—¿Ahí vive Eloise?
—Por enésima vez, pesado, sí.
Me volví antes de girar en la siguiente calle, antes de que el minúsculo mundo que constituía esa casita destartalada desapareciese. Me parecía increíble que nadie hubiera querido hacerse cargo de los arreglos que a todas luces necesitaba.
—Mira, no puedes juzgarla ni a ella ni a su padre. Bastante han tenido con lo que les ha caído encima.
—No estoy insinuando nada... Me parece extraño que, por ejemplo, su padre no se haya encargado de esas cosas. Solo eso.
—La situación con su padre es más complicada. —Gael metió las manos en los bolsillos, caminando a mi lado cabizbajo—. Hace un par de meses lo echaron del trabajo.
—¿En serio?
—Sí. Siguió trabajando incluso después de lo de Antoine. Pero sentía una depresión tan grande que llegó un punto en el que ni rendía en el trabajo, ni dormía, ni comía. Se estaba poniendo enfermo. Al parecer, el médico le dio la baja y estuvo así unos meses, se supone que recuperándose. Un día le llegó una carta de la empresa para la que trabajaba. Estaba despedido.
Una tragedia más para la familia. No imaginaba cómo alguien sería capaz de dar así la espalda a un empleado que necesitaba ese dinero.
—No es que hubiera hecho muchos progresos, pero estaba decidido a volver a trabajar por Eloise.
—Debió de ser horrible. ¿Y cómo sabes todo esto?
—Porque nuestros padres son amigos. Hemos intentado ayudarlos en todo lo posible. A veces vienen a comer a casa, porque al menos así se despejan y podemos cuidarlos de otro modo. Pero no podemos ayudar en todo.
Entendí por qué había visto a Eloise y su padre en casa de Gael algunos sábados. Sentí entonces que también quería ser de ayuda, aunque tampoco se me ocurría cómo. Mi amigo no añadió ninguna palabra más en todo el camino hasta que llegamos a nuestra calle, donde nos paramos en la mitad de la acera.
—Siento no haber estado ahí cuando sucedió lo de Antoine —dije con un hilo de voz.
—Ya lo hemos hablado, no tienes de qué preocuparte. —Me miró con una sonrisa triste pero calmada—. Si yo hubiera ido a Madrid, también habría estado más ocupado en disfrutar de la vida de la gran ciudad.
—Aun así…
—Déjalo ya, Ian. Ahora tienes cosas más importantes de las que preocuparte. ¿Has pensado algo que hacer con tu pintura?
Lo había olvidado por completo. Me tenía tan pendiente todo el asunto de Eloise y de Antoine, y los días pasaban tan rápido, que mi atención se había desviado por completo. Recordé entonces una de las primeras conversaciones que tuvimos Eloise y yo, en el muelle 41, y me di cuenta de toda la razón que albergaban sus palabras. Pero no quería hablar del tema en ese momento.
—No he pensado nada aún sobre eso —respondí, algo airado.
—Tranquilo.
—¿Pero por qué te preocupa tanto?
—No es que hayas dejado de dibujar o pintar, sino que has abandonado una parte importante de ti. Eres mi amigo y temo que te conviertas en algo que no quieres ser. Solo eso.
—¿Quieres ayudarme a mí solamente porque no pudiste hacerlo con Antoine? —dije, pero me arrepentí de mis palabras en el mismo instante en que salieron de mi boca. ¿Qué me sucedía aquellos días?
Gael me miró, más triste y decepcionado que nunca. Se volvió sobre sí mismo y echó a andar hacia su casa, arrastrando los pies y sin añadir nada. Corrí tras él y conseguí cogerlo del brazo.
—¡Espera! Gael, perdona… No quería decir eso.
—Pero lo has dicho. Has sido demasiado sincero.
—No era mi intención…
—Déjalo estar y déjame también a mí. Ha sido genial hablar de Antoine, desahogarme con algunos sentimientos que me rondaban desde hacía tiempo, sincerarme con Eloise. Pero me has recordado uno de los motivos por los que no lo había hecho antes. No me interesa que me echen cosas en cara o me juzguen. Me voy a casa.
Solo acerté a quedarme quieto, viendo cómo mi amigo se iba y me dejaba ahí solo.
