CAPÍTULO 20
IAN

El fin de semana pareció eternizarse. El tiempo transcurría despacio y yo sentía el aire cargado de una extraña electricidad.

Estábamos en tensión. No lo mencionamos, pero esperábamos la llamada en cualquier momento, como había sugerido Conrado.

Preocupé a mis padres y a Naira, que no se separó de mí ni un momento. No sé si estaba temerosa de que pudiera pasar algo realmente malo. Agradecía su presencia, pero a ratos me agobiaba. Ninguno sabía nada de todo lo que habíamos pasado esos últimos días, aunque imaginaban que las cosas no iban como debían.

Gael no me dirigió la palabra. Nos cruzamos varias veces e intenté acercarme a él para disculparme, pero solo recibía a cambio una mirada de indiferencia. Se giraba o seguía andando. No se lo tuve en cuenta: sabía que Gael no era rencoroso, pero necesitaría tiempo para poner en orden lo que sentía. Imaginaba que todo lo que tenía que ver con Antoine seguía levantando heridas que no habían terminado de curar.

El lunes, Luis vino a casa. Le abrí la puerta en el momento en el que vi a Eloise acercarse también. No había vuelto a la pastelería.

—Hola, Ian —saludó Luis en cuanto me vio—. Qué cara… Gael está muy apagado también últimamente. ¿Va todo bien?

—Discutimos el otro día, pero no te preocupes.

—Claro que lo hago —replicó—. Gael es muy sensible y puede tardar un tiempo en calmarse y pensar con cierta claridad, pero no es malo. ¿Puedo saber por qué han discutido?

Eloise llegó hasta nosotros en ese momento, con el pelo recogido hacia atrás.

—Estuvimos hablando de Antoine… —Luis siguió la dirección de mis ojos.

—Oh, hola, francesita. —Sonrió un poco y, después, se volvió hacia mí de nuevo—. Lo entiendo, Ian. Denle tiempo, ¿de acuerdo?

Asentí con pesar. Luis puso su mano sobre mi hombro y entró en mi casa, buscando a mi padre. Unos segundos después, Eloise y yo nos alejamos y caminamos hacia la playa.

Hacía mucho calor, pero el pueblo empezaba a estar tan vacío como solía ser característico durante el invierno. Nos quedábamos siempre los mismos, imaginando cómo sería la vida si tuviera algo más de emoción. Pensé que quizá, por ese motivo, había insistido tanto a mis padres en irme a estudiar fuera.

Eloise caminaba en silencio, con el repiqueteo típico del plástico de sus auriculares contra sus clavículas. Se quitó las sandalias haciendo su curioso ritual, antes de pisar la arena y, sin mirar atrás, se dirigió hacia la cueva.

La seguí de cerca. Llevaba una mochila a mi espalda, cuya presencia noté más que nunca. Me detuve.

Dejé que Eloise se adelantara unos pasos y la abrí, sacando un cuaderno de dibujo y unos lapiceros. Con unos trazos rápidos, empecé a elaborar un boceto. Una figura alta y delgada caminando por una playa.

Cuando mi amiga se percató de que no estaba a su lado, se giró para buscarme. Atesoré ese instante en mi mente, en cuanto la luz iluminó su cara y destelló en su pelo, arrancando esas chispas anaranjadas tan características. Su mirada se hizo menos dura cuando comprendió lo que hacía. Se acercó despacio.

—¿Has vuelto a dibujar?

—Estoy en ello —respondí, intentando guardar el dibujo que había hecho con mi cuerpo, para que Eloise no lo viera. Giré sobre mis talones, mientras ella daba vueltas a mi alrededor.

—Quiero verlo… —Estiró el cuello—. Ian, te estás comportando como un crío.

—No te lo voy a enseñar.

—¿Por qué?

—Porque no quiero.

—Menuda respuesta es esa. —Sonreí y me relajé, lo que ella aprovechó para intentar coger el cuaderno—. Alto ahí, listilla.

Los dos nos reímos. Sentí cómo la tensión abandonaba el cuerpo de mi amiga por unos instantes y me deleité con esa sensación agradable que acompañaba a la idea de que algo estaba haciendo bien. Guardé el cuaderno en la mochila y Eloise me dio un beso en la mejilla. Seguimos caminando de la mano.

