Saboreé la promesa de Ian y me aferré a ella con intensidad. Siempre me había creído una persona independiente, capaz de hacer cualquier cosa por mí misma, y que no necesitaba a nadie. Pero la muerte de Antoine, tan repentina, había sacudido cada uno de los pilares de mi realidad. Quise continuar adelante. Sola. Creyendo que podría hacerlo, culpando a mi padre en el proceso y distanciándome de él. Alejándonos el uno del otro. Y poco a poco esa independencia que había formado parte de mí desde que tenía uso de razón se había ido desmoronando, al tiempo que también lo hacía mi vida.
Mi mundo se había tambaleado con la fuerza del terremoto que el accidente de mi hermano había provocado.
O, más bien, su asesinato.
Pero, mientras nos besábamos, esas preocupaciones pasaron a un segundo plano, aunque supiera que nunca desaparecerían. Simplemente quería estar ahí, en ese momento, y disfrutar del aroma de Ian. Observar sus mejillas encendidas al separarnos. Dejarme llevar por la calma que me transmitían sus ojos oscuros y sus brazos alrededor de mi cuerpo.
—Toma mi número. —Le tendí un papel rasgado de una de mis libretas cuando nos íbamos a separar—. Llámame, por favor.
—En cuanto sepa algo de Víctor.
Había atrapado con suavidad la mano que le tendía. Nos miramos unos instantes y de pronto sentí sus labios de nuevo sobre los míos.
Su dulce sonrisa de medio lado me reconfortó, aparté mi mano despacio y comencé a pedalear.
***
Aquella noche, Víctor no llamó a Ian. Por tanto, atendiendo al plan que habíamos ideado antes, iríamos de nuevo a la biblioteca.
Concentrarme en la pastelería fue casi imposible. La mirada escrutadora de Conrado no me concedió ni un minuto de descanso y, debido a esa presión, unida a la emoción por volver a la biblioteca y comprobar qué se nos había pasado por alto entre aquellos viejos periódicos, fue suficiente para que no diera una en todo el día.
Cuando llegó la hora de salir, me quité el delantal a toda prisa y lo dejé de cualquier manera.
—Eh, señorita. —La voz de Conrado me sobresaltó—. Entiendo que tengas mucha prisa por ver a tu novio, pero aquí hay unas normas. —Señaló el revoltijo en el suelo en el que se había convertido el delantal.
—Perdona, no me había dado cuenta… —Volví sobre mis pasos y lo colgué en la percha correspondiente. Lancé una mirada y una sonrisa inocentes a Conrado, que no parecieron surtir efecto.
—Últimamente no pareces tú, Eloise. —Suspiró con resignación—. Entre tú y yo, eres la más atenta y dedicada aquí, pero llevas unos días que no pareces estar muy centrada.
—Lo siento de verdad, Conrado, pero tengo mucha prisa y debo tomar una guagua.
—Hay algo que te preocupa, ¿verdad?
No me pasó por alto el tono seco y cortante que empleó, aunque su gesto cansado me hizo pensar en que, en realidad, para él era como si regañara a una hija.
—Llevas unos días sin parar, completamente dispersa, con la mente en otro lado. —Como siempre, pareció leerme el pensamiento y respondió a una pregunta que no llegué ni a formular en mi interior—. ¿Ha sucedido algo?
Dudé en responderle con una mentira, pero sabía que no la creería. Conrado siempre nos había profesado mucho cariño a mi hermano y a mí. No quería que nadie más participara en aquella locura, pero era posible que, al menos, entendiera que no se trataba de una tontería.
—Estoy siguiendo unas pistas que parecen aclarar por qué pudo morir mi hermano.
—¿Por qué pudo morir? —Advertí la preocupación en su cara.
—No lo sé. Es posible que no fuera un accidente. —La consternación en sus ojos azules me conmovió, realmente le apenaba lo que había sucedido—. En cualquier caso, necesito saberlo. Por eso tengo que irme tan rápido en cuanto acaba mi turno…
Conrado me hizo un gesto con la mano, un aspaviento que no supe bien cómo interpretar.
—Vale, vale. Está bien. Vete antes de que pierdas esa guagua. —Sonreí, pero antes de que pudiera salir del obrador su voz me retuvo unos segundos—. Y si necesitas ayuda, no dudes en decírmelo. Pero las horas que estés aquí trabajando, quiero que estés al máximo.
—Lo haré. Gracias, Conrado.