Ya en mi habitación, después de cenar con mis padres rápidamente, me tumbé en mi cama mirando al techo. Había herido a Gael. ¿Y de verdad alguna vez había dudado de que se preocupara por mí? ¿Iba a seguir reaccionando así cada vez que alguien mencionara el dibujo y me animara con ello? Era consciente de que no lo hacían con mala intención, y menos aún Gael. Quizá el problema era mío solamente. Tal vez yo mismo no me perdonaba el hecho de haber abandonado una parte de mí que significaba tanto, que me llenaba de tal manera como lo hacía dibujar.
Gael había sufrido mucho por todo lo ocurrido. Sabía que no me había contado ni la mitad de lo que había sentido con la pérdida de su mejor amigo. Aunque no entendía el alcance de todo ello, ni del sentimiento de culpabilidad que había arrastrado desde entonces. Y, a pesar de todo, el que se había ofendido por un comentario sin ningún tipo de maldad había sido yo.
Era un egoísta.
Jamás podría ponerme en la piel de Gael o de Eloise, ni sentir ni una mínima parte de todo lo que habrían sufrido por Antoine. Eran dos personas que rara vez mostraban sus sentimientos, no imaginaba lo que podrían haber sufrido por dentro. Pensé que realmente me hubiese gustado conocer a ese chico, al que ahora solo podía imaginar a través de sus recuerdos y anécdotas. Era curioso ver cómo Antoine cambiaba ligeramente en función de quién hablara de él. Di muchas vueltas también a todo lo que había contado Gael, a la obsesión de su amigo, y divagué sobre cómo habría sido para el propio Antoine todo aquello.
Poco a poco, mis pensamientos fueron aislándome del mundo y empezaron a dar vueltas más y más despacio alrededor de mi mente.
Al día siguiente acudí tarde a la playa, pero supuse que a Eloise le habría surgido algo, porque también acababa de llegar. Me la encontré andando hacia la cueva, con la música en sus oídos y la mirada completamente ausente, como si todas las personas que había en ese instante disfrutando de su día libre no existieran. Llevaba el pelo fino recogido en una coleta de la que escapaban muchos mechones, los cuales ondulaban con la brisa de la tarde. Sostenía sus zapatillas blancas en las manos.
Me quedé quieto mirándola, sin poder evitarlo, y dejé que las siluetas que se movían a nuestro alrededor no interceptaran aquel momento. Verla así, con el mar a su izquierda y la cueva de fondo, mientras se dirigía hacia ella, hizo que me entraran unas ganas inmensas de dibujar un boceto. Un boceto que después llenaría de rojos, amarillos y naranjas danzando en su pelo y su piel, en un atardecer mágico.
Salí de mi ensimismamiento y corrí tras ella.
—¡Eloise! —llamé varias veces, hasta que se paró, retiró los auriculares de sus oídos y se volvió hacia mí, con cierta sorpresa.
—Ian. —Sonrió—. Iba a ver si te encontraba.
—Yo también. Parece que nos hemos puesto de acuerdo en venir a la misma hora. ¿Qué escuchabas?
—ABBA. —Apagó el walkman y retorció el cable de los auriculares a su alrededor.
Seguimos andando, no hacía falta que dijéramos dónde queríamos ir. Eloise miraba continuamente hacia la playa, con el recuerdo de Antoine más vivo que nunca. Noté que estaba algo inquieta, como si quisiera hablar de algo.
—¿Te preocupa lo que dijo Gael el otro día?
—¿A qué te refieres?
—Lo de tu hermano. El trabajo de la universidad, su obsesión…
—Un poco. Me hizo pensar que no conocía tanto a mi hermano, que quizá no me confiaba tantas cosas. Había muchos detalles que se me escapaban. —Paró unos segundos, decidiendo si continuar o no—. Es posible que, si hubiera sabido qué le preocupaba, hubiera podido ayudarlo un poco también.
La miré consternado, deseando con todas mis fuerzas encontrar algo con lo que ayudarla. Habíamos dejado nuestras habituales rocas atrás y estábamos más cerca que nunca de la cueva. Nos quedamos ahí, mirando su entrada oscura y sin fondo, mientras nuestras sombras se alargaban y mezclaban con el mar.
—Y él seguro que lo sabía —le dije—. Si no te contó nada es porque no querría preocuparte.
—¿Cómo puedes estar seguro de eso? No lo conocías.
—Es cierto, pero puedo hacerme a la idea de qué tipo de persona era por todo lo que me han contado de él. Y no creo que alguien como Antoine quisiera hacerlo.
