Los ojos me escocían. Varias lágrimas silenciosas caían por mi rostro. En algún punto, el relato se había interrumpido mientras nos sentábamos a la mesa y cuando respondíamos a Clara sobre cómo preferíamos la comida. Pero no pudimos llegar al postre. Una deliciosa tarta de limón nos miraba desde su bandeja en el centro de la mesa. Intacta.
Nos habíamos quedado en silencio, mientras las últimas palabras de Conrado flotaban aún entre nosotros, enmascaradas con el olor de la cena.
Habíamos escuchado el relato de alguien que no huía de la justicia, o que no había cometido más delito que el de amar a ciertas personas, quizá en el momento equivocado. Que no huía de nada más que del recuerdo, la tristeza y la incapacidad de vivir en lo que había sido su país natal sin aquellos a los que más quería. Que nunca tuvo intención de hacer ningún daño a nadie, sino de protegerlos y cuidarlos a través del tiempo y el espacio.
El rostro desencajado de Clara, que abrazó a su marido instantáneamente después de que acabara de hablar, me confirmó que ni una palabra había sido mentira.
Eloise también había derramado algunas lágrimas y parecía haberse hundido en el asiento.
Conrado se levantó de la mesa con pesadez y salió de la habitación. Un par de minutos después, volvió con una caja pequeña de madera entre sus manos. Nos la tendió.
Dudosa, Eloise abrió la caja y escrutó su interior. Metió la mano, extrayendo una llave de metal. Era evidente que era de una cerradura antigua. Estaba cuidadosamente labrada, adornada con florituras y un cordel sencillo.
—¿La llave de Rebeca? —El hombre asintió despacio.
Nos dejó observarla un momento, para después enseñarnos una vieja fotografía enmarcada. En ella aparecían tres jóvenes sonrientes: uno rubio con los ojos claros, una chica con el pelo suelto y ondulado, enmarcando un rostro suave, y en el centro, apoyado en sus hombros, un chico desgarbado, con el cabello muy oscuro. Isaías.
Conrado quitó el marco y extrajo la endeble cartulina; en el dorso aparecía escrito: «Markdorf, 1938. Die “Zuckerman-Rosenberg” Gruppe».
—El equipo Zuckerman-Rosenberg —tradujo Conrado.
Nos quedamos en silencio unos segundos. Había tenido más que suficiente con todo aquello de lo que nos habíamos enterado.
Sin embargo, no fue así para Eloise. No era lo que ella quería. Todavía faltaba algo más. Tenía otras dudas.
Lo noté cuando la tristeza de su expresión mudó de nuevo a ese desafío perenne en su mirada. Sus ojos verdes brillaban con más intensidad, resaltando en su rostro enrojecido por el llanto, que enmascaraba sus pequeñas pecas.
Se echó hacia delante en la silla, pero la voz de Conrado la detuvo.
—Antoine quedó encantado. Me dijo que era mejor historia que la que esperaba encontrar, que tenía el giro que necesitaba. —Miró las migas de su plato vacío—. Supongo que es fácil señalar con el dedo cuando se percibe una verdad a medias o una verdad sesgada. Le sorprendió chocar contra sus propios razonamientos y entender que la realidad, a veces, es bastante distinta de todas esas ideas preconcebidas que nos inculcan. Nunca vi a los judíos como el enemigo, porque en mi realidad siempre habían sido nuestros aliados, amigos, vecinos, amantes… Tampoco simpaticé con la corriente nazi, aunque no me opusiera abiertamente. Por miedo. Siempre había miedo. Formaba parte de nosotros.
Miró a Eloise.
—Esto es todo lo que puedo contarte. No hay más verdad que esta.
Pero Eloise explotó.
—No te creo.
—¿Perdona? —Conrado parpadeó, confuso.
—Faltan cosas en ese relato.
Por supuesto. No había mencionado todo lo relacionado con el caso de Helmuth.
—¿Como qué?
—Helmuth Niehaus. También se te acusó de asesinato.
—Paren ya, por favor. —La voz de Clara nos sobresaltó. Apenas había dicho nada en todo el relato, aunque mostraba sus reacciones a través de los gestos y miradas que dedicaba a Conrado—. Mi marido no es un asesino.
