Cuando llegamos a nuestra casa, eran casi las dos de la tarde y, como me había prometido mi padre, Naira nos esperaba con la mesa preparada. En cuanto escuchó el ruido de la verja delantera, la cual creo que chirrió toda la vida a pesar de los esfuerzos de mis padres por arreglarla, salió disparada hacia mí.
Naira me quería con locura, era su modelo a seguir por mucho que yo no hiciera ni un esfuerzo al respecto. Me admiraba y creía que yo era la persona más lista del universo porque había conseguido ir a estudiar a la universidad en la Península. Lo que desconocía era que, en realidad, el mérito había sido de nuestros padres. Durante años se habían sacrificado y ahorrado todo lo posible para que sus hijos, si quisieran, pudiesen optar a la educación o los estudios que desearan. A pesar de ello, había conseguido una beca modesta que cubría una parte de los gastos universitarios y me había esforzado por mantenerla para el curso siguiente obteniendo buenas calificaciones. Pero no podía verme como esa persona con las ideas claras que mi hermana creía que era. Me sentía incapaz de explicárselo, porque aún veía la realidad con el filtro de la inocencia de una niña de nueve años, cuyo mundo se reducía a nuestro pequeño pueblo, mi familia y la vida en la costa.
Cuando Naira me estrechó entre sus brazos, más eufórica que nunca, todos estos pensamientos se disiparon y decidí que quería vivir aquel momento, ignorando el hilo de mis reflexiones y devolviéndole el abrazo con todo el amor que sentía por ella.
—¡Cuánto han tardado! Me moría de hambre —espetó a mis padres, al tiempo que se deshacía de nuestro abrazo. Me hizo gracia descubrir que, aunque yo fuera el principal responsable de la tardanza, culpara a nuestros padres.
—Tranquila, pequeña, no podemos hacer nada si el vuelo se retrasa —le contestó mi padre, revolviéndole el pelo, algo que Naira odiaba—. Además, ¿de verdad tenías tanta hambre? ¿O es que echabas de menos a Ian?
Bajo la piel morena de Naira, a la altura de sus adorables mofletes, empezaron a aparecer dos manchas coloradas. Frunció el ceño y estrechó los labios, enfadada. Por supuesto, nunca lo admitiría en voz alta.
—¡Por mí como si no hubiera vuelto en cinco años!
Sonó demasiado poco convincente y los tres nos echamos a reír sin parar, ganándonos una mirada de rabia de Naira, que se sonrojó aún más. Sin que me diera tiempo a reaccionar, me lanzó un pequeño puñetazo cariñoso en el brazo.
—¡Tranquila, pequeño tomate! Yo también me muero de hambre. —Empecé a hacerle cosquillas mientras se retorcía de risa y después todos nos dirigimos al patio de atrás.
Me encantaba comer en ese patio, especialmente en verano. Naira había dispuesto la mesa con bastante esmero, como si quisiera imitar la estética de un restaurante. Pero cada servilleta aparecía doblada siguiendo su propio esquema. En cualquier caso, agradecí el gesto y el esfuerzo, porque era consciente del cariño y la importancia con los que había cuidado cada uno de los detalles.
Comimos despacio mientras los tres escuchaban las anécdotas que ya les había narrado un poco por teléfono a lo largo del curso, pero a las cuales podía dedicar más tiempo ahora, haciendo incluso pequeñas interpretaciones (con voces y gestos incluidos) de todo lo que me había sucedido. Era curioso pensar que había estado fuera de casa apenas nueve meses, un periodo que había pasado demasiado rápido, casi sin dejarme tiempo a disfrutarlo. En realidad, sentía que mi experiencia estudiando fuera era más bien aburrida y poco interesante, pero me descubrí a mí mismo hablando de mis compañeros, profesores e incluso de alguna chica que había conocido con gran entusiasmo. Naira no dejaba de interrumpir y preguntarme constantemente, más emocionada que yo mismo por todo lo que estaba contando.
—Vale, pero tengo una pregunta superimportante.
—¿Cuál? —Aguanté la risa ante su rostro serio y meditabundo. Como si realmente estuviera desentrañando un problema que requiriera una gran concentración.
—¿Cómo has conseguido lavar tus calcetines?
Un silencio inundó la casa unos segundos y después todos estallamos en carcajadas.
—¡Lo digo en serio! En casa eres un poco inútil, y eso que están papá y mamá.
Qué amor de niña.
—Pues no me ha ido muy mal, ¿no? He vuelto de una pieza. —Le saqué la lengua.
Volvimos a gastarnos bromas, a hacernos burla y no paramos de reír en toda la comida.
Casi sin darnos cuenta, y después de haber devorado una deliciosa sandía, eran las cuatro de la tarde. Mi madre no tenía que volver a trabajar al colegio hasta el día siguiente, ya que sus alumnos tenían vacaciones y la jornada laboral de los profesores se reducía. Mi padre, en cambio, debía regresar al puerto para preparar la faena del día siguiente. Mi madre, Naira y yo nos quedamos en casa, y decidí aprovechar la tarde para acomodar la ropa en los armarios y cajones. Así pues, cogí el equipaje y subí a mi habitación.
Si volver a casa me había provocado una sensación de añoranza, de la cual no había sido consciente en esos largos meses que había pasado fuera, cuando abrí la puerta de mi cuarto sentí que me asfixiaba. Todo estaba tal cual lo había dejado, y la escasez de polvo en el escritorio y las estanterías evidenciaba que mi madre se había esmerado en que estuviera perfectamente preparado para mi vuelta. Sabía que había sido ella porque era de esas personas que pocas veces acompañaba sus acciones con palabras; lo hacía con detalles y cuidaba de todos sin decir absolutamente nada. Era algo que amaba de ella, porque sabía que velaba por nosotros sin tener la necesidad de expresarlo en voz alta continuamente. Nos quería en silencio, pero nunca dudábamos de eso.
Sin embargo, no fue ese detalle el que me oprimió el pecho y me dejó sin respiración. Aún hoy sigo sin explicarme qué sucedió aquel día, aquella mezcla de sentimientos que me provocó enfrentarme al que había sido mi espacio personal durante diecinueve años. Pero la realidad me había superado. Había vivido en una burbuja durante el curso escolar creyéndome un habitante más de la ciudad, sin dedicar demasiado tiempo a pensar y recordar de dónde venía. Mucho menos, de esas cuatro paredes pintadas en azul claro, con mis muebles de madera de roble y la colcha de cuadros que mi abuela había tejido para mí cuando cambié la cuna por la cama. Mis libros estaban colocados por orden alfabético en las estanterías, algún juguete que conservaba de pequeño asomaba por los rincones, un poco olvidados. Pero lo que más me impactó fue descubrir el montón de libretas de dibujo y mi colección de acuarelas y pinceles, todos depositados con cuidado y orden encima de la cómoda.
Había olvidado que amaba dibujar.