—Te mostraré el dibujo cuando lo acabe. Te lo prometo. —Me miró ilusionada—. Quizá más de uno, de hecho.

—¿Has dibujado mucho estos días?

—No realmente… He estado tan metido en todo lo de Conrado y Antoine que no tenía muchas energías. —Me encogí de hombros—. Pero necesitaba relajarme, así que he hecho unos pequeños bocetos.

—No me habías dicho nada. —Suspiró con tristeza.

—Eh, no te preocupes. —Nos detuvimos unos pasos antes de llegar a la cueva. Nunca habíamos pasado el límite de nuestras rocas—. Teníamos algo más importante de lo que ocuparnos.

La brisa movía su cabello, liberándolo poco a poco de las horquillas con las que Eloise había intentado mantenerlo sujeto.

—Gracias por haberme ayudado tanto, Ian.

—Lo que necesites.

—Te necesito a ti.

—¿No escuchaste cuando te canté Hey Jude? —pregunté, con cierto aire de burla—. No necesitas a nadie, Eloise. Lo has hecho todo tú misma.

—Pero, si no fuera por ti, jamás me habría animado a leer su diario, nunca habría conseguido sentirme feliz después de pasar meses en ese pozo… —Me miró con intensidad, una chispa brilló con fuerza en sus pupilas y desapareció—. Y tampoco habría sentido lo que siento ahora.

Nuestras cabezas se acercaron la una a la otra y, cuando quisimos darnos cuenta, nos habíamos fundido de nuevo en un beso que comenzó a saberme salado. Estaba llorando.

—¿Ian? ¿Estás bien?

—Sí… —Me sequé el rostro con el dorso de la mano—. Perdona.

No le había comentado nada por no añadir ninguna preocupación más a su estado. Aunque quería regresar a Madrid, me inquietaba ver con qué rapidez pasaba el tiempo ese verano. Parecía que nos lo estaban robando, se nos escapaba entre los dedos, burlándose de nosotros. Eran pocos los besos que podríamos regalarnos hasta que me fuera, y me preocupaba pensar que la distancia enfriara lo que fuera que estuviéramos sintiendo. Pero había sido sincero con ella, porque sabía que, pasara lo que pasara, nunca podría olvidar ni ignorar aquellos sentimientos.

—No hay nada que perdonar. —Sonrió mientras me acariciaba la mejilla, como si comprendiera lo que pensaba en ese momento. Se giró hacia la cueva, su mirada volvió a endurecerse.

—Así que lo encontraron aquí. —Asintió—. Nunca nos habíamos acercado tanto.

—No era capaz.

—Pero aquí estamos. —Tomé su rostro entre mis manos—. Vas a superarlo todo y a sanar. Lo sabes de sobra.

—En cuanto descubramos al asesino.

Las palabras de Eloise resonaron en mi interior aquella noche. Quise hacerlas desaparecer, diluirlas y olvidarme de ellas. ¿Y si realmente no había un asesino?

La duda, el miedo y la incertidumbre me carcomían, aunque me hubiera esforzado en no mostrarlo abiertamente para no preocupar más a Eloise.

Sin embargo, necesitaba liberar aquella tensión que recorría mi espalda y que me dolía en las articulaciones. Así que después de cenar me senté en mi escritorio, pintado de azul, con la luz del flexo iluminando una lámina a medio dibujar. Terminé los trazos, sintiendo que era el lápiz el que guiaba mis manos y no al revés. Después, como en trance, completamente concentrado en lo que estaba haciendo, comencé a mezclar las acuarelas, aquellos colores que me habían hecho soñar tantas veces. Por primera vez en tanto tiempo disfruté con cada pincelada, con cada trazo y con cada color azul y naranja. Dando vida a aquel mar, haciendo brillar el cabello de Eloise y, especialmente, haciendo a mi corazón saltar de emoción mientras recordaba cada atardecer vivido aquel verano.

Era como si el mar hubiera cobrado vida entre mis dedos, intentando escapar del papel en que lo estaba confinando. De pronto, lo sentía a mi alrededor, empapándome los pies y el pelo.

Pero la magia del momento se rompió con una llamada telefónica. Era Eloise.

Conrado tenía razón en todo lo que había dicho.

El supuesto asesino llamó aquella noche.