—Si vas a pegarle a alguien, Sassenach, te conviene hacerlo en las partes blandas. Hay demasiados huesos en la cara. Y luego debes tener en cuenta los dientes.
Jamie le extendió los dedos y le presionó suavemente los nudillos heridos e hinchados, y ella exhaló entre dientes.
—Muchas gracias por el consejo. Y tú, ¿cuántas veces te has roto la mano pegándole a alguien?
Él sintió el impulso de echarse a reír: la visión de ella golpeando al muchacho con una furia descontrolada, con el cabello ondeando al viento y una mirada sanguinaria en los ojos, era algo que guardaría para siempre. Pero no lo hizo.
—No te has roto la mano, a nighean. —Él flexionó los dedos de ella, tomando su puño suelto entre sus manos.
—¿Cómo lo sabes? —replicó ella—. Aquí yo soy la doctora.
Él se detuvo, tratando de ocultar su sonrisa.
—Si te la hubieras roto —dijo—, estarías pálida y vomitarías; no tendrías la cara tan roja, ni estarías tan irritada.
—¡Irritada, y una mierda!
Soltó la mano y lo miró con furia, al mismo tiempo que la apretaba contra su pecho. En realidad, sólo estaba un poco sonrojada, y muy atractiva, con su pelo rizándose en una salvaje mata alrededor de la cabeza. Uno de los hombres de Brown había recogido la cofia que había caído después del ataque y se la había ofrecido tímidamente. Ella, enfurecida, se la había quitado de las manos y la había guardado con violencia en una alforja.
—¿Tienes hambre, muchacha?
—Sí —admitió ella, consciente, como él, de que las personas con algún hueso roto por lo general no tenían mucho apetito inmediatamente, aunque comían con una voracidad asombrosa una vez que el dolor disminuía.
Él hurgó en la alforja, bendiciendo a la señora Bug cuando sacó un puñado de orejones de albaricoque y una gran cuña de queso de cabra. Los hombres de Brown estaban cocinando algo junto al fuego, pero, desde la primera noche, él y Claire no habían tocado otra comida que la que ellos mismos habían llevado.
Jamie se preguntó cuánto duraría esa farsa, al mismo tiempo que cortaba un poco de queso y se lo pasaba a su esposa. Tenían comida tal vez para una semana si la racionaban. Quizá el tiempo suficiente para llegar a la costa si seguía haciendo buen tiempo. Y luego ¿qué?
Desde el principio creía que Brown no contaba con ningún plan y estaba intentando lidiar con una situación que se le había ido de las manos. Brown tenía ambición, codicia y un respetable sentido de la venganza, pero casi ninguna capacidad de anticipación, eso era evidente.
Y de pronto debía cargar con ellos dos, obligado a trasladarse de un sitio a otro, arrastrando una responsabilidad que no deseaba, como un zapato gastado atado a la cola de un perro. Y Brown era el perro impedido que gruñía y daba vueltas, intentando morder lo que le molestaba, y, como consecuencia, mordiéndose su propia cola. La mitad de sus hombres habían resultado heridos por las piedras que les habían lanzado. Jamie, reflexivamente, se tocó un hematoma grande y doloroso que tenía en la punta del codo.
Él, por su parte, no tenía alternativa; ahora Brown tampoco. Sus hombres estaban cada vez más inquietos; había cultivos que atender y en un principio no creyeron que tendrían que formar parte de lo que consideraban una misión irrealizable y ridícula.
Podía intentar huir solo. Pero luego ¿qué? No podía dejar a Claire en manos de Brown, e incluso si consiguiera sacarla de allí, tampoco era conveniente regresar al Cerro tal como estaban las cosas; hacerlo implicaba volver a encontrarse de nuevo en el ojo del huracán.
Suspiró, luego contuvo el aliento y lo soltó con tranquilidad. Aunque no creía que tuviera las costillas fracturadas, le dolían.
—Espero que tengas un poco de ungüento —dijo, haciendo un gesto hacia la bolsa que contenía sus medicinas.
—Sí, desde luego. —Ella tragó el pedacito de queso y buscó en la bolsa—. Te pondré un poco en el corte que tienes en la cabeza.
Él se lo permitió, pero luego insistió en untarle la mano a ella. Claire replicó diciendo que se encontraba perfectamente, que no le hacía falta, que debían guardar el ungüento por si había que utilizarlo más adelante, pero de todas formas dejó que le cogiera la mano y le aplicara la crema de olor dulce en sus nudillos, para sentir la dureza de los huesos finos y pequeños de su mano bajo los dedos de él.
