CAPÍTULO 23
IAN

Cuando la policía se llevó a Henrietta esposada, todos suspiramos aliviados. Después, declaramos y explicamos lo sucedido como pudimos, aturdidos y agotados.

—Esto será un proceso lento —nos avisó el agente que había grabado nuestras declaraciones, tomando notas ocasionalmente en su libreta.

Cuando los coches de policía se alejaron, comprobamos que la bibliotecaria se encontraba en el asiento de atrás de uno de los vehículos. Tenía una mirada completamente desenfocada, el rostro vacío de todo sentimiento y no nos dedicó más de un minuto de atención. Conrado se quedó unos segundos de pie, observando cómo el coche se alejaba por la carretera.

Los vecinos y algunos curiosos no habían tardado en acudir al lugar donde nos encontrábamos, así que las noticias se transmitieron por el pueblo como la pólvora, preocupando a unos y alimentando las mentes más retorcidas de otros. Habíamos dado algo de lo que hablar al pueblo para varios meses, aunque me dolió más pensar que precisamente yo sería el que menos lo sufriría de todos cuantos nos encontrábamos allí.

No era de extrañar que, a pesar de haber estado un poco más de una hora fuera de casa, en cuanto volví, sintiendo cada músculo hecho de plomo, y con un extraño dolor de cabeza, mis padres estuvieran a punto de salir precipitadamente. No obstante, suspiraron aliviados cuando me vieron entrar por mi propio pie, si bien no suficiente como para que me librara de una buena bronca, la cual, por cierto, anunciaba castigos hasta el fin de los tiempos.

Mi padre estaba rojo de ira y tenía los ojos húmedos, mientras que mi madre me dio un abrazo que por poco me deja sin respiración. Después me obligaron a meterme en la ducha y me prepararon una cena caliente y reconfortante.

Aunque Gael no les había dicho nada para no preocuparlos, ya se habían alarmado al ver a mi amigo salir corriendo de su propia casa. Eso, unido a los rumores de los vecinos, les había hecho temer lo peor. Gracias a mis padres, me enteré de que Gael había avisado a Yaiza para contar con más ayuda y no había sido capaz de esperar la hora que nos había prometido. A las seis y media, después de comprobar que la pastelería estaba cerrada, los dos se habían dirigido hacia el lugar donde íbamos a reunirnos, para ver que todo estaba en orden.

—Habíamos acordado entrar en el bar y sentarnos en un extremo, como si fuéramos dos personas tomando algo —me confesó Gael—. Eso si veíamos que todo estaba bien. No nos imaginábamos que pudiéramos encontrarnos con aquello…

—¿Fueron ustedes quienes llamaron a la policía?

—No, qué va. Menos mal que llegó tan rápido —dijo y se encogió de hombros.

—Aun así, gracias. Por estar ahí después de todo —le expresé con sinceridad.

—Ya les cantaré las cuarenta, renacuajo. —Gael sonrió con picardía.

—Antes, escucha la historia completa.

Y eso hizo. Le conté absolutamente todo a mis padres, a Yaiza y a Gael, para que comprendieran por lo que habíamos pasado. Se quedaron totalmente atónitos, especialmente con el papel de Conrado en aquella historia. No quise dar muchos detalles, para no vulnerar su privacidad, pero incluí los datos más importantes. La reacción de mis padres fue la que más me sorprendió. Conocían al hombre de toda la vida y algo sabían de que él era extranjero, pero no lo recordaban con claridad. Para ellos, siempre fue el propietario de la famosa pastelería, un hombre amable e inteligente que siempre los había tratado con educación. Le tenían cariño, como podían profesárselo a la propia Rosa también, aunque a veces los desesperara con su incesante parloteo.

Cuando acabé de hablar, no supe distinguir si mis padres querían darme una buena colleja o se sentían algo orgullosos.

