CAPÍTULO 16
IAN

Eloise no me había llamado en toda la mañana y nadie había respondido al teléfono en la pastelería.

Media hora antes de que saliera ya estaba subiendo la calle hacia el local, cuya fachada verde parecía reírse de mí. Era la misma, estaba como siempre.

Y, sin embargo, todo había cambiado.

Al llegar a la puerta, un hombrecillo pequeño salió sonriente. Unos segundos después, Rosa salió resuelta, pisando energéticamente con sus andares decididos.

—¡Ian! Querido, ¿cómo están tus abuelos y tus padres?

—Bien, Rosa, gracias por preguntar —respondí, caminando deprisa para que entendiera que no podía pararme.

—Me alegro, mi niño. ¿Les mandas saludos de mi parte?

—Claro, lo haré.

Dejé a la mujer con la boca abierta, dispuesta a añadir algo más. Con el rabillo del ojo vi cómo hacía algún aspaviento, posiblemente acompañado de algún comentario despectivo dedicado a todos los jóvenes del mundo.

El interior del local se veía oscuro, aunque notaba algunas figuras moverse. Entré temblando como un flan y aquel agradable sonido de campanitas metálicas me dio la bienvenida.

Solo que, por primera vez en toda mi vida, su repiqueteo sonó estridente en mis oídos.

Conrado estaba atendiendo a una pareja joven, mientras que Eloise estaba cogiendo en ese momento una bandeja llena de pastas que le daba Martín. Cuando se volvió sobre sus talones, antes de que me viera, me di cuenta de que algo no iba bien.

Levantó la cabeza y sus ojos se agrandaron, y vi la preocupación inundándolos. Discretamente, movió sus pupilas hacia Conrado.

Lo sabía.

—Buenas tardes, Ian —saludó el hombre, risueño, como si no fuera consciente de que había dos personas en aquella sala que supieran sus secretos—. ¿Vas a querer algo?

No contesté, parado en el sitio como estaba. Unas gotitas de sudor frío me recorrían la espalda cuando lo miré directamente a sus ojos azules.

—Oh, perdona. —Se giró hacia Eloise, sonriendo como de costumbre. Ella se incorporó, con movimientos rígidos—. Puedes salir ya, si quieres. Avisa a Martín también.

Eloise asintió y desapareció precipitadamente en el obrador. Conrado le dirigió una mirada de extrañeza, se encogió de hombros y siguió hablando con la pareja, a la que casi había terminado de atender.

A los pocos segundos, Eloise salió del obrador, seguida de Martín. Me tomó del brazo y casi me empujó fuera del local, calle abajo.

Noté cómo Conrado se quedaba quieto, justo detrás de nosotros, cuando salimos rápidamente de la pastelería sin despedirnos siquiera.

—Ian…

—Eloise, lo sé. Lo sé todo.

Me miró con una expresión entre triste y enfadada. Más enfadada que nunca, de hecho. Noté que estaba tensa y la chispa de sus ojos se había multiplicado en cientos de ellas, todas brillando con ferocidad. Sentí miles de palabras arremolinándose en su boca, chocando contra sus dientes sin saber cómo transformarlas en algo que pudiera entender.

—¿Cómo?

—El concurso de cocina de Las Palmas. —Tomé sus manos—. ¿Y tú?

—Rosa.

Nos pusimos al día, contándonos atropelladamente todo lo que habíamos descubierto por casualidad.

—He estado trabajando para el asesino de mi hermano, Ian. —Resopló con las mejillas coloradas—. No me lo puedo creer.

—Pero tampoco te ha hecho nada —repliqué—. Seguramente ni sepa que hemos estado investigando un poco.

—¿Cómo que no? —respondió enfurecida, mientras las chispas se convirtieron en llamas—. Me estuvo preguntando. Ya se habría mosqueado por algo y decidió seguirnos. Recuerda que faltaban los periódicos.

—¿Y cuándo pudo ir? Se pasa el día trabajando en la pastelería.

—No lo sé, Ian. Quizá fue alguien en su lugar. —Me miró, consternada—. No tengo ni idea de qué ha podido pasar. Y no sé qué hacer ahora.

—Lo que habíamos hablado: denunciarle —repliqué con más dureza de la que me creía capaz—. Al menos, la policía lo investigará.

Eloise dudó.

—Lo sé, pero es Conrado…

Eloise se sentó en el bordillo de la acera, con las piernas dobladas y las rodillas rozando su pecho. Apoyó la cabeza en ellas y las rodeó con sus brazos. Estaba tremendamente agotada.

—De verdad que sigo sin creerlo. Estaba delante de mí. Todo el tiempo.

Me senté a su lado, con las manos apoyadas en la acera. Miré hacia arriba, sin saber muy bien qué hacer o en qué pensar.

—Deberíamos irnos de aquí… —dije con suavidad, mientras Eloise asentía un poco—. Y pensar bien qué vamos a hacer ahora.

