Capítulo 1 - Leo

Marzo de 2020

Cuando creamos haber descubierto todo lo que existe en el universo, llegará la ficción a romper nuestros esquemas.

Esa es la frase por la que se han decantado para la contraportada.

«Mmm… No sé, no sé».

Miro a la pantalla una vez más y analizo cada uno de los detalles: la sinopsis, el lomo y los colores saturados de la cubierta que han insistido en utilizar porque «atraerá a las grandes masas cuando tan solo estén dando una vuelta por la librería». Además, se supone que las letras del título, anchas y llenas de ángulos por todas partes para aportarle un toque sofisticado, irán en relieve.

—¿Qué te parece esta foto? —pregunto, girando el ordenador en su dirección.

Tom saca un pálido melocotón de un envase de plástico y lo corta en rodajas antes de llevárselo a la boca. Tiene pinta de estar terriblemente insulso, y eso es algo que no termino de entender de Inglaterra, por qué la comida es tan cara y sabe a tan poco. Los dos desayunamos en silencio, el uno frente al otro, con la ropa del pijama aún encima. En mi caso, uso una de sus enormes camisetas de gimnasio que me hacen parecer un esqueleto arropado por un saco de patatas; él siempre prefiere dormir en calzoncillos, algo que no me supone ningún problema y que me ofrece unas buenas vistas desde primera hora de la mañana. Se queda mascando el pedazo de fruta unos segundos antes de contestarme.

—¿Conoces a ese escritor? Porque si es así, me gustaría que me lo presentaras.

—Serás tonto… —Río—. Quieren usarla en la faja y la solapa del libro. No sé si… ¿Quizás es demasiado seria? Parezco un hipster de manual con el jersey de cuello alto.

—Deja de darle tantas vueltas. Sales muy bien.

En el centro de la mesa de la cocina hay un jarrón de cristal con algunas flores del jardín que ya han comenzado a marchitarse. Son tulipanes. Eran. Con el jaleo de los últimos días, ninguno de los dos nos hemos acordado de cambiarles el agua y han perdido la mayor parte de sus pétalos por no prestarles atención.

Estoy saboreando mi café cuando reconozco una melodía sonando en la habitación contigua y me deslizo hasta ella para descolgar el teléfono.

«Tan puntual como una auténtica británica».

—Hola, mamá.

Good morning, cariño. ¿Ya lo tienes todo preparado?

—Qué va. Quería comentarte que me lo he pensado mejor y creo que voy a quedarme por aquí unos meses más, ¿qué te parece?

Al otro lado del auricular se escucha un sonido metálico y el murmullo amortiguado de la televisión encendida. Tengo que contener una carcajada.

—Espero que sea una broma, claro. Justo me pillas terminando de hacer la lista de la compra. Me gustaría haceros algo especial para mañana.

—¿Algo especial? ¿Qué celebramos exactamente?

—Pues que mi hijo, un futuro escritor de éxito internacional… —dice con tono tan orgulloso como exagerado—… por fin regresa a casa. Bueno, no a casa exactamente, pero sí bastante más cerca que las islas británicas.

—Vaya, entonces es usted muy afortunada —contesto con ironía.

—No lo sabes tú bien. ¿Saldréis con tiempo para coger el vuelo?

—Que sí…

—Por lo menos tres o cuatro horas antes de que el avión despegue.

—Mamá —contesto poniendo los ojos en blanco—, que viajamos a España, no a Madagascar.

—Bueno, bueno, ¡no te digo nada entonces! —Hay una pausa breve que aprovecho para regresar a la cocina y apoyarme sobre la encimera, observando a Tom bebiendo de su taza mientras ojea el periódico—. ¿Tienes ganas de venir?

—Ya sabes que sí. Y también de verte. Navidad supo a poco.

—A muy poco —afirma—. Y tú no me haces el lío otra vez, este año me da igual lo que ocurra que yo no vuelvo a tomarme las uvas mirando al Big Ben. ¡A mí me gusta poner la 1 y comentar el vestido de la Igartiburu!

—Bueno, mamá, fue una experiencia diferente.

