Eloise había leído la noticia con intensidad, sus ojos se desplazaron a una velocidad de vértigo por las líneas. Después, se llevó una mano a los labios.
—Esto. —Señaló algún punto hacia el final del texto—. Antoine descubrió al asesino.
—Eloise, no podemos saberlo. Quizá Gael tenga razón y no deberíamos complicarnos más.
—¿Cómo que no podemos saber que algún implicado se llevó el resto de periódicos? —Exasperada, hizo un gesto con ambas manos—. Yo lo veo todo muy claro.
—Pues yo no. Y no quiero ir por ahí pensando en lo peor. —Su ceño fruncido comenzó a inquietarme—. Si fuera alguien relacionado con todo esto, si hubiera realmente alguien que intentara boicotearnos, ¿no crees que también se habría llevado este periódico? —Lo levanté y agité.
—Puede que no. Puede que lo olvidara. O que no supiera que existía.
Percibí la duda en sus palabras, un ligero temblor en sus labios la delataba, pero en el fondo yo sabía que lo que decía era razonable. No obstante, esa confusión duró poco. Enseguida se repuso y la determinación que la caracterizaba volvió a encenderse en sus ojos y crispar sus mejillas.
—O puede que la pasara por alto porque hubiera una noticia más incriminatoria.
—¿En un periódico de Gran Canaria? —Me miró fijamente, dolida—. Mira, creo que la redacción estaba escasa de noticias y necesitaban rellenar de vez en cuando, así que tiraron de este caso y lo extendieron, buscando algo donde no había nada. No estoy muy seguro de que vayamos a encontrar más artículos.
—Porque se los han llevado —replicó, tozudamente.
—O porque no los hay, Eloise.
—¿Ahora piensas como Gael?
—No es eso —dudé—. Es solo que esta noticia parece algo sensacionalista, sin más.
No me había escuchado, o no quería hacerlo, porque sin decirme nada tomó el periódico y se alejó por el pasillo. La seguí hasta las máquinas fotocopiadoras que se encontraban al lado del mostrador de recepción. Enriqueta nos miró con inquietud.
—¿Necesitan ayuda?
—Solo quiero hacer una fotocopia, gracias. —Eloise empezó a preparar la máquina y sacó unas monedas de su bolsillo, sin volverse a mirar a la bibliotecaria.
Enriqueta se apartó discretamente y se volvió a sumergir en las páginas del libro que estaba leyendo.
Cuando Eloise acabó de hacer las fotocopias, se dirigió de nuevo a nuestro rincón lleno de periódicos, sin apenas mirarme.
—Eloise, por favor, no estoy en tu contra, es solo que…
—Lo sé, no te preocupes. —Se había convertido en pura determinación—. Pero necesito seguir con esto.
Asentí. ¿Qué otra cosa podía hacer? Entendía perfectamente lo importante que era todo eso para ella. Aunque mis explicaciones me parecían más razonables que sus teorías conspiratorias, comprendí que quizá, de esa forma, todo fuera más fácil para Eloise. Porque así tendría un nuevo objetivo donde focalizar esa rabia que sentía. Se había pasado casi un año soportando todos esos sentimientos contradictorios: miedo, tristeza, soledad, nostalgia, rabia… Intentando superar lo sucedido cada día, incapaz de no culpar de ello a su padre, o incluso a Antoine, como sospechaba.
Y, de todas formas, tampoco podía negar la posibilidad de que sus divagaciones fueran ciertas. Así que, de cualquier manera, merecía que siguiéramos investigando.
Continuamos buscando rápidamente hasta los periódicos de 1982, pero no encontramos nada más referente a Markdorf y descubrimos, con cierto desasosiego, que faltaban más ejemplares de los que creíamos.
—Chicos, cerraremos en cinco minutos. —La voz de Enriqueta nos sobresaltó a los dos, lo que le sacó una sonrisa llena de ternura—. Pueden volver siempre que quieran.