La acompañé hasta su bicicleta que, como siempre, tenía encadenada enfrente de la pastelería. Eloise se dio prisa en abrir el candado y liberarla, mientras que, recelosos, observamos hacia el interior del local. No intercambiamos ni una sola palabra. Conrado había encendido las luces, pero no se le veía por ningún lado; debía de estar en el obrador.

—Ian, debemos denunciarlo —dijo finalmente Eloise—. Lo sé. Pero Conrado…

Miró de reojo a la pastelería. Comprendía que aquel lugar había sido para ella un refugio, tanto como lo había sido la playa.

—Conrado ha sido otro padre para mí. Nos conocía desde que nacimos, tanto a Antoine como a mí. —Sacudió la cabeza, algunos mechones finos de cabello cayeron sobre su rostro, los cuales apartó bruscamente—. Me cuesta pensar que es su asesino.

—Podríamos intentar hablar con él. Quizá es lo que hizo Antoine antes de…

—¿Hablar con quién?

Nos quedamos paralizados. Habíamos estado tan absortos en nuestra conversación que no habíamos escuchado abrirse la puerta de la pastelería. El eco de las campanitas seguía escuchándose cuando nos volvimos hacia la voz y vi el terror dibujado en los rasgos de Eloise.

Conrado tenía los brazos en jarras, aunque los cruzó ante nuestras atemorizadas miradas.

Bastó un breve vistazo por su parte para darse cuenta de lo que sucedía. Lo comprendí en cuanto su mirada se endureció, suspiró pesadamente y las arrugas de su rostro parecieron hacerse más profundas. Como si le hubieran caído todos aquellos años de golpe.

—Creo que sí debemos hablar —dijo con voz severa, mirando a Eloise atentamente, con gravedad—. Pueden venir a cenar esta noche; Clara prepara comida para un regimiento. Le gustará tener visita.

Apesadumbrado, como si quisiera añadir algo más sin encontrar las palabras para ello, volvió al interior de la pastelería.

 

***

 

Dudaba de que aquello hubiera sido una buena idea.

Por más que lo pensara, seguía sin tener muy claro por qué estábamos ahí, de pie. Delante de una casita muy parecida a la de Eloise, en el extremo opuesto del pueblo. Habíamos caminado pasando el puerto y nos encontrábamos en el que debía de ser uno de los puntos más elevados de la bahía, prácticamente encima del acantilado del extremo más occidental de la playa.

Casi podíamos escuchar el mar rugir contra la pared rocosa, con furia. Se había levantado un viento un poco más fuerte y fresco del que estábamos acostumbrados a tener en la isla, que arañaba nuestras mejillas con diminutos granos de arena y sal.

Sentí a Eloise estremecerse.

Había caminado, a mi lado, sin decir ni una palabra. Como siempre, no tenía idea de qué se le pasaba por la cabeza en esos momentos, pero intuía que ni ella misma lo sabía. Debía de sentir las emociones bullendo con fuerza y desesperación, buscando un canal por donde pudiera dejarlas pasar, sin romperse en el proceso.

Sus mejillas estaban pálidas. Sus manos, frías.

Llamamos al timbre, que emitió un suave sonido de campanas, similar al de la pastelería. El color de la puerta y las contraventanas era un amarillo intenso. Brillaba con cierta alegría, parecía haber atrapado los últimos rayos de sol que empezaban a desaparecer por la costa.

Después de unos segundos que se hicieron eternos, la puerta se abrió, dejando un rectángulo de luz cálida. La silueta de una mujer un poco rechoncha, con una melena corta y gafas de montura gruesa, se recortó frente a la luz.

—Hola, chicos, pasen —nos dijo en un tono amable, sonriendo con calidez, mientras abría la puerta lo suficiente para dejarnos entrar.

La casa era sorprendentemente acogedora, con paredes pintadas en tonos claros y algunas estaban empapeladas con buen gusto. Los muebles, un poco anticuados, parecían cuidadosamente escogidos para cada rincón. Un delicioso olor a comida recién hecha inundó nuestros sentidos.

En algunas baldas se acumulaban marcos llenos de fotografías, la mayor parte en blanco y negro. Eran pequeñas ventanas a otros años, algunos muy lejanos. Unas cuantas de esas fotografías mostraban un color desvaído, en ellas aparecía un Conrado mucho más joven con los que debían de ser sus dos hijos. Los miraba con devoción en cada imagen, al igual que a Clara. Un retrato de su boda era el claro ejemplo de aquel amor que se dejaba traslucir. En él, los recién casados iban vestidos adecuadamente, aunque de forma humilde y sencilla. Sin embargo, se miraban sonriendo y ninguno atendía a la cámara o al fotógrafo.

Me acerqué con curiosidad a uno de los retratos que había en el borde de aquel mueble. Era una foto pequeña y muy gastada, en la que dos adolescentes dirigían su atención al objetivo, intentando aparentar una seriedad que, seguramente, no sentían.

—¿Les gustan las patatas asadas? —preguntó la voz de Conrado, a nuestras espaldas.

