Si hay alguien que no se hubiera enterado de mi regreso a España, mamá se encarga de anunciarlo con el tremendo grito que suelta nada más abrir la puerta de casa.
—¡Cariño! —exclama, antes de estallar en lágrimas y envolverme en un abrazo melodramático. Cuando apoyo mi cabeza en su hombro, reconozco un olor dulzón que se ha quedado prendado en su piel.
—Mamá —río, deslizando mis manos sobre su espalda—, pero si solo han sido unos meses…
Cuando nos separamos, sus ojos están enrojecidos y tiene que secarse las lágrimas con el borde del delantal azul, que lleva lleno de harina, así como el dorso de sus mejillas. Está tan guapa como siempre, y tiene una energía como si se hubiese quitado unos años de encima. Sin embargo, no ha ocurrido tal cosa. Sino que poco a poco, tal y como me contaba en nuestras videollamadas, las noches sin dormir, tan comunes tras el divorcio con papá, habían ido despareciendo de su rutina de forma progresiva.
Recuerdo que los días siguientes a recibir la noticia de mi admisión, lejos de celebrarlo y comenzar a empaquetar todas mis cosas como alma que lleva el diablo, tuve que meditar si realmente debía marcharme. Por un lado parecía bastante evidente, pero también pensaba en que a mamá ya la habían abandonado una vez, también de pronto y sin avisar, y la idea de calzarme las botas y repetir los pasos de papá no tenía cabida entre mis opciones. Sin embargo, si al final me decidí a agarrar las maletas fue gracias a ella.
«Si te quedas aquí, Leo, ya sabes que las cosas pueden cambiar en cualquier momento. Pero si te vas, cambiarás tú las cosas porque así lo has decidido. Y yo no pienso interponerme nunca en tus decisiones, porque siempre he querido lo mejor para ti».
Mi madre se queda embobada al ver de nuevo a mi novio, como si ante ella se hubiese plantado la mismísima Mónica Naranjo (una de sus ídolos de la infancia) en persona. Los dos se estrechan la mano, en un saludo demasiado inglés para lo que mi madre está acostumbrada.
—Oh, Tom. Welcome to Spain! —Sonríe y después piensa en silencio un par de segundos—. I am cooking a little lentejas que te vas a chupar los fingers!
—Mamá, si ya sabes que habla español mejor que tú y que yo…
—Calla, hijo, que he estado practicando inglés con unas cintas de vídeo que guardábamos en el mueble del salón.
—¿Con el Magic English?
De pronto escuchamos una puerta del descansillo abrirse y cómo unos pasos bajan por las escaleras de forma precipitada.
—¿Se encuentra bien, señora Rodríguez? He oído un grito que… ¡Oh! —dice Raven, llevándose las manos a las mejillas, sorprendida—. ¡Pero si eres tú, Leo! ¡Cuánto tiempo!
De verdad me resulta curioso escucharlo. Para mí, estos últimos diez meses han pasado más rápido que cualquier otro momento que pueda recordar en los últimos años de mi vida, casi como si hubiese tomado un tren y, al llegar el momento de bajarme, no fuera plenamente consciente de todo el recorrido.
Raven y yo nos enredamos en una conversación que mamá aprovecha para pillar a Tom desprevenido y enseñarle la casa.
—¿Qué tal vas en el instituto? Ya te has graduado, ¿no?
—¡Sí! He aprobado la EvAU y he podido entrar en la universidad que quería.
—¡Qué dices! ¡Enhorabuena! ¿Y qué vas a estudiar?
—Pues mamá y papá me insistieron mucho en hacer ciencias o estudiar algo de finanzas y montar mi propio negocio, pero ya sabes que a mí no me gustan nada las matemáticas y… al final me he decidido a hacer Bellas Artes. Gracias a mi expediente he conseguido una beca y, si mantengo mis notas, no tendré que pagar la universidad.
Me emociona escucharla, porque sé que la situación de Raven con los estudios no ha sido precisamente un camino de rosas. El señor Zhou siempre ha estado más interesado en que su hija aprendiese a llevar el restaurante junto a su hermano mayor, Mao, que en tener un proyecto propio de futuro el cual, en su cabeza, ya parecía estar decidido de antemano.
—Me alegro muchísimo, Raven. Te lo mereces.
—Muchas gracias —contesta sonrojándose—. Estoy muy contenta porque, aunque pensaba que no sería así, mamá y Mao han hecho que mi padre entre en razón. —Hay un silencio en el que Raven se inclina hacia un lado y echa un vistazo al interior de la casa de mi madre—. Oye, ¿ese de ahí es tu amigo?
—No exactamente. Es mi novio, se llama Tom.
Esto último le sorprende.
—Oh. Es… muy guapo.
—Sí —río—, es cierto.
—Y ahora que has vuelto, ¿él ha venido aquí para estar contigo?
—Así es.
Por aquellas veces en las que subía a su casa a darle clase de Lengua, recuerdo a Raven como una niña curiosa, que no tenía miedo a preguntar sobre las cosas que no llegaba a comprender. Sin embargo, nunca pensé que entre su curiosidad hubiese un pequeño gen de descaro recorriendo sus venas.
—Vaya, entonces debe estar muy enamorado de ti. Y tú de él, claro. —Esa afirmación me pilla desprevenido, casi como si Raven hubiese puesto su mano en mi pecho y me hubiese hecho perder el equilibrio. Tanto, que no me da tiempo a contestarla antes de que comience a hablar de nuevo—. Yo estoy muy ocupada con mis cosas, ¿sabes? Mis estudios ahora son lo más importante. Para mí, el amor puede esperar. Y los chicos también, que son muuuy pesados.
