CAPÍTULO 17
LA HISTORIA DE K. R.

—Nací un 24 de noviembre de 1924 en un pueblo del sur de Alemania que poco a poco fue convirtiéndose en una pequeña ciudad. Crecí allí con mis hermanos y mis padres, que cada vez parecían más preocupados por el estado del país que era su hogar. Durante toda mi infancia y parte de mi adolescencia, me crie al margen de esas preocupaciones de adultos, hasta que la Segunda Guerra Mundial estalló y desvió el rumbo que habría de llevar mi vida.

La voz de Conrado había cambiado por completo, adquiriendo nuevos matices que me sorprendieron. Me moví incómoda en mi asiento, incapaz de dejar de escuchar.

—No es fácil vivir en tiempos de guerra, donde intentábamos buscar cualquier resquicio de tranquilidad, al que nos aferrábamos con todas nuestras fuerzas. Las esperanzas mermaban, las pesadillas inundaban nuestras noches. —Paró unos segundos el relato—. El miedo era una sombra que acechaba en cada esquina y el cual dejaba heridas profundas que, incluso después de todos estos años, no han curado del todo.

Clara aprovechó el momento para tomar su mano con suavidad. Conrado, ausente, la acarició despacio.

—Esta historia en realidad comienza con Isaías, mi mejor amigo. Nos habíamos criado juntos, e incluso las diferencias que deberían habernos separado nos llevaron a apreciarnos y respetarnos más aún. Una complicidad que se marchitó con el tiempo ya que, según se sucedían los años, fue desarrollando una inquietud ambiciosa, que terminaría rayando en lo insano. Así que, cuando ambos tuvimos que ponernos a trabajar en los negocios familiares, nuestra amistad acabó para siempre. Perdí a un amigo, a un hermano, para ganarme un despiadado competidor.

—¿Qué negocios? —pregunté.

—Mi familia y la de Isaías, los Zuckerman, eran los dueños de las dos pastelerías que había en Markdorf. Nuestros padres habían implantado una especie de código, de manera que competían limpiamente. Se pusieron de acuerdo en establecer unos precios similares, aunque cada uno elaborara sus propias especialidades. De forma que los vecinos solo tuvieran que elegir por los productos, y no por los precios.

—¿Zuckerman? —Ian me miró.

—En las noticias aparecía también un tal S. Z., ¿es algún Zuckerman?

—Más adelante, déjenme continuar —respondió Conrado, bajando la voz.

Ian y yo asentimos al unísono, mientras Clara daba un sorbo a su bebida.

—Como estaba diciendo, durante la guerra debimos ponernos un poco a la cabeza de nuestros negocios. Él, porque era el mayor, y yo, porque mis hermanas eran pequeñas y mis hermanos mayores estaban en Berlín. No quería quedarme ahí, pero no tenía otra opción, y con el paso del tiempo olvidé mis verdaderos sueños. Es lo que tiene la guerra: te quita todo. —Bajó la mirada, para después volver a dirigirla directamente hacia nosotros—. Y, aun así, no puedo quejarme, ya que tuvimos relativa suerte.

»Se cometían muchos delitos a pequeña escala, vecinos que se denunciaban por absurdas rencillas del pasado, robos falsos… Y, por supuesto, la presión sobre los judíos, sobre familias que solo querían vivir tranquilamente, como los Zuckerman. Después de que se les impusiera llevar una estrella amarilla identificativa, en 1941, Isaías se volvió más taciturno, huraño, y se dedicó a sus tareas en la pastelería con mayor ahínco. Perdió peso, estaba pálido y sus ojeras resultaban preocupantes. Así que intenté verlo, cuidarlo o ayudarle con lo que necesitase. Lo visitaba a menudo, si bien él siempre me rechazaba. Pero en aquel tiempo empecé a entablar más amistad con Rebeca, su hermana.