La peor parte del asunto se la llevó Eloise, quien pasó la semana siguiente durmiendo sin descanso, hasta llegar a un punto que nos preocupó. Gael y yo fuimos a visitarla todos los días, para obtener de Zacarías la misma respuesta: seguía sin poder moverse de la cama. Entendía que las emociones de todo lo sucedido, el alivio por el peso del que había conseguido librarse también, fueron demasiado fuertes. Pero eso no fue suficiente como para que no me angustiara más por el paso del tiempo; miraba nervioso cómo transcurrían los días. Inexorablemente, se acercaba la fecha en la que debía coger el avión de vuelta a Madrid y un miedo irracional se apoderó de mí al pensar que llegaría ese día sin haberme despedido de Eloise. Es más, la simple idea de que no me quedaba más remedio que tomar ese avión era suficiente como para cerrarme el estómago. Si de mí hubiera dependido, habría extendido aquel verano infinitamente. Lo habría alargado en el tiempo, en un bucle sin principio ni final, donde no existieran más que los atardeceres, la playa, Eloise y yo.

El sábado siguiente, Eloise parecía encontrarse mejor. Habíamos acordado visitarla, así que aquella tarde Gael, Yaiza y yo subimos la calle hasta su casa. Por el camino, pasamos delante de la pastelería para avisar a Conrado, quien decidió cerrar durante un par de horas. Desde luego, los vecinos estarían estupefactos; Conrado no cerraba prácticamente nunca.

Zacarías nos recibió, sonriente. Era evidente que se sentía aliviado y agradecido con nosotros, aunque algo me decía que aquel hombre estaba empezando a perdonarse a sí mismo. Le sonreí también, pero eso no evitó que entrara algo cohibido, dirigiéndome hacia el patio trasero. Estaba tan abstraído pensando en todo eso que no me di cuenta de que mi amigo se había detenido en la puerta. Choqué contra su espalda, mientras él miraba a su alrededor, estupefacto.

—Vaya, sí que ha cambiado esto, Zacarías. ¿Qué has hecho?

—Una pequeña limpieza de cara. —Sonrió el hombre. Sin duda, parecía más joven que cuando le conocí.

Gael tenía razón: todo estaba más limpio, los hierbajos habían desaparecido y se respiraba mejor. Parecía que incluso entraba más luz en el recinto. Eloise estaba sentada en una de las sillas de metal, pintadas hacía poco y todavía relucientes. Tenía las piernas dobladas sobre el asiento y parecía tremendamente cómoda y recuperada, con sus pantalones cortos rocky y una camiseta de algodón bastante grande. Su pelo brillaba con fuerza.

Yaiza se acercó a ella corriendo, adelantándose. La estrechó entre sus pequeños brazos con fuerza y le plantó un sonoro beso en la coronilla.

—Oh, mierda, perdona. Te he manchado de pintalabios. —Miró alarmada a Eloise, como si fuera a regañarla—. Nos tenías muy preocupados.

Eloise nos saludó a todos, pero nos miraba con un extraño brillo en los ojos y aprecié que sus ojeras habían desaparecido. Al poco rato, todos estábamos sentados con sendas tazas de café y unas pastas que había traído Conrado. Zacarías lo miraba con cierta admiración y le agradeció repetidas veces que nos salvara a todos.

—No tenía ni idea de que Henrietta fuera la responsable —nos confesó—. Por supuesto, era consciente de que vivía en Las Palmas, pero no se me ocurrió pensar, ni por un momento, que pudiera hacer algo así.

—¿Por qué tenías tanta fe en ella? —preguntó Yaiza.

—Es la única hija de Samuel. Desde muy pequeña, detestó la vida en Alemania. Se empezó a interesar por el español cuando supo que un conocido de sus padres vivía en España, así que comenzó a dar clases para conocer mejor el idioma y la cultura. Hace seis años, cuando viajé a Alemania y conocí a Henrietta, le propuse que viniera a vivir a Gran Canaria. Se emocionó mucho, y su padre, aunque fuera a echarla de menos, no pudo hacer otra cosa que ceder. Como ya era mayor de edad, no podía estar bajo mi tutela, pero le prometí a Samuel que cuidaría de que no le faltara de nada. Con los ahorros que trajo de Alemania, pudo alquilar un apartamento pequeño que, en comparación con los alquileres de allí, era bastante económico.

—¿No pensaste que pudiera ser ella ni por un instante? —insistió Yaiza—. Quiero decir, eras el único que sabía que tenía relación con Samuel.

—Jamás. Henrietta era una joven amable y sencilla, sabía que Samuel y su mujer la habían educado con esmero. Su única ambición era trabajar y vivir rodeada de libros, aprender idiomas y ser independiente —respondió Conrado, tajante—. Cuando la conocí, tenía veinte años y ya hablaba español con fluidez y muy poco acento. Es una mujer inteligente, por eso no podía ni imaginar que ella…

Se calló de pronto, un poco cohibido.

