Transcurrieron dos días, calurosos y húmedos, en una oscuridad sofocante, y yo era consciente de cómo trataban de instalarse en mi cuerpo distintas clases de moