Capítulo 14 – Robert

Sus manos están entrelazadas. Y el espacio que hay entre cada uno de sus dedos parece perfecto para que los del otro encajen perfectamente. El beso en la mejilla no me hacía falta para que, yo solito, terminase de sumar dos y dos.

Leo, que hasta hace un momento tenía las pupilas pintadas de rabia, parece atravesar una ruleta de emociones a medida que avanzan los segundos.

¿Estás seguro de que es este sitio, honey? Parece algo antiguo, ¿no te parece?

Dios santo, no sé ni cómo se llama pero ya me parece insoportable.

—Es una librería, Tom, no un centro comercial.

—Caballeros, estamos a punto de cerrar, por lo que si les puedo ayudar en cualquier cosa les agradecería que…

—En realidad, sí —me interrumpe Leo, alzando el mentón y apuntando hacia el final de la planta de forma decidida—. Me gustaría ver el espacio que tienen reservado para eventos en la librería, si es tan amable.

Me quedo mirándole un momento sin entender nada, y antes de contestarle ladeo la cabeza.

—Ya. —Sonrío—. Verá, lo siento mucho, pero la sala de eventos en una zona restringida al público general cuando no está en uso, y ahora mismo eso no es posible. Espero que lo comprendan.

Es inevitable que examine con prudencia a su acompañante, quien lleva la gabardina oscura abotonada hasta la punta de la nariz y unos zapatos que bien podría habérselos robado a algún anciano en la antesala de un funeral. Lo analiza todo con cautela: las estanterías, el techo, el suelo y los libros por los que pasa la mano por encima. Parece un inspector del ministerio.

Y a pesar de su cuestionable sentido de la moda, he de admitir que es guapo. Sin embargo, hay algo en su belleza que me causa rechazo. Algo sintético y frío, como una flor de tela.

—Bueno —interviene el susodicho ajustándose las gafas—, verá, es que mi amigo dará un evento aquí mismo dentro de poco y le haría ilusión echar un vistazo rápido. Ya sabe, para irse familiarizando.

Sus palabras no son demasiadas, pero escucharlas consiguen descolocarme. Mantengo la compostura —siempre mantengo la compostura—, pero noto cómo mi pecho se contrae un poco.

—¿Cómo dice?

Leo le mira de reojo antes de dar un paso hacia delante y recorta la suficiente distancia entre nosotros para que pueda percibir su olor, una amalgama de sudor y colonia que se han mezclado con la lluvia en su piel. Un olor que despierta en mí unas ganas inmensas de inspirar profundamente. De querer respirarle.

—Disculpe que no me haya presentado —dice él estirando la mano—. Mi nombre es Leo, Leo Walden. Tenía entendido que mi editorial se había puesto en contacto con ustedes recientemente para gestionar la presentación de mi libro.

Su mano sigue ahí unos segundos después, pendiendo sobre el aire como una cometa esperando a ser tomada con cuidado. Me es imposible evitarlo, y me rindo a que el corazón se me acelere de forma automática. Le estrecho la mano y, al tocar su piel, algo magnífico y que no podría explicar con palabras me recorre el cuerpo. Algo que no cabe en esta habitación, ni en ninguna de las galaxias que hay dibujadas en las paredes.

—Perdone, pero no… No me suena que… No recuerdo… —«Robert, deja de parecer un ser lamentable e intenta vocalizar, no es tan difícil»—. Quiero decir, que no contaba con esa información. Quizás mis compañeros sepan algo al respecto.

Su acompañante le susurra algo al oído que no logro distinguir y después se acerca hasta una de las estanterías del lateral.

—Vaya… —suspira, fingiendo decepción—. De acuerdo, no pasa nada, ya vendré en otro momento. Sin embargo, ¿podría dejarle un número para que pudieran comprobar que todo sigue en orden? O bueno, quizás hayan hablado antes con la persona responsable… Se llama Noemí, Noemí Gómez. Y ahora discúlpenos, tenemos una reserva y se nos ha echado el tiempo encima. Encantado de conocerle —revisa la placa que cuelga de mi chaleco, con mi nombre grabado—, Roberto.