Se lo agradecimos y empezamos a recoger todos los periódicos con su ayuda.
—¿Todo bien? Están muy serios. —Nos miró algo preocupada.
—Sí —respondí bajito—. Es solo que tenemos que preparar un trabajo de clase para septiembre y se nos ha complicado un poco.
—¿Cómo es eso?
—Buscábamos algunos periódicos concretos. —La miré atentamente—. Y han desaparecido.
—Es posible que no dispongamos de esos ejemplares. Como ven, nuestra «hemeroteca» es bastante reducida y tenemos graves limitaciones de espacio. Pero siempre se pueden pedir a las redacciones.
—No se trata de eso. —La voz de Eloise no aceptaba réplica y Enriqueta la miró con sorpresa—. El otro día sí estaban. Nosotros no nos los hemos llevado. Es más, volvimos precisamente para leerlos de nuevo.
—¿Insinúan que alguien los ha robado? —Enriqueta abrió mucho los ojos, se cruzó de brazos y se llevó una mano a la barbilla, en un gesto reflexivo—. Aunque no me extrañaría. Como les dije, han pasado muchas personas por aquí últimamente.
—¿Y no se ha dado cuenta de lo que faltaba? —preguntó Eloise con cierta amenaza velada.
—Somos pocos trabajando aquí —la bibliotecaria respondió desafiante— y ya les dije que tenemos bastantes problemas en el centro. Necesitamos con urgencia un nuevo edificio. Cada día tengo que controlar que la gente sabe comportarse, que no molesta a otros usuarios, y debo estar además disponible por si alguien viene a devolver libros. No puedo moverme mucho de la recepción.
—A pesar de eso, cuando recogió los periódicos, ¿no pudo comprobar que no faltara ninguno? —pregunté despacio.
—Intentamos hacer inventario con bastante frecuencia, pero no conozco absolutamente todos los ejemplares de los que disponemos. Necesito comprobarlo con nuestro registro. —Realmente estaba molesta, su postura se había tornado tensa y alerta, esperando una nueva réplica por nuestra parte—. Así que les agradezco que me hayan transmitido la queja, porque será lo primero que haga mañana cuando llegue.
—De acuerdo, muchas gracias —susurró Eloise, consciente de su actitud—. Y perdone que le hayamos ocasionado molestias.
Habíamos llegado a la recepción, por donde estaban pasando todos aquellos usuarios que abandonaban la biblioteca. Enriqueta los saludaba al pasar.
—No es nada. —Sus rizos se movieron con su cabeza, al girarse de nuevo hacia nosotros, que éramos los últimos—. Pueden volver para cualquier cosa que necesiten. Y si precisan ayuda para buscar alguna referencia, también pueden llamarme.
—Gracias. —Sonreí y Eloise pareció relajarse, porque tomó mi mano entre las suyas.
Encontramos a Gael sentado sobre el capó del coche, con las manos metidas en los bolsillos. Eloise se separó de mí, rompiendo el contacto, aunque nuestro amigo había visto suficiente.
—Lo siento, Ian —dijo de pronto Eloise, tan bajito que casi no podía escucharla a través del ruido del motor. La interrumpí antes de que añadiera nada más.
—Tranquila. Te entiendo —susurré también—. Ahora vamos a descansar un poco.
***
Estaba terminando de cenar cuando el estrépito del teléfono me levantó rápidamente de la mesa. Mis padres observaron atónitos cómo, con las prisas, golpeé la mesa y parte de la vajilla tintineó peligrosamente. Les sonreí a modo de disculpa, pero me alejé corriendo hasta el aparato.
—¿Diga?
—Eh, cabroncete. En menudo lío me has metido.
—Buenas noches a ti también, Víctor.
—Te lo digo en serio —dijo bruscamente—. Encontrar lo que me has pedido ha sido como buscar una jodida aguja en un pajar.
—Pues en Las Palmas lo encontramos fácilmente.
—¿Quiénes?