—Y que lo digas. ¿Tom qué tal está? Seguro que cuando pruebe la cocina de su suegra no va a echar de menos Gran Bretaña.

—¡Mamá…!

En ese momento, él me mira con curiosidad a través de sus gafas redondas y alza un poco el mentón.

Is that your mother? —pregunta con su acento impecablemente londinense. Yo asiento y él hace un gesto para que le tienda el teléfono.

—Hola, Virginia —saluda con entusiasmo—. ¿Cómo está? Yo genial, gracias. Emocionado por volver a verla.

Los dos se llevan bien. Mamá suele referirse a él como un chico «terriblemente encantador», y la verdad es que no se equivoca. Tom es encantador, como un noble salido de una novela clásica pero adaptado a los tiempos modernos. La mayor parte de miembros de su familia son empresarios, propietarios de distintas fincas y viviendas alrededor de toda Gran Bretaña y votantes del partido conservador desde tiempos inmemoriales. De hecho, parte de su imagen pública aún está vinculada con jugar al críquet los fines de semana y organizar eventos benéficos para personas de clase alta. Viven en una burbuja que yo nunca he querido explorar demasiado porque sé que no es de su agrado. Para ellos, su homosexualidad nunca les ha supuesto un problema (siempre y cuando no la saque a relucir en los encuentros familiares, a los que nunca me ha invitado desde que nos conocemos). Para ellos todo trata sobre guardar las apariencias, y en este sentido Tom ha preferido desvincularse y asistir a los compromisos justos y necesarios para mantener a sus padres contentos y que estos le permitan vivir en una de sus casas (y para que le tengan en cuenta a la hora de redactar el testamento).

Aprovecho la conversación telefónica entre los dos para poner agua fresca a las flores. Al inclinar el jarrón en el sumidero, observo cómo algunos de los pétalos caen y forman un remolino hasta que terminan por desaparecer. Después de unos minutos, al ver que mi novio no se despega del teléfono, decido regresar a la habitación y abrir la ventana para ventilar el cuarto. El aire aún huele a sudor y a nosotros, y es que a pesar de saber que teníamos que levantarnos temprano para terminar de hacer las maletas, una (no tan) espontánea sesión de sexo nocturno nos mantuvo ocupados hasta altas horas de la madrugada. Y creedme que a Tom le gusta tomarse su tiempo, como al fuego le gusta acariciar la leña antes de hacerla cenizas. Así ha ocurrido: esta mañana, al despertarnos, mi cuerpo se pensaba que había corrido un maldito triatlón.

Me apoyo en el alféizar. Desde aquí puedo distinguir a Margot acurrucada bajo la sombra de uno de los árboles del jardín. No hemos conseguido averiguar cómo llegó (y tampoco por qué decidió quedarse con nosotros), simplemente un día escuchamos un cacareo y observamos cómo aquella criatura plumosa aparecía en la parte trasera de la casa. Cada mañana, cuando espero aburrido a que Tom vuelva de la oficina, yo salgo al jardín a darle los restos del sándwich de pepino que suelo prepararme para almorzar.

Eso es algo que espero que cambie en Madrid, donde el cielo está lleno de luz y el buen tiempo saca a la gente a caminar por la calle. Donde la gente ríe y habla en voz alta y, quién sabe, a lo mejor incluso podré encontrar alguna historia más que contar. Quizás todo eso me haga sentir un poco más acompañado cuando Tom no pueda estar conmigo, quien además se ha comprometido a cumplir su horario de una forma más estricta, sin echar horas extras para inflar su (ya de por sí, increíble) salario con el que a veces se obsesiona sin ningún motivo.

El Poderoso Caballero Don Dinero también sabe cómo poner a cien a mi novio.

—¿Quién te dará de comer, Margot? —me pregunto—. ¿Sabrás valerte por ti misma, ahora que nos vamos, o te habremos vuelto tonta por hacerte la vida más sencilla?

Quizás Margot y yo nos parecemos más de lo que pienso. Al fin y al cabo, los dos hemos acabado siendo huéspedes efímeros en esta casa, sin saber del todo qué nos ha traído hasta aquí.