CAPÍTULO 6
ELOISE

Cuando salí aquella tarde, solo tenía claro que quería comprar unas nuevas pilas para mi walkman. Por entonces podía prescindir de cualquier cosa, excepto de mi familia, mi música y el mar. Puesto que lo primero me lo estaban arrebatando sin piedad, pensaba que solo me quedaban dos refugios seguros en aquella isla, a pesar de los malos recuerdos. Y no pensaba renunciar a ellos.

Tomé mi bicicleta, de un color anaranjado desvaído y que a menudo me ganaba las burlas de otros, que no dejaban escapar la oportunidad de resaltar cómo hacía juego con mi pelo. Había escogido ese color hacía años porque Antoine se había decantado por una bicicleta morada, algo oscura, y me había convencido porque a menudo decía que, si íbamos los dos juntos, podríamos representar un atardecer. Y, por supuesto, haría juego con mi pelo. Siempre añadía esto último entre risas, solía subirse rápidamente a su propia bicicleta antes de terminar la frase y pedaleaba con fuerza, retándome a perseguirlo. Entonces, iba tras él calle abajo, moviendo mis piernas con toda la potencia que era capaz de transmitirle a los pedales, burlándonos el uno del otro y riendo hasta quedarnos sin aire.

Decidí bajar por una de las calles principales, pasando velozmente al lado de rostros que me miraban con curiosidad. Parecía que a aquellas personas les gustaba que hubiera familias destrozadas sobre las que poder hablar. Muchos me conocían solo de vista, otros habían tenido buena relación con mis padres. Eran relaciones ahora marchitas. Los miraba con recelo, intuyendo en sus ojos un lamento oculto por la pobre chica medio francesa.

El centro del pueblo bullía con cierta intensidad. Los que ya empezaban a disfrutar del tiempo libre salían a dar una vuelta, abarrotando las terrazas de los bares. También comenzaban a llegar aquellas personas que solo venían a pasar el fin de semana para reunirse con sus familiares.

Cercana a la plaza del ayuntamiento, había una calle pequeña que conectaba otras dos principales, y ahí era donde Luis había establecido su negocio. Una tienda que hacía las veces de ferretería y local multiusos, donde se podía encontrar casi de todo. Tenía un encanto especial, había sobrevivido durante años y seguía siendo el referente para muchos de nosotros, a pesar de la creciente competencia. Además, nadie era capaz de atender a la clientela como Luis, un hombre bonachón y risueño que siempre nos había ayudado mucho a mi padre y a mí.

También estaba Gael. Era su hijo mayor y el mejor amigo de Antoine. Los dos se habían conocido en el colegio y después empezaron juntos la carrera de Historia en Las Palmas. Eran tres años mayores que yo, pero a menudo parecía que nos intercambiábamos los papeles, especialmente cuando estaban juntos y no paraban de bombardearme con sus bromas.

Dejé la bicicleta apoyada en la fachada y entré. La puerta emitió un quejido sordo, que me dio la bienvenida al interior del local, oscuro y fresco, cuyo aire se movía gracias a un ventilador de un horrible color marrón situado cerca de la entrada. Al instante, el propio Luis emergió de la trastienda, se atrincheró tras el mostrador de formica y sonrió sinceramente en cuanto me vio.

—¡Mi pequeña francesa! Ya te echaba de menos por aquí, no sé cómo he podido superar estos días de bochorno sin esas pecas.

—Seguro que tienes clientes más interesantes. —Reí en respuesta. Era fascinante cómo el buen humor de este hombre lograba iluminar el día. Había echado de menos bajar al pueblo solo por eso.

—Pero nadie gasta las pecas como tú, no al menos en esta isla. ¡De eso puedes estar segura!

Los dos nos echamos a reír. Su risa era totalmente contagiosa y sincera, con la mandíbula abierta y los ojos entrecerrados, era capaz de animar hasta a las piedras. Poco a poco fue calmándose y sé que evitó preguntar lo que yo no quería responder. A veces subía hasta nuestra casa cuando el negocio se lo permitía. Era la forma que tenía de cuidarnos a mi padre y a mí. Nos visitaba a menudo, procurando que estuviera todo en orden, hacía compañía a mi padre y a veces nos traía comida o nos invitaba a su propia casa.

