El lunes por la noche regresé a casa después de un día extraño y agotador. No había vuelto a trabajar en la pastelería y tenía la mente en mil lugares a la vez, dándole vueltas a todo lo sucedido. Pensé y divagué sobre los motivos que tuvo Conrado para contratarme aquel verano. ¿Fue la culpabilidad que sentía por la muerte de Antoine, o porque había querido redimirse conmigo de alguna forma? Puede que solo sintiera lástima por mí, o que realmente me apreciara. Pero me inquietaba pensar que, en realidad, lo hacía para tenerme más controlada.
Me había dejado llevar por la sensatez de las reflexiones de Conrado y sabía que había ido a hablar con la policía, aunque no hubiesen intentado contactar conmigo. Seguramente no le habrían creído. En cuanto a la llamada que nos había dicho que podríamos recibir… Sencillamente, no dejaba de pensar en ello.
Cuando no pude soportarlo más, salí de casa por la tarde, dispuesta a hablar con Conrado. Lo encontré apoyado en el mostrador, solo, mientras repasaba unas cuentas. A través del cristal observé su actitud abatida y su mirada ausente, que distaban mucho de la figura fuerte que siempre había representado.
Entré y el móvil de la entrada anunció mi llegada. Conrado se irguió, intentando adoptar una actitud despreocupada, listo para servir a un nuevo cliente. La sonrisa se le congeló en el rostro.
—Siempre odié el color amarillo. —Sus ojos se deslizaron hasta mi blusa, que era de ese color—. Me recordaba al brazalete que Isaías, Rebeca o su familia tenían que llevar. Así que decidí que tenía que darle la vuelta a todo si quería seguir adelante.
Asentí comprendiendo por qué su casa estaba pintada en esos tonos, o por qué el papel de los pedidos de la pastelería era tan llamativo.
—Nadie tuvo la culpa de nada de lo que sucedió. Solamente nos cogió desprevenidos. Era el color favorito de Rebeca.
No separó sus ojos de los míos ni un instante. Mantuve su mirada, firme, sin saber muy bien qué estaría expresando mi cara. Cuando con un gesto me indicó que hablara, no supe responderle.
—Conrado… Konrad. —Intenté imitar la entonación alemana con la que había pronunciado su nombre—. Quiero preguntarte algo.
—Puedes llamarme Conrado. —Sonrió de medio lado—. Dime.
—¿Cómo es que no sabíamos nada de que eras alemán?
—Llegué hace muchos años a este pueblo. La gente que lo recuerda simplemente ha dejado de hablar de ello; ahora tienen cotilleos más actuales. —Se rio socarrón—. Aunque ya escuchaste a Rosa el otro día. Ahí es cuando te diste cuenta de todo, ¿verdad?
—¿Cómo…?
—Ay, Eloise. Parece mentira. —Se dispuso a mover una mezcla para bizcocho—. Te quedaste más rígida que una estatua, parecías bastante preocupada al ver entrar a Ian. Cuando se miraron, supe que algo no andaba bien.
—Ya habías atado cabos tú también.
—Sí. Sabía que te inquietaba algo relacionado con tu hermano, tú misma me confesaste algunas cosas. También escuché que Luis y su hijo estuvieron buscándolos por el pueblo en varias ocasiones. Hice suposiciones.
Lo miré con un interés renovado. Conrado era bastante más listo de lo que parecía a simple vista, eso estaba claro. Se preocupaba por los demás mucho más de lo que hubiera imaginado.
—No nos contaste cómo fue tu llegada a Gran Canaria. —Cogí una de las sillas dispuestas al lado de la ventana y la acerqué al mostrador—. ¿Qué sucedió?
La tristeza y la nostalgia volvieron a enturbiar sus ojos azules.
—Cuando supe lo que le sucedió a Rebeca, quise dejar todo. Mi hermana Kerstin ya tenía edad para encargarse del negocio, algo que sigue haciendo hoy día y me consta que lo hace de maravilla. —Sonrió orgulloso—. En 1950 llegué a Madrid, sin ningún tipo de esperanza. Durante unos años trabajé como camarero, haciendo mil turnos extras que pagaban con miserias. En ese periodo conocí a Clara, que también había perdido mucho tras la Guerra Civil. Fue ella quien me ayudó con el español.
—¿Y cómo llegaron a Gran Canaria?
—Cuando reunimos algunos ahorros, decidimos ir a un lugar más tranquilo. Llegamos aquí y montamos esta pastelería. Fueron años de esfuerzo y sacrificios, aunque las recetas de mi familia hicieron las cosas mucho más fáciles. —Me guiñó el ojo—. Más tarde, nos casamos y tuvimos dos hijos, Carlos y José, que ahora viven en Madrid y Berlín, respectivamente.
Lo miré meditabunda, perdida en aquellos recuerdos que me resultaban tan ajenos, pero que me causaban una tremenda impresión.
—Yo también he sido joven, Eloise. —Suspiró con pesadez—. Y he perdido a demasiadas personas importantes para mí.
—Lo siento mucho.
—Sobreviviré. —Me guiñó el ojo de nuevo y se volvió para entrar en el obrador.
—¿Y qué me dices de tu acento alemán? ¿Por qué nunca sueltas palabras en alemán como hiciste el otro día? —insistí.
—Aprendí español rápidamente y me fui adaptando al acento canario. —Se encogió de hombros, como si no fuera algo importante—. No me gusta soltar palabras, como dices, para que la gente no me pregunte continuamente qué significan, o se ponga a indagar en asuntos personales que no le incumben.
—¿Nadie supo nunca que eras K. R.?
—¿Qué tipo de interrogatorio es este?
—Tengo muchas dudas y quiero respuestas —le dije, un poco desafiante.
—Arrojo y cabezonería, lo que te digo… Algunas personas lo dedujeron, pero no me juzgaron. Exceptuando un par de clientes a los que pareció molestarlos y que ni siquiera vivían aquí, todos continuaron viéndome como el dueño de la mejor pastelería de toda Gran Canaria.
Me tranquilicé cuando rio con esa voz profunda, contagiándome un poco de esa genuina alegría.
—A veces me arrepentía de todo lo que había hecho o dicho en el pasado, Eloise. Pero aprendí a no ser duro conmigo mismo; ya se encargaría la vida de ello. Solo quería seguir con mi negocio, hacer feliz a quien quisiera probar mis recetas y vivir una vida tranquila con todo lo que me había sido otorgado. Mi mujer, mis hijos, este pueblo, el olor del mar… No necesito nada más ahora.
—¿No echas de menos a Rebeca? ¿O a Isaías y tu familia?
—Cada día. Pero ellos no habrían querido que me ahogara en la desesperación. —Me miró con seriedad, cerciorándose de que lo escuchaba—. Porque sencillamente yo no lo habría deseado tampoco para ellos de haber sucedido todo al revés.
Asentí en silencio. Su sonrisa picarona apareció lentamente de nuevo, dio una palmada en el aire y retomó sus tareas.
***
Cuando volví de la playa, sentía que había recuperado algo de fuerza. Estar con Ian había sido suficiente para que me olvidara, aunque fuera por poco tiempo, de todo lo que había ocurrido.
Llegué con una sonrisa en los labios a casa, mientras The Bangles sonaban en mis oídos.
Mi padre estaba ocupado en la cocina, con su propia música resonando por los altavoces del tocadiscos de Antoine, que había bajado al salón. Sonreí ante su atrevimiento. Habíamos conservado su cuarto intacto, como un mausoleo, y solo conseguimos mantenerlo más alejado de nosotros incluso. Si queríamos perdonarnos, reconciliarnos con lo que había sucedido, no podíamos tener miedo de empaparnos de la esencia de Antoine. La misma que vivía en sus libros o en su música.
Cuando se dio cuenta de cómo lo miraba, se apresuró a disculparse.
—No te preocupes, papá. —Sonreí sinceramente—. Me parece muy buena idea lo que has hecho.
Sus ojos se humedecieron, me estrechó entre sus brazos y se apresuró a cambiar el disco por algo con más fuerza. Los primeros acordes de Sweet Child O’ Mine rugieron entre nosotros.
Bailoteando por la cocina, seguimos preparando la cena, nos sentamos a la mesa y comimos hablando de mil cosas.
Cuando la música se había acabado hacía ya un rato, decidimos recogerlo todo. Intenté ayudarlo, pero me apartó suavemente.
—Vete a descansar, Eloise. Yo me encargo.
Se lo agradecí y empecé a subir la escalera cuando escuché el estruendo que producía el teléfono cada vez que llamaban. Descolgué, despreocupada.
—¿Diga?
—¿Betancort? —Era una voz distorsionada, que no reconocí.
—Sí, aquí es. ¿Quién llama?
—La llamamos del gabinete P&Z. —Contuve la respiración—. Nos ha llegado un aviso de que usted y un amigo están indagando sobre asuntos privados que conciernen a alguno de nuestros clientes. Querríamos hablar con ustedes.
—De acuerdo. —Estaba temblando, no sabía qué decir.
—Los esperamos el próximo viernes en la cafetería La Graciosa, a las seis de la tarde. —Sentí una sonrisa al otro lado de la línea—. No se retrasen.
Tardé unos cuantos segundos en reaccionar después de que la comunicación se cortara. En cuanto me libré de mi estupor, salí de casa corriendo.
***
Cuando ya había recorrido la mitad del camino en mi bicicleta, caí en la cuenta de que podría haber llamado a Ian por teléfono. Posiblemente le asustaría más si me presentaba en persona en la puerta de su casa a las once de la noche. No obstante, seguí pedaleando con fuerza, sintiendo una exaltación que me daba la energía que, de haber sido un día normal, no habría tenido a esas horas.
