine entre ellas, aunque apartaba rápido esos pensamientos y me centraba en lo realmente hermosa que era, en que Antoine admiraba ese lugar, el cual siempre fue mágico para él. O eso me decía, al menos.
No conseguí relajarme mucho rato. No dejaba de pensar en lo sucedido en la pastelería, en Conrado y en mi padre. Temía dejarlo solo durante mucho tiempo cada día y ya había pasado demasiadas horas trabajando.
Medité sobre su crisis y qué podría haberle provocado aquello. Me sentía culpable por no haber estado con él en esos momentos y, sobre todo, también me creía responsable y causante de ese nerviosismo.
No dejé de darle vueltas al tema durante todo el tiempo que estuve ahí, intentando relajarme y ordenar mis pensamientos sin éxito. Así que, cansada de la preocupación y de estar sola, me levanté y me fui. Lo que no esperaba era encontrarme con Ian y Gael juntos, sentados en la terraza de un bar cercano. Observé a Ian, de espaldas a mí, hablando tranquilamente con una botella de Seven Up al lado.
—¡Eh, francesita! ¿Te quedas con nosotros un rato? —Gael me saludó alegremente en cuanto me vio. Ian se quedó callado y se dio la vuelta despacio. Sonrió y le respondí de la misma forma.
—Debería irme a casa, chicos. Con mi padre. —La mirada de mi amigo se ensombreció un poco. Seguramente también habría escuchado todos los chismorreos aquel día.
—¿Está mejor?
—Terminó por dormirse, estaba agotado.
—Siento mucho lo que sucedió, Eloise —me dijo Ian, algo turbado.
—No te preocupes… Lo que peor llevo son los murmullos y lo que dicen los demás. Cuando no tienen ni idea de nada.
Los dos me miraron y, finalmente, Gael volvió a invitarme a sentarme con ellos. Sentía que debía irme a casa, aunque fuera pronto aún, pero también necesitaba acallar todos aquellos pensamientos que me llevaban rondando durante el día. Aquel torbellino de sentimientos e ideas que ni el océano había conseguido calmar. Al final accedí, me acomodé en la silla que había entre los dos y pedí una Coca-Cola, que burbujeó al verterla en el vaso.
—Me quedo un rato. Pero solo un poco —me apresuré a añadir ante la maliciosa mirada de Gael después de haberse salido con la suya.
—Lo que digas, francesita. —Gael me guiñó el ojo y, después, en un tono más molesto y para retomar la conversación añadió—: No les hagas ni caso, son unos ignorantes.
—Es un poco difícil, sobre todo si te llegan los comentarios hasta en el trabajo.
—¿Cómo?
Les conté lo sucedido aquel día, las palabras de Paloma, de nuevo hirientes, y la reacción y posterior decisión de Conrado.
—Menudo viejo loco es ese Conrado. Pero hace bien. ¿De verdad alguien mantendría en su propio negocio a algún trabajador que solo provocara malos rollos? Además, estaría ya harto de ella de todos modos. —Gael se encogió de hombros, dio un trago a su cerveza y se repantigó aún más en la silla—. Tú no te sientas mal por ella. Se lo ha buscado solita.
—Puede que tengas razón.
—La tiene —apuntó Ian. Un gesto complaciente se dibujó en el rostro de Gael.
—Son terribles. Los dos.
—Y tú te estás volviendo muy blanda.
Medité sobre las palabras de Gael, cuya mirada notaba puesta sobre mí. Volvía a tener razón. En otro momento o en otras circunstancias habría afrontado todo aquello con más entereza. Pero me sentía cansada, harta de ser la fuerte y de resistir por los demás. Quizá era eso lo que me preocupaba realmente. Cómo había dejado de esforzarme por todos, empezando por mi padre y terminando por mí misma.
Los miré a ambos, pendientes de mí y disimulando. Caí en la cuenta de que parecían algo serios y meditabundos cuando los había visto, así que les pregunté.
—¿De qué hablaban antes de que yo llegara?
—De nada…
—De tu hermano. —La respuesta de Ian fue contundente, mientras mantenía sus pupilas fijas en las mías.
—Ian, por favor. ¿Qué hemos hablado antes?
—No tiene ningún sentido hacer como si nada. —Gael le lanzó una mirada furibunda, se sentó más recto en la silla y su actitud despreocupada desapareció por completo.
—Chicos, no se preocupen. En estos días he conseguido hablar de él… Me hizo sentir algo mejor. —Nunca había sido tan sincera. Conseguir hablar, llorar incluso, mencionar a mi hermano, aunque su nombre siguiera quemando mi garganta, había sido dar un gran paso.
—Por todo lo que hablan de él, siento que me hubiera gustado conocerlo —dijo Ian de pronto.
—Se hubiesen caído bien, aunque seguramente le hubieras desesperado un poco por ser tan tranquilo. —Gael se rio con ganas, algo más relajado.
—Y te hubiera arrastrado con él de un lado a otro. No paraba quieto —añadí yo.
—Estaba loco de remate.
Y así, sin quererlo, lo que iba a ser tomar algo fresco y rápido con ellos se convirtió en una hora de conversación, recordando a Antoine y sus manías, algunas locuras que había cometido y que nunca me había contado, para no preocuparme, pero que Gael me confesó entonces. Cómo pasaban algunos fines de semana, ellos y sus otros amigos de siempre, recorriendo la isla en dos destartalados coches y buscando sitios curiosos y pueblos poco accesibles, como el nuestro. Cómo se quedaron una noche parados en mitad de un camino de tierra, sin gasolina.
Me alivió darme cuenta de que podía hablar de mi hermano con más ligereza. De que recordarlo así ayudaba, aunque aún sintiera un vacío tan grande dentro de mí que seguía amenazándome con devorarme.
