Conrado no dudó ni un momento; decidió acompañarnos, aunque no las tenía todas consigo. El viernes cerró la pastelería antes de tiempo y puso un cartel en la entrada en el que aludía a ciertos «asuntos personales». Sabía que sería la comidilla del pueblo, pero no le dio importancia.
Sin embargo, cuando llegué al local, con el cierre medio echado, Conrado nos reunió a los dos.
—Ayer llamé a P&Z de nuevo —nos dijo seriamente—. No tienen registrada ninguna llamada a Gran Canaria el lunes. Y menos a las horas en que la recibiste, Eloise.
—Es cierto que era un poco tarde…
—Genau. Si fuera del gabinete, habrían llamado en horario de oficina. —Entornó los ojos—. Hablaste con el asesino directamente.
Nos quedamos callados, intentando digerir sus palabras, que parecían haber condensado el aire a nuestro alrededor.
Era impensable que el propio bufete del cual Conrado era cliente estuviera protegiendo a alguno de sus trabajadores, o que realmente ganara algo mintiendo. Lo que nos acababa de contar el hombre nos había confirmado lo que ya sabíamos que podría suceder: que el propio asesino se pusiera en contacto con nosotros. Al declarar que era un representante del gabinete, habíamos sido tan tontos como para creerlo. Empecé a darle vueltas a esos pensamientos y cada vez tenía más claro que Antoine había caído exactamente en la misma trampa.
—Y hoy lo conoceremos. —El rostro de Eloise permanecía inexpresivo, pero sentí el torrente de emociones recorriéndola por dentro. Estaba convencido de que, si mis pensamientos se arremolinaban unos con otros, a toda velocidad, la cabeza de mi amiga estaba a punto de explotar.
Conrado no añadió nada más. Unos minutos después, los tres salimos de la pastelería y comenzamos a andar calle arriba, hasta la parada de guaguas, enfrente del bar donde nos había citado el desconocido, que resultó ser el último local del pueblo, al final de la calle. La mayor parte de las casas de la zona parecían estar cerradas. Supongo que sus habitantes ocasionales, de esos que solo buscaban sol y playa, habrían regresado a sus verdaderos hogares.
Al llegar al lugar acordado, nos sorprendió encontrar el local también cerrado a cal y canto. Los dueños parecían haber decidido que, desde el día anterior, se tomarían unas pequeñas vacaciones. Se me ocurrió pensar que, al habernos dicho lo de quedar en ese lugar, el asesino no sabía nada de aquello y, por tanto, no debía de vivir en el pueblo.
Eran las seis menos cuarto de aquel caluroso 2 de septiembre y los tres esperamos con angustia. Conrado había introducido sus manos en los bolsillos de sus pantalones, en apariencia sereno, y evitaba mirarnos. Eloise agarraba mi mano con firmeza, la misma que se reflejaba en sus pupilas y coloreaba sus mejillas, aunque notaba cómo temblaba debajo de aquella coraza.
Yo estaba a punto de echar a correr.
El reloj de pulsera de Conrado marcó las seis y diez. No habíamos visto pasar a nadie, excepto a un grupo de chavales que habían tomado la guagua hacia Las Palmas unos minutos antes. Y no veríamos a nadie hasta pasada una hora, cuando volviera el próximo vehículo.
El hombre iba a decirnos algo, cuando escuchamos que alguien se acercaba por la calle desierta. Un taconeo pausado pero contundente, con el ritmo de una marcha macabra que nos puso los pelos de punta.
Eloise fue la primera en girarse.
Conrado fue el primero en reconocer la silueta que se acercaba hacia nosotros con una sonrisa extraña en la cara.
—Henrietta.
—Konrad.
La mujer asintió ligeramente, pronunciando la erre de una forma distinta.
Tardamos un rato en ubicar aquel rostro enmarcado en unos oscuros rizos cardados. Pálida y delgada, vestida con sus típicos tacones bajos y una blusa anticuada, la bibliotecaria nos miraba con un sutil desdén.
—Qué alegría verlos, chicos —dijo en ese tono amable que conocíamos—. Y han traído a un amigo.
—Enriqueta —exclamé, todavía atónito, mientras sentía la piel de Eloise ardiendo contra la palma de mi mano—. ¿Qué...?
—Oh, tuviste el detalle de fijarte en mi nombre. —Rio suavemente—. Eres encantador. —Después se dirigió a Conrado—: Was machen Sie hier, Konrad?
—Henrietta, ¿qué significa esto? —Conrado estaba realmente furioso, se adelantó y se puso entre la mujer y nosotros, aunque no parecía nada peligrosa. Me sentía confuso—. Jamás habría imaginado…
—¿Qué? ¿Que no ayudaría a mi familia? —El rostro de la mujer se había transformado por completo—. ¿No es eso lo que nos enseñan desde pequeños, Konrad? Que la familia es lo más importante. No he hecho nada malo.
