CAPÍTULO 1
IAN

El vuelo Madrid-Las Palmas llegó con un retraso de casi una hora, pero, por lo que a mí respectaba, podría haberme quedado en la capital. No estaba seguro de querer enfrentarme de nuevo a todo lo que había dejado atrás, hacía ya casi un año.

Sabía que contaba con el apoyo de mis padres, los cuales siempre habían hecho grandes esfuerzos para que tanto mi hermana como yo tuviéramos la oportunidad de elegir dónde queríamos estudiar. Así que, en cuanto acabé la Selectividad y fui aceptado en la Universidad Complutense de Madrid, no lo pensé. Decidí entonces huir de la isla que me había visto nacer y crecer, quizá de una forma un tanto egoísta, puesto que lo único que tenía en mente entonces era dejar la vida rural que había conocido en el pueblo donde me crie.

Aunque no nos conocíamos todos (no era un pueblo tan pequeño), no era raro encontrarse con alguien que se parara a hablar conmigo al menos quince minutos porque era un familiar, vecino o compañero de clase. Era un pequeño defecto que encontraba a la vida rural y que había terminado por aburrirme. Sin embargo, el anonimato de la capital era otra cosa. Tenía un encanto para mí desconocido y perturbador, tanto que, durante el primer mes viviendo en la residencia de estudiantes, me giraba constantemente cuando salía a la calle, esperando que alguien se me acercara para contarme historias sobre su hijo, sobrino o qué comida prefería su perro. Me sentía francamente estúpido y continuamente tenía que hacer el esfuerzo por recordarme que aquel era otro ambiente, otro lugar y, por supuesto, que tenía otras historias. No fue difícil acostumbrarme cuando conseguí aceptar que mis horizontes se habían expandido. Lo único que había echado realmente en falta, al menos conscientemente, era la playa. Nada se comparaba con la sensación de la arena entre los pies, el olor a salitre y pescado del puerto. Sentir que no hacía nada, pero que no estaba perdiendo el tiempo si me quedaba horas sentado en la playa, mirando al horizonte y pensando en mis cosas.

Suspiré y un pequeño círculo de vapor empañó el cristal de la ventana. Pensé en lo rápido que había pasado aquel año y en que estaba deseando tomar otro avión de vuelta.

La mujer que estaba sentada a mi lado, y cuyo marido roncaba suavemente desde que habíamos despegado, en el asiento más cercano al pasillo, me miró con cariño, malinterpretando mi gesto.

—Falta poco para aterrizar. No te preocupes. —Sonrió, con los ojos iluminados. Asentí en silencio, devolviéndole una discreta sonrisa, y me giré hacia la ventana de nuevo.

Apenas me fijé en el resto de pasajeros, tan absorto como estaba en mis pensamientos. Pero cuando descendimos del avión, me inundaron mil recuerdos de la infancia, con aroma a mar y envueltos en la calma del mediodía. No solo memorias lejanas, también algunos detalles del año anterior, como cuando subí a una de estas máquinas voladoras por primera vez. Cuando dejé atrás mi pequeña y querida isla, mi universo durante dieciocho años, que de repente se me antojaba demasiado reducido. Asfixiante. Creo que hasta llegué a sentirme un poco mareado en ese instante. Un hondo suspiro me devolvió al presente, al momento en que aquella mujer daba un golpecito en el hombro de su marido, para que despertara, mientras todos los pasajeros se levantaban y tomaban su equipaje de mano. Con lentitud, intentando alargar aquel momento que se produciría de todas formas, entré en la pasarela de embarque que conectaba el avión con el aeropuerto, con la mochila al hombro. Listo para enfrentarme al reto que suponía volver a casa y abrumado ante la perspectiva de pasar un verano aburrido y sin mis amigos, que estaban dispersos por varios puntos del país.

Tardamos casi dos horas en recuperar nuestro equipaje, al que todos esperábamos entre resignados y molestos. La mujer de antes hablaba continuamente junto a su marido somnoliento, que hacía todo el esfuerzo del mundo por escucharla, pero cuyos ojos no podían evitar cerrarse de cansancio. Sonreí esta vez sin darme cuenta. La mujer pareció percatarse de ello y me saludó desde los asientos donde se encontraban, agitando la mano con energía. Le devolví el gesto.