Lo vi asentir despacio, aunque el gesto serio de su rostro no había desaparecido. Volví a sonreír con algo de reparo y me fui corriendo.
***
Ian ya me esperaba en la parada cuando llegué. Lo noté algo agitado y tomé su mano entre las mías. Nos acercamos para darnos un ligero beso en los labios.
—Qué raro se me hace esto —comentó riéndose.
—Y a mí. —Sentí una sonrisa creciendo por mi rostro, que al instante obtuvo una réplica en el suyo—. Pero es agradable.
—Mucho.
Besó mi mano suavemente, apenas rozando sus labios sobre mi piel.
A los pocos segundos escuchamos el motor de un coche acercándose, el cual paró delante de nosotros.
—¿Necesitan un taxi?
Nos separamos bruscamente al ver a Gael, quien nos miraba radiante desde su interior.
—¿Qué haces aquí? —Estaba atónita.
—Pues ayudarlos, por supuesto. —Se giró hacia Ian, con la sonrisa temblando en sus labios—. ¿No?
—Había olvidado mencionarte que le conté lo que habíamos descubierto. —Ian se llevó la mano a la nuca.
—¿Qué?
—Tranquila, francesita. Les dije que quería echarles una mano, así que... voilà!
—Lo siento, Eloise. —La sensación de culpabilidad de Ian era muy palpable.
—Prometo que me quedaré en un rincón y no los molestaré. —Gael aprovechó para poner cara de lástima—. Por favor.
Puse los ojos en blanco y me senté en el asiento del copiloto.
—Vámonos, anda, antes de que se haga tarde.
—¡Bien! —El grito de Gael vino acompañado del rugido del motor al ponerse en marcha.
El viaje se hizo eterno. Me sentía muy agradecida por contar con la ayuda de Gael también. Lo miré mientras tarareaba una canción, dando golpes al volante con los dedos, mientras el viento que entraba por las ventanillas bajadas nos revolvía el cabello. No obstante, no dejé de pensar en las ganas que tenía de llegar, ya que sentía que podríamos habernos dejado algo importante. Algún dato que se nos hubiera pasado sin querer.
En cuanto el vehículo se detuvo a un par de calles de la biblioteca, entramos rápidamente, esquivando a estudiantes, opositores y algún que otro lector, hasta llegar al rincón de la hemeroteca. Disponíamos de solo unas pocas horas antes de que cerrara, así que debíamos empezar cuanto antes. Cuando nos acercamos, la joven bibliotecaria que nos había recibido la ocasión anterior salió de entre las estanterías tan airada y abstraída que por poco choqué con ella.
—Ah, perdonen. —Su expresión se suavizó en cuanto nos reconoció—. Son ustedes otra vez, ¿no encontraron lo que buscaban?
—Más o menos, venimos a comprobarlo —respondí.
—Si necesitan ayuda, pueden avisarme. —Miró a Gael, atentamente, quien la respondió alzando la ceja—. ¿Sobre qué se estaban documentando?
—Sobre la Segunda Guerra Mundial —contesté rápidamente, mirando a Ian—. Es para un trabajo que nos queda por entregar en septiembre.
—¿Siempre dejando todo para última hora? —Puso las manos sobre sus caderas, como si fuera una madre regañando a unos niños—. Pues espero de verdad que encuentren algo hoy. Por si ya fuera poco con el desastre que hay normalmente, llevamos unos días con muchos visitantes en esta sección.
—¿Y eso es raro? —Por su tono, había percibido que algo le extrañaba.
—Pues sí, es bastante raro. Casi nadie viene a consultar en la hemeroteca, solo a ocupar las mesas para estudiar en épocas de exámenes. —Puso los ojos en blanco—. Pero desde que vinieron el otro día han pasado por aquí muchas personas que no dejan de revolver entre los periódicos, dejando todo por medio…
Fui consciente de cómo sus palabras llegaron hasta nosotros, tensándonos, mientras que la bibliotecaria hablaba despreocupadamente.
—Bueno, ¡espero que tengan suerte!
Se alejó a paso ligero, pasillo abajo. Nos quedamos quietos, mirando en la dirección en que se marchaba, aún procesando y sacando conclusiones de lo que habíamos escuchado.
—Qué gente más rara tienen empleada aquí —comentó Gael, pero lo ignoramos.
—¿Crees que…? —Ian se volvió hacia mí, en cuanto la bibliotecaria se giró al alcanzar una estantería y desapareció.