Detestaba tanto estar indefensa... pero la armadura de la furia justificada estaba esfumándose, y si bien seguía mirando con una expresión feroz a Brown y a sus hombres, Jamie se dio cuenta de que su esposa tenía miedo. Y con razón.
Brown estaba nervioso, y no podía quedarse quieto. Se movía de un lado a otro, hablando con un hombre y luego con el siguiente, aunque no hiciera falta; verificaba innecesariamente los caballos atados, se servía una taza de achicoria y la sujetaba sin beber hasta que se enfriaba, y luego la arrojaba a los arbustos. Y, siempre, su mirada se posaba en ellos.
Brown era impetuoso y tenía pocas luces. Pero Jamie creía que no era del todo estúpido. Y estaba claro que se había dado cuenta de que su estrategia de difundir habladurías y escándalos concernientes a sus prisioneros con el objetivo de ponerlos en peligro contaba con varias deficiencias graves, teniendo en cuenta que él estaba obligado a mantenerse muy cerca de los mencionados prisioneros.
Una vez terminada su frugal cena, Jamie se tumbó con cuidado, y Claire se acurrucó a su lado en posición fetal, en busca de consuelo.
Pelear era una actividad agotadora; lo mismo ocurría con el miedo; ella se quedó dormida en pocos minutos. Jamie sintió el aguijón del sueño, pero aún no quería rendirse a él, así que se dedicó a recitar algunos de los poemas que Brianna le había enseñado; le gustaba bastante aquel sobre el platero de Boston que corría a Lexington a dar la alarma. Le parecía un poema fantástico.
El grupo comenzaba a instalarse para pasar la noche. Brown se había sentado aún inquieto, y miraba el suelo con expresión oscura, pero luego se puso en pie de un salto y empezó a caminar de un lado a otro. En cambio, Christie casi no se movía, aunque tampoco se dispuso a tumbarse. Se sentó en una roca, con su cena casi intacta.
Vio un movimiento fugaz cerca de la bota de Christie: un ratoncito que trataba de acercarse al plato abandonado que estaba en el suelo.
A Jamie se le había ocurrido un par de días antes, de esa vaga manera en que uno reconoce un hecho que ya conocía de manera inconsciente desde hacía bastante tiempo: Tom Christie estaba enamorado de su esposa.
«Pobre infeliz», pensó. Seguramente Christie no creía que Claire tuviera nada que ver con la muerte de su hija; de lo contrario, no estaría allí. ¿Acaso pensaba que Jamie sí?
Permaneció tumbado, protegido por la oscuridad, observando cómo el fuego jugaba por las demacradas facciones de Christie con los ojos entornados, que no dejaban entrever sus pensamientos. A algunos hombres se los podía leer como libros, pero Tom Christie no era uno de ellos. No obstante, si alguna vez él había visto a un hombre consumido delante de sus ojos...
¿Sería tan sólo por la fatalidad de su hija... o también porque necesitaba con desesperación a una mujer? Él ya lo había visto antes, ese roer del alma, y lo había experimentado. ¿O acaso Christie sí creía que Claire había matado a Malva o había estado implicada de alguna manera en su muerte? Ése era un dilema para cualquier hombre honorable.
La necesidad de una mujer... la idea hizo que regresara de nuevo a ese instante y a la evidencia de que los sonidos que había estado oyendo en el bosque a su espalda ya se encontraban allí. Dos días antes, él se había dado cuenta de que los seguían, pero la noche anterior habían acampado en un prado descubierto, donde sus perseguidores no podrían esconderse.
Se incorporó, moviéndose lentamente, pero sin intentar ser furtivo, cubrió a Claire con su capa y se internó en el bosque, como si sintiera una llamada de la naturaleza.
La luna era pálida y jorobada, y había poca luz debajo de los árboles. Cerró los ojos a la sombra del fuego, y volvió a abrirlos al mundo de la oscuridad, ese lugar de figuras que carecían de dimensión y con un aire que albergaba espíritus.
Pero no fue un espíritu lo que salió de detrás de la silueta de un pino.
—Que el bendito Miguel nos defienda —dijo Jamie en voz baja.
—Que los benditos ejércitos de ángeles y arcángeles estén contigo, tío —le respondió Ian en el mismo tono—. Aunque creo que unos pocos reinos y dominios tampoco vendrían mal.
—Bueno, no sería yo quien se opusiera si la Divina Providencia tomara cartas en el asunto —comentó Jamie, muy animado por la presencia de su sobrino—. Por mi parte, no tengo la menor idea de cómo salir de este estúpido atolladero.
