Aquella semana parecía no acabarse nunca. Y a pesar de todos mis esfuerzos por mantenerme entretenido con otras cosas, no dejaba de volver a aquel instante.
A aquel domingo.
A la intensidad que impregnaba las palabras de Eloise, alentándome de nuevo, sus pupilas brillantes y aquellos labios finos que parecían increíblemente suaves. Seguramente estaba pensando en cómo quitarme de encima cuando llegó Naira. Y fue una suerte que mi querida y oportuna hermanita irrumpiera de aquella forma, porque si no tenía la sensación de que me hubiera arrepentido siempre de lo que había estado a punto de hacer.
Y si bien ambos intentamos actuar como si nada hubiera ocurrido, la expresión de Eloise había mudado a una más severa. No paraba de fruncir el ceño, aunque se esforzó en seguir siendo amable conmigo.
Cuando aparecí en la parada de guaguas aquel sábado tan temprano, pareció genuinamente sorprendida de verme.
—Has venido... —No me pasó desapercibido el alivio que impregnó sus palabras, ni la tímida sonrisa que asomó a sus labios en ese instante, mientras se retiraba los auriculares de las orejas y apagaba su walkman.
—Claro, en eso habíamos quedado. —Yo temblaba como un flan y sentía cómo el calor incendiaba mis mejillas.
—Cierto. Pero no nos hemos visto en toda la semana. —Parecía estar recuperando su aplomo poco a poco—. Así que pensé que no podrías o que lo habrías olvidado.
—Para nada. He estado un poco ocupado.
Ni ella ni yo nos creímos esa mentira tan descarada. Y como dos tontos que no se conocieran de nada, nos quedamos en silencio hasta que apareció la guagua, pagamos nuestros billetes y nos sentamos al fondo del vehículo.
Durante todo el camino, ambos guardamos silencio.
Cuando llegamos a Las Palmas, fuimos caminando hasta la biblioteca pública. La ciudad bullía de actividad, llena de turistas y vecinos que salían para aprovechar sus días libres. Tuvimos que abrirnos paso a codazos en algún momento, pero conseguimos llegar hasta el edificio que albergaba la biblioteca.
No era lo que esperábamos.
La biblioteca propiamente dicha no resultaba imponente, de hecho no nos causó gran impresión, ya que se extendía únicamente por la planta baja de un edificio. No estaba muy seguro de que allí pudiéramos encontrar información suficiente y, por la mirada que me dedicó Eloise, deduje que ella tampoco las tenía todas consigo.
Entramos en aquel espacio de calma y silencio, y pronto el olor del papel nos dio la bienvenida.
La bibliotecaria de la entrada era una mujer joven, con el pelo cardado y voluminoso, y que llevaba una blusa algo anticuada. Una cinta colgada en su cuello sostenía una tarjeta identificativa.
—¿Puedo ayudarlos? —nos dijo con una sonrisa amable, enmarcada por unos labios pintados de un rosa intenso. Su voz sonaba dulce y tenía cierta cadencia que no supe identificar, como los últimos retazos de un acento que hubiera perdido hacía tiempo.
—Estábamos buscando la hemeroteca —se adelantó Eloise—. Queremos buscar alguna noticia que ocurriera durante la Segunda Guerra Mundial.
—Lo siento mucho. —Parecía realmente afligida—. No tenemos hemeroteca.
Debió de ver nuestra preocupación, porque se apresuró a añadir:
—Oh, no me miren así. No tenemos una sección de hemeroteca como tal, pero sí tenemos una pequeña colección de periódicos y noticias del archipiélago que quizá les pueda servir. ¿Quieren que se los muestre?
Eloise y yo asentimos al unísono, pero seguía dudando de que allí realmente pudiéramos encontrar algo.
La mujer nos guio por la biblioteca, abarrotada de libros y de estudiantes que, supuse, esperaban contar con algún tipo de milagro en septiembre, a juzgar por sus caras y los garabatos que adornaban sus apuntes ignorados.
La «hemeroteca» consistía en un pequeño rincón, con cientos de periódicos dispuestos en las enclenques estanterías.