—Una amiga y yo. Es a quien estoy ayudando con esto. —Una risotada al otro lado del teléfono me hizo entornar los ojos—. ¿De qué te ríes?
—No me habías contado que tuvieras novia.
—No tengo novia. —Mi madre pasó por la puerta del salón, se detuvo unos segundos a observarme—. ¿Puedes decirme ya lo que has encontrado?
—Lo que tú digas... —Víctor rio con más ganas—. Pues mucho y poco a la vez.
Estaba consiguiendo desesperarme.
—No te entiendo.
—Para empezar, localizar un caso tan concreto y sin que hubiera un robo de grandes obras de arte de por medio es bastante complicado. Así que empecé a buscar reportajes y artículos especiales que hablaban del saqueo de los nazis durante la guerra, así en general. Fliparías con la de cosas que he descubierto y todos los chanchullos que esos cabrones tenían. Ha sido interesante.
—¿Y sobre lo que te pregunté?
—Tío, relájate, te va a dar algo. No he terminado.
—Pues sigue contando.
—Si me dejas. —Suspiró nervioso—. En serio, tío, ¿qué tiene el agua de tu isla?
—Víctor, por favor. Es un tema importante. Y si has descubierto algo, necesito saberlo ya.
—Que sí, joder. —Escuché cómo debía de cambiar el auricular de un oído al otro y cómo revolvía entre varios papeles—. Todo eso no fue difícil de encontrar, son reportajes jugosos. El caso es que seguí tirando del hilo, buscando a partir de él en trabajos similares que hablaban de delitos «menores», y de ahí fui filtrando hasta dar con esos delitos que salpicaran a España de alguna forma. No hay pocos alemanes nazis fugados durante y después de la guerra; aquí el régimen franquista los acogió sin problema.
—Lamentable.
—Y que lo digas. Te repito que he visto asuntos muy turbios que a saber cómo habrán acabado... Pues bien, entre esos casos españoles, vi varias referencias a Gran Canaria y seguí por ahí. Al final di con las noticias de K. R. y S. Z., y he descubierto cosas interesantes.
—¿Qué?
—Según las acusaciones, K. R. había robado unas reliquias familiares a S. Z., entre ellas unos documentos importantes del negocio de S. Z. Para qué, ni idea. No se dan muchos detalles y ningún periódico proporciona su nombre completo. Entiendo que es una cuestión de confidencialidad, pero es frustrante.
—Qué me vas a decir… —resoplé, resignado—. Pero todo eso ya lo hemos descubierto en las noticias de aquí.
—Genial. Fue un caso muy sonado en esos días, entiendo que le dieran cierto bombo en los periódicos canarios. El tal K. R. recibió varios avisos para ir a juicio. P&Z fue el gabinete que lo defendió y Gesetz International, el que llevó la defensa de S. Z. Pero no fue solo llamado a un único juicio, sino a varios. Le acusaron de varios delitos.
—¿Cómo?
—El del robo se resolvió pronto, porque tanto los denunciantes como el acusado llegaron a una especie de acuerdo.
—¿Y cuáles fueron los otros delitos? —No entendía nada.
—Solo había un delito más. —Víctor calló unos segundos y lo imaginé revisando los papeles que tendría dispersos por toda la cama, en una masa descolocada y desorganizada, como solía hacer siempre—. Asesinato.
—No puede ser.
—Sí. Mira, se cometieron muchas injusticias esos años, se producían peleas personales entre vecinos que terminaron en denuncias, con el judío de turno, si es que lo había, calcinado en un jodido campo de concentración. Hubo un tal Helmuth (a ese sí lo nombran directamente) que murió en el pueblo donde vivían K. R. y S. Z.
—Pero eso no significa nada —contesté algo exaltado—. Quiero decir, tú mismo lo has mencionado hace un segundo: había mil casos similares. ¿Por qué acusar a K. R. de un delito así también?