—Espero que solo haya sido una casualidad.
No esperé su respuesta y me dirigí a las baldas que contenían todos aquellos periódicos que habíamos encontrado la otra vez. Los solté sobre la mesa, con gran estrépito, al tiempo que descolgaba mi vieja mochila y la dejaba en el suelo de cualquier manera. Sentí a Ian sentándose a mi lado, casi sin hacer ruido. Gael nos miraba, atento.
—Bien, ustedes mandan. ¿Por dónde empezamos?
—He cogido solo los periódicos de la otra vez que vinimos, desde 1978 hasta 1982. Voy a mirar de nuevo todas las referencias a Markdorf. Hay varias.
—¿Pero no nos interesan solo las que hablen de K. R. y S. Z.? —preguntó Ian.
—Puede que tengan alguna referencia. Pero me extrañó ver el pueblo mencionado en más noticias… —Lo miré—. ¿Y si aprovecharan todo lo ocurrido con K. R. para publicar más trapos sucios del pueblo? ¿Algo que estuviera relacionado con el robo quizá?
—No te preocupes, francesita. Vamos a comprobar todos y cada uno de los periódicos.
—¿Y si no hay nada? —preguntó Ian.
—Si no hay nada, pues esperamos a que llame Víctor de todas formas —replicó Gael—. Pero, como no busquemos esto…, creo que aquí hay alguien que no se va a quedar a gusto.
Me señaló con el pulgar, que retiré de un golpe amistoso.
—¡Jamás!
Reímos y nos pusimos manos a la obra. Sentía de nuevo esa emoción del otro día, una expectación que recorría mi columna, ansiosa por descubrir más cosas.
Reiniciamos el proceso, como habíamos hecho, dispuestos a que no se nos pasara nada por alto, mientras Gael nos escuchaba y preguntaba continuamente. Al poco rato, estaba tan enfrascada en la lectura de los titulares, poniendo especial atención a cualquier mención que pudiera estar relacionada, que había olvidado dónde nos encontrábamos. Observé con el rabillo del ojo que Ian se levantaba de su asiento.
Cuando vi su expresión de confusión, mirando alternativamente varios periódicos que tenía delante, entendí que algo no cuadraba.
—¿Qué pasa?
—No entiendo… —Se quedó callado unos segundos, revolviendo entre sus periódicos y los míos, y volviéndose de nuevo hacia la estantería. Empecé a ponerme realmente nerviosa. Gael nos miró alternativamente.
—¿Ian?
—Es que no encuentro el ejemplar donde se anunciaba el juicio. ¿Te acuerdas?
Se encogió de hombros ante mi cambio de expresión.
—No me estás tomando el pelo... —No era una pregunta—. Volvamos a mirar.
Gael y yo nos levantamos como un resorte y los tres extrajimos todos los periódicos de las estanterías, balda por balda. Pronto encontramos la coreografía perfecta: Gael tomaba varios periódicos que yo misma revisaba e Ian los volvía a colocar en el orden exacto, después de haber comprobado otra vez las fechas. Efectivamente, faltaba el ejemplar de mayo de 1978 y el de octubre de 1980.
—¿Y si están descolocados o alguien los ha cambiado de sitio? —pregunté desesperada al acabar, no quería subirme al tren de pensamientos que atravesaba mi mente en ese momento. Simplemente, no quería ni imaginarlo—. La bibliotecaria dijo que había venido bastante gente, quizá…
—Sí, seguramente lo hayan descolocado todo —iba a replicar, pero Ian se adelantó a mi suposición—. Seguro que lo ha pasado por alto.
—¿La bibliotecaria es la chica esa con nombre de vieja? —dijo Gael.
—¿Cómo sabes su nombre? —le pregunté medio riendo.
—Su plaquita. Se llama Enriqueta.
—Qué horror.
—Eso mismo pensé yo. —La risa cristalina de Ian se extendió por el pasillo, inundando cada hueco de aquellas estanterías abarrotadas de papel. Un par de voces chistaron desde el fondo para que nos calláramos—. Uy, perdona. —Volvió a bajar la voz, sonriendo con picardía.
En ese momento apareció Enriqueta, asomando sus oscuros rizos detrás de una estantería.
—¿Podrían hablar más bajo o trabajar en silencio? Están molestando al resto de usuarios.
Aunque intentaba aparentar seriedad, no nos estaba regañando, hasta que vio la sonrisa incontrolada en el rostro de Ian. Entornó los ojos.