—Siento no haberlos visitado esta semana, Eloise. Tuve unos problemas con unos pedidos que me han tenido muy ocupado estos días.

Negué con la cabeza, sin palabras. A fin de cuentas, no tenía por qué ayudarnos como lo hacía y yo no podía exigirle nada. Debió de percibir algún matiz de la vergüenza que notaba subir por mi cuello, porque añadió:

—¡No pongas esa cara! Sabes de sobra que lo hago encantado. Además, queríamos invitarlos a comer el sábado que viene, si les apetece.

—De acuerdo… Se lo preguntaré a mi padre y te llamamos con lo que sea.

—¡Me parece perfecto! Imagino que has venido a por más baterías para tu cacharro de música, ¿no es cierto? —Me guiñó un ojo.

—¡Qué bien me conoces! Pues sí, se me acabaron justo ayer…

—Madre mía, francesita, si es que las gastas que da gusto —empezó a murmurar mientras buscaba en los estantes que había a su espalda, hasta que encontró el modelo y tipo que siempre compraba—. Aquí tienes, espero que estas te duren algo más.

Cogí el paquetito emocionada: tenía muchísimas ganas de volver a encender mi amado walkman y perderme en su música. Estaba abriendo la mochila para coger el dinero cuando Luis me detuvo con un gesto.

—Esta vez invito yo, Eloise. No me las tienes que pagar.

—¡Pero, Luis!

—Tómatelo como un regalo, en serio. Si fuera tu padre, te regañaría por gastarte todo el dinero en pilas.

Luis me miró con cariño y yo me quedé quieta en el sitio, sin saber siquiera qué hacer o qué cara estaba poniendo en realidad. Es cierto que nunca había demostrado sentir lástima por nosotros, pero sentía que había malinterpretado el gesto. Decidí dejarlo como estaba y aceptarlo, un poco a regañadientes. El hombre me sonrió de nuevo, con su optimismo y alegría naturales.

—Muchísimas gracias, Luis.

—No hay que darlas —me contestó riendo—. Ahora vete a dar una vuelta con esa bicicleta tuya, ¡el mar está hoy precioso!

—¿Y cuándo no? —Reí mientras guardaba las pilas en mi mochila y me volvía hacia la puerta.

—También tienes razón, francesita. ¡Ah! Y si ves al pesado de Gael, dale un tirón de orejas de mi parte y dile que venga, que necesito ayuda.

—¡Lo haré encantada!

Salí riendo del establecimiento, diciendo adiós con la mano. Un par de minutos después, pedaleaba con ganas y entusiasmo, con mi música, por fin, en los oídos, camino de la pastelería de Conrado. Otra de las tareas que debía hacer aquel día y para la cual había tardado en reunir fuerzas.

Llevaba toda la semana posponiendo ese momento. Había tomado una decisión y tenía que hablar con él.

Aunque tuve que cruzar la mayor parte del pueblo cuesta arriba, llegué a una carretera pequeña que, a pesar de la altura y el vértigo que producía, tenía unas vistas espectaculares. Tuve que parar y bajarme de la bicicleta para ver todo lo que se extendía a mis pies. Un cuadro a veces idílico, que no me cansaría de mirar. Algo que me devolvía la paz, aunque lo enturbiaran los recuerdos de Antoine más especialmente que cualquier otro rincón de aquel pueblo olvidado hasta por los turistas.

Bajo mis pies y algo separado del acantilado se veía el pequeño puerto, donde tantas personas se afanaban desde primera hora de la madrugada. Hacia el este se extendía la playa, lisa e imperturbable, con pequeños cúmulos de rocas esparcidos aquí y allá, y que aumentaban hasta acercarse a otro acantilado, donde se encontraba la cueva. Verla me inundaba de tristeza. Sentía como si la oscuridad que escondía su fondo pudiera salir y envolverme, abrazándome en la desesperación. No tenía fuerzas para ahogarme en ella en ese instante, y con un esfuerzo sobrehumano devolví mi mirada a la playa y me fijé en los diminutos cuerpos que descansaban en la arena, se bañaban y chapoteaban sin aparentes preocupaciones. Los envidiaba enormemente.

Volví a coger mi bicicleta y seguí pedaleando.