—No lo sé, tío, me limito a repetirte lo que he leído. Créeme: me salen los alemanes por las orejas ya. Llevo una puñetera semana buscando todo esto. No ha sido fácil.
—Lo sé, gracias, de verdad.
—De nada, si en el fondo me has hecho un favor; me aburría como una jodida ostra. No sé por qué acusarían a K. R., pero hablan de pruebas, testigos, etc. —Casi lo vi encogerse de hombros, con el auricular apoyado en uno de ellos—. Todos coincidían en que tanto K. R. como Helmuth fueron al negocio de S. Z. aquella tarde. Después de eso, Helmuth desapareció. Lo que tampoco entiendo es por qué salió a la luz después de tantos años. Pero lo hizo y lo juzgaron, aunque resultó que las supuestas pruebas no fueron concluyentes, las acusaciones de los testigos eran vagas, y decidieron que no podían condenarlo por asesinato. Sin embargo…, hay algo más.
Volvió a quedarse en silencio unos segundos. Al hablar, descubrí que lo que me decía no me sorprendió en absoluto.
—El jodido K. R. vive en tu pueblo. —Me quedé quieto, mirando el gotelé de la pared—. Tío, es tu vecino. Lo dicen en varias noticias.
—Ahora entiendo mejor todo —susurré.
—¿Qué dices? Joder, no te oigo.
—Que ahora lo entiendo todo, lo de Antoine…
—¿Quién? ¿Anto qué?
Decidí hablarle de Antoine y Eloise, por qué había querido ayudarla, y le resumí nuestra investigación hasta el momento.
—Joder. Esto es muy turbio, Ian. En serio, no me suena nada bien… —Notaba su confusión y preocupación a través de la línea—. Aunque comprendo que, en vuestros periódicos, incluso los nacionales, no mencionen la verdadera residencia de K. R., ¿sabes? Solo los ejemplares de Madrid. No querrían preocupar a los vecinos.
—Pero no tiene sentido, ¿no sería mejor avisarlos?
—No sé. Es todo muy raro y las noticias, tanto nacionales como regionales, inciden en que hay muchas incógnitas en el caso. No se mencionan nombres explícitamente, falta información… También hay detalles que no se han expuesto por confidencialidad del caso, pero aun así no dejan de mencionar esas faltas.
Esa vez fui yo el que se quedó callado, reflexionando sobre lo que había dicho. Víctor debió de notar que algo no iba bien.
—¿Sabes lo que creo? —Naira pasó al salón y se sentó en el sillón, con su nuevo estuche de pinturas y unos cuantos papeles. Me sonrió con inocencia—. Creo que K. R. era un jodido loco, que mató a Helmuth por el motivo que fuera e intentó que pareciera que había sido S. Z. o su familia. Así que, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, S. Z. decidió cobrarse la justicia y denunció a K. R., fuera o no culpable. K. R. huyó para que no pudieran relacionarlo o juzgarlo en su país y se vino a España, donde intentaría pasar desapercibido. Seguro que hasta cambió de nombre.
—La verdad es que ya no lo dudo —dije, consternado, y le expliqué la aparente desaparición de los periódicos.
—Ánimo, tío —me consoló con suavidad—. Entiendo que el Antonio ese se obsesionara con esto. Es perturbador. Pero yo le diría a Eloise que se quedara con esta versión de la historia. ¿Y si K. R. va detrás de vosotros?
—No sé si será suficiente para ella, la verdad. —Sonreí con tristeza—. Es tan cabezota como su hermano.
—Esa chica tiene que ser una pieza. Me la tienes que presentar.
—¿Sabías ya que eres imbécil?
—Estoy de broma. —Rio con ganas—. Pero me alegro de que la hayas conocido.
—Yo también.
—¿Ves como es tu novia? —Dio una palmada en el aire—. Me meo contigo, de verdad. Pero todo lo que te he dicho va en serio. Yo me olvidaría ya de este asunto y no le daría más vueltas.
