Salí poco convencida de la biblioteca. Si bien habíamos conseguido pasar por uno de los puntos que Antoine había estudiado, no estaba del todo convencida de que hubiéramos avanzado algo.
—En cierto modo es lógico que la noticia se publicara hace relativamente poco tiempo —dije a media voz, mientras esperábamos una guagua que nos llevara de vuelta a casa—. Entiendo que Antoine buscaría primero en periódicos más recientes.
—Ahora solo falta descubrir qué tenía de interesante toda la historia para que decidiera seguirle el hilo —contestó Ian, medio absorto en sus pensamientos.
—Gracias otra vez por ayudarme. No tienes por qué hacerlo, aunque seamos amigos… —Las palabras flotaron entre nosotros, confusas y trémulas. Me aclaré la garganta—. Ya sabes.
—Pero yo quiero hacerlo, no hay más vueltas que darle.
Sonrió ligeramente, con aquella expresión de calma que ya me había acostumbrado a ver en él.
—¿Mañana tienes algo que hacer? Además de investigar el paradero desconocido de algún ladrón nazi, quiero decir. —A veces me recordaba a Gael con ese tipo de ocurrencias.
—No, ¿por qué?
—Pensé que podríamos hacer ese pícnic que me comentaste. Si te apetece.
—Me apetece mucho.
Su sonrisa se ensanchó.
***
Mi padre había empezado a preocuparse de verdad.
Cuando entré en el recibidor, salió corriendo del salón, seguido de Luis, y ambos me miraron con evidente pavor. Me quedé quieta, alternando mi atención entre uno y otro.
—Eloise, ¿dónde estabas? —Luis se acercó y me pasó un brazo por los hombros. Mi padre seguía observándome con los ojos muy abiertos, temblando ligeramente—. Vamos al salón los tres.
Me dejé guiar, pero, al pasar al lado de mi padre, este se acercó y me abrazó más fuerte de lo que pensaba que haría nunca.
—Papá…, solo he salido por la mañana. —Conseguí librarme de su abrazo a duras penas—. Sabes que suelo pasar fuera de casa la mayor parte del día.
—Pero siempre te quedas en el pueblo. —La tristeza iba desbancando al miedo y yo notaba sus manos más firmes sobre mis brazos.
—No le habías avisado de que te ibas a Las Palmas —me dijo Luis con suavidad, mientras me giraba sorprendida—. Gael no te había visto, no tenía ni idea de dónde podrías estar. Así que fue a la pastelería, a la playa, al puerto… Decidió ir a buscar a Ian y preguntarle, como ahora pasan más tiempo juntos, pero él tampoco estaba en casa.
—¿Sus padres también están preocupados?
—Un poco, no sabían lo de su excursión.
Miré a mi padre, que mantenía sus manos sobre mis brazos, como si realmente hubiera llegado a pensar que no volvería a casa al irme sin decir nada. Entonces comprendí que había sentido exactamente eso mismo.
—Pero la semana pasada fuimos y no te preocupaste tanto. —Lo miré extrañada.
—Creí que estarías trabajando.
—No, no… Por eso tuve que ir a la pastelería el fin de semana también. —Mi padre intentaba encajar toda la información, hasta que finalmente sus brazos cayeron a ambos lados de su cuerpo, despacio.
—Vaya… No quiero meterme donde no me llaman, pero creo que hace mucho que no se sientan a hablar. —La expresión de Luis, triste y decepcionada, fue demasiado para mí y de pronto me sentí avergonzada. No parecía que los sentimientos de mi padre se diferenciaran mucho de los míos—. Me alegro de que ya hayas llegado, Eloise. —Se dirigió a la puerta—. Me vuelvo a casa para avisar a Gael de que todo está bien. Aunque ya habrá hablado con Ian si lo ha visto llegar.
—Sí, claro. Muchas gracias por todo, amigo. —Ambos estrecharon sus manos y, cuando Luis desapareció calle abajo, me quedé a solas con mi padre.