—Pero consiguió alarmar a sus amigos. —Frunció el ceño.
—Porque todos necesitamos confiar algunas cosas a otras personas. Es más fácil abrirse a un amigo que a alguien de la familia, por ejemplo. A mí me pasa.
Meditó un rato sobre mis palabras, claramente sumida en unos pensamientos que no tenía mucha intención de compartir conmigo. Pero no me importó. Nos sentamos en la arena y disfrutamos del momento de tranquilidad, mientras yo seguía dándole vueltas al dibujo que tantas ganas tenía de empezar.
—Puede que tengas razón. Aunque me gustaría conocer qué pasaba por su mente antes de lo que ocurrió.
—Pero ya no puedes saber eso, Eloise. Si él no te lo contó…
De nuevo, esa inquietud.
—Tengo algo que le pertenecía y que podría ayudarme a comprenderlo mejor.
—¿Qué es?
—Un diario. —La miré sorprendido—. Antes de que digas nada… No quiero irrumpir en su intimidad. Pero necesito saber qué pensaba, qué sentía o por qué estaba tan obsesionado con el dichoso trabajo antes de que todo sucediera.
—Supongo que es normal. ¿Dónde lo has encontrado?
Suspiró hastiada, en un gesto donde el enfado y la resignación se mezclaban, y sus ojos verdes brillaban con intensidad.
—Lo encontré hace meses, de casualidad. Había entrado en su cuarto solo una vez antes. No me sentía con fuerzas. Pero decidí que podría superarlo, enfrentarme a su espacio, incluso si él ya no lo llenaba... —Me miró de refilón y siguió hablando—: Tenía un montón de cuadernos llenos de apuntes, pero este me llamó la atención. Lo cogí y descubrí que era su diario. No sé qué pensé en ese momento, pero me pareció una buena idea sacarlo de allí.
—¿Has leído algo?
—No he podido.
Sus dudas e inseguridades se reflejaban entre sus diminutas pecas, por la manera en que fruncía el entrecejo y evitaba mirarme directamente. Pero sabía que necesitaba conocer la verdad. Puse la mano en su hombro y se giró hacia mí, al tiempo que más mechones de pelo se escapaban de su recogido.
—Inténtalo. No quieres cotillear, ni inmiscuirte, ni siquiera juzgar a Antoine. Se trata de tu hermano, solo quieres entenderlo. Podrías quedarte con la duda siempre, es cierto, pero quizá lo que necesitas ahora es resolver todas esas preguntas que están aquí dando vueltas. Casi las puedo tocar. —Empecé a hacer aspavientos, como si hubiera una mosca revoloteando a nuestro alrededor.
—Menudo tonto. —Sonrió tristemente, apartando mi mano y apoyándola en la arena—. Pero tienes razón. Solo quiero aclararme y entender qué le sucedía.
—Entonces, lee. Si crees que en algún momento te encuentras con algo demasiado privado, sáltalo.
—Gracias, Ian.
—¿Por qué?
—Por haberme dado tanto valor estas semanas. —Tomó mi mano entre las suyas y la acarició suavemente. Un leve cosquilleo, una emoción que no supe identificar, se inició con ese contacto y recorrió mi cuerpo.
—Yo no te he dado ningún valor. Solamente te he recordado que lo tienes.
Su sonrisa fue suficiente para iluminar lo poco que quedaba de día.
—¿Y tú? ¿Dónde está el tuyo?
—¿Para qué?
—Para volver a dibujar.
—¿Quién…?
—Gael. —Claro, quién si no iba a decírselo—. No sabía que dibujaras, pero me ha dicho que lo hacías de miedo.
—Es un exagerado.
—¿Y por qué lo dejaste?
—¿De verdad quieres saberlo?
Asintió, esta vez con una expresión más relajada. Me miraba intensamente, con sus ojos verdes fijos en los míos, sin soltar mi mano. Decidí que quería contárselo todo. Necesitaba ser sincero conmigo mismo para no repetir lo que había sucedido con Gael el día anterior, pero también por mí. Desahogarme y abrirme con ella como la propia Eloise había hecho conmigo. Me había confesado sus inquietudes y sus miedos, aunque aún me quedaran cosas por descubrir. Intuía que no había sido fácil y se lo debía.