—¿Crees que K. R. mató a Antoine porque descubrió todo? —dije en voz muy baja, para que Naira, que canturreaba ladeando la cabeza de un lado a otro mientras pintaba, no me escuchara.
—Estoy casi seguro, Ian. Por eso, dejadlo todo ya. Creo que Eloise tiene la respuesta que buscaba y que no podrán demostrar que su hermano fue asesinado también.
No tenía respuesta para todo eso. Colgué unos segundos después, con una rara sensación en el cuerpo.
—¿Qué pasa, Ian?
—Nada, enana. Cosas mías.
—¿Es por Eloise? ¿De verdad es tu novia? —Me miró con ilusión—. Me parece superguapa. ¿Habla francés?
—Imagino que sí. —Reí ante su entusiasmo—. Aunque reconozco que jamás la he escuchado hacerlo.
—Pero su madre era francesa, así que debe de saber muchísimo. ¿Puedes decirle que me enseñe?
—Lo haré, enana. —Le revolví el pelo y ella se agachó, intentando librarse de mí—. Veo que te gustan las pinturas.
—¡Mucho! Quiero aprender a dibujar tan bien como tú. Pero voy a empezar con los lápices y luego ya probaré otras pinturas.
—Me parece una idea genial. Hay que ir poco a poco. —Su sonrisa me llenó de calidez—. Si quieres, puedo ayudarte algún día.
Naira saltó entusiasmada, me dio un abrazo muy fuerte, mientras no paraba de repetir que sí. Cuando se separó de mí, me miró con severidad.
—Pero antes habla con Eloise y cuéntale todo lo que te hayan dicho por teléfono ahora.
—¿Has estado escuchando?
—No lo he hecho adrede… —Se puso como un tomate en un microsegundo—. Pero parece importante.
La miré algo sorprendido. Mi hermana estaba creciendo más rápido de lo que pensaba.
En cuanto volvió a sus pinturas, descolgué de nuevo el teléfono y marqué el número de Eloise.
***
Aquella noche, la luna era apenas un foco de luz clara en el cielo, difuminado por las nubes que lo cubrían por entero. Su tonalidad, que parecía marrón en contraste con la oscuridad del cielo, presagiaba una tormenta de verano.
La brisa del día se había convertido en unos vientos suaves que soplaban con cierta intensidad hacia el mar. Era un aire más frío, que provocaba escalofríos al contacto con mi piel.
No había casi nadie por la calle, ni por el paseo, así que me quité las zapatillas y comencé a caminar por la arena, ahora helada, hasta las rocas que había al lado de la cueva. Allí encontré una figura, de pie, con los brazos cruzados.
Eloise se encogía dentro de una cazadora vaquera, que era varias tallas más grande. Se había recogido el pelo a la altura de las orejas. Se giró en cuanto me oyó llegar.
—Eloise…
—¿Qué te ha dicho?
Le conté toda nuestra conversación.
—K. R. vive en nuestro pueblo.
Sus ojos emitieron un brillo amenazador, que refulgió en las sombras de su rostro.
—Por eso Antoine se obsesionó tanto.
—Pero ¿cómo lo supo?
—Ató cabos, escuchó algo… Es posible que viera alguna noticia más que han robado. —Su voz tenía una dureza devastadora.
—¿Crees que K. R. realmente es un asesino?
—Sí. Y mató a Antoine para que no hablara.
—Pero no tiene sentido. Ya se habían publicado varias noticias donde se comentaba el asesinato de Helmuth —contesté, pues estaba cada vez más confuso.
—Entonces comprendió, descubrió o llegó a la conclusión de que el único que podría haberlo matado era K. R., por algún motivo. —Su rostro contraído estaba lleno de preguntas, de dolor y de impotencia—. ¿Y si Antoine descubrió quién era él antes?
—Si lo hubiera hecho, y sabiendo cómo era tu hermano, seguramente fue a hablar con él.