—Siento mucho este desorden… —Suspiró—. Llevamos ya varios años esperando que trasladen la biblioteca a un espacio más adecuado. Esto no deja de crecer y ya es insostenible. Pero espero que encuentren algo interesante.
—No se preocupe, ha sido muy amable —le dije con suavidad. Realmente se la veía azorada, parecía que aquello le importaba de verdad.
—¡No es nada! —Sonrió cálidamente—. Si necesitan cualquier cosa, ya saben dónde buscarme. A veces encontrar algo entre todo este caos de papeles puede ser agotador. Pero si están buscando referencias relativas a la Segunda Guerra Mundial, aquella pared debe de tener algo que les sirva —explicó y luego señaló, con una mano fina y pálida, unas estanterías del fondo.
Volvimos a darle las gracias y en cuanto desapareció, con sus tacones haciendo eco por el pasillo, Eloise y yo nos quedamos observando detenidamente las atestadas estanterías. No sabía si esperaba que me dieran alguna pista o que todo aquel papel nos sepultara.
—Manos a la obra —dijo Eloise y, con una seguridad que parecía no sentir, se acercó al primer estante.
***
Un par de horas más tarde, nuestra cabeza zumbaba, confusa y mareada con tanta información.
—¿De verdad crees que vamos a encontrar algo aquí? —Eloise abarcó todos los periódicos delante de ella con un gesto, exasperada—. Esto es horrible. No entiendo cómo a Antoine le gustaba hacer estas cosas. Voy a buscar un café.
No tardó ni un segundo en levantarse.
—¿Dónde vas?
—A por un café. He visto una cafetería con unos cruasanes increíbles cerca, ¿vienes?
Seguí a Eloise fuera de la biblioteca y, cuando regresamos con los cruasanes, nos quedamos en la entrada de la biblioteca. Me divirtió ver el cambio en su expresión, que parecía haberse suavizado.
—Mira que te gustan los dulces —dije, mientras mordisqueaba un borde caliente de aquella masa deliciosa—. ¿Has pensado en dedicarte a la repostería?
—Lo cierto es que sí —contestó con un suspiro y su atención distante, mientras se apoyaba en la pared—. Me encanta trabajar en la pastelería de Conrado.
—¿Y por qué no lo intentas?
Se quedó quieta sin volverse hacia mí. Dio un par de bocados a su cruasán, masticando despacio.
—Se han pasado un poco con la mantequilla, pero por lo demás es perfecto. —Cerró los ojos aspirando el aroma que salía de su bolsita de papel—. Me gustaría intentarlo, pero no sé si ahora, tal y como están las cosas… —Me miró de reojo—. Y además tenemos que ocuparnos también de ese maldito reportaje.
No sé cómo pudo comerse lo que le quedaba tan rápido, pero cuando quise darme cuenta ya había arrugado el envoltorio y se volvía hacia la entrada. Casi me atraganté con el cruasán, pero la seguí.
Unos minutos después, habíamos vuelto a sumergirnos en nuestras indagaciones.
A ratos me llegaban las voces que susurraban los otros estudiantes, el sonido de pasos amortiguados por los pasillos y el roce del papel al mover los periódicos o pasar sus páginas. El murmullo de la música que escuchaba Eloise era un arrullo constante que, unido al calor agradable del centro y lo bien que me había sentado aquel riquísimo cruasán, estaban empezando a sumergirme en un cálido sopor.
Observaba de vez en cuando a Eloise. Se había recogido el pelo en lo alto de la nuca de forma improvisada y varios mechones se le escapaban del peinado. Estaba completamente inmersa en la lectura de los periódicos, con el walkman en la mesa, a su lado. Movía la cabeza de un lado a otro, arriba y abajo, o haciendo círculos, al compás de una música que no podía escuchar. De vez en cuando movía los labios, como si cantara alguna de aquellas letras que debía de saberse de memoria incluso cuando dormía.
Pocas veces la había visto con esa pose tan relajada y, al mismo tiempo, atenta y concentrada con lo que hacía. Me parecía hasta más guapa que de costumbre.
Turbado, confuso y con las mejillas encendidas, agaché la cabeza, intentando que no se diera cuenta de que la miraba.