***

—Vaya, ¡qué casualidad! ¿De verdad piensas que me voy a creer por un segundo que llevas semanas coordinando una gira para un «autor novel»? Quedaste conmigo para planificar una de sus presentaciones y ¿no se te pasó por la cabeza en ningún momento mencionar que estabas hablando de Leo?

—Mi querido Roberto… —escucho a través del altavoz del coche—. Lo primero: cálmate, que a este paso te va a escuchar todo el barrio de Gràcia.

—Estoy calmadísimo. Estoy igual de calmado que un cirujano operando a corazón abierto. Pero también estoy… estoy…

—¿Agradecido?

—¿Cómo agradecido?

—Bueno, al fin y al cabo os he dado un pequeño empujoncito. Vamos, sabes que podría haber propuesto cualquier otro maldito espacio de esta ciudad para llevar a cabo su presentación y he… insistido en que fuese en tu librería. —Se escuchan algunas interferencias—. Aunque también te digo que esperaba que el reencuentro se diese más adelante. Ah, y desconocía que ahora estuviese casado con un inglés.

—¿Cuando te fueses de nuevo a Barcelona, dices? Porque ahora mismo tú y yo hubiésemos tenido esta conversación en persona, que lo sepas. —Silencio—. Y no están casados, por el amor de Dios. De hecho, le ha llamado amigo, por algún motivo.

Escucho un claxon repetidas veces y entonces me doy cuenta de que el semáforo se ha puesto en verde. Deberían incluir conducir por el centro de Madrid como un factor de riesgo para gente con problemas de corazón. ¿Adónde va todo el mundo con tanta prisa?

—No entiendo por qué estás tan cabreado. Mira, es cierto que había pensado en contártelo, pero te explico por qué no lo he hecho: primero, no he tenido tiempo ni para ir al baño en las últimas semanas; segundo, en el almuerzo pensé en sacarte el tema, pero poco te faltó para escupirme en la cara antes de despedirte.

Ella carraspea.

—Te pido perdón por eso —admito a regañadientes.

—Y en último lugar: los dos sabemos que si lo hubiese hecho, habrías querido evitarlo a toda costa.

Al llegar a la calle del gimnasio, tengo la suerte de encontrar un hueco vacío a tan solo algunos metros de la puerta para aparcar. Sin embargo, decido no apagar el motor para no cortar la conversación.

—¿Y desde cuándo tú decides por mí, Noemí?

—No estoy tratando de decidir por ti, y lo sabes. —Suspira—. Mira, Robert, ya no hablamos igual que antes, pero sé que aún me escuchas. Y si tengo que decírtelo hasta que me retires la palabra, no dudes de que lo seguiré haciendo. Solo he intentado ofrecerte otra oportunidad.

—¿Para así quedarte tranquila?

Hay un silencio de varios segundos en los que creo que me ha colgado, en los que saboreo algo amargo y oscuro que se extiende por mi paladar como una enfermedad. Sin embargo, al final, su voz cansada de insistir aparece una vez más.

—Al menos lo he intentado. Espero que ahora sepas aprovecharla.

***

Corro. Golpeo un saco durante veinte minutos seguidos. Hago ciento cincuenta flexiones y doscientos abdominales. Salto a la comba hasta que hay un charco de sudor bajo la suela de mis zapatillas. La música electrónica me golpea el cerebro y alimenta mi adrenalina.

Quiero cansarme.

Necesito cansarme hasta no poder más.

En un momento breve en el que trato de recargar mis pulmones con una buena dosis de oxígeno, observo que un par de chavales me miran con curiosidad desde el banco de levantamiento de pesas. Tienen una sonrisa en la cara de estas que molestan sin ningún motivo.

No sé si están hablando de mí, pero tampoco me doy tiempo para descubrirlo.

—¿Queréis algo? —les pregunto secándome la cara con la toalla.

Ellos desvían la mirada y vuelven a centrarse en lo suyo sin decir ni una sola palabra. De pronto, veo que la pantalla de mi teléfono se ilumina en el suelo y me agacho para comprobar de quién se trata.

Has recibido tres mensajes de Power29 en FindGuys4Fun.

Tras leer los mensajes, poco a poco voy recobrando el control de mi respiración. Sonrío sin percatarme de ello y me dispongo a responder a Jorge, pero entonces una voz profunda me sorprende de repente como un portazo inesperado.

—Un día duro, ¿eh?