—¿Entonces por qué se menciona en los mismos periódicos? ¿Por qué parecen buscar algún tipo de relación entre Conrado y Helmuth? —Eloise se levantó del asiento, prácticamente empujando la silla. Tomé su mano, que estaba ardiendo. Seguía a su lado. Me miró de refilón y volvió a sentarse.
El hombre negó con la cabeza, que apoyó en sus manos, sobre la mesa.
—Esta pesadilla no va a acabar nunca.
Apenas se escuchaba su voz, ahogada entre sus enormes manos. Se restregó los ojos, levantó la cabeza y nos miró.
—¿Qué pasó con Helmuth, Conrado? —preguntó Eloise, con sus ojos entornados, que eran dos finas líneas—. Porque ¿sabes qué pienso?, pienso sinceramente que Antoine creyó lo mismo que yo ahora veo con claridad.
—No fue así…
—Que descubrió lo del robo y lo del asesinato.
—Te estás equivocando, Eloise.
—Supo que lo habías cometido y al entender que usaría todo eso en su trabajo, aireando tus trapos sucios, lo mataste y lo tiraste al mar.
—¡No! —exclamó Conrado, dando un golpe en la mesa, en un tono tan fuerte y desesperado que todos, incluso Clara, nos quedamos quietos en el sitio, observándolo atónitos—. Lo de Helmuth es un secreto que no me pertenece.
—Pero que conoces —lo desafió Eloise.
—Sí. Y daría lo que fuera por no hacerlo.
—Te escuchamos. —Mi amiga se cruzó de brazos y se recostó en la silla. Pero no estaba ni de lejos tan relajada como quería aparentar. Al contrario, se mostraba tensa y preocupada, dispuesta a saltar y salir corriendo a la mínima. Ni siquiera me prestó atención cuando me volví hacia ella, realmente inquieto.
—Helmuth murió durante la guerra. Asesinado. Pero no por mí, sino por Samuel Zuckerman.
Creo que tanto Eloise como yo contuvimos el aliento al mismo tiempo. Eso no lo esperábamos.
—Helmuth era un hombre bastante grande, un declarado simpatizante nazi. Se moría por participar en la guerra, pero no tenía preparación de ningún tipo y tampoco daba el perfil. Cojeaba un poco, lo que le impedía correr con soltura, y era más miope que mi abuelo, cuyos cristales eran de casi un dedo de ancho. —Suspiró—. Cuando comenzaron los racionamientos y la gente empezó a ponerse realmente nerviosa, acudía en tropel a los puestos de suministros, ultramarinos y similares. Por eso los negocios tanto de mi familia como de los Zuckerman se mantuvieron, al menos por un tiempo, como les he contado. Helmuth esperó a que todos se hubieran ido y entró en su pastelería. Rebeca estaba limpiando el local cuando entró. Lo atendió amablemente, como siempre hacía, y Helmuth, al ver que estaba sola, quiso abusar de ella. Rebeca se defendió y, ante sus gritos, aparecieron Isaías y Samuel. Samuel se quedó detrás del mostrador, paralizado. Isaías se encaró con Helmuth, aun sabiendo que sería juzgado por aquello en cuanto el otro lo denunciara. Sin embargo, mi amigo era bastante más débil que Helmuth, su malnutrición y su amargura lo tenían muy debilitado, así que no pudo hacer nada cuando lo empujó contra el suelo y comenzó a darle puñetazos, insultándolo.
Calló un momento, reflexionando sobre todo ello y preparándose para lo que venía a continuación.
—Rebeca y yo habíamos comenzado a salir ya, así que en cuanto tuve un momento de relativa calma, antes del toque de queda, fui a buscarla. Todo estaba bastante tranquilo, pero cuando llegué a la entrada de su pastelería supe que algo no iba bien. Abrí la puerta y me encontré a aquel hombre golpeando a Isaías y no vi nada más. Me enfurecí, y eso que todavía no sabía todo lo que había ocurrido. Me estaba acercando a Helmuth, sin ser consciente de lo que sucedía a mi alrededor, cuando lo vi caer al suelo, con la sorpresa pintada en la cara, abriendo los ojos e intentando girarse para ver qué había sucedido. —Tragó saliva con dificultad—. Había mucha sangre por todos lados. Todo parecía haberse detenido en ese instante… Y me fijé en que Samuel estaba de rodillas sobre el mostrador. Con un enorme rodillo de madera entre las manos.