Estuvimos un rato en silencio, fingiendo que nuestra atención estaba puesta en la puerta, aunque a ninguno nos interesaba lo más mínimo.
—Supongo que tiene razón. —La voz grave y tenue de mi padre me sobresaltó—. Ya no hablamos.
—Lo sé, papá.
—¿Crees que podremos cambiar eso?
Lo miré enternecida.
—Claro, pero ahora no puedo…
—Tranquila. Cuando creas que es mejor. —Tomó mi mano suavemente—. Pero, al menos, avísame si piensas estar fuera tanto tiempo.
—Sí.
Nos seguía envolviendo una atmósfera deteriorada y gastada, que se había ido densificando en aquellos meses de ausencias y miradas esquivas, en los que ninguno había sido sincero con el otro. Sin embargo, sentí que el aire se aligeraba un poco con aquellas palabras.
Habíamos estado marcados por una herida que se había ido haciendo más dolorosa y profunda con el paso del tiempo. Pero quizá había llegado el momento de probar a descubrir cómo podría curarse, sin que dejara demasiada cicatriz.
Cuando me tumbé en mi cama aquella noche, miré al techo pensativa. Por primera vez en mucho tiempo no quise evadirme a través de los acordes de mi música. No había melodía que tuviera cabida con mis pensamientos en aquel momento. El silencio era la única opción.
***
Debí de quedarme dormida, porque de repente sentí mi cuerpo pesado y me encontraba desubicada. La luz que entraba por la ventana se había atenuado y una manta ligera cubría mi cuerpo. No recordaba haberme arropado.
Me desentumecí, estirando mis brazos y piernas. No tenía mucha intención de mirarme en el espejo: sabía que mi pelo ya no tendría remedio, así que lo recogí en un moño improvisado.
La tripa me rugía furiosa y recordé que habían pasado horas desde que comí aquel cruasán con Ian por la mañana.
Descalza y con cuidado, bajé las escaleras. El suave rumor de la televisión me llegó desde el salón, pero lo ignoré y fui directa a la cocina. Había un extraño olor en el ambiente, aunque no supe identificarlo. Lo que no esperaba era encontrarme a mi padre en la cocina, con dos platos puestos encima de la mesa y de pie frente al fuego. Debió de sentirme o escucharme, o ambas cosas, porque se volvió azorado, como si fuera un niño pequeño al que descubren haciendo alguna travesura.
—Pensaba que estabas dormida.
—Me he despertado —dije y él parpadeó—. Habíamos dicho…
—Lo sé. Tú te encargarías de las comidas... —Suspiró profundamente, intentando elegir las palabras que iba a decir a continuación—. No debería ser así.
—Dado que resultas un poco peligroso con la cocina de gas encendida y una sartén, creo que fue la decisión más lógica.
—Pero soy tu padre.
Lo miré enarcando las cejas.
—¿Ahora te vas a poner una máscara y retarme con una espada láser?
Mi padre emitió una carcajada.
—¿Cenamos juntos hoy? He preparado pasta.
Eso captó mi atención. Sabía que me encantaba.
—¿Con tomate y tu sofrito de pimientos verdes?
—El mismo.
—¿Piensas ganarme con comida? ¿Qué hay de la espada láser? Quiero una.
—Eloise, por favor. —Intentaba aparentar seriedad, pero la curvatura de su sonrisa lo delataba—. Solo quiero que nos sentemos juntos a cenar. Hoy me he asustado de verdad. Aunque no hayas estado fuera muchas horas, no sabía dónde te habías metido, y yo…
Lo miré con suavidad y me acerqué despacio, sentándome en una de las sillas que había dispuesto para los dos. Empezó a repartir la comida, evidentemente más relajado. Cuando se sentó enfrente, tomé el tenedor entre mis manos, pero era incapaz de comer.
—Sé lo que has pensado, papá. No voy a irme a ninguna parte. —Noté de refilón que se movía inquieto al otro lado de la mesa.
—Puedes ir donde quieras, Eloise. Solo te pido que me avises la próxima vez, o que, si puedes, me llames desde alguna cabina cuando veas que vas a tardar en llegar. —Bajó más la voz—. Al menos así sabré que estás bien.
