CAPÍTULO 14
IAN

Esa semana vivimos en una especie de tensión constante.

Eloise y yo nos veíamos por las tardes, cuando acababa su jornada de trabajo y, tal como habíamos hecho al comienzo del verano, paseábamos por el puerto y la playa.

Pero todo había cambiado mucho.

Ya no caminábamos como dos extraños, con cierta distancia entre nosotros. Esos días, nuestras manos entrelazadas descansaban entre ambos, balanceándose con el ritmo de nuestros pasos acompasados, iluminadas por el sol de la tarde.

Los días se habían hecho ligeramente más cortos. La brisa, cuando bajaba el sol, era un poco más fresca. Algunos veraneantes, aquellos que venían a pasar solo unos días a su pueblo natal, para volver después a sus vidas reales, esas que transcurrían en oficinas y en grandes ciudades, muchas de ellas lejos de la isla, fueron vaciando la playa. Incluso yo notaba que el verano se escapaba lenta e inexorablemente. Sabía que aún me quedaban unas semanas antes de tomar de nuevo un avión a la Península, y, aunque no sabía rezar, hacía algo parecido, intentando que las horas se alargasen. Que aquellos días de sol y Eloise no acabaran nunca.

Decidimos esperar al jueves, el único día de la semana en que la oficina de correos abría por las tardes, de manera que pudiéramos ir juntos. Así que la espera en aquellos tres días nos provocó una gran tensión.

Caminábamos por el pueblo mirando a unos y otros. Buscamos en todos los rostros, como si nos fueran a decir quiénes eran en realidad, qué había detrás de esos ojos cansados o esos andares risueños.

La noche del miércoles, mientras cenábamos, intenté preguntar a mis padres sobre el tema de los extranjeros en la isla.

—La gente está continuamente moviéndose por el globo, Ian. Dependiendo de sus posibilidades, claro, pero si han vivido situaciones de guerra o similares, es más probable que, llegado el momento, decidan abandonar su lugar natal —dijo mi madre, mientras ponía en el centro de la mesa una enorme fuente llena de ensalada.

—Ya, pero yo quiero saber qué hay de los extranjeros de esta isla —contesté—. O de este pueblo.

—¿De este pueblo? —respondió mi padre—. Aquí no querría venir nadie, cariño. No hay grandes oportunidades ni nada interesante.

—¿Y la madre de Eloise?

—Marion tenía familia residiendo aquí. Unos abuelos que fallecieron hace ya mucho tiempo. —La voz de mi madre se suavizó—. Ella continuó viniendo desde entonces, todos los veranos. Ya había conocido a Zacarías, el padre de Eloise.

—No sabía que eran amigas.

—No exactamente, pero nos tratábamos. Después, como le conté a Eloise, trabajamos juntas en el colegio.

—Bueno, pero ahí tienes a una extranjera que finalmente decidió quedarse en el pueblo. —Miré a mi padre—. ¿No tenías compañeros de otros países?

—Claro que hay casos, pero no muchos. —Se encogió de hombros—. Sorin y Dragos, sí. Vinieron de Rumanía hace casi veinte años. Todavía no les ha desaparecido el acento, es increíble.

—Ahora que recuerdo… —dijo mi madre de pronto—. La abuela de Luis era francesa también.

—¿En serio? —Estaba atónito—. Gael jamás me ha comentado nada.

—Oh, y los señores esos que viven al lado de Andrea —contestó Naira, orgullosa de participar en la conversación—. Creo que son de Alemania.

Me giré tan bruscamente hacia ella que retrocedió un poco, asustada. Recordé el recelo de las miradas de los vecinos de Gael, con los que no me había cruzado mucho aquel verano, para mi tranquilidad. Me inquietaban sus miradas y sus silencios, a pesar de que mi amigo siempre los hubiera defendido como personas amables y educadas. Un escalofrío me recorrió la columna y miré hacia el salón, como si sintiera su presencia a través de las paredes de la casa.

—¿Son alemanes? ¿Cómo lo sabes?

—Sí… —Naira puso ojos de cervatillo, pensando quizá que iba a regañarla—. Un día que fui a la pastelería de Conrado con mamá.

—Oh, cierto —respondió la aludida—. Bárbara comentó algo de los dulces. Dijo que solo compraba los de Conrado porque eran los más parecidos a los que encontraba en Alemania. Aunque no se pudieran comparar.

—¿Cuántos años llevan viviendo aquí? —pregunté, algo nervioso.

—Unos cuantos… ¿Quince? —dijo mi madre—. No lo sé bien, la verdad. De vez en cuando van y vienen a visitar a su familia, que sigue allí. ¿Por qué quieres saberlo?

Me fijé en que mis padres y Naira me observaban con curiosidad e interés, incluso con gravedad. Intenté relajarme en la silla, reclinarme un poco en una actitud que fingía ser desinteresada y que no convenció a nadie.

—No, nada. Curiosidad. —Cogí el tenedor y comencé a cortar el filete que había preparado mi madre—. El otro día estuvimos hablando de los turistas y de los que al final decidían quedarse a vivir aquí.

Intenté tomar también unas pocas patatas que acompañaban el plato principal, una receta de mi madre que preparaba con una salsa especial, también disimulando. Mi madre me miró de reojo, y noté que quería preguntarme algo más.

—Mamá, ¡esto está riquísimo! —exclamó Naira, cambiando rotundamente de tema—. ¿Te vas a presentar al concurso culinario?

—¿Qué concurso?

—Este año están organizando un concurso culinario en Las Palmas, para celebrar el final del verano —contestó mi padre y después se giró hacia mi madre, engullendo las patatas con entusiasmo—. ¡Cierto! ¿Has pensado en participar, Vicky?

—¡Claro que no! Son solo patatas —respondió mi madre, riendo.

—Yo creo que deberías inscribirte —replicó Naira.

—¡Sí! Nosotros te ayudamos a prepararlo todo —dije.

—Nada, no tengo nada que hacer contra otras recetas más elaboradas. —Suspiró mi madre—. Y menos como se presente Conrado.

—¿También permiten participar con dulces?

—No, qué va. Solo platos principales, nada de postres. Además, Conrado hace recetas de todo tipo.

—Cierto. —Mi padre habló con la boca llena de comida, que tragó de golpe cuando mi hermana lo fulminó con la mirada. A veces tenía ella más claras las normas de casa—. Hace unos años se celebró el mismo concurso y participó con un plato rarísimo. Al parecer, dejó a todo el mundo con la boca abierta.

—Y salió hasta en el periódico.

Había oído, o más bien leído, algo así.

—Lo mejor fue cuando la gente se le acercó al día siguiente, para preguntar a ese viejo demonio por la receta. —Rio mi padre.

—Conrado no confesaría algo así a nadie —concedió mi madre.

—¿Qué cocinó para el concurso?

Mi pregunta había roto la alegría con la que hablaban los dos. Mantuve mi atención fija en el plato, intentando no expresar con mucha claridad el torbellino de pensamientos que recorrían cada rincón de mi mente en esos momentos.

—Era una especie de salchichas, pero tenían un nombre muy raro. —Mi madre contestó al cabo de unos segundos, cogiendo una porción de tomate con su tenedor.

—En cualquier caso, estaban exquisitas. —Rio mi padre—. Nunca había probado algo así.

Una noticia sobre un concurso, sobre una persona bien acogida entre sus vecinos, que no sospechaban nada de su pasado. A los que había conseguido ganarse a pesar de todo.

Bratwurst. Conrado cocinó Bratwurst.