En cuanto llegué a su casa, me bajé rápido de la bicicleta, que dejé precipitadamente en el suelo. Un movimiento detrás de mí hizo que me volviera, para encontrar a Gael parado delante de su propia casa. Llevaba una bolsa de basura en la mano y me observaba frunciendo el ceño ligeramente.
—¿Todo bien? —me preguntó con cierta frialdad.
Me sorprendió su tono, pero recordé que seguía enfadado con nosotros.
—Gael… —Me acerqué a él—. Casi lo tenemos. Al asesino de Antoine.
—Eloise, para. —Esquivó mis manos, que pretendían tomarlo del brazo—. Ya les dije que dejaran el tema. No quiero estar preocupado por ustedes todo el tiempo.
—Eres un egoísta, ¿lo sabes? Te alejaste de Antoine y ahora te apartas de nosotros, cuando lo único que queremos es justicia.
—Piensa bien en lo que has dicho, francesita. Creo que aquí la única egoísta eres tú.
Me quedé helada con sus palabras, porque en el fondo sabía que tenía razón.
Si habíamos llegado a ese punto, había sido solo por mi culpa. Y si Ian continuaba a mi lado era solo porque creía que debía ayudarme. Había presionado a un hombre que ya sufrió demasiado en su vida y quizá incluso le habría hecho recordar detalles dolorosos de su pasado, sin pararme a pensar en si realmente podría pasar por ello de nuevo. Me había obsesionado como Antoine con el tema, aunque nuestras motivaciones fueran distintas. Ninguno habíamos pensado en qué sucedía a nuestro alrededor, mientras nos empeñábamos en tirar del hilo para descubrir la verdad.
Pero había llegado a un punto en el que, simplemente, no podía detenerme.
Retrocedí un paso, mientras Gael me miraba con tristeza y cierto arrepentimiento. Iba a añadir algo más cuando una voz a nuestras espaldas desvió nuestra atención.
—¿Ves como era Eloise, Ian? —Naira estaba en la puerta de su casa, vestida con un pijama que tenía un pollito amarillo en la camiseta—. Bonjour, Eloise! ¡Hola, Gael!
Los dos la saludamos con la mano, Gael sonriendo como solía hacer. Al segundo, salió Ian regañándola.
—Métete en casa, anda —le dijo mientras la empujaba suavemente y cerraba la puerta. Naira se quejó, pero terminó cediendo, e Ian se acercó a nosotros.
—¿Qué haces aquí? —Se dirigió a mí—. Gael.
—Ha llamado, hace unos minutos. —Sus ojos se abrieron.
—¿Quién ha llamado? —preguntó Gael, confuso.
—Era el gabinete P&Z, Ian. Antoine debió de reunirse con ellos también. Nos han citado a los dos el viernes.
—¿Creen que ellos tuvieron algo que ver con la muerte de Antoine?
—Es posible. O quizá simplemente sepan algo —reflexionó Ian—. Iremos a ver qué nos pueden decir.
—Antoine recibió una llamada y después desapareció. Si esa llamada era de P&Z también… —Dejé la pregunta en el aire y ambos se quedaron mirando al suelo.
—No vayan —soltó Gael, rápidamente—. Al menos, no vayan solos.
—¿Piensas acompañarnos? —repliqué, volviéndome hacia él—. No necesitamos una niñera.
—Tiene razón —contestó Ian, intentando calmar la situación—. Pero se lo diremos a Conrado.
—¿Conrado? ¿Qué tiene él que ver con todo esto?
—Cuando pase todo, ¿querrás que te lo expliquemos? —Ian miró a Gael con esos ojos oscuros y cristalinos que tenía, llenos de bondad. Nuestro amigo asintió, parecía algo abatido.
—Se lo explicarás tú, yo paso —solté.
—Eloise, por favor.
—Eres incorregible. —Gael sonrió y, para mi sorpresa, me abrazó—. Es que estoy harto de ver que mis amigos se meten en problemas. Da igual lo que hagan, no voy a dejar de preocuparme de todos modos.
—¿Y qué significa eso?
—Significa que les pido perdón y que los he echado de menos. Aunque siga pensando que están metidos en un buen lío. Llamen a Conrado o a quien quieran, pero no vayan solos.
—Me sorprende que no intentes impedirlo —contesté.
—Ya he visto que, por mucho que me enfade, no me van a hacer ningún caso. —Suspiró—. Estaré atento el viernes por si necesitan algo. Y si en una hora desde que tengan la cita no sé nada de ustedes, llamaré a la policía. Si esa gente es la que se ha cargado a Antoine o tiene algo que ver, puede ser peligrosa.
Lo miré agradecida y lo abracé yo también. Sabía que seguía mosqueado con nosotros, pero que en unos días volvería a ser el de siempre. Sentí su preocupación, palpable a través de aquel gesto de cariño, y supe que escondido detrás de todo ese enfado simplemente había miedo.