—Pero eso no justifica que se cometan asesinatos.
Henrietta abrió los ojos como si las palabras del hombre le hubieran hecho realmente daño.
—Ich bin keine Mörderin. No sé a qué te refieres.
—Antoine. —Eloise se adelantó y se puso al lado de Conrado. La mujer la miró con desaprobación.
—Tu hermano era un entrometido. Sus padres deberían haberles enseñado que es de mala educación husmear en la vida y el pasado de los demás —replicó con un mohín, apretando con fuerza las manos sobre la cinta del bolso, que cruzaba su cuerpo.
—Dime, Henrietta, ¿qué daño podría haber hecho a tu familia un joven universitario?
—¡Mucho! Tenía intención de publicarlo todo —gruñó—. No tenía derecho a decir esas cosas sobre mi padre.
Eloise y yo nos miramos, sorprendidos.
—¿Tu padre es… Samuel Zuckerman? —preguntó Eloise.
—Y por eso lo mataste —respondió Conrado entre dientes.
—Ya te he dicho que no soy ninguna asesina. Solo vine a advertirlos para que no repitan los pasos de Antoine.
—Tú hiciste desaparecer los periódicos —dije de pronto—. En cuanto te diste cuenta de que estábamos buscando lo mismo.
La mujer se giró hacia mí, condescendiente y altiva. Se acercó unos pasos hacia nosotros.
—Y, a pesar de todo, consiguieron salirse con la suya.
—Como lo hizo mi hermano —replicó Eloise con dureza—. También lo llamaste, ¿verdad?
Observé a Henrietta pararse a escasos metros. Conrado no le quitaba ojo de encima, furibundo, y Eloise no había relajado ni un ápice su postura firme y desafiante.
—También te citaste con él, aunque acudió solo. Y entonces lo mataste.
—No lo maté —repitió la mujer—. Estuvimos hablando, pero no quiso entrar en razón.
—¿Y por eso te cobraste la justicia por tu mano, asesinando a mi hermano? —estalló Eloise, dando un respingo.
Las lágrimas habían comenzado a correr por el rostro de Eloise, distorsionando la forma de sus pequitas, creando regueros entre sus mejillas coloradas de rabia e impotencia.
—¡No lo maté! —Henrietta cerró los ojos, gritando. Sin que pudiéramos prevenirlo, llevó sus manos a su cadera, donde se encontraba su bolso apoyado. Sacó una pistola que sostuvo temblando—. No lo maté… Scheiße!
Contuvimos el aliento e instintivamente nos echamos hacia atrás. Ahogué un grito de puro terror, al ver cómo el cañón del arma oscilaba peligrosamente. Conrado nos empujó y se interpuso de nuevo entre Henrietta y nosotros. Eloise se revolvió, pero la sostuve entre mis brazos para que no hiciera ninguna locura.
—Antoine era muy testarudo —dijo medio llorando—. No pretendía hacerle nada, pero quería que entendiera… Que comprendiera que, si decía algo, hundiría más la vida de mi padre. Habíamos quedado en lo alto del acantilado. Estaba nervioso, enfadado, y no estaba dispuesto a ceder. Tropezó y… Había mucha sangre. No sabía qué hacer. Se acercaba una tormenta horrible, así que pensé que tendría una oportunidad de que pensaran que fue un accidente.
—Maldita loca, ¡y lo conseguiste! —Eloise se echó hacia delante con una fuerza que no esperaba. Conseguí retenerla a duras penas por la cintura, mientras se doblaba y retorcía, llena de odio. Gritó con dolor.
—¿También lo amenazaste con la pistola? —La mujer guardó silencio ante la acusación de Conrado, por cuyo rostro cayó una lágrima solitaria—. No creo que Samuel te hubiera educado así, ni que quisiera que su única hija protegiera a su familia amenazando a estudiantes. Menos aún, por algo que sucedió hace más de cuarenta años.
—No hables tan a la ligera. No sabes por todo lo que ha tenido que pasar mi padre, mi familia entera, desde la guerra. Toda la humillación, el dolor, las enfermedades… Estar lejos de tu hogar, sentir que medio mundo te da la espalda. Que no tienes adónde ir. —La voz de la mujer se tiñó de odio y amargura, su boca se torció en una mueca—. Mis padres consiguieron recomponer su vida solo después de muchos años, casi no han recuperado la confianza en su país. Pero allí siguen, con esperanza. ¿Crees que sacar a la luz un secreto así, aun después de tantos años, les hubiera hecho algún bien? Bastante tuvimos con los periódicos y sus acusaciones ciegas y sensacionalistas.
