—Ian llamó anoche.
Mi padre llevaba toda la semana despertándose conmigo, a pesar de que tuviera que madrugar mucho. Todos los días, sin falta, me preparaba el desayuno y se quedaba unos minutos hablando a mi lado. Estábamos mejorando los dos, pero aún no tenía fuerzas para explicarle todo lo que había descubierto sobre Antoine porque sabía que volvería a preocuparse. Cuando encontráramos a K. R., entonces le contaría absolutamente todo. Desde el principio.
—¿Cuándo? No escuché el teléfono —contesté, mientras tomaba las tostadas que acababa de preparar.
—No, te habías encerrado en tu cuarto y pensé que estarías dormida. —Sonrió como disculpándose—. Serían las once y media o algo así… Sonaba preocupado.
—¿Y eso? ¿Te dijo algo? —Sentí una pequeña alarma encenderse en mi mente.
—No, no me dijo nada. Pero me pidió que te dijera que lo llamaras en cuanto pudieras. Que era urgente.
No creía que Ian se hubiera puesto así por nada y las palabras de mi padre consiguieron inquietarme bastante. Sin darme cuenta, había agachado la cabeza, pensando en ello, ignorando el desayuno. El contacto de mi padre, que empezó a acariciarme el brazo, me devolvió al presente.
—Seguro que no es nada, mi niña. —Sonrió, intentando calmarme. Últimamente lo hacía más—. ¿Te gusta?
—¿El qué?
—Ian. Parece un buen chico.
—Lo es. —Noté cómo me ponía un poco más roja que de costumbre.
—Me alegro de que lo hayas conocido este verano.
—Yo también —sonreí—. Su madre, Victoria, era compañera de trabajo de mamá.
—La recuerdo.
—Cada vez me cuesta más acordarme de algunos detalles de mamá —confesé, bajando la voz, como si temiera que mi madre pudiera escucharme.
—Eras muy pequeña, Eloise. Es normal. —Mi padre me dio un pequeño apretón en el brazo, un gesto reconfortante que me resultó muy agradable—. Aunque gracias a ella aprendiste francés mejor que nadie.
Los dos reímos ante eso. Pasamos el desayuno hablando de mi madre, disfrutando de las tostadas y la mermelada, aunque después tuve que pedalear más rápido que nunca porque había salido tarde de casa. La energía y las letras pegadizas de Bon Jovi repiqueteaban en mis oídos.
***
Cuando llegué a la pastelería, el cierre estaba medio echado. Conrado enarcó una ceja cuando me vio entrar con las mejillas enrojecidas del esfuerzo y el pelo revuelto por el aire. Martín me miró unos segundos e hizo un gesto con la mano que, en su idioma, debía de ser algo así como un saludo.
—Me extrañaba que no estuvieras en la puerta —me dijo Conrado, burlón.
A pesar de aquellos días en los que encontré el diario y fuimos a la biblioteca, siempre era la primera en llegar. Era cierto lo que le había dicho hacía unos días. El trabajo me gustaba y me había ayudado a focalizar lo que quería ser en el futuro. Solo que ahora no tenía tiempo de pensar en ello. Mi prioridad, me obligué a recordarme, era encontrar al asesino de mi hermano. Después podría sentarme y ser sincera conmigo misma.
—Me entretuve en el desayuno con mi padre.
—Me alegra saber que están mejor. —Conrado me sonrió con una amabilidad sincera, se echó el trapo de cocina al hombro y dio una palmada con sus fuertes y estropeadas manos, acostumbradas a trabajar a diario. Sus ojos azules brillaron con energía—. Y me alegra saber que mis dos empleados vienen de tan buen humor hoy. ¡A trabajar!
En dos minutos, nos había organizado la jornada. Como siempre, había elaborado una lista de tareas que dejó bien a la vista, en un tablón de corcho.
La mañana se me pasó en un suspiro. No paramos ni un momento. Llegaron numerosos clientes a comprar mil versiones distintas de pan, dulces y tartas. Algunos se quedaron en las pocas mesas que había en el local, tomando algo para desayunar. El teléfono sonó un par de veces, pero no tuvimos ocasión de descolgar y atender las llamadas, de la cantidad de trabajo que teníamos.
Estaba tan enfrascada en mis tareas que olvidé por completo pedir permiso para llamar a Ian.
Por la tarde me tocó atender a los clientes en el mostrador con Conrado, mientras Martín terminaba de hacer los últimos preparativos para el día siguiente, así como recoger el obrador.
Entre los dos preparábamos los pedidos, escuchábamos a los clientes e, incluso, Conrado les daba un poco de conversación, con su tono burlón pero respetuoso que todos conocíamos ya.