—Bueno, estamos suponiendo que K. R. es un hombre todo el tiempo. ¿Y si, además, fuera una mujer?
—Estamos suponiendo demasiadas cosas, Eloise. —Puse mis manos sobre sus brazos, noté cómo temblaba bajo la cazadora—. Porque no tenemos modo de saber qué ocurrió realmente.
Un par de gotas diminutas, muy frías, cayeron sobre mi rostro. Ambos miramos hacia arriba y observamos por un momento aquellos nubarrones, que se movían y arremolinaban con suavidad, contrayéndose. El cielo iba transformándose con ellas, volviéndose más opaco y denso a cada segundo.
Más gotitas cayeron sobre nosotros. Eloise volvió a bajar la mirada. La imité y me perdí en sus ojos verdes, que resaltaban en la oscuridad de la noche. El mar rugía con fuerza a nuestro alrededor; parecía inundarlo todo. Encima, debajo, a nuestro lado, entre nosotros.
En nuestro interior.
Un lejano trueno se unió al sonido del agua y el fuego de Eloise se encendió de nuevo en su mirada.
Comprendí qué era lo que pasaba por su cabeza.
—A no ser que encontremos nosotros también a K. R. Entonces sabremos qué sucedió.
Quise decirle que no. Que no podríamos hacer eso y que, en cierto modo, sospechaba que nos pondríamos en peligro, como nos advertía Gael. Si realmente K. R. era un (o una) nazi despiadado, no dudaría tampoco en hacernos desaparecer como habría hecho con Antoine. Aunque entonces se dispararían las alarmas. Había personas que estaban al tanto de nuestra investigación.
Eloise volvió a cruzarse de brazos, en un vago intento de protegerse de la tormenta que se cernía sobre nosotros. Miró al mar, sin verlo.
La lluvia comenzó a ganar intensidad.
Me situé delante de ella. Tenía el rostro húmedo, la mirada ausente y cristalina. Entendí que el agua de sus mejillas, que diluía sus pequeñas pecas, no era solo lluvia.
—Tendremos que ir con cuidado. Seguramente ya sabe que hemos estado investigando.
Siguió sin mirarme, como si no estuviera allí.
—Mató a Antoine…
Hizo un puchero con la boca, noté su cuerpo sacudirse y, como sincronizada con otro trueno que se hizo notar más cerca, rompió a llorar. Las lágrimas se mezclaban con las gotas de lluvia, que en ese momento habían perdido toda contención. Su cabello se pegaba a su cara, empapado.
La abracé.
Tembló bajo mis brazos, con más intensidad que aquel lejano día en la roca. La sostuve con más fuerza, su cabeza en el hueco entre mi cuello y mi hombro.
Notaba el agua empapando mi ropa y mi pelo y circulando entre nosotros, como ríos que diluían la tensión y la rabia que habían contenido el cuerpo y el alma de Eloise durante tanto tiempo.
Estaba cerca de conocer lo que había ocurrido realmente con su hermano. Pero tenía miedo.
Los temblores de su cuerpo se hicieron menos intensos y los sollozos, más espaciados. Aproveché entonces para separar su rostro de mi cuerpo con suavidad. Lo sostuve entre mis manos, con una seguridad y firmeza que no sabía que tenía. Fijé mis pupilas en las suyas. Incluso en un momento de tanta vulnerabilidad, me di cuenta de que Eloise demostraba más entereza que cualquiera que hubiera conocido. El llanto solo había sido para ella una forma de limpiarse, de dejar ir toda aquella ansiedad que había conocido desde la muerte de Antoine. Pero no demostraba debilidad, sino todo lo contrario. Sabía que soportaría cualquier peso, sin dejar apagar las hogueras que había en esa mirada desafiante.
Yo solo quería aliviar la carga. Ayudarla a entender que no tendría que aguantar todo ella sola.
Finalmente me miró, sorbiendo un poco con la nariz, ligeramente avergonzada.