—Perdone, tendremos más cuidado —respondí en voz baja.
Nos observó unos segundos más y después se volvió por el mismo pasillo paralelo por donde había venido. Sus tacones bajos repiquetearon en el suelo, hasta que su sonido se desvaneció por completo. Miré a Ian y le di un suave golpecito en el brazo.
—No se te puede sacar de casa.
—Menos mal que me tienen con ustedes y puedo regañarlos como si fuera un padre —dijo Gael.
Volvimos a sumergirnos en la rutina de recorrer todas las estanterías, revisando los periódicos. Notaba las rápidas miradas que Gael nos dirigía, mientras Ian y yo nos sonreíamos como dos bobos.
Habíamos recorrido hasta el último resquicio, cuando nos sentamos en el suelo, agotados, con nuestras espaldas apoyadas en las estanterías, uno frente al otro.
No había ni rastro de los periódicos desaparecidos.
La voz de Ian dio forma a un pensamiento que no quería reconocer.
—Parece como si…, como si alguien se los hubiese llevado. —Sus ojos me observaron inquietos.
—¿Por qué? ¿Por qué precisamente esos periódicos? —dije, incrédula—. Es posible que no tengan muchos datos más, pero ¿por qué justo se han llevado o han desaparecido esos? —Hice un gesto con una mano, que después dejé caer bruscamente sobre mi regazo—. Hay cientos...
—Tienen las noticias que buscamos.
Sus palabras cayeron como un peso sobre el suelo, entre nosotros. No quería pensarlo, pero la conclusión estaba ahí. Esa idea que me daba tanto miedo. Gael estaba cabizbajo también.
—Alguien sabe qué estamos buscando. —Levanté la cabeza a su tiempo—. Alguien relacionado con el caso.
—Ni lo insinúes, Eloise —replicó Gael.
—Es un poco raro…
—No podemos saberlo, Ian. —La mirada de Gael se volvió más dura—. ¿Por qué siguen insistiendo y pensando que todo esto es más serio de lo que parece?
—Porque creo que mi hermano no tuvo un accidente.
—¿Porque quería hacer un reportaje sobre un nazi?
—Porque seguramente descubrió algo que no debía, Gael. —Suspiré resignada—. En su diario menciona que recibió una llamada para citarse con alguien.
—¿Y qué?
—La cita era el mismo día en el que desapareció —añadió Ian.
Gael nos miró alternativamente, incrédulo y realmente enfadado.
—No puedo creer que quieras seguir los pasos por una idea así. Es de locos.
—A mí no me parece tan descabellado.
Varias personas nos instaron a callarnos de nuevo. Ian nos hizo un gesto para que nos calmáramos, porque todos estábamos preocupados.
—Aquí no se puede discutir, chicos —dijo, intentando apaciguarnos.
—No hay nada que discutir —contestó Gael.
—Yo creo que sí. Han desaparecido los periódicos que buscábamos, los que mencionaban los datos que mi hermano estaba investigando. Datos por los que, posiblemente, murió.
Mis palabras habían sonado cortantes y firmes, pero eso no fue suficiente para que hicieran mella en la determinación de Gael.
—Mira, es cierto que me parece mucha casualidad, pero no creo que haya nadie detrás de ustedes. ¿Y si ha sido algún estudiante, como Antoine, quien se los ha llevado y no los ha devuelto? Le parecieron interesantes y los guardó en la mochila para que no lo viera la bibliotecaria.
—Lo siento, pero no puedo creer algo así. Como dices, es mucha casualidad. Así que, implicado o no —me levanté pesadamente, de repente estaba muy cansada—, creo que realmente se los ha llevado alguien que conoce este caso.
—Estás loca, Eloise —dijo Gael, desde el suelo.
—¿Volvemos a casa? —Ian me imitó y se acercó, acariciando mi brazo con una mano—. Esperemos a ver qué nos dice Víctor; seguro que hay cosas más interesantes en Madrid.
Un nuevo siseo nos instó a callarnos, con más energía.
Negué con la cabeza. No podía irme sin comprobar de todas formas los números que sí teníamos disponibles. Me acerqué a la mesa, donde habíamos dejado los primeros ejemplares dispersos. Ian suspiró resignado y se sentó a mi lado; a los pocos segundos, vimos cómo Gael se levantaba.
—Dejen de buscar, por favor —nos dijo, en voz muy baja—. Creo que se están complicando demasiado.
