Reaccioné más rápido de lo que me creía capaz.
Cuando las piernas de Eloise se doblaron y empezó a caer, me acerqué rápidamente para sostenerla con mis brazos. Mis propias piernas cedieron al intentar sostener su peso, pero logré mantenernos en pie. El diario de Antoine, que había agarrado con fuerza entre sus manos, cayó al suelo con un golpe sordo. A los pocos segundos escuché las rápidas pisadas de Naira en el pasillo.
—¡Ian! ¿Qué sucede?
Se paró de golpe detrás de mí y me giré para mirarla. Ahogó un grito de sorpresa y se llevó las manos a la boca, asustada.
—¿Qué le pasa?
—No te preocupes, se ha desmayado. —No dejaba de mirarla, atónita—. Déjame pasar, voy a llevarla al salón.
Naira se apartó obediente, pero mis padres llegaron en ese instante. Ambos me dirigieron miradas confusas y preocupadas, y me ayudaron a llevar a Eloise hasta el salón. Después de tumbarla en un sillón, mi madre empezó a abanicarla con una revista y mi padre apareció con un vaso de agua. Naira se acercó a mí con el diario, que me ofreció en silencio, sin dejar de mirar a Eloise con preocupación.
A los pocos segundos, mi amiga abrió los ojos confusa. Cuando vio a mi madre, a la que no reconoció, intentó levantarse bruscamente.
—Tranquila, tranquila… —susurraba mi madre mientras intentaba que se volviera a tumbar. Me miró de soslayo y yo me acerqué a ellas—. Soy la madre de Ian.
Al seguir la mirada de mi madre y reconocerme, Eloise pareció tranquilizarse un poco más. Me senté en el suelo a su lado, mientras ella se incorporaba lentamente.
—Toma, mi niña, bebe un poco. —En cuanto mi padre le acercó el vaso, empezó a beber con cierta ansiedad.
—Despacio, bruta, que te va a sentar mal —bromeé cauteloso. Eloise me miró con cierto desdén, pero me hizo caso. Después apoyó la cabeza en el respaldo.
—¿Te encuentras mejor? —Eloise asintió con la cabeza, pero cerró los ojos.
—Voy a prepararte algo con un poco de azúcar, ¿de acuerdo? —preguntó mi madre—. Bertrán, ayúdame, por favor. Y Naira, no molestes.
Mis padres salieron de la habitación y me senté al lado de mi amiga. Naira nos observaba todavía preocupada desde el suelo, donde se había sentado.
—No sé qué sucedió…
—Tranquila. Parecías asfixiada, ¿viniste corriendo? —Ella asintió—. Estarías sin aire al llegar aquí. Bebe un poco más, por favor.
—Ian, mi hermano no tuvo un accidente. Recibió una llamada de alguien, un par de días antes de desaparecer.
—¿De quién?
—No lo sé. Pero no creo que sea casualidad.
Me quedé mirándola un rato. No quería pensar que estuviera mintiendo, en las pocas semanas que habían pasado desde que nos conocimos tenía la impresión de que Eloise era de esas personas que simplemente no necesitaban mentir para conseguir algo. Pero la veía tan pálida, ojerosa y alicaída que tampoco consideraba que ese fuera un buen momento para hablar.
—Vale, vamos a hacer una cosa —dije y ella me miró con atención—. No lo pienses más por hoy…
—Es mi hermano.
—Lo sé. Pero mira cómo estás. —Sus manos temblaban aún mientras sostenían el vaso—. Ya has tenido suficientes emociones hoy. Descansa y recupera fuerzas, mañana hablamos todo lo que quieras y me explicas tranquilamente qué has descubierto.
Asintió despacio, pero no parecía realmente convencida.
—No me imagino cómo debes de estar sintiéndote, Eloise. Pero pareces un fantasma con esa cara tan pálida. Estás agotada.
Iba a replicar algo cuando mi madre apareció con una taza templada de leche con Cola Cao y unas galletas.
—Toma, cariño. Te sentará bien. Este era el remedio más eficaz con Ian cuando era un niño y tenía que relajarse para dormir.