—Lo siento mucho.
—Yo también lo siento. Y también siento el espectáculo del otro día.
—Te dije que no debías disculparte. No era tu culpa. Ojalá hubiera estado contigo.
Posé una mano en su brazo. La miró confuso, ausente, y finalmente, cuando sus ojos comenzaron a humedecerse, puso una de las suyas justo encima.
—Vamos a comer, antes de que se enfríe —dije, apretando suavemente—. Gracias por la cena, papá.
Volvimos a cenar en silencio por enésima vez en un año. Aunque por una vez en todo ese tiempo sentía que era porque realmente no teníamos nada más que decirnos. Ya tendríamos tiempo de continuar aquella conversación que habíamos tardado tanto en iniciar.
***
Al día siguiente me encontré de pie sola en el paseo, con una mochila que contenía varios sándwiches y un bizcocho. Aislada por la música, que inundaba mis oídos, no escuché a Ian llegar y me dio un susto tal que por poco nos quedamos sin comida para el pícnic. Él iba cargado también, llevaba bebidas, frutas y una tortilla de patatas que su madre había insistido en que trajera.
—¿De verdad crees que vamos a poder con todo esto? —le pregunté.
—Bueno, quizá deberíamos haber invitado a Gael para que se comiera algunas sobras.
—O la mitad de la comida, más bien.
Ambos nos echamos a reír, luego nos quitamos las sandalias y comenzamos a andar hasta nuestras rocas habituales, que estaban bastante concurridas con un montón de niños que saltaban por ellas, mientras un grupo de madres jugaba a las cartas cerca.
Nos alejamos un poco y extendimos el mantel de cuadros verdes, dispusimos toda la comida y nos sentamos relajados, aunque yo me sentía enormemente culpable.
—Me siento un poco mal estando aquí mientras falta tanto por saber…
—Te mereces un poco de descanso también —dijo Ian, mirándome fijamente.
—¿Crees que descubriremos todo?
—¡Por supuesto!
Lo miré divertida. Era consciente de lo bien que me hacía su compañía. Su carácter amable y algo dulce y su mera presencia bastaban para calmar mis nervios y olvidarme de mis propias preocupaciones la mayor parte del tiempo. Recordaba la impresión que me había causado al conocernos, un mes atrás. Con el paso de los días, me había demostrado que mis primeros juicios eran ciertos, y que, de alguna forma, seguía siendo el niño de alma cálida y amable con el que jugaba en la playa.
Para su sorpresa, me quité el vestido de un solo gesto, mostrando un bañador lila.
—¿Un baño? —lo reté y mis recuerdos regresaron con intensidad.
Ian se quedó sentado en el sitio, mirándome como si comprendiera lo que sucedía. Un brillo de reconocimiento iluminó sus ojos castaños, que me miraban con intensidad. A los pocos segundos, comprobé que sus mejillas se habían vuelto incandescentes.
—No me digas que no has traído bañador…
Esta vez no tuve que tomarlo de la mano y arrastrarlo al mar conmigo. Torpemente, se levantó y empezó a quitarse la ropa.
—¡Vamos!
No perdí la pista de su mirada, que a menudo se quedaba quieta en mi piel más de lo normal, mientras nos sumergíamos en el agua. A su lado, parecía un espectro pálido. Como yo tampoco podía controlar mucho mi atención, que pasaba desde su piel morena a su pelo revuelto y resplandeciente con la humedad, me tumbé y me dejé mecer por el vaivén del océano.
El rumor de las voces, que inundaban la playa aquel día, quedó amortiguado en cuanto mis oídos estuvieron bajo la superficie del agua. Me sumí en una burbuja de quietud, la cual resplandecía a mi alrededor marcada por los destellos que la luz del sol robaba al mar.
Cerré los ojos. Me dejé acariciar por las suaves olas que me mecían, acunándome, como si fuera el abrazo de una madre. Quise creer que la mía me habría sostenido así alguna vez, con cuidado. Durante unos escasos minutos, todo a mi alrededor desapareció.