Cuando le llegó el turno a Rosa, una mujer parlanchina y dispuesta a meterse en todos los cotilleos posibles, respiré hondo. A veces conseguía sacarme un poco de mis casillas.
—Bueno, bueno. Hoy tiene aquí a la jovencita ayudándole —saludó, con su voz estridente. Sus rizos elaborados no se movieron del sitio. Comencé a hacer cálculos de la cantidad de dinero en laca que gastaría al mes—. Muy bien, muy bien.
—Sí, hoy le ha tocado a ella. —Sonrió Conrado de medio lado—. ¿Qué le pongo, Rosa?
—Quiero media bandejita de esas magdalenas de cacao que tanto me gustan, una barra de pan normal y… —Paseó la mirada por el local.
Había que reconocerle que, a pesar de ser una mujer agotadora, amaba aquella pastelería como la que más. Al menos una vez por semana se llevaba alguna de sus combinaciones de bollería y pan, y probaba alguna cosa nueva. Me volví para empezar a preparar todo lo que había pedido en las bandejas de cartón.
—Un par de bollitos de crema. —Seguí su dedo con la mirada—. Sí, esos, niña.
—¿Solo quiere dos? —respondí con mi mejor sonrisa.
—Bueno… Tengo a los demonios de mis nietos en casa. Ponme cuatro mejor, sí.
—¡Hecho! —Me giré de nuevo y empecé a coger los dulces con energía.
—Ay, Conrado. —Suspiró Rosa a mis espaldas—. No sé qué haría yo sin su pastelería. ¡Este lugar me da la vida!
—No hace falta que lo jure, Rosa. —Sentí su sonrisa pícara y reí para mí—. Pero me alegra saber que este lugar da tantas alegrías a otras personas como me las da a mí.
—Ni lo dudes. Desde el momento en que llegó a este pueblo, nos llenó de alegría a todos.
Agudicé el oído. Conrado se quedó callado unos instantes.
—No sabe cómo le agradezco que me tenga en tanta estima —respondió después de unos segundos de silencio. Seguí cogiendo los pastelitos y me giré triunfante, con las bandejas de cartón llenas de los dulces para Rosa.
—Nada, nada —respondió, con esa energía suya—. Lo único que echo de menos es ese acento suyo… Una lástima que lo perdiera.
Conrado la miró en silencio. Empezó a envolver y anudar los paquetes, mientras yo atendía a otro cliente que acababa de entrar en el local. Era un hombrecillo mayor, muy amable, que no dejó de parlotear al tiempo que lo hacía Rosa. Me contó que vivía en el pueblo de al lado, pero que a veces venía a la pastelería. Me habló de sus nietos, que volvían a su hogar después de haber pasado el verano en la isla. Se le veía emocionado y me sentí fatal por no prestarle más atención, pero había algo en la conversación entre Rosa y Conrado que hizo que estuviera más tensa de lo normal.
—Menos mal que tenía a Clara para que le ayudase con todo lo que no entendía.
Terminé de coger todas las pastas que había pedido el hombre. Al parecer, tenía una nieta de mi edad.
—Sí, me ayudó mucho entonces. —Le tendió los paquetes envueltos en papel amarillo limón, con el icono de la pastelería estampado como motivo por toda la superficie—. Aquí tiene, Rosa.
Envolví el paquete con el llamativo papel, sin fijarme mucho en lo que hacía.
—Imagino que debió de ser duro dejar toda la familia atrás, después de la guerra y todo… —Rosa negó con la cabeza, consternada.
Terminé de cobrar al hombre, que se despidió con una sonrisa amable.
—¿Cuánto le debo? —La voz de Rosa sonó estridente, irrumpiendo en mis pensamientos.
Conrado respondió con la cantidad exacta, que Rosa le tendió alegremente, contando las monedas.
Escuchaba sus voces lejanas. Mis manos empezaron a temblar, fingí estar entretenida, colocando unas magdalenas que había en la cristalera al lado del mostrador.
Aunque ya estaban perfectamente alineadas.
—Hasta luego, Eloise —se despidió la mujer, moviendo sus rizos con altanería—. Hasta luego, Conrado. No pierda nunca esa galantería europea.
Conrado le dedicó una de sus sonrisas burlonas de medio lado.
O al menos eso creía, porque no lo estaba mirando.
Mis ojos estaban fijos en el papel amarillo limón que envolvía los pedidos de Rosa. Hasta ese momento, no había prestado atención al emblemático icono de la pastelería, que también adornaba nuestros delantales. Un pequeño detalle que, de pronto, había adquirido el tamaño y la consistencia de un golpe en pleno estómago. Diminutas «k» de color verde oscuro se repetían sobre el fondo amarillo.