—Clara, en cambio, sí sospechó. En cuanto mencionaron que algunos periódicos habían desaparecido. —Nos dirigió una mirada que no supe identificar—. No estaba segura, pero tuvo la intuición suficiente para conectar los puntos mejor que yo. Aunque fuera lógico lo que me decía, no encajaba con la imagen que tenía de Henrietta. Y por eso, como no pude quitarme de encima esa horrible sensación de duda y contrariedad con mis propios pensamientos, decidí llamar al bufete.

—Así que ya estabas prácticamente convencido de que la veríamos esa tarde. —Todos nos giramos hacia Eloise.

—Sí. Pero deseaba estar equivocado.

—¿Y qué va a pasar ahora? —pregunté.

—Las autoridades tendrán que decidir; ahora está en sus manos —contestó Zacarías, para nuestra sorpresa—. Al menos nosotros tenemos las respuestas que buscábamos.

Tomó la mano de Eloise entre las suyas y le sonrió con ternura. Eloise le devolvió el gesto, sus ojos brillaron con agradecimiento y su padre la atrajo hacia sí, en un ligero abrazo.

—Han logrado hacer justicia para Antoine. Como dijeron... —Gael nos miró alternativamente y sonrió, burlón—. Son más duros de roer de lo que imaginaba de una francesita y un renacuajo.

—Déjelos en paz, pesado. —Yaiza le dio un pequeño golpe en el brazo—. Bastante han tenido que pasar. Nosotros nos habríamos acojonado a la primera.

—No lo dudes. —Las carcajadas de nuestro amigo inundaron el aire, los demás nos contagiamos de su risa y comenzamos a reír con él.

 

***

 

Eloise había preparado una fiesta de despedida, me había dicho.

Zacarías y ella llevaban toda la semana esforzándose al máximo. Eloise me contó entusiasmada que su padre había vuelto a buscar trabajo, aunque todavía estuviera esperando que lo llamaran para hacer alguna entrevista. El hombre había recuperado parte de la energía que había perdido, aunque a veces sus ojos volvieran a apagarse. Había reaccionado así al sentir que podría perder a Eloise si no se esforzaba lo suficiente. Aquel día de tormenta, especialmente, le había hecho abrir los ojos y reaccionar ante el miedo y el recuerdo. Se sintió como hacía un año, la misma noche del día en que Antoine desapareció.

Con la relativa tranquilidad que conocer la verdad les había dado, ambos estaban encontrando el punto de equilibrio que necesitaban para recomponer sus vidas poco a poco. Así que empezaron por lo más sencillo: recuperar su hogar. Durante esa última semana que pasé en la isla, acudí a su casa para ayudarlos a pintar las ventanas, arreglar pequeños desperfectos a causa de la dejadez, o quitar malas hierbas que habían crecido entre los baldosines del patio delantero. Incluso, con ayuda de mi madre, plantamos un pequeño jardín y llenamos las macetas de las ventanas de coloridas flores.

Jamás podría olvidar la cara de Eloise cuando llegó ese día, después de trabajar en la pastelería. Ni el beso que me dio después.

Fui testigo de cómo padre e hija se esforzaban por sonreírse más, o cómo intentaban dedicarse palabras cariñosas y amables. Perdonándose a sí mismos. Perdonándose entre ellos.

Era consciente de que sería un proceso más lento y complejo de lo que aparentaba ser. En algunos momentos, observaba a Eloise cuando ella no se daba cuenta. Como cuando estaba tan absorta, brocha en mano, recubriendo de azul eléctrico las contraventanas de la cocina. En esos instantes veía cómo una sombra cruzaba su mirada, o un ligero mohín contraía las pecas de su rostro, obligándola a fruncir el ceño. Entonces le sonreía, le contaba algún chiste malo que me había dicho Gael, o le acariciaba el dorso de la mano. Y entonces sus ojos brillaban de nuevo, reía o empezaba a meterse conmigo.

Tanto ella como su padre tardarían un tiempo en curar sus heridas. Es posible que nunca lo hicieran del todo, pero al menos deseaba, con toda mi alma, que encontraran la paz suficiente como para dejar de sentirse culpables.