—Mamá, por favor. —Eloise me miró divertida, mientras tomaba la comida que le ofrecía mi madre.
—Tranquilo, es solo una broma. Aun así, verás como te sienta bien y te ayuda a reponerte un poco. ¿Te quedas aquí a dormir? Pareces agotada.
—Muchas gracias…
—Victoria.
—Muchas gracias, Victoria. No hace falta, estoy bien. Me tomo esto y me vuelvo a casa.
—¿Vives muy lejos?
—Un poco apartada, sí. Pero no pasa nada. Me sentará bien el paseo.
—¿Estás segura, Eloise?
Me preocupaba que le pasara algo. No se me había ocurrido invitarla a quedarse, pero me parecía muy buena idea, sobre todo viendo cómo había llegado. Mi madre la miró algo sorprendida.
—¿Eloise? Te pareces muchísimo a tu madre.
—¿La conocías?
—Marion y yo trabajábamos juntas en el colegio. Aunque no fuéramos amigas, solíamos coincidir a menudo en algunos eventos que organizábamos. Si no hubiese sido por tu madre, no se habría llevado a cabo ni una actividad divertida en la escuela.
—Qué casualidad… ¿Era buena?
—Buenísima. Tenía las mejores ideas y se esforzaba muchísimo en hacer cosas divertidas por y para los niños. Le costaba mucho trabajo que la organización del centro le diera permiso para desarrollar esas actividades y, cuando lo conseguía, pocos profesores la ayudaban de verdad. A mí me tenía que arrastrar un poco, es cierto, pero al final terminaba convenciéndome y, cuando quería darme cuenta, había entrado en su torbellino de órdenes, papel charol y purpurina. Los niños la querían a rabiar.
Eloise escuchaba a mi madre con una extraña expresión en el rostro. No supe identificar las verdaderas emociones que se escondían detrás de aquellas pequeñas pecas, pero sus ojos brillaban con emoción y nostalgia.
—Perdona, Eloise. —Mi madre la miró fijamente—. Quizá no debería haber dicho todo eso.
—No te preocupes, es solo que… no sabía nada de ello. Mi padre comentaba a menudo que amaba su trabajo y que los niños la querían muchísimo. Pero tampoco lo vi con mis propios ojos porque nunca estudié aquí. Mi madre quiso que aprendiera más francés, así que me mandó a una escuela en otro pueblo. Tenía allí a todos mis amigos.
—Y eras muy pequeña entonces, seguro que no recuerdas mucho.
—No, la verdad.
—Pero, si te consuela, tu madre amaba su trabajo. —Mi madre se relajó un poco, aunque tardó unos segundos más de lo debido en continuar hablando—. Debería haber más profesores vocacionales como ella, o al menos que sepan esforzarse por los niños. Y por los adultos, porque también era una compañera agradable. Aunque también podía ser dura cuando nos tenía que llamar la atención por algo.
Eloise la miró con una leve sonrisa.
—Un día te llevó al colegio con tu hermano para que los conociéramos. Tú debías de tener un añito y él, tres o cuatro. Estaban muy graciosos con sus pelitos anaranjados. Ella hablaba de ustedes siempre con orgullo.
—Gracias, Victoria.
Mi madre tomó su mano y le dio un ligero apretón, al que Eloise respondió con una verdadera sonrisa de agradecimiento. Por cómo se miraron ambas, entendí que mi madre no había dicho aquello porque fuera algo que Eloise quisiera escuchar, sino algo que necesitaba y que hacía tiempo que nadie le daba. Y mi amiga no pareció dudar de que todas esas palabras eran pronunciadas con sinceridad.
***
Al final, por mucho que insistimos, Eloise decidió volver a casa. Recuperó el color y estaba algo más relajada cuando me dijo que debía volver y trabajar al día siguiente. Decidí acompañarla con mi bicicleta, para después poder regresar más rápido.
—Ni siquiera he cogido la bici —replicó consternada.
—Te prometo que hablaremos del diario. En cuanto descanses.
Ni siquiera tenía fuerzas para contestar algo más, se despidió y se volvió para entrar en su casa, completamente a oscuras. Cuando una de las ventanas superiores se encendió, decidí montar en mi bicicleta y pedalear calle abajo.