—Aunque nos metamos en un problema grave, lo haremos juntos, ¿vale? —Asintió, rozando sus mejillas contra las palmas de mis manos—. Sé que lo necesitas. Sé que sientes que se lo debes a Antoine. No pretendo quitarte nada de eso. Pero no quiero que te pongas en peligro.
Nos quedamos así unos minutos, mirándonos como si no existiera nada a nuestro alrededor. Empezaba a acostumbrarme a esa sensación cuando estaba con ella.
No dije nada, pero me miró con los ojos muy abiertos, sin moverse del sitio. Sus pupilas me dedicaron una intensidad renovada, distinta, que me desarmó y respondió a mi confesión velada. Una sonrisa bañada en sal y lluvia me lo confirmó.
Quería recordar esa sonrisa siempre. Atesorar ese instante en mi memoria, un cuadro que repetiría en varias ocasiones y que incluso pudiera plasmar en un papel.
Me di cuenta de que todos mis recuerdos más importantes tenían el mismo fondo. Una playa sin nombre en un pueblo olvidado por muchos, donde incluso las tormentas de verano tenían un olor distinto. Donde el mar hablaba con otra voz y la brisa nos devolvía la calma que, sin quererlo, buscábamos en nuestro interior.
No había nada como eso en Madrid.
«Para mí significa todo», había dicho Eloise. «Esta playa, este océano… Me lo han dado y quitado todo. Es mi vida».
Había tardado en darme cuenta, pero sentía que también era la mía.
***
Un rato después, la tormenta había ganado gran intensidad de forma repentina y, cuando quisimos darnos cuenta, ya estábamos empapados y tiritábamos de frío. Estábamos caminando hacia el paseo, cuando vimos a dos siluetas acercándose hacia nosotros en sentido contrario. Protegidos con dos impermeables y la capucha calada hasta los ojos, caminaban luchando contra el viento y la lluvia. Al detenerse, a pocos pasos de nosotros, reconocí la figura de Gael.
—¿Están locos o qué? —gruñó por encima del ruido del mar y los truenos.
—Vamos, los dos... —Su acompañante era el propio Luis—. Tienen a sus padres preocupados.
Nos dieron dos chubasqueros, que nos pusimos rápidamente. A pesar de que ya estábamos empapados, el material de aquellos abrigos nos ayudó relativamente a mantener el calor. Nos cubrieron con sus brazos y nos escoltaron fuera de la playa hasta el coche que había conducido Gael aquel día. Nos metieron precipitadamente en los asientos traseros y, cuando Luis y Gael entraron, se quitaron los chubasqueros.
—Chicos, tienen que dejar de hacer estas cosas. —Luis se giró desde el asiento del conductor—. Llevan unas semanas asustando a todo el mundo, sin decir adónde van ni nada.
Lo miramos en silencio.
—Y hoy ha sido… Eloise, tu padre está bastante nervioso. Más aún que el otro día. Con la tormenta y todo…
—No es para tanto, esta tormenta no nos va a dejar incomunicados.
—Claro que no, y durará poco. Pero tu padre se ha temido lo peor. Los truenos han despertado todos sus miedos. —La miró fijamente y noté a Eloise encogerse en su asiento. No de frío, precisamente.
—Vamos a llevarlos a casa, papá, que están congelados. —Gael cortó el silencio intentando sonar despreocupado, pero comprendí que estaba más enfadado que nunca.
Luis se giró, arrancó el motor y encendió los limpiaparabrisas. Con un rugido, el coche se puso en marcha subiendo la calle.
Se dirigió primero a la casa de Eloise. Las luces de la planta baja estaban encendidas y la puerta se abrió en cuanto el coche se detuvo justo enfrente. Salimos los cuatro, con Luis detrás de nosotros, y entramos en la casa.
Zacarías estaba deshecho, con el rostro desencajado y los ojos rojos e hinchados. Abrazó a Eloise, llorando.
—Lo siento, papá.
Él negó con la cabeza, aliviado.