EPÍLOGO

Daba pequeñas pataditas a los guijarros con mis pies, cansada de ascender por las calles y el campo.

Pequeños escalofríos recorrían mi piel, aunque no estaba segura de si era a causa del viento frío o de los nervios que sentía. No entendía el porqué de esa angustiosa emoción y no me gustaba pensar que aquello realmente me estuviera costando un esfuerzo de grandes dimensiones, así que le eché la culpa al tiempo. A aquellos nubarrones grises que se movían con parsimonia sobre nuestras cabezas, arremolinándose y amenazándonos. Quizá ellos fueron testigos de todo lo que sucedió sobre el acantilado hace un año y por eso estaban ahí, intentando disculparse conmigo por haber causado la tormenta que me quitó a mi hermano. Por todas las tormentas que desolaron mi hogar.

Me estremecí dentro de esa cazadora vaquera que le había robado a Antoine el verano anterior.

El chirrido de las zapatillas de Ian a mi lado me reconfortó ligeramente. A tientas, busqué su mano, tan cálida al contacto, que me dio un apretón silencioso, para transmitirme fuerzas.

Levanté la vista solo un poco para comprobar que Gael y Yaiza seguían delante de nosotros, abriendo la marcha. Habían dejado de discutir por una vez. Gael caminaba cabizbajo, con las manos en los bolsillos de sus vaqueros. Yaiza parecía no sentir el frío ni el viento dentro de su cazadora de falso cuero, y con su pelo recogido en una coleta elevada daba la sensación de que llevaba la barbilla mucho más alta. También observaba los nubarrones y los desafiaba con esa gracia desenfadada que la caracterizaba.

Conrado resopló detrás de nosotros.

La vista en lo alto del acantilado era increíble, no había duda. Se veía la línea de costa, recortada por la playa, el puerto a nuestros pies y la cueva al final de la bahía. El pueblo se extendía a lo largo del paseo y hacia el interior. No había mucha altura, pero era la suficiente como para regalarnos un precioso cuadro de ese diminuto universo que era nuestro hogar.

Me crucé de brazos, intentando protegerme de un frío que no podía traerme el viento, que estaba dentro de mí. Sentí varios pasos a mi alrededor y la tranquila y cálida presencia de Ian a mi lado, rozándome el brazo.

Volvíamos a estar ahí, otro 23 de octubre, un año después de la muerte de Antoine.

—¿Por qué aquí? —pregunté.

El viento hizo tambalear a Yaiza, mientras se sentaba con la vista puesta en el mar. Escuché su rugido contra las rocas, a nuestros pies, al tiempo que esperaba la respuesta de Conrado.

—Henrietta me dijo que estuvieron dando un paseo. Admiraba el entusiasmo de tu hermano. Lo escuchó hablar. Llegaron aquí de casualidad.

No dije nada. Varios mechones de pelo golpearon con fuerza mi cara, así que los intenté colocar detrás de mi oreja.

—¿Qué vas a hacer, Eloise? —Miré a Gael—. Quiero decir, ¿vas a probar a hacer la Selectividad para entrar en alguna carrera?

—Había pensado estudiar algo de formación profesional —respondí, volviéndome hacia Conrado—. Quiero quedarme aquí. Aunque este año me vendría bien seguir trabajando y ayudar un poco a mi padre.

—Tengo una propuesta para ti, Eloise.

Me inquietó el tono serio de Conrado, pero me esforcé en ocultarlo.

—¿De qué se trata?

—Quería saber si te gustaría ocuparte de la pastelería cuando acabes de estudiar. —Abrí mucho los ojos—. O cuando te sientas con ganas para ello, si es que te gusta de verdad. Quiero que el negocio, cuando me retire, esté en buenas manos. Por supuesto, te cederé todas las recetas, los secretos… Hasta las de los Zuckerman.

No respondí, aunque todos debieron de entender qué pasaba por mi mente. Ian frotó mi espalda con entusiasmo, Gael empezó a reírse y Yaiza, que se había sentado en el suelo como los niños pequeños, me dio unas palmaditas en la zapatilla. Conrado me dedicó una de sus características sonrisas.

Nos quedamos unos minutos callados, cada uno sumido en sus propios pensamientos. Me imaginé a Antoine, corriendo por las calles del pueblo, o en ese mismo acantilado, hacía un año, sin saber qué ocurriría después. Lo quise recordar con su pelo alborotado, su risa fácil y su cabezonería sin fin, intentando sacarme una sonrisa a cada rato. Sus pellizcos en mis mejillas o su música a todo volumen, apropiándose de la casa.

Casi podía escuchar su voz coreando sus grupos favoritos, desafinando intencionadamente.

—Toma, Eloise. —Gael me tendió un walkman algo viejo. Era de Antoine—. Como el tuyo se rompió el día que vimos a Henrietta…

Mi mochila había caído con más fuerza de la que creía y el walkman se había roto por completo.

—Gracias, Gael.

—Sé que es de tu hermano, pero tu padre cree que no pueden tener sus cosas como si fueran un mausoleo.

Asentí con la cabeza. Pulsé el botón de encendido y me coloqué los auriculares sobre los oídos. Unos acordes que no reconocí comenzaron a sonar.

—¿Saben cómo se llama esta playa? —preguntó Ian de pronto.

Me aparté los auriculares, pero no apagué la música. Dejé que el murmullo de aquella melodía sonara de fondo.

Conrado se volvió hacia nosotros. No debía de ser muy tarde, pero comenzaba a oscurecer.

—Nadie se atrevería jamás a ponerle nombre.

—¿Por qué no? —Yaiza arrugó la nariz.

—¿Cómo pueden describir lo que sienten? —respondió Gael, para nuestra sorpresa. Conrado asintió—. Claro que hay palabras para dar forma a ciertos sentimientos, pero no se pueden describir.

—Lo mismo ocurre con esta playa —comprendí.

—Si tuviera nombre, pertenecería a los turistas. —Sonrió Conrado—. No, es imposible confinarla de esa manera. Esta playa significa cosas distintas para cada persona y aun así lo es todo.

Los dedos de Ian y los míos se entrecruzaron, despacio. Observamos en silencio el océano, que no brillaba mucho aquel día. Tenía un color oscuro, como opaco. Cada ola generaba un rastro de espuma que bañaba la arena, embargándonos con el olor a salitre y el arrullo del agua y su movimiento.

Quizá al día siguiente esas nubes desaparecieran, arrancando relucientes reflejos a aquellas aguas que se habían llevado una parte importante de mi vida, pero que me devolvían también una nueva versión de mí misma.

No podía culparlas, después de todo; seguían un ciclo independientemente de las tormentas que descargaba el cielo sobre todos nosotros.

Y seguían siendo hermosas.

 

FIN