—Samuel se movió en defensa propia, maldita sea —estalló Conrado—. Y era un niño cuando todo sucedió. ¿Crees que alguien lo juzgaría ahora con dureza? Yo podría testificar a su favor si alguien quisiera condenarlo. Estuve allí.
Eso no lo esperaba. La bibliotecaria boqueó confusa.
—Wusstest du es nicht? Ich habe alles gesehen, Henrietta. —La voz de Conrado había bajado un poco, mientras daba un paso en su dirección—. Si alguien hubiera acusado a Samuel injustamente, yo habría sido el primero en defenderlo. Pero esto no es lo adecuado.
La mujer abrió los ojos con sorpresa, en una muda expresión de terror y arrepentimiento al darse cuenta de las consecuencias de sus acciones. Entendí que no se había parado ni por un momento a reflexionar sobre ello. Se había movido alentada por una causa que en cierto modo creía que era noble. Pude comprenderla, aunque no tuviera ni la más remota idea de lo que habría sido la vida para su padre. Para aquel joven Samuel que perdió a su familia durante la guerra, que vivió años escondido y que, cuando todo terminó, tuvo que recomponerse como persona en un país destrozado y dividido. Pero, por lo que nos había contado Conrado, incluso las víctimas como Samuel, lejos de alimentar el odio en sus corazones, también eran capaces de perdonar y juzgar con sabiduría las acciones de los otros.
Samuel había comprendido que Conrado jamás los había traicionado. Que nunca habría puesto en peligro a Rebeca o Isaías, y que siempre sería fiel a sus principios, a pesar de que su hermano mayor lo tratara como lo hacía. Fue capaz de ver y discernir, con su conciencia aún infantil, que Conrado no dudaría ni un instante en defenderlos, como cuando intentó separar a Helmuth para que no le diera una paliza a Isaías.
Que unos y otros eran víctimas, a su manera.
Fue el odio lo que había llevado a Samuel a denunciar a Conrado en cuanto comprendió que poseía algunas reliquias familiares. Pero el amor y el perdón lo habían convencido de que nadie tenía la culpa. Lo vio en cuanto Conrado llegó dispuesto a devolverle todo lo que pertenecía a los Zuckerman.
Samuel había aprendido a vivir con el pasado, a extraer lecciones de ello y obrar con sabiduría en el presente. Mientras que Henrietta lo maldecía.
Conrado iba a añadir algo más, cuando escuchamos unas voces y unos pasos acercándose deprisa.
Nos giramos atónitos, para ver a Gael y Yaiza corriendo hacia nosotros. Henrietta siguió la dirección de nuestras miradas, con la pistola aún en alto.
—¡Aléjense! —grité con todas mis fuerzas, haciendo aspavientos con mi único brazo libre, mientras que con el otro sostenía a Eloise.
—¡Pero qué…! —Fue la voz de Yaiza lo último que escuché antes del disparo.
Gael iba por delante, nos miraba a nosotros: a Eloise deshecha y con el pelo revuelto a mi lado, pero en el último momento, y ante mi advertencia, Yaiza se había girado hacia Henrietta. Vi el cambio de su expresión, que pasó al terror más absoluto en cuanto se percató de que tenía un arma entre las manos. En una fracción de segundo, saltó hacia delante, con la mirada fija en la espalda de Gael.
Henrietta apretó el gatillo.
Y todo sucedió muy deprisa.
Conrado saltó hacia Henrietta, quien había retrocedido un paso por la fuerza del arma. Todavía aturdida, no pudo darse cuenta del rápido movimiento de Conrado, quien la empujó al suelo mientras la pistola rodaba por la carretera, al otro lado de la calle.
Gael y Yaiza, más abajo, eran dos cuerpos tirados sobre el asfalto. Durante unos angustiosos segundos, que parecieron ralentizarse y oprimir mi corazón, ninguno de los dos se movió.
Sentí que Eloise perdía las pocas fuerzas que le quedaban. Sus rodillas cedieron al temblor de sus piernas y los dos nos desplomamos sobre la calle. Aturdidos. La mochila de mi amiga cayó al suelo, emitiendo un sonido a roto, del que ni siquiera se dio cuenta.
Henrietta lloraba en el suelo, a nuestro lado, sollozando desesperada palabras sin ningún sentido para nosotros. Tenía la mirada vidriosa y desencajada, como si no entendiera del todo lo que había sucedido.
—Ich wollte es nicht… Ich kann damit nicht… Tut mir Leid.
Conrado la acunaba entre sus brazos.
—Beruhige dich, kleine Henrietta…
A los pocos segundos, las luces parpadeantes de varios coches de policía nos despertaron de nuestro estupor.
Observé a Eloise, a mi lado, completamente desencajada. La abracé con fuerza.