—Lo malo de Antoine era que se obsesionaba mucho con todo. —«Era». Hablábamos en pasado. Seguíamos recordándole. Las palabras de Gael se clavaron en mí con cierta dureza. Una cosa era hablar de sus anécdotas, como yo podía estar recordando las mías. Pero hablar de él en tiempo pasado fue suficiente para hacerme regresar a la realidad y disipar esa atmósfera distendida y agradable que habíamos mantenido durante toda la conversación—. Como ocurrió con aquel maldito trabajo de la facultad.
—¿Qué trabajo?
—¿No te acuerdas?
—No. No me dijo nada.
—Pues… qué raro. —Gael frunció el entrecejo y miró su jarra, ya vacía, mientras daba vueltas a algo en su cabeza—. Estuvo completamente absorbido por eso los últimos meses antes del… Antes del accidente.
—Sé que estaba ocupado con la carrera, pero no imaginé que fuera para tanto.
—Pues tendrías que haberlo visto. Todos sabíamos que era cabezota y testarudo, y también que no paraba hasta que conseguía algo que se le había metido entre ceja y ceja. Pero aquello era demasiado. Casi no nos veía.
—¿Pero de qué era el trabajo? —Ian parecía más interesado que yo incluso.
—No lo sé muy bien porque no coincidíamos en todas las clases. Creo que era algo de un reportaje o algún tipo de investigación. Bueno, nos contó que hasta había pedido una especie de prórroga al profesor para poder entregarlo más tarde.
—¿Y eso tenía algo de malo?
—No, para nada. Todos admirábamos cómo se dedicaba a los estudios, la verdad. Muchas veces no salía los fines de semana para estudiar. —Eso sí que lo recordaba—. Pero con aquel trabajo cambió mucho. Estaba ausente, absorbido por completo con lo que estuviera investigando. Pasaba horas en la biblioteca estudiando y se distanció de casi todos sus amigos. Incluso de Yaiza.
—¿Quién es Yaiza? —preguntó Ian, confuso.
—Una amiga de Gael y de mi hermano. Se conocieron en la universidad, en el primer curso.
—Sí. A Antoine le gustaba. —Percibí el tono triste de Gael y no me pasó desapercibido el modo en que miró sus manos—. Y creo que él a ella también. No lo hablamos nunca. El caso es que nosotros dos fuimos los únicos que seguimos haciendo esfuerzos por verlo y por distraerlo… Pero no tuvimos mucho éxito. Los dos últimos meses consiguió apartarnos del todo a ambos. Yo me enfadé muchísimo con él, dejé de verlo y de llamarlo. Aunque Yaiza seguía esforzándose como podía y me insistía para que hablara con él y arregláramos las cosas. Era incapaz. Me dolía mucho la actitud de Antoine.
¿De verdad había sucedido todo eso? No había notado nada en Antoine excepto que estaba algo más gruñón. En casa se comportaba como siempre, pasaba horas en su habitación solo, escuchando música, leyendo o estudiando. Pero no me había llamado la atención porque él, a pesar de ser una persona sociable a la que le encantaba estar de aquí para allá, cuando se encontraba en casa, sabía estar a solas con sus cosas.
—Por eso —continuó Gael—, me sentía tan culpable. Es como si de alguna manera hubiera abandonado a mi amigo.
—Él no lo vería así, y lo sabes. Por lo que me cuentas, si fue él quien los apartó a ustedes, era el único responsable de la situación.
Ian nos miraba a los dos, con una expresión de preocupación.
—Tampoco puedes cargar con eso, Gael. Nadie sabía lo que iba a suceder —le dijo suavemente.
—Sí, pero es inevitable. —Tomé la mano de Gael y me sonrió tristemente.
Como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, Gael pidió la cuenta al tiempo que Ian y yo nos preparábamos para levantarnos. Cuando pagamos la consumición, nos levantamos en silencio y nos alejamos un poco del bar.
—Anda, te acompañamos a casa, francesita.
—No hace falta.
—No hay negociación en este asunto.
Me tomó del brazo e Ian me miró negando con la cabeza. No había nada que hacer.
Caí en la cuenta de que Ian no había visto aún mi casa, o lo que quedaba de ella. Me avergoncé como una niña pequeña, ya que me daba miedo imaginar qué podría pensar al verla. Sin saber cómo evitar la situación, me quedé tensa y no pronuncié palabra en todo el camino.
Cuando quisimos darnos cuenta, estábamos delante de la entrada. Mi bicicleta se veía apoyada en la fachada, debajo de la ventana del salón.
—¿Es tu casa? —preguntó Ian, mientras echaba un vistazo a las ventanas superiores con una expresión que no supe identificar.
—Sí, sí. Vamos a reformarla pronto. —Mi voz sonó ronca y Gael me miró extrañado. Los ojos y el rostro de Ian eran imposibles de leer—. Bueno, gracias por acompañarme, chicos. Nos vemos.
En cuanto nos despedimos, abrí la puerta y entré corriendo.
No encontré a mi padre en la planta baja, así que subí, preguntándome dónde podría estar. Al pasar por delante de la habitación de Antoine y su puerta cerrada por completo, me invadió una pesadumbre inquietante. Recordé lo que había dicho Gael. Me dolió pensar que no sabía nada de mi hermano, o no supe darme cuenta de lo que le preocupaba durante los últimos meses de su vida. Y quería conocerlo mejor.
Mi padre se encontraba en su cuarto, doblando algo de ropa. Tenía el cabello húmedo y un rostro sereno y descansado. Sonrió al verme. Le devolví el gesto, sintiendo que un enorme peso se escurría de mis hombros.
Era una promesa muda.