Alzo la mirada y, por unos segundos, el cabello rojizo capta toda mi atención.

Tengo que parpadear varias veces para que el rostro que hay en mi cabeza se desdibuje y los rasgos se perfilen y transformen por otros más duros. Se trata del chico de las taquillas, quien se pasa la mano por el pelo y aparta los rizos de la frente. Lleva una camiseta de tirantes blanca y, en una mano, una cantimplora metálica. Su teléfono móvil sobresale del bolsillo de su pantalón largo.

—¿Cómo?

—Pues que hoy estás on fire, como han dicho esas dos que estaban justo a mi lado.

Él hace un gesto muy discreto con la cabeza y yo lo sigo con la mirada hasta encontrar a dos mujeres que están trabajando piernas en la elíptica.

—Oh… —respondo, sin saber muy bien qué decir—. Sí, bueno… Tenía energía que descargar.

—Ya veo… Ey, ¿te podría pedir que me ayudes un segundo? Se lo iba a decir a algún entrenador, pero no los veo por ningún lado.

La pregunta me pilla desprevenido, tratando de contar los lunares infinitos que hay en cada uno de sus brazos.

—Em… Sí, claro.

—¿Seguro? No quiero interrumpirte.

—No, de verdad, no pasa nada —afirmo mientras le sigo los pasos hasta una de las máquinas que han reparado hace poco, una pesada estructura de metal con una barra horizontal en la parte superior.

—¿Podrías ayudarme con los pesos?

—Claro.

A los pies de la máquina, hay una cuerda ancha y un par de discos de diez kilos cada uno. Él se agacha, deja su teléfono a un lado y pasa la cuerda por el interior de los discos para después anudársela a la cintura.

—No creo que ocurra, pero estate al loro por si tengo que parar en algún momento —dice guiñándome un ojo—. Haré cuarenta repeticiones.

Yo sujeto los discos mientras él se alza hasta sujetarse a la barra superior y después, con cuidado, los dejo colgando en el aire como si fuera un péndulo.

Y entonces comienza el ejercicio.

Con cada movimiento, veo cómo sus brazos se contraen al ascender y cómo, al llegar a treinta, las silenciosas respiraciones acaban por convertirse en pesados jadeos cuando desciende. El tejido flexible de la camiseta se moldea a su figura y poco a poco se oscurece en la zona lumbar.

Me doy cuenta de que el sudor, de repente, no es algo que me repela. Estoy completamente fascinado, como si una obra de arte cobrase vida ante tus ojos para sacar a relucir más sus colores, y sé identificar el motivo con claridad.

Sin embargo, antes de que la situación se sobrecargue de demasiados estímulos, decido apartar un momento la mirada y me quedo unos segundos observando su teléfono en el suelo, con la pantalla bloqueada.

Y no sé cómo sucede, pero por mi cabeza se cruza una idea, un quizás remoto pero no por ello imposible.

«Y si…».

Rápidamente, saco mi teléfono del bolsillo y lo desbloqueo para abrir FindGuys4Fun. Cuando encuentro a Power29, abro el chat con rapidez y le envío un mensaje. Sin embargo, al segundo que estoy esperando a que su móvil se ilumine a causa de una notificación, escucho:

—Cin… cuen… ta.

Tengo que reaccionar con rapidez, agarrando los discos a tiempo antes de que él intente descender. Inmediatamente, se da la vuelta sonriente, tratando de recobrar el aliento. E, inevitablemente, reparo en sus labios carnosos y brillantes, como una cereza escarlata recién cogida del árbol.

No sé cuánto tiempo estoy así, pero al mirar de nuevo al suelo, la pantalla de su teléfono está sumida en la oscuridad. Si se ha iluminado, no me he podido percatar de ello.

—Muchas gracias, tío —contesta entre jadeos, desatándose y después apoyando una de sus manos en mi hombro—. ¿Quieres darle tú ahora?

¿Puede ser que…?

—¿Tú eres…?

Él bebe de su cantimplora y después ladea la cabeza.

—¿Yo soy…?

Sin embargo, antes de que me dé tiempo a hacer un ridículo inevitable, agarro mi toalla y me marcho de allí a paso ligero, escuchando cómo él dice algo a mis espaldas que no alcanzo a entender.