Hasta que sentí movimiento a mi lado y una voz que reconocí enseguida, cantando suavemente una melodía que conocía muy bien.
—Hey Jude, don’t make it bad…
—Take a sad song, and make it better —respondí.
—Remember, to let her under your heart.
—Then you can start, to make it better…
Su voz sonaba cada vez más cerca, susurrándome al oído.
No me moví durante unos segundos, hasta que decidí abrir los ojos, para encontrarme a Ian de pie a mi lado, con una sonrisa maliciosa dibujándose en sus jugosos labios. Cuando quise reaccionar, había hundido mi cabeza en el agua, aunque no muy fuerte, y en cuanto salí para tomar aire, lo salpiqué con todas mis ganas.
Estuvimos un buen rato riendo, persiguiéndonos, echándonos agua, hasta que empezamos a sentir hambre y decidimos regresar al lugar donde habíamos dejado todas nuestras cosas. Nos envolvimos en unas toallas y devoramos la comida y la bebida, que estaba bastante caliente.
Con el estómago lleno y el cansancio de todos aquellos días acuciando, me tumbé en la toalla. Me habría quedado prácticamente dormida, de no ser porque la voz de Ian hizo que diera un respingo.
—Quiero enseñarte algo. —Se movió a mi lado y abrí los ojos—. Ay, perdona, no sabía que estabas dormida.
—No, tranquilo. —Me incorporé y entonces me puse el vestido de nuevo.
Comprobé que revolvía en su mochila, con energía. Sus movimientos sacudieron parte de la arena que se le había acumulado en el pelo. Cuando pareció encontrar lo que buscaba, su rostro se iluminó e iba a sacarlo de la mochila, con cuidado, cuando se volvió hacia mí.
—Cierra los ojos, es una sorpresa. —Pestañeé confusa y por cómo me miró supe que había vuelto a fruncir el ceño. Le hice caso.
A los pocos segundos, noté que cogía mis manos y depositaba en ellas un objeto algo frío, con una textura que no supe identificar.
—Adelante, puedes abrirlos. —Obedecí y mi cara no debió de reflejar ni la mitad del asombro que estaba sintiendo.
—Ian, es preciosa —le dije. Él estaba turbado, nervioso incluso.
—Quería que la tuvieras tú. Tiene tus colores.
Sonreí muy a mi pesar. Había conseguido dar color a la caracola que busqué para él hacía un par de semanas, simulando un atardecer. La parte más estrecha tenía unos intensos colores anaranjados, que se suavizaban hacia tonos amarillos y después mudaban a tonalidades violáceas, rosas intensos, azules y añiles. Si colocaba la caracola mirando fijamente a la parte más estrecha, podía ver que el degradado era perfecto, si bien había cambiado los colores para que resultara más realista. En algunos puntos parecía no haber cogido bien la pintura, pero seguía siendo perfecta.
—No ha quedado como yo quería… Tuve que usar pinturas acrílicas y no estoy muy acostumbrado a ellas. —Su tono de disculpa hizo que me girara rápidamente—. Pero en papel y con acuarelas hubiera quedado muchísimo mejor.
—Ha quedado perfecta. ¿De verdad es para mí?
—Sí. Es un regalo.
—Muchísimas gracias.
Me acerqué para abrazarlo, pero él reaccionó rápidamente, como si no supiera qué iba a hacer, y nuestros rostros volvieron a quedarse muy juntos, uno delante del otro.
Por un instante, me perdí en esos ojos oscuros y profundos. Oía su respiración agitada, mientras algo que no podía describir burbujeaba dentro de mí. Sentí la tranquilidad que emanaba, pese a estar nervioso. Y como si lo hubiéramos ensayado mil veces, los dos nos acercamos al unísono. Nuestros labios se encontraron con el sabor a sal de nuestra piel y el dulce roce del primer beso.
Una suave bocanada de aire circuló entre nosotros, trayendo consigo la humedad del océano y silbando entre las paredes de aquella caracola que aún mantenía en mis manos.