Cuando estoy a punto de arrancar el motor, su reflejo aparece en el retrovisor del coche como un destello que capta mi atención en este soleado día. Lleva una bolsa de deportes negra en la mano, gafas de sol y una gorra con la que no consigue ocultar sus rizos. Si no le conociese, podría asumir que se trata de una celebridad que está tratando pasar desapercibida.
«Se le ha subido la fama de escritor antes de tiempo», río para mí mismo.
—Buenos días —dice sentándose en el asiento del copiloto y lanzando la bolsa a la parte trasera. Después, saluda con entusiasmo a Óscar, que se mueve en el asiento trasero, y abre un termo que lleva en la mano e infecta el coche con olor a cafeína.
—Voy a tener que empezar a cobrarte por la gasolina. —Él da un sorbo y después me ofrece un poco, pero niego con la cabeza—. No sabía que ibas al gimnasio.
—No lo hago. Me apunté cuando vivía en Londres, pero duré bien poco. Aunque la tela de la bolsa es buena y caben muchas cosas dentro, ¿sabes?
Sonrío. Y, ahora sí, nos ponemos en marcha.
A los quince minutos, Leo se rinde y deja de intentar sintonizar una frecuencia en la radio.
—Te he dicho que está estropeada, cabezota. No sé qué le pasa desde que fuimos al centro comercial. Seguro que me la rompiste aposta.
—¡Claro! —Chasquea los dedos—. Se me ha olvidado quitarte el mal de ojo que te eché el año pasado. Estoy adentrándome en el fascinante mundo del esoterismo, ¿lo sabías?
«Señor, es insoportable…»
—Anda, abre la guantera. Tengo algunos discos que quizás te gusten.
—¿Discos? Oh, perdóname, a veces se me olvida que estás hecho todo un octogenario.
—¿Realmente crees que tener treinta y uno es ser un octogenario? Ya llegarás tú bien prontito a ellos, campeón.
—Puede ser, pero para entonces no creo que existan los discos —dice cogiendo un puñado de carátulas y pasándolas una a una. Adoro el ruido del plástico al chocar, solo que Leo se pasa así como cinco minutos seguidos y al final consigue sacarme un poco de quicio.
—¿Y bien?
Él cierra la guantera y bosteza.
—No me convence ninguno.
***
Cuando Leo comentó que era imposible llegar hasta aquí en coche, pensaba que estaba exagerando. Pero no se equivocaba. Hay un par de momentos en los que tengo que controlar los nervios porque la carretera dibuja unas curvas a cientos de metros del suelo que no me hacen ni pizca de gracia. Además de eso, cuando nos adentramos en la sierra, hay un tramo en el que vamos rebotando sin remedio y Óscar comienza a ladrar, estresado.
—Pero bueno, ¿tu novio te quería traer a un retiro espiritual o era un plan para asesinarte en mitad del bosque?
—¡Y yo qué sé! —exclama, sujetándose al pasamanos—. Por el amor de Dios, ¡ve con cuidado!
Continuamos así un rato hasta que, entonces, escuchamos un ruido ahogado y a los pocos segundos un hedor ácido y penetrante envuelve todo el coche. Leo se gira sobre su asiento y después se lleva la mano a los labios y contiene una arcada.
—Óscar ha vomitado, ¿verdad? —pregunto.
Él solo asiente y abre la ventanilla como respuesta.
Sin embargo, enseguida llegamos a una desviación en la que el asfalto se convierte en grava y permite que nos adentremos en el bosque. El GPS nos pide tomar ese camino y, poco minutos después de seguirlo fascinados, nos encontramos con una casa de madera blanca tras una enorme verja de metal.
—Guau —se me escapa—. Es impresionante.
Leo saca su teléfono móvil y se lo lleva a la oreja.
—¿A quién llamas?
—A Casper, el fantasma, que tiene que recibirnos. —Después hace una mueca y cambia el tono por completo—. ¿Señora Hernández? Hola, soy Leo Walden. Ya estamos en su propiedad. Claro. Sí, muchas gracias.
La señora Hernández, una anciana que podría aparecer en cualquier novela de Shirley Jackson, nos recibe con un manojo de llaves realmente pesado y con el que abre la verja metálica para que podamos aparcar el coche en el interior. Nos da algunas indicaciones en la casa y se sorprende un poco al ver a Óscar. Sin embargo, no pone ninguna pega ante su presencia.
—Este es un lugar muy especial, ¿sabéis? Os deseo una estancia feliz. Y cuando os marchéis, simplemente dejad las llaves en el buzón —dice señalando a un cofre metálico que cuelga de los ladrillos oscuros que delimitan la parcela.
—Muchas gracias. ¿Quiere que la acerquemos a algún lugar?
—No, guapos. No os preocupéis por mí. Prefiero caminar.
—¿Caminar? —repito—. ¿Está segura? Según el GPS, el próximo pueblo queda apartado de este lugar.
—Tonterías —ríe—. La naturaleza nos dio piernas, y yo quiero utilizarlas hasta que no sirvan para nada más.
Tras despedirse, nos deja solos, y los dos nos quedamos observando cómo su silueta se aleja lentamente hasta difuminarse en la distancia y fundirse con el color verde que precede a la finca.
—Qué mujer tan particular. ¿Entramos? —propongo.
—Antes de eso, yo que tú limpiaría el asiento de atrás —contesta con su bolsa colgando sobre el hombro y subiendo las escaleras que dan a parar a la puerta principal—. Óscar te ha dejado un regalito, ¿recuerdas?