Hacía mucho tiempo que no entraba a este lugar a pesar de haber pasado frente a él en numerosas ocasiones. Es como si mi cerebro decidiera ignorarlo cada vez, como algo que das por sentado que existe y no consigues recordar hasta que vuelves a fijarte en él con detalle. Se trata de una pequeña taberna italiana. Piero, el dueño, lo regenta con su hija desde que los dos decidieron venirse a vivir a España.
Aquí tuvimos nuestra primera cita.
Marta está sentada en la misma mesa de siempre, desenroscándose un suave pañuelo azul del cuello que hace juego con sus ojos. El pelo rubio y a lo garçon me recuerda a Kylie Minogue en el videoclip de Can’t Get You Out of My Head, solo que a ella nunca le han gustado los colores claros para vestir. Cree que el negro es el color de las viudas y las periodistas de éxito. Y en estas dos categorías, de alguna forma, ella se incluye a sí misma.
—¡Roberto! ¡Cuánto tiempo!
—¿Qué tal todo, Piero?
—Muy bien, hombre. Como siempre, pero un poco más viejo. Marta lo sabe mejor que nadie, sigue siendo mi clienta de confianza número uno.
—No conozco un rincón mejor para endulzar las penas, Piero —interviene ella, dejando el teléfono sobre la mesa de madera roja.
—Pues claro que no, bella. ¡Aunque espero que penas tengáis tan solo las justas! Me alegra verles juntos de nuevo. —El comentario queda en el aire, y los dos nos miramos sin decir nada—. ¿Qué?, ¿traigo lo de siempre?
Antes de que me dé tiempo siquiera a pensar, Marta se adelanta y me mira con el brazo apoyado sobre el respaldo de la silla.
—¿Te sigue gustando el tinto o has cambiado de parecer?
El sarcasmo forma parte de su lenguaje, sobre todo cuando está de buen humor. Es una señal que me deja entrever que la cosa va por buen camino.
—¿No es un poco pronto?
—¿Para un vino? —pregunta sorprendida—. No cuando tienes que cargar con el peso de la industria del entretenimiento a tus espaldas. La prensa rosa me está quitando años de vida, pero no me quejaré: al menos me da pasta y me mantiene activa todo el día.
Piero se marcha pero reaparece a los pocos segundos, llena dos copas de vino y nos trae una tapa de aceitunas repletas de especias.
—¿Por qué brindamos?
Ella medita unos segundos y se muerde el labio inferior, pintado de color cereza.
—¿Qué te parece porque tú y yo podamos estar en un mismo espacio sin que un par de abogados nos acompañen?
Los dos sonreímos.
Chin. Chin.
La conversación fluye en un tono más distendido del que esperaba. Hablamos de los temas que habla todo el mundo en un reencuentro tardío. El ambiente, este lugar en el que hemos pasado incontables madrugadas cuando éramos más jóvenes y que descubrimos de casualidad, le aporta a la situación una sensación contradictoriamente familiar. Pasados treinta minutos, podría decirse que me siento realmente cómodo, y eso es mucho más de lo que podía esperarme de este encuentro.
—Tuviste suerte, el día que recibí tu correo fue el mismo en el que mi jefe decidió subirme el sueldo.
—Entonces, ¿a estas copas invitas tú?
—No te pases de listo.
—Era una broma.
—Tus bromas nunca me resultaron divertidas, Roberto Real.
—Lo sé —sonrío, haciendo ochos con la punta del dedo sobre la mesa—. ¿Tus padres me siguen odiando?
—Mi padre, sobre todo. Me ha propuesto varias veces vender la historia de nuestro divorcio. Solo habría que manipular un par de fechas, pero eso es todo. Podría ganar una pasta ahora que trabajo para una cadena importante de televisión.
—Vaya, ¿y qué le has dicho tú?
—Que está completamente loco. Mi psicóloga también lo piensa, aunque no se atreva a decírmelo directamente.
—¿Tú también vas al psicólogo?
Ella coge la copa y da un trago más.
—Robert, querido, te recuerdo que me dejaste después de seis años juntos y casi dos de casados. ¿Cómo demonios puede sorprenderte que vaya al psicólogo? —Apoya el vaso—. De no haber ido, probablemente hubiese ignorado tu mensaje. Me pillaste en uno de estos días en los que estoy un poco más sensible.
—Tuve suerte, entonces.
—Mucha.
—Odio pensar que te hice daño en algún momento.