—Al menos, vamos a ver qué averiguamos —contesté.
—De acuerdo. —Suspiró—. Los espero fuera. No soporto más este aire cargado.
Se dio la vuelta, caminando despacio y arrastrando los pies. Ian fue a levantarse, dispuesto a seguirlo, cuando lo retuve por el brazo.
—Déjalo, necesita estar solo.
Ian asintió en silencio y ambos retomamos la lectura, conscientes de que la biblioteca cerraría en poco tiempo.
Al cabo de unos minutos, encontré una referencia a Markdorf, del mes de junio de 1978. En ella se mencionaba a K. R. sin nombrarlo, hablaban del pueblo y de su apacible vida, aunque no daban datos más relevantes. Un ejemplar de enero de 1979 destacaba, en un reportaje gastronómico, diferentes platos salados típicos de varios puntos de Europa en un conocido restaurante del centro de Las Palmas. En él se resaltaba un plato de Bratwurst Pfanne (salchichas alemanas) que habría preparado K. R., al que nombraban como «el alemán originario de Markdorf», y que terminó causando el furor entre los vecinos con su receta, a pesar del inicial reparo de estos. Durante un par de años no hubo más referencias, hasta unos ejemplares después de la resolución judicial.
—¡Ian, mira! Esto es interesante y no se lo han llevado. —Bajé mucho la voz, esperando no escuchar a ninguna persona mandándonos callar. Ian se acercó a mi lado y observó por encima del hombro. El artículo parecía firmado por el mismo periodista que había cubierto las noticias anteriores, aunque no teníamos forma de comprobarlo.
PUEBLO DE DELITOS:
MARKDORF
No dejan de sorprender la cantidad de noticias y desgracias caídas sobre esta pequeña localidad del sur de Alemania. En un pueblo curiosamente poco castigado por la guerra, donde sus vecinos consiguieron sentirse relativamente a salvo, habitaban numerosos delincuentes. Las investigaciones relativas al robo de la familia de S. Z., que ya se había reportado en este periódico hace unos meses, han permitido que salieran a la luz otros muchos delitos que, a pesar de su escaso o nulo efecto en ámbitos más internacionales, no dejan de sorprendernos.
Uno de esos casos, el de las hermanas Goldberg, mantuvo en vilo a sus vecinos durante años. Las niñas, de siete y once años, desaparecieron una noche sin dejar rastro. Los padres mantuvieron hasta el último momento que sus hijas habían sido raptadas, pero un par de denuncias anónimas los enviaron al poco tiempo a un campo de concentración. Se debatió mucho acerca de la procedencia de aquellas denuncias y muchos coincidieron en que, lejos de una rencilla particular, había sido un atentado de odio contra la familia, que comenzara con el rapto de las niñas. Aunque otros muchos mantuvieron que las dos habrían salido a jugar y se perderían, o que realmente sus padres las mandaron con algunos familiares para ocultarse. Jamás se aclaró lo sucedido, pero sus cuerpos se encontraron unos meses más tarde en el bosque y habrían sido claramente asesinadas.
Si bien Markdorf no se encuentra entre uno de los pueblos con más denuncias entre sus vecinos, se produjeron unos pocos casos en las últimas etapas del conflicto que condenaron a varias familias inocentes, como los Goldberg.
Otro de esos casos tiene como protagonista a Helmuth Niehaus (Markdorf, 1918), un declarado simpatizante nazi que no pudo participar en el conflicto por motivos de salud. Su desaparición no dejaba dudas ni divagaciones: no era un niño pequeño que podría haberse desubicado y perdido en el bosque. Su familia denunció que se dirigía al negocio de S. Z. Y cuando su cuerpo apareció en las inmediaciones del pueblo, todo encajó: alguien lo había asesinado. ¿Podría haber sido S. Z.? No, porque era un niño entonces. ¿Algún familiar? Imposible, sus hermanas no tendrían la fuerza suficiente para causar la muerte a una persona corpulenta como lo describieron los Niehaus. La sospecha entonces recayó sobre algún vecino, familiar o amigo de la familia de S. Z., aunque jamás se aclararon los hechos.
Hay miles de familias como los Goldberg o los Niehaus, delitos similares cometidos bajo el amparo de la guerra que, para muchos, supuso la excusa perfecta para cobrarse aquello que consideraran justicia por su propia mano. Y poco importaba quién resultara afectado: judíos o alemanes, lo crucial es que el juicio se ejecutara.