Intenté relajarme concentrándome en la lectura de la noticia que tenía delante de mí y poco a poco sentí que conseguía tranquilizarme. Pero al cabo de unos minutos la desesperación por no encontrar nada volvió a inquietarme.
No había noticias interesantes de aquellos años relacionadas con el conflicto, al menos no había información publicada por periódicos de las islas. Solo hablaban de asuntos políticos e informaban de los avances en cada uno de los frentes y cómo se movían los aliados en el combate. Y también, por supuesto, de la grandeza de nuestro país.
Puse los ojos en blanco frente a la enésima noticia que encontré parecida.
—Eloise, aquí no hay nada en absoluto. Y ya hemos acabado con todos los periódicos de la época. —Ella me miró agotada—. Llevamos media mañana aquí…
—Lo sé, pero no se me ocurre qué más hacer, sinceramente. —De repente pareció caer en la cuenta de algo—. Espera un momento. ¿Y si la noticia que encontró mi hermano no fuera tan vieja?
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que Antoine investigaba a alguien que se había escapado de la guerra por aquellos años, sí, pero dudo mucho que se publicara una noticia con su nombre y apellidos. —Fui consciente de cómo me llevé la mano a la nuca e intenté bajarla cuando Eloise me escrutó con dureza—. No me mires así y déjate la nuca. —Suspiró y frunció el ceño más pronunciadamente—. Lo que quiero decir es que parece improbable, con todo lo que sucedía en el mundo en aquellos años, que se diera importancia a una sola persona huyendo a las islas Canarias.
—¿Y cómo encontró tu hermano esa noticia tan impactante?
—Es posible que fuera más moderna de lo que pensamos. —Abrió mucho los ojos, que parecieron hacerse más claros—. ¡Eso es! Puede que el nombre de esa persona saliera a la luz por algún otro motivo más tarde.
—Entonces deberíamos mirar periódicos más recientes… —Empecé a colocar los últimos que había revisado—. ¿Crees que hemos perdido el tiempo?
—No del todo, al menos hemos podido comprobar que los nazis eran unos auténticos hijos de…
—Eloise —dije y ella se encogió de hombros—, voy a mirar los registros de los últimos diez años, ¿compruebas tú los de los años setenta?
—Qué remedio.
Puso los ojos en blanco otra vez y se volvió a colocar los auriculares. ¿Se había enfadado?
Decidí ponerme manos a la obra cuanto antes. Así que coloqué los periódicos como los había encontrado y me dirigí a los ejemplares de la década de los ochenta. Con una torre considerable de papel, volví a sentarme en mi lado de la mesa, resignado.
A los pocos minutos, la voz de Eloise me sobresaltó.
—¡Mira! —Se quitó los auriculares con fuerza y los dejó sobre la mesa. Me acerqué a su lado y me enseñó una noticia de mayo de 1978.
LA JUSTICIA PERSIGUE A LOS NAZIS HASTA GRAN CANARIA
Aunque desde hace años Gran Canaria ha acogido cálidamente a todos aquellos residentes extranjeros que decidieron hacer de la isla su nuevo hogar, no se puede ignorar el hecho de que, entre civiles inocentes que solo buscaban tranquilidad y un clima agradable, se infiltraron personas de dudosa procedencia.
Prueba de ello es K. R., nacido en Markdorf, Alemania (1924), quien llegó a Gran Canaria hace casi veinticinco años, aunque ahora se le conozca por otras iniciales. Si bien en todo este tiempo ha conseguido ganarse el afecto de sus vecinos, viviendo en una atmósfera idílica y sin preocupaciones, fuentes fiables confirman que su pasado dista mucho de ser tan ideal.
K. R. habría sido acusado del robo de varias pertenencias de valor, entre otras, de la familia de S. Z., de origen judío y nacido en la misma localidad alemana en 1929. Con el fin de condenar los delitos de esta índole ocurridos durante el mayor conflicto de nuestro siglo, será llevado a juicio como otros tantos alemanes en su situación, con la esperanza de que se responsabilice de sus deplorables actos ocurridos entre 1939 y 1945.