—Ya, bueno… —dice, tratando de quitarle hierro al asunto—. Las personas hacemos daño de forma inevitable. Es algo difícil de asimilar, pero que te ayuda a seguir adelante. Y en otro orden de cosas, ¿cómo es que ya no trabajas en Scorpion?
—¿Cómo sabes eso? —Ella me mira como si acabase de pronunciar la pregunta más estúpida del mundo. Doy un par de vueltas a la copa y observo el vino agitándose como un remolino y dejando una lágrima por las paredes de cristal—. Es una larga historia…
Sin embargo, esa respuesta no parece convencerla. Por un momento había olvidado que, para mi ex mujer periodista, las historias largas son como gasolina fresca para un coche de carreras. Cuando termino, ella me observa con una expresión inmutable.
—Joder, Roberto, con el becario… —dice, y después lo que empieza siendo un atisbo de pequeñas risas desemboca en una carcajada limpia y clara. Piero nos mira con curiosidad desde detrás de la barra.
—Oye —intervengo, riéndome yo también—, ¿te estás descojonando de mis desgracias? ¿En mi cara? Eso es de mala educación. Y que conste que no era ningún becario.
—Un poco, no te voy a mentir. —Da un trago a lo que le queda de la segunda copa y después se lleva una aceituna a los labios—. De hecho, ahora no estoy segura, pero… ¿puede ser que le conociera? ¿Un pelirrojo?
Yo asiento, extrañado.
—¡Claro que me acuerdo! —Sigue riéndose, aunque más suavemente—. Creo que fue a quien le entregué los papeles de nuestro divorcio, cuando fui a llevártelos a la oficina.
Silencio.
Y los dos estallamos en carcajadas. Y con cada risa, mi cuerpo se siente más ligero, como si saltasen algunas astillas que se habían quedado incrustadas entre mis músculos.
—¿Os traigo una más, amigos? —pregunta Piero, que se ha acercado con la botella en la mano dispuesto a rellenar las copas.
Yo estoy a punto de decir que sí, como un acto natural, pero Marta mira a la pantalla de su teléfono y comprueba la hora en él.
—No, Piero, muchas gracias. ¿La cuenta, cuando puedas?
Él asiente y desaparece, y yo siento un inexplicable pinchazo de decepción.
—¿Estás ocupada?
—Lo siento mucho —dice de pronto—, pero pensaba que nos daría más tiempo. He quedado para cenar. —Y cuando creo que ha terminado de hablar, añade—: Con una amiga.
—No tienes por qué disculparte —me adelanto—, ni tampoco darme explicaciones.
Nos despedimos de Piero, que quiere volver a verme pronto, y salimos al exterior, donde la oscuridad ya ha conquistado el cielo de Madrid.
Los dos tenemos que echar a andar en direcciones opuestas.
—Bueno…
—Me lo he pasado mejor de lo que esperaba.
—Eso es bueno, ¿no?
—Supongo… —El viento sopla y me golpea la punta de los dedos—. ¿Vas a hacérmelo decir a mí primero?
Silencio.
—¿El qué?
Ella niega con la cabeza y suspira.
—Que te he echado de menos, capitán.
—Pensé que nunca más te escucharía decir algo así.
—Si te soy sincera, yo también llegué a pensarlo… —contesta metiendo las manos en el interior de su cárdigan.
—Yo también te he echado de menos. —Mi voz se quiebra—. Pensaba que me odiabas, que lo harías siempre, para el resto de tu vida.
—Robert. Claro que te odié. Lo hice durante mucho tiempo, era lo que me tocaba en ese momento. Pero sabes bien que también creo que fuiste el amor de mi vida, al menos durante unos cuantos años. —Ella me mira con ternura—. A pesar de cómo terminamos, si hoy he quedado contigo es porque quiero que sepas que no me arrepiento de haberlos pasado contigo.
Agacho la cabeza, asumo lo que quiere decir y respiro.
—Gracias por venir hoy. Estuve a punto de no enviarte aquel correo.
—¿Y qué te hizo cambiar de opinión?
Pienso unos segundos.
—Que merecía la pena arriesgarse.
Los dos nos miramos y, como si el viento nos empujase, nos acercamos para darnos un abrazo amistoso. Su cabello cosquillea mis mejillas y la tarde primaveral nos observa como si fuera a inmortalizarnos en una imagen.
—¿Nos veremos por Madrid?
Pero ella no me responde, sino que curva los labios color cereza y se separa con cuidado. Después, sin decir adiós, da media vuelta y comienza a descender la cuesta mientras se ajusta los auriculares. Y allí me quedo yo, observando su figura alejarse. Casi como un barco que encuentra un nuevo lugar al que partir.