El tiempo pareció detenerse y una extraña quietud inundó la habitación mientras Conrado estuvo hablando de Rebeca. De su complicidad, de aquel noviazgo peligroso que se desarrolló entre besos robados en la oscuridad y miradas discretas. De la sonrisa de Rebeca, su sinceridad o su capacidad de amar sin reservas. La mirada del hombre se había enturbiado con el recuerdo, mientras que Clara lo apoyaba, cogiéndole la mano.

—Podría haber sobrevivido mil guerras más gracias a ella. —Sonrió tristemente y se volvió hacia su mujer—. Aunque luego te conocí a ti.

Clara sonrió a su vez, asintió despacio y se enjugó una lágrima que luchaba por salir de sus ojos castaños.

—Pero todo siguió complicándose. Comenzaron a acudir los furgones que se llevaban a vecinos y amigos, sin que pudiéramos evitarlo. El verano de 1942 se llevaron a los padres de Rebeca e Isaías y la policía cerró su negocio. Al estado de nervios e inquietud que esto le causó a Isaías se añadió cierta preocupación al enterarse de la relación que Rebeca y yo manteníamos, y le prohibió verme. Aunque ella no le hizo mucho caso. Conscientes de que era cuestión de tiempo que la policía llegara un día a buscarlos, se esforzaron por esconder a sus hermanos pequeños, Samuel, Arnold y Esther, e idearon un plan para escapar ellos después.

—¿Samuel es…? —interrumpí la narración. Casi noté cómo la burbuja en la que nos había envuelto el murmullo de Conrado explotaba.

—Eloise… —Ian me miró consternado. Vi sus ojos húmedos, pugnando contra el llanto. Acarició suavemente mi mano, en un gesto tímido.

—Más adelante —respondió Conrado—. Sé que necesitan conocer más cosas, pero es importante que escuchen esta historia.

Asentí en silencio. No estaba segura de querer conocer cómo acababa todo.

—Una noche, Rebeca llegó a nuestro lugar de encuentro, a las afueras del pueblo, con una caja de madera tallada. En su interior había guardado unas cuantas reliquias familiares, un par de cuadernos y una llave. Me entregó aquel tesoro llorando, confesándome sus planes de huida. «Cuando vuelva, lo primero que haré será buscarte para poder huir lejos de aquí juntos», me dijo. No pude reaccionar, pero desde ese momento no dejé de pensar si no debía ser yo el que los ayudara a huir y escapar con ellos. No podía abandonar a mi familia, pero tampoco era capaz de dejarla ir.

»Una vez más, la decisión nos la arrebataron de las manos. Al día siguiente, un furgón se llevó a Isaías y a Rebeca, quien entró con la cabeza alta y aparentando una determinación que nunca supe si llegó a sentir. Aquella madrugada del fatídico 20 de septiembre de 1942, Rebeca se dejó arrastrar por los guardias, sonriéndome como había hecho de niña y como hacía entonces, siendo mujer. Supe que nunca perdería esas ganas de vivir, esa dulzura e inteligencia que la caracterizaban.

»El tiempo pasó, la guerra acabó y no recibí ninguna noticia de Rebeca o su familia. Me dije que debía mantenerme firme, sacar adelante el negocio otra vez y no alejarme mucho de Markdorf, para que Rebeca pudiera encontrarme. También investigué, hice llamadas, envié cartas y telegramas, busqué en todos los periódicos y los listados de los hospitales, sin encontrar rastro de los Zuckerman.

Conrado se quedó en silencio unos segundos, masticando las amargas palabras que se arremolinaban en su boca, intoxicando su lengua. Parpadeé fuertemente, intentando que las lágrimas no escaparan de mis ojos.

—¿Todos habían…?

—Sí. Marlene, una amable trabajadora de la estafeta de correos, me entregó unas cartas dirigidas a los Zuckerman de un familiar lejano que vivía en Berlín. Tenían fechas distintas y estaban llenas de sellos y matasellos, puesto que habían ido recorriendo el país durante todo aquel tiempo. Arnold había muerto por unas fiebres, mientras que Esther y Samuel habían desaparecido. El viaje hasta Mauthausen había acabado con todas las fuerzas que le quedaban a Isaías y falleció pocos días después de llegar. Rebeca fue asesinada allí.

Sentí a Ian temblar a mi lado.

—Muchos años después, en el verano de 1975, recibí una llamada telefónica de un representante de un bufete de abogados de Madrid. Me notificaban que un bufete alemán, Gesetz International, había puesto una denuncia a mi nombre. Se encargaban de hurtos y delitos menores ocurridos durante la guerra y llevaban el caso de un robo a una familia judía: los Zuckerman. No pueden imaginar la impresión que me causó escuchar ese apellido tantos años después. Pensé que habían sido los familiares de Berlín, pero los clientes resultaron ser Esther y Samuel. Supusieron que había engañado a su hermana para que me confiara las recetas de su familia, que eran el contenido de las libretas que ella me entregó aquella noche, antes de su arresto.

—¿Así que eso fue todo? ¿Por eso fuiste enviado a juicio? —pregunté, intentando esconder el temblor en mi voz, causado por la tristeza que aquellas revelaciones habían provocado en mí y por la tensión de conocer los detalles del caso.

—Sí, aunque no llegó a celebrarse. —Conrado nos miró despacio y continuó—: Nos reunimos con los abogados que nos representaban y llegamos a un acuerdo. Fue en realidad un reencuentro, casi familiar, y tanto Samuel como Esther se deshicieron en lágrimas cuando me vieron. Confesé mi relación con Rebeca y todo lo que había ocurrido, y les devolví todas sus pertenencias, aunque pedí quedarme con la llave de su hermana mayor.

»Los dos se emocionaron con el reencuentro. Con todas las cuestiones ya resueltas, y un día antes de que regresara a Gran Canaria, decidieron regalarme las recetas de su familia. Querían que honrase la memoria de los Zuckerman, ya que ellos tenían otros proyectos: querían empezar de nuevo. Desde entonces, hemos mantenido el contacto, nos hemos visitado e incluso nuestro hijo José tiene ahora una relación con la hija de Esther.

—Y si todo acabó bien, ¿por qué hubo tanto revuelo? ¿Qué le causó tanta impresión a Antoine? —preguntó Ian.

—Fue la oportunidad perfecta para algunos periódicos sensacionalistas. Mi abogado peleó bien para mantener cierto anonimato en esos artículos, los cuales encontró Antoine.

—Pero habló con él, ¿verdad? —Me acerqué un poco más, ansiosa por que me explicara todo.

—En vista de que no iba a cejar en su empeño, decidí contarle la verdad. Me llamó un día, ansioso, pero le pedí que no se precipitase y escuchara mi historia. Después, podría juzgarme todo lo que quisiera. Vino a vernos, como están haciendo ustedes ahora, y le narré exactamente la misma historia, la de mis recuerdos. Él quedó encantado, porque era mejor de lo que esperaba. Me dijo que sabía cómo darle un toque más interesante y se fue. —Me miró apesadumbrado, con la emoción vibrando bajo su piel y sus ojos enrojecidos—. A los pocos días se desató aquella horrible tormenta y, cuando me enteré de la desaparición de Antoine, me quedé destrozado. De alguna forma, me sentía culpable, aunque no sé muy bien por qué.

Nos quedamos en silencio, mirando a Conrado, que parecía mostrarnos su interior sin ningún tipo de filtro.

—No dejo de pensar que, de alguna forma, muchas de mis acciones han provocado la muerte o la desaparición de cuantos me rodeaban. Que mi historia está marcada por la muerte o la desesperanza. —Me miró con intensidad, luciendo una expresión que no logré reconocer—. Ojalá pudiera devolvértelo, Eloise. No hay nada que desee más en este momento. Lo siento mucho.