Así que le hablé de lo mucho que amaba dibujar y pintar con acuarelas, de mis libretas llenas ya de polvo en mi cuarto, del mar y el puerto, y también de mi inspiración. De que no me consideraba tan bueno y de que debía centrarme en mi carrera.
—Creo que eres un poco tonto.
—Me lo dices mucho.
—No, es en serio. No sabes lo que es no tener nada claro tu futuro, o pensar que no mereces pensar en ello. —Iba a añadir algo, pero me interrumpió con un gesto de su mano—. En cambio, tú sabes que quieres seguir estudiando, y eso es genial. Pero también amas dibujar, y es maravilloso también. ¿Por qué no puedes compaginar y mantener las dos cosas?
¿Realmente podía ser así de fácil?
De pronto, se levantó de su sitio, dejando una marca en la arena donde había estado sentada. Se acercó a la cueva, buscando algo entre las rocas. Cuando pensó que tenía lo que necesitaba, se acercó satisfecha. Debió de ver el interrogante en mi cara al ver que tenía una caracola, casi tan grande como la palma de su mano, entre sus delgados y pálidos dedos.
—Toma —dijo y luego me tendió la caracola—. Puede que no seas capaz de volver a pintar una lámina ahora, pero márcate un reto. Intenta pintarla con el material que quieras.
—Pero es absurdo. No creo ni que pueda mantener el color.
—Da igual. Inténtalo. Mezcla los colores que más te agraden, aunque no sean armoniosos o no peguen, o cualquier cosa que piensen los artistas cuando estén eligiendo la paleta de colores. Dale la vuelta al asunto. Cámbialo, pero sigue pintando.
La vi ahí de pie, delante de mí, tan emocionada y satisfecha que no pude decir que no. Tampoco creo que tuviera otra opción. Sus ojos brillaban con fiereza y determinación, retándome a dar una respuesta negativa a su ofrecimiento. No iba a poder ganar esa batalla y Eloise lo sabía. ¿Conocía también el fuego que contenía siempre su mirada? ¿Sabía que era ese fuego el que la estaba salvando y haciendo más valiente?
Tomé la caracola entre mis manos, húmeda y fría al tacto. Eloise sonrió, con ese tipo de sonrisas picaronas, de demonio viejo, que había visto en Conrado.
Nos quedamos allí hasta bien entrada la noche, hablando de todo y de nada. La marea estaba bajando, revelando el camino que llegaba hasta la cueva. Su presencia resultaba más inquietante entonces, después de saber lo que me habían contado de Antoine. Pero no dejamos que ni la cueva, ni la caracola, ni ninguna de nuestras preocupaciones nos estropearan ese momento. Todo se alejaba con la marea, dejando más distancia entre nosotros y el océano extendido frente a los dos.
Aunque la temperatura había descendido, nos negamos a marcharnos y aguantamos todo lo que nos fue posible. Pero llegó el momento que estábamos aplazando, cuando no pudimos más y decidimos separarnos en el paseo. De nuevo observé el ritual de Eloise mientras quitaba la cadena de la bicicleta, se ajustaba el walkman en la cinturilla del pantalón vaquero corto que llevaba y luego se acomodaba en el sillín.
—Gracias por lo de esta tarde, Ian.
—Yo te quería dar las gracias por este verano, en realidad. Aunque me has traído pocas magdalenas de contrabando de la pastelería.
—Conrado las tiene contadas. —Sonrió.
—No me cabe duda.
Nos miramos un rato. Intenté retener esa imagen en mi mente, el pelo de Eloise finalmente suelto a la altura de sus hombros, por encima de la camisa blanca que llevaba aquel día. Sus ojos claros, las pecas que no se veían y sus típicos auriculares negros en los oídos.
—Avísame cuando lo leas y, si necesitas hablar de algo, llámame o ven a verme. Lo que necesites, de verdad.
—Lo haré.
—Y espero que encuentres lo que buscas.
Tomé su mano y le di un pequeño apretón amistoso. Estaba tan ensimismado en el gesto, sintiendo esa emoción de nuevo recorriendo mi espalda, que no me había percatado de lo cerca que estábamos el uno del otro. Levanté la vista, los ojos de Eloise abiertos de par en par me decían que se había dado cuenta también. Se apartó suavemente, me dijo «adiós» y encendió el walkman.
Vi cómo pedaleaba calle arriba, con su corta melena ondeando al son de su propia música. Mi piel vibraba de emoción y anhelo.