No dormí mucho aquella noche, inquieto por la reacción de Eloise.
Por la tarde fui a buscarla al puerto y a la playa, después a la pastelería y, por último, decidí ir directamente a su casa. Me extrañaba que se hubiera ido directamente, pero no sabía dónde más buscar. Así que, sudando y con la boca seca, llegué por fin. La pintura azul desconchada de la puerta metálica me dio la bienvenida.
Aunque por la noche la casa diera algo de miedo, de día seguía resultando inquietante. No había muchos vecinos por los alrededores, donde ya se divisaba el campo prácticamente desértico que caracterizaba aquella zona. Estaba ubicada en el extremo opuesto a la playa y aun así podía verse un resquicio de mar si me paraba delante de aquella desvencijada puerta.
Llamé al timbre y, después de esperar unos segundos eternos, la verja cedió con un chasquido, aunque tuve que empujarla para poder pasar. Una figura medio oculta en la oscuridad del interior me observaba desde la entrada a la propia casa.
—¿Quién eres?
—Soy Ian, un amigo de Eloise.
El hombre se detuvo unos instantes a observarme y con un gesto me indicó que pasara.
Entré en un recibidor que en algún momento debía de haber sido acogedor. No estaba sucio ni desordenado, pero parecía que nadie se preocupaba realmente por cómo quedaban las cosas. La sensación de dejadez no me abandonó tampoco en el pequeño salón, donde un sofá y dos sillones a juego, de un espantoso tapizado azul, estaban colocados estratégicamente delante de un televisor.
Sin duda era la persona que había visto con Eloise hacía unas semanas, cuando fueron a la casa de Gael. Nos quedamos los dos de pie, aunque intenté mantener una distancia prudente de forma inconsciente.
—Perdone que me haya presentado sin avisar, había quedado con ella —improvisé con torpeza.
—No te preocupes. Está arriba, durmiendo. —Me fijé en su camiseta, bastante arrugada. Captó la atención de mi mirada e intentó disimular, estirándola suavemente.
—¿Y eso? ¿Se encuentra bien?
—Ayer vino tarde y hoy tenía que trabajar. Ha llegado de la pastelería y se ha metido en su cuarto.
—Ya la veré en otro momento.
Asintió, dubitativo.
—Puedes esperar aquí si quieres. Si te apetece tomar algo…
—Es muy amable, pero no quiero molestar. Ha sido un placer.
Se acercó a mí con la mano extendida.
—Soy Zacarías.
—Ian. —La estreché y me sorprendió notar un pulso firme, que ejercía la presión exacta en el saludo.
Imaginé que ante mí tenía una versión desmejorada de un Zacarías que, no hacía mucho, debía de haber sido un hombre con una personalidad igual de firme que aquel apretón de manos.
Iba a despedirme, abatido por la presencia de ese hombre, cuando una voz me sobresaltó desde lo alto de la escalera.
—Ian.
Eloise estaba descalza, con la melena despeinada y enredada en algunas partes y unos cuantos mechones disparados en varias direcciones. Llevaba una camiseta ancha de publicidad vieja, descolorida, y sus vaqueros gastados, que eran cortos y un poco anchos a la vez. Sonreí.
—Puedes subir si quieres. Perdona por no haberte avisado.
Miré a Zacarías, como pidiendo permiso. Al no ver ningún tipo de oposición por su parte, comencé a subir los escalones.
—Si quieren que prepare algo de cenar…
—Papá, déjalo. No hace falta, de verdad. —Los miré a ambos, quieto en mitad de la escalera—. Vamos, Ian.
Eloise se dio la vuelta. La seguí hasta su acogedor cuarto, cuyas paredes estaban pintadas en un suave color amarillo. Una ventana enmarcada por visillos blancos de algodón estaba orientada hacia la calle principal. Tenía la cama deshecha y daba la sensación de que hubiera dormido encima de la colcha directamente. A los pies, un pequeño mueble metálico de poca altura sostenía un sencillo tocadiscos, algo anticuado, y decenas de vinilos se agolpaban en el espacio que había debajo. Tenía un armario pequeño, una cómoda y un escritorio lleno hasta los topes de papeles y mil cosas.