Ian soltó un gruñido; Jamie vio que la cabeza de su sobrino se volvía y examinaba el débil resplandor del campamento. Sin decir ni una palabra, se internaron más en el bosque.
—No puedo estar fuera mucho tiempo, o vendrán a buscarme —dijo Jamie—. ¿Va todo bien en el Cerro?
Ian se encogió de hombros.
—Hay habladurías —respondió, en un tono de voz que indicaba que se refería a todo, desde los rumores de las ancianas hasta insultos que deben resolverse con violencia—. Pero aún no ha muerto nadie. ¿Qué debo hacer, tío Jamie?
—Richard Brown. Está pensando, y sólo Dios sabe a qué nos llevará eso.
—Piensa demasiado; esos hombres son peligrosos —señaló Ian, y se echó a reír. Jamie, que nunca había visto que su sobrino leyera un libro por voluntad propia, le lanzó una mirada incrédula, pero descartó hacer preguntas para ocuparse de cuestiones que resultaban más apremiantes en aquel momento.
—Sí, es cierto —afirmó con sequedad—. Ha estado difundiendo la historia en todas las tabernas y las posadas por las que hemos pasado, supongo que con la esperanza de que aumentara la indignación pública hasta el punto de que pueda convencer a algún funcionario estúpido de que se haga cargo de nosotros o, mejor aún, que pueda enardecer a una turba para que nos coja y nos cuelgue de inmediato, y resolver de ese modo su problema.
—¿Ah, sí? Bueno, tío, si eso es lo que tiene en mente, está dando resultado. No creerías las cosas que he escuchado mientras te seguía el rastro.
—Lo sé.
Jamie se estiró con delicadeza, calmando el dolor de sus costillas. Sólo gracias a la Divina Providencia, las cosas no habían ido a peor... eso y la furia de Claire, que había interrumpido el ataque cuando todos se detuvieron para mirar el espectáculo de ella abalanzándose sobre su atacante como un saco de lino.
—Pero también se ha dado cuenta de que, si quieres convertir a alguien en blanco, es sabio apartarse. Está pensando, como ya he dicho, si debe irse, o mandar a alguien...
—Entonces yo os seguiré y veré qué ocurre.
Jamie sintió, más que vio, el gesto de Ian; estaban de pie como una sombra negra, y la suave neblina de la luz de la luna era como una bruma en el espacio entre los árboles. El joven se movió como si fuera a marcharse, pero vaciló.
—¿Estás seguro, tío, de que no sería mejor esperar un poco y luego huir? No hay helechos por aquí, pero podríamos refugiarnos en las colinas cercanas; estaríamos ocultos y a salvo antes del amanecer.
Resultaba muy tentador. Sintió la atracción del oscuro bosque silvestre y, sobre todo, el reclamo de la libertad. Si pudiera adentrarse en el bosque y permanecer allí... Pero sacudió la cabeza.
—No servirá de nada, Ian —intervino, aunque con un tono de lamento en la voz—. Seríamos fugitivos y, sin duda, pondrían precio a nuestras cabezas. Con toda la comarca ya contra nosotros... con acusaciones, artículos en periódicos sensacionalistas... La gente haría el trabajo de Brown en poco tiempo. Y, además, huir equivaldría a admitir nuestra culpabilidad.
Ian suspiró, pero expresó su acuerdo con un gesto.
—Bueno, pues —dijo. Dio un paso adelante y abrazó a Jamie, lo apretó con fuerza durante un instante, y después desapareció.
Jamie dejó escapar un largo suspiro por el dolor de sus costillas lastimadas.
—Que Dios te acompañe, Ian —afirmó en la oscuridad; luego regresó al campamento. Cuando volvió a tumbarse junto a su esposa, todo estaba en silencio. Los hombres dormían como troncos, cubiertos por sus mantas. Pero dos figuras permanecían junto a las brasas del fuego casi apagado: Richard Brown y Thomas Christie, cada uno sobre una roca, solos con sus pensamientos.
¿Tenía que despertar a Claire y contárselo? Reflexionó un momento, con la mejilla contra la cálida suavidad de su pelo y, a regañadientes, decidió que no. Podría animarla un poco saber que Ian estaba allí, pero no quería arriesgarse a despertar las sospechas de Brown, y si éste percibía algún cambio en la actitud o en la expresión de Claire que le revelara que ocurría algo... no, mejor no. Al menos por el momento.
Echó un vistazo al suelo cerca de los pies de Christie y vio unos movimientos fugaces y escurridizos en la oscuridad; el ratón había llevado a unos amigos para compartir el festín.