De pronto escuchamos la voz grave de Mao rebotar en las paredes del descansillo, y los dos dirigimos la mirada hacia el hueco de la escalera.
—Bueno… Me llaman para comer. Me alegra verte de nuevo.
—A mí también, Raven.
Y sin decir nada más, da media vuelta y sube los peldaños hasta la tercera planta.
***
Como era de esperar, mamá ha preparado lentejas para alimentar a todo el edificio. Además, ha preparado dos tipos de aperitivos diferentes y tartaletas de fresa con merengue de limón que ha reservado para el postre.
—Está todo delicioso, Virginia.
—Oh, muchas gracias Tom. ¿Seguro que no quieres un poco más?
Tom niega con la cabeza y se limpia las comisuras con la servilleta.
—Estoy lleno, pero muchas gracias.
—Qué educado eres. Pues las que os sobren os las lleváis en un táper. ¿Qué tal os habéis apañado con la mudanza?
—Bien —contesta él—. La verdad es que no había demasiadas cosas que quisiéramos traernos de vuelta. Lo único mi colección de música. Mis padres siempre me han tenido mal acostumbrado a escucharlo todo en vinilo, y tenía un buen equipo en casa del que me daba pena despegarme.
—El padre de Leo es cantante, ¿lo sabías?
Tom asiente y me dedica una mirada de complicidad. Se le ve como pez en el agua, tal y como esperaba. Es una de sus cualidades más evidentes, la de desenvolverse a la perfección y conquistar a cualquier desconocido con su mirada clara, sus gestos llenos de elegancia y el tono meloso con el que macera cada sílaba.
—Por cierto, Leo, te he preparado un par de cajas con algunas cosas de tu habitación. Que no se os olvide llevároslas luego.
—Gracias. Mamá, ¿cómo va la floristería?
—Va bien, cariño. Tom, tienes que seguirnos en las redes, ¡que ya somos casi quinientas personas!
—Ahora mismo, Virginia.
—¿Por qué no os pasáis esta semana a verla y ya de paso te presento a Patricia?
—Ya veremos, mamá. Estos días vamos a estar ocupados —contesto, rompiendo una servilleta en pedacitos.
—Bueno, como queráis. ¡Voy a por el café y el postre! A ver qué os parece el merengue que he preparado con mi nueva receta.
Mamá desaparece y Tom echa un vistazo al salón, analizando cada elemento que nos rodea como si estuviese buscando algo en particular.
—¿Qué? —pregunto, poniéndole la mano en la rodilla.
—Tu madre —susurra— es muy agradable, aunque se me había olvidado lo mucho que le gusta hablar.
Yo tengo que contener una carcajada y después le doy un beso en la mejilla.
—El silencio le incomoda un poco. Voy a ayudarle a recoger todo esto, ¿de acuerdo?
Agarro un par de platos y salgo al pasillo. Sin embargo, antes de llegar a la cocina, observo que la puerta de mi habitación está abierta. Enciendo la luz y me doy cuenta de que no ha cambiado ni un ápice. Todo sigue en su sitio, y en cambio me siento raro aquí, como si fuese el decorado de una exposición y yo un visitante que no debería tocar nada de lo que me rodea.
Sobre la cama hay dos cajas de cartón escritas con una caligrafía algo torpe que dice «cosas de Leo».
—Cielo.
La voz de mamá me sorprende y, al darme la vuelta, veo que me está observando desde el marco de la puerta. Tiene los brazos cruzados y, a pesar de que sonríe, hay una pizca de nostalgia en sus ojos. Da un paso hacia delante y cierra la puerta con cuidado.
—Le adoro. Es encantador.
—Oh… —respondo, mirando a los platos vacíos que tengo en las manos—. Sí, sí que lo es.
—¿Ocurre algo? —pregunta, ladeando un poco la cabeza—. Has estado un poco callado durante la comida.
—No. No, qué va. —Silencio—. No lo sé, es que es raro…
—¿El qué es raro?
—Estar de vuelta. Estar aquí, por ejemplo, y ver que todo sigue igual que cuando me fui.
—Bueno, es que tus cosas no iban a irse a ir a ningún lado. Lo de la idea de alquilársela a un estudiante era una broma, ¿eh? —bromea—. Esta es tu habitación. Esta es tu casa, y sabes que siempre puedes volver cuando lo necesites. —Silencio—. Y bueno, yo también estaré aquí, claro.
Con los sentimientos a flor de piel, dejo un segundo los platos en el escritorio para abrazar a mamá, que rompe a llorar por segunda vez.
—Te he echado mucho de menos.
—Mamá…
—Estaba preocupada por ti. Porque no sabía si volvería a verte.
—Mira que eres dramática, ¿eh?
—Pero… veo que Tom ha estado contigo haciéndote feliz y… Oh, Dios le bendiga. Vais a ser muy felices juntos.
—Mamá, no es como si nos fuéramos a casar mañana o algo así.
—Chsss… ¡eso no lo sabes! A tu edad, tu padre y yo ya lo estábamos, así que…
Pongo los ojos en blanco.
Pero también respiro más tranquilo.
Porque la echaba de menos, pero no sabía hasta qué punto lo hacía. Hasta qué punto necesitaba volver a abrazar a mi madre.