Me giré como un resorte. Eloise se había quedado quieta a mi lado, observando las fotografías desde más distancia, pero no hizo ningún movimiento.

—Sí, gracias.

—Aún es pronto para cenar, de todas formas. —Hizo un gesto con la mano, invitándonos a sentarnos en los sillones—. ¿Les apetece que hablemos un poco?

No dejó de mirar a Eloise ni un momento. Esta asintió y los dos nos sentamos enfrente de Conrado. Clara se acercó con una bandeja con té, leche, Cola Cao y unas pastitas de la pastelería.

—No sabía qué podría gustarles más, así que he traído un poco de todo. —Nos sonrió con ternura, como si fuera nuestra madre, y se sentó al lado de Conrado, quien le dio un pequeño apretón cariñoso en la mano—. Pueden servirse lo que quieran.

—Muchas gracias, es muy amable —respondí con sinceridad. Pero ni Eloise ni yo hicimos amago de tomar nada.

Conrado suspiró, cansado. Se agachó hacia la mesa de café, para servirse una taza de té en agua hirviendo.

—Imagino que me estaban buscando por lo de tu hermano, ¿verdad? —Miró a Eloise fijamente, mientras daba un sorbo a su bebida.

—Sí. —La voz de Eloise era apenas un susurro.

—Supongo que tendrán muchas cosas que decirme. —Enarcó la ceja, como en un acto reflejo, aunque su expresión de tristeza lo delataba. Aquel no era el Conrado que conocíamos—. Aunque antes déjenme que les pregunte algo. ¿Cómo han llegado hasta aquí?

—Antoine escribió algunas entradas en su diario, hablando de un trabajo para la universidad. Indagamos en la biblioteca y la universidad, como hizo él —respondí.

—Entiendo, ¿y qué más?

—Sabemos que robaste a una familia de judíos —dije, incapaz de retener aquel torbellino de pensamientos—. Sabemos que Antoine lo descubrió, porque estaba haciendo un trabajo. Te encontró y después perdió la vida.

Clara se estremeció, nos miró consternada y después se giró hacia Conrado.

—No quería que descubriese todo eso de aquella forma…

—¿Y por eso lo mataste? —preguntó Eloise, desafiante. Conrado la miró realmente enfadado y triste a la vez. Sus arrugas se hicieron más profundas cuando frunció el ceño.

—Yo no maté a Antoine.

Eloise se sentó más recta, con todo aquel fuego extendiéndose por su cuerpo. A punto de estallar.

Conrado endureció su expresión y una sombra cubrió su mirada.

De repente sentí verdadero pánico. Estábamos sentados en el salón de alguien que podría ser muy peligroso. Alguien cruel y sin escrúpulos, que no dudaría en eliminarnos como hizo con Antoine. Desde luego, no había sido buena idea ir.

—Jamás haría algo así. —Se quedó callado unos segundos—. Antoine descubrió todos esos detalles, es cierto. Cuando ató cabos y entendió que yo era el famoso K. R. de esas noticias que encontró, vino a verme. Buscaba una buena historia, algo llamativo, así que cuando se topó con que había un nazi del pasado viviendo en su pueblo ni se lo pensó. Lo que no tuvo en cuenta es que la realidad puede ser muy distinta. —Hizo un gesto sarcástico—. Porque desde luego que ustedes también piensan que soy un nazi loco, ¿verdad?

No hizo falta que respondiéramos.

—Y, aun así, han venido. Como hizo Antoine. —Sacudió la cabeza—. Creía que los Betancort eran más sensatos que los Mercier.

—Antoine y yo somos tanto Betancort como Mercier —respondió Eloise secamente, pronunciando con exquisitez y un claro acento francés.

—Pero los dos han demostrado tener el arrojo de su madre. Y la cabezonería de su padre.

—Quiero conocer la verdad.

Genau. Y la verdad será lo único que les cuente —respondió Conrado.

De nuevo percibí aquel tono triste en su voz y su gesto, algo que volvió a preocuparme porque me llevó a pensar que no nos iba a contar la historia que esperábamos.

—Antoine vino buscando la confesión de un viejo nazi, como les he dicho. Un viejo que le contara que escapó de la Alemania de la posguerra para evitar la justicia. La misma que lo persiguió a través de dos continentes hasta una isla que, para muchos, no es más que un rincón de vacaciones. —Hizo una pausa para apurar el té de su taza y después miró a Clara con calidez, quien se relajó un poco más—: Lamento decirles que, para él, esta isla se convirtió en su verdadero hogar.

Clara tomó su mano, dándole ánimos, y le acarició suavemente la mejilla. Conrado cerró los ojos unas décimas de segundo, agradecido.

—Pero tu hermano se encontró con otra cosa.

Nos observó durante unos segundos y después suspiró profundamente. Su mirada se empañó mientras retrocedía atrás en el tiempo, a una Europa lejana que no habíamos conocido, pero de la que aún veíamos sus consecuencias.

—Mi nombre verdadero es Konrad Rosenberg. Soy K. R. y esta es la historia que le conté a Antoine.