—Son personas. Las letras que anotó. —Releí varias veces la noticia, junto con Eloise, que estaba quieta como una estatua a mi lado.
—Y K. R., el ladrón, vive aquí. —Me miró seriamente, con sus ojos brillando intensamente. Acerté a distinguir la rabia que destilaban—. Puede vivir en cualquier pueblo, o estar a dos pasos de nosotros ahora mismo. Puede que sea el responsable de lo que le ocurrió a Antoine.
—¿Por haber encontrado esta noticia?
—Por haber descubierto su verdadera identidad. Es obvio que debe de haberse cambiado el nombre, por lo que dice el artículo.
—Deberíamos buscar algo más. Seguramente tu hermano tuviera más referencias.
—Es posible…
Eloise me miró contrayendo el rostro, sus pecas arrugadas y su entrecejo fruncido hacían resaltar su frustración. Intentó rehacer su moño, que estaba completamente echado a perder.
—El juicio no debió de celebrarse mucho después. Podríamos buscar si hay noticias a partir de 1978 que lo nombren.
—¿Crees que nos dará tiempo? —Miré preocupado mi reloj de muñeca; faltaba media hora para que la biblioteca cerrara, ya que por la mañana tenían jornada reducida.
—Tendremos que darnos prisa.
No pude contradecirla.
Buscamos con más energía, filtrando con asombrosa velocidad las noticias que no nos interesaban.
—Ian, ¿y si buscamos más noticias de Markdorf?
—Deberíamos centrarnos solo en las que tengan datos sobre K. R. o S. Z. —respondí sin dejar de mirar en mi periódico.
—Ya, pero… —Eloise siguió pasando páginas lentamente.
—Es posible que no encontremos nada más en estas fechas.
Mi amiga asintió, no muy convencida, hasta que, en una edición de octubre de 1980 del mismo periódico, encontramos un pequeño párrafo.
LA JUSTICIA NO ES IGUAL PARA TODOS
K. R. ha conseguido burlar a la justicia. A pesar de las pruebas presentadas a P&Z y Gesetz International por S. Z., todos los cargos contra K. R. habrían sido retirados tras su testimonio y el acuerdo pactado por el acusado y las partes afectadas. Aunque por petición personal de la familia de S. Z. los detalles relativos a este caso no puedan publicarse, sigue resultando sorprendente la resolución de los acontecimientos.
Y por supuesto nadie podrá dudar que, si bien K. R. habría vuelto a su residencia habitual en Gran Canaria, no podrá desprenderse nunca del lastre que supone en su currículo la implicación en un delito de estas características.
—Así que después de todo lo ocurrido, ¿quedó libre? —Yo no salía de mi asombro.
—No puede ser.
—No lo creo. Debía de haber algo más.
—¿Algo relacionado con Markdorf? —Empezó a escribir rápidamente en una página en blanco en el cuaderno de Antoine, aunque sus anotaciones parecían tener un orden más lógico.
—Mira que insistes, no creo que un pueblo perdido de Alemania tenga algo interesante.
—No perdemos nada por intentarlo —repitió Eloise, obstinada.
Estaba a punto de ceder, cuando escuchamos una voz cerca de las estanterías.
—Perdonen, chicos. Llevamos llamándolos un rato. La biblioteca va a cerrar ya. —La bibliotecaria de la entrada juntó las manos, disculpándose, sin perder esa sonrisa amable.
Perplejo, miré mi reloj: las dos y cinco minutos. Eloise me dirigió una mirada iracunda, pero asintió y entre los dos cerramos los periódicos y nos dispusimos a colocarlos.
La joven se acercó y empezó a colocar algunos papeles que había encima de la mesa.
—Gracias por preocuparse por ordenar, casi nadie lo hace.
Me apresuré a esconder las noticias importantes que habíamos descubierto. Ella me miró con cierta sospecha, pero siguió a lo suyo. Cuando se acercó a mí, para terminar de devolver a las estanterías los ejemplares que quedaban, me fijé en el nombre que había escrito con bolígrafo en su tarjeta: Enriqueta. ¿A quién se le ocurría poner un nombre así a una chica?