Así pues, después del esfuerzo de aquella semana, llegué el sábado a casa de Eloise, custodiado por mis padres y una Naira tan emocionada que no paró de hablar en todo el camino. Sonreí al ver las dos bicicletas, la naranja y la morada, apoyadas en la fachada blanca. Sostuve el pequeño paquete envuelto entre mis manos con más firmeza.

Habían decorado el patio de atrás con globos, banderines y manteles de cuadros llenos de colores.

Gael y Yaiza estaban discutiendo en un rincón, gesticulando con unos globos en la mano.

—Te he dicho que tengas cuidado al atarlos —le regañaba Yaiza.

—Mira, yo no tengo la culpa de que sean tan delicados.

—¡Pero es que has roto media bolsa! ¿No crees que la culpa es tuya, manazas?

Eloise los miraba, negando con la cabeza.

—Llevan así toda la tarde. —Puso los ojos en blanco.

Bonjour, Eloise!

Bonjour, Naira! Comment se fait-il que tu parles français?

Naira la miró, entornando los ojos. Después se giró hacia mí.

—¿Qué ha dicho? —Eloise y yo nos echamos a reír, Naira se cruzó de brazos, enfurruñada—. Jopé, que estoy aprendiendo.

—¡Y vas genial! —Eloise le guiñó un ojo—. Si quieres, hoy te enseño algunas palabras.

—¿Lo harás? —Mi amiga asintió, sonriendo—. ¡Qué bien!

Naira se alejó corriendo para reunirse con Gael y Yaiza.

—Gracias por la fiesta —le dije a Eloise.

—Es lo de menos —me respondió. Ambos sonreímos, perdidos en la mirada del otro.

—Toma, tengo un regalo para ti. —Le entregué el paquete rectangular, ante un gesto de extrañeza por su parte—. Espero que te guste.

Sentí cómo me ponía rojo de nuevo. Contuve las ganas de llevarme una mano a la nuca, mientras miraba impaciente cómo rompía el papel brillante. Pero no estaba preparado para su reacción en cuanto comprendió qué contenía.

—Ian… Es precioso.

Se quedó mirando el dibujo, con los ojos muy abiertos. Me hubiese gustado regalarle una imagen nuestra, como aquella noche en la playa, mientras llovía, ella con su cazadora vaquera y los dos con el pelo pegado al rostro. O un retrato suyo, caminando por la arena con el recogido de su pelo deshecho, dejando huellas a su paso por el suelo húmedo. Esos podían esperar a otro momento. Había decidido, sin embargo, que Eloise no necesitaría más recuerdos de esos meses que habíamos compartido con tanta intensidad. Así que le regalé un atardecer en la playa, cerca de la cueva, con dos personas caminando por el paseo, ambas con sus bicicletas a cada lado: una naranja y otra morada. El cabello de ambos refulgía como el fuego. Era el dibujo que había encontrado al principio del verano y que ella merecía tener.

—Me hubiese gustado conocerlo.

Eloise levantó la cabeza hacia mí, con la emoción reluciendo en su rostro. La abracé fuerte y ella me devolvió el gesto, envolviéndonos con su aroma.

—¡Eh, tortolitos! —Gael nos separó con suavidad. Se quedó quieto al reconocer el dibujo, pero sonrió de medio lado—. ¡Vamos a comer!

Miré alrededor, contento de ver a tanta gente a la que quería reunida. Conrado y Clara, sentados en un extremo, no nos quitaban ojo a Eloise y a mí. Gael discutía ahora con sus hermanos pequeños, mientras sus padres intentaban ignorarlos. Yaiza se reía de alguna ocurrencia de Naira y mis padres traían los últimos platos a la mesa. Y justo cuando Eloise y yo íbamos a sentarnos, Zacarías se asomó por una ventana de la planta baja, dejando un pesado objeto en el borde. Eloise abrió mucho los ojos e iba a replicar, pero su padre le guiñó el ojo y sonrió. Todos nos callamos cuando Here comes the sun empezó a sonar, lo que pareció ser el pistoletazo de salida para devorar la comida que habíamos preparado y los dulces que trajo Conrado.

Eloise y yo nos cogimos de la mano, por debajo de la mesa.

Aquella no era una fiesta de despedida.