—Perdona por el desorden —dijo mientras se sentaba en la cama.
—No te preocupes, deberías ver mi habitación. —Sacudí la cabeza con una sonrisa y me situé a su lado. Antes de sentarme, dudé y me volví hacia ella, quien me indicó con un gesto rápido que me sentara—. ¿Estás más descansada?
—No mucho, pero la siesta me ha sentado bastante bien. —Resopló y frunció el entrecejo—. Conrado también me ha dejado salir antes, así que al final le debo una jornada completa de trabajo, entre las horas de ayer y las de hoy. Se lo piensa cobrar el sábado.
—Sinceramente, has tenido suerte.
—Yo no estaría tan segura. No va a dejar de vigilarme en los próximos días. —Puso los ojos en blanco y después su atención se desvió hacia la libreta que había entre los dos.
—Paciencia entonces. —Sonreí. Aunque para todos Conrado era como un viejo demonio, parecía preocuparse mucho por Eloise—. Y bien, ¿qué has encontrado?
Eloise me miró un momento, frunciendo los labios y meditando sobre lo que fuera que quisiera contarme. Imaginé sus ideas y palabras, agolpándose en su mente, reflejadas en su semblante turbado.
—De todo y nada. —La miré extrañado—. Como nos dijo Gael, mi hermano estaba obsesionado con ese maldito trabajo.
—¿Pero?
—Pero no da detalles sobre nada.
Aquello me dejó totalmente descolocado.
—¿Cómo no iba a dejar anotaciones o decir absolutamente nada sobre el tema? Debería tener algunos apuntes o algo; es un trabajo para la universidad.
—Puede que los tuviera, pero no en el diario. Lo que sí resulta evidente es cómo se distanció de todos sus amigos, incluido Gael, y que en casa disimulaba, como si no hubiera nada que le preocupase…
—Cuando estaba solo, se desahogaba en ese cuaderno. —Eloise asintió despacio, sin dejar de mirar el diario. No parecía afligida, más bien tenía la sensación de que algo se estaba cociendo en esa cabeza suya. No me equivocaba.
—Lo que sí dejó es un pequeño «rastro» de sus investigaciones. No paró quieto en todos esos meses. Estaba decidido a acabarlas y hacer un reportaje brillante, tanto que incluso le pidió a su profesor que le dejara entregarlo el curso siguiente.
—¿Y le dejó?
—Sí. Al parecer le entregó un artículo sencillo, que redactó en unos pocos días, para que no le bajara la media. —Iba a abrir la boca para añadir algo, cuando levantó la mano para que la dejara continuar—. Al profesor le pareció interesante, e incluso le dijo que con eso era suficiente, pero mi hermano insistió en que le entregaría algo mejor. Pero no le dejaron hacerlo. —Acabó con un suspiro que supe que contenía demasiadas emociones.
—¿Por qué piensas eso?
Eloise me miró un momento, como si fuera un niño pequeño que no entendiera nada. Después suavizó el gesto, echándose una mano a la cabeza, entre sus mechones ondulados y despeinados. No pareció darse cuenta de ello.
—No tuvimos más remedio que aceptar las explicaciones de la policía. Con todo lo que había sucedido durante la tormenta, parecía lógico pensar que había sido un accidente. Antoine solía moverse en bici por el pueblo, como yo. ¿Quién podía decir que no hubiera resbalado o perdido el control del manillar ese día? ¿Que los frenos no le hubieran funcionado? Cualquier cosa valía. —Calló durante unos segundos—. Pero, después de haber leído sus últimas entradas en el diario, no creo que mi hermano tuviera un accidente.
—Sigo sin comprender por qué dices eso, Eloise. Ni adónde quieres llegar.
—Un par de días antes de la tormenta, recibió una llamada telefónica para citarse en ese mismo día con alguien. ¿De veras crees que hay tanta casualidad?
Comprendí lo que insinuaba y no acerté a decir ni una palabra.