Cuando por fin pude tener mi maleta en la mano, salí abrumado hacia la salida, siguiendo al resto de pasajeros. Habían coincidido un par de vuelos, así que el estrecho pasillo se encontraba abarrotado. Muchos hablaban emocionados, en sus ojos se apreciaban miradas ilusionadas y brillantes, y levantaban la vista, intentando encontrar a sus seres queridos entre todos los rostros que esperaban, pacientes, cerca de la salida. Hubo algunos gritos de alegría, abrazos eternos e incluso lágrimas. Parecía que algunas de esas personas llevaban más tiempo que yo fuera y estaban deseando regresar.

Sentí de pronto un nudo en el estómago, un pequeño atisbo de culpabilidad que intenté apaciguar. No quería volver, y sabía lo egoísta que era pensar aquello, cuando mis padres estaban deseando verme y pasar tiempo conmigo. Había hablado por teléfono con ellos con frecuencia y pensaba que eso era suficiente. Pero, aunque no me quedaba más remedio que regresar porque el primer curso de la carrera había finalizado, realmente quería sentir que lo hacía por ellos y por Naira. Así que, si bien estaba agobiado por la cantidad de gente que había a mi alrededor, estiré un poco el cuello y me sorprendí buscando a mis padres, con una ilusión renovada, mientras pensaba en ellos.

Creo que, si tuviera que pararme a hablar de mis padres, podría escribir una enciclopedia y aun así no me quedaría a gusto. Por aquel entonces, con las hormonas en ebullición constante y la acuciante necesidad de sentirme arropado por individuos con menos intereses que una piedra, los cuales decían ser amigos míos, no se me hubiera ocurrido reconocer en voz muy alta que mis padres eran lo más necesario en mi vida. Hubiese podido hacerlo, pero no me daba la gana. Los prejuicios y dilemas juveniles resultan cruciales para conocer, con la experiencia y templanza que solo da el paso de los años, quién ha podido madurar o no al alcanzar cierta edad. Y ojalá todos pudiéramos reconocer con dieciocho años lo que es verdaderamente importante en nuestras vidas. Lo sabemos, y no dejamos de escuchar una vocecilla en nuestro interior que se esfuerza en recordárnoslo también, pero nos guardamos esos pensamientos y sentimientos de cara a los demás. Por el miedo a la humillación, el fracaso o a no sentirnos integrados. Es una fase dura, que por fortuna termina pasando y quedando atrás. Pero no para todos. Hay quienes son incapaces de superar que tienen que vivir, soñar y pensar por y para sí mismos.

Pues bien, aunque aún por entonces decía con la boca pequeña que mis padres eran imprescindibles para mí, cuando los encontré ahí, de pie, buscando entre los rostros de los viajeros y familias mi propia cara, sentí que me inundaba una luz inmensa. Años después sigo guardando ese recuerdo como algo muy preciado, como una imagen animada que se mueve hasta que cruzo mi mirada con dos pares de ojos que me observan con alegría y añoranza, para regresar al instante en el que atravieso la puerta de salida. Reviviéndolo una y otra vez, recordando lo poco que tardaron en encontrarme entre el gentío y cómo corrieron hacia mí en cuanto lo hicieron.

Mi padre, de estatura media y algo rechoncho, fue el primero en estrecharme entre sus brazos. Su carácter emocional e impulsivo le hubiese impedido reaccionar de cualquier otra forma. Sin embargo, mi madre siempre fue más sutil, paciente y serena. Era curioso verlos juntos: generaban un contraste tan armonioso que no podía imaginar a dos personas más perfectas para compartir una vida. Así que cuando mi padre se apartó, algo reticente aún, mi madre se acercó despacio y me estrechó suavemente entre sus brazos.

—Bienvenido a casa otra vez, mi niño —dijo.

Suspiré, vaciando mis pulmones con la tensión que había sentido antes de aquel momento. Al volver a inhalar, me llegó el aroma que desprendía su cabello, un relajante contraste entre vainilla y miel que siempre asocié con ella. Jamás podría olvidarlo. La abracé más fuerte, prolongando el momento, sabiendo que ella, más que nadie, era capaz de entender al hacerlo todas mis dudas y el alivio que suponía volver a verlos. No sabía cómo lo había intuido, pero percibí una sonrisa arrugando sus rasgos y todo el amor con el que me sostenían sus brazos. Cuando nos separamos, mi padre nos volvió a atrapar entre los suyos, diciendo que nos esperaba una espectacular comida en casa que había preparado con Naira.

En ese momento no podía ser más feliz.