—¿Un rodillo? —pregunté, atónito.
—Sí. La altura y la adrenalina le dieron la fuerza necesaria para darle un golpe mortal. Helmuth cayó a plomo. Nos quedamos todos quietos, menos Isaías, que estaba algo aturdido. Cerramos las persianas y las cortinas rápidamente, y mi amigo y yo envolvimos a Helmuth en unas sábanas. Cuando cayó la noche, escapamos como pudimos con el cadáver al bosque. Quisimos creer que, en la locura de aquellos días, nadie sospecharía de nosotros porque simplemente podría haber sido cualquiera. Incluso habría quien pensara que Helmuth se fue por su propio pie, a pesar de que quienes lo conocían sabían que eso era absolutamente imposible.
La expresión de Eloise se había relajado un poco. Había recibido sus respuestas, la verdad sincera que había escapado de los labios de Conrado, quien en ese momento parecía destrozado y deshecho. Ya no había conseguido retener más las lágrimas, que empapaban sus mejillas y surcaban las hendiduras de su piel.
—Cuando viajé a Alemania para reunirme con Samuel y los abogados, estuvimos hablando del tema a solas. La prensa lo sacó a la luz porque parecía perfecto y muy sincronizado con la noticia del supuesto robo. ¿Dos noticias del mismo pueblo perdido de Alemania que parecían tener al misterioso denunciante, S. Z., como protagonista? Era el sueño de cualquier lector asiduo de la prensa sensacionalista, con un toque de intriga increíble. ¿De verdad creen que nadie se hubiera interesado por eso?
—Desde luego a nosotros nos ha causado impresión —comenté, todavía aturdido—. Aunque buscáramos la noticia por otros motivos.
—Genau —asintió Conrado—. No hay más secreto que este. Samuel se movió casi en defensa propia, aunque tengo la sensación de que se encontraba más bien en trance. Tardó unas horas en reaccionar con normalidad. De hecho, creo que hasta que no se hizo adulto no fue consciente de sus actos. Por otro lado, Helmuth era lo que llamamos un abusón. Y, de todas formas, en aquellos días donde la tensión podía cortar el aire, ¿en serio esperaban que alguien en la situación de los Zuckerman reaccionara de otro modo? Quisieron guardar el secreto por Samuel. Y yo le prometí que lo haría.
—Pero mi hermano no.
Conrado miró a Eloise seriamente, un momento. Las lágrimas habían desaparecido de su rostro.
—No. Él había atado cabos de una manera que me sorprendió —confesó el hombre—. Cuando le conté mi historia, omitiendo todo lo relativo a Helmuth, fue él quien sacó el tema y concluyó que habían sido los Zuckerman. No tenía claro si era cosa de Isaías o de Samuel, pero después de escuchar mis recuerdos, y teniendo en mente las noticias que trajo fotocopiadas, dedujo casi perfectamente lo que había sucedido.
—¿No se lo contaste? —preguntó Eloise, extrañada.
—No. Le dejé hacer conjeturas. Simplemente le dije que ese secreto no me pertenecía.
—Pero a nosotros nos lo has confesado.
—Porque no quiero que les suceda lo mismo, Eloise, maldita sea. —Estaba molesto con ella, como un padre que no lograba hacerse entender con su hija—. Has venido buscando respuestas y te las he dado todas. Para que no saques conclusiones que no son reales.
—¿Y la llamada?
—¿Qué llamada?
—Mi hermano escribió en su última entrada que había recibido una llamada. Que iba a reunirse con alguien. —Eloise tembló de pronto—. ¿No eras tú?
Conrado y Clara se miraron, preocupados.
—No. No fue conmigo con quien habló.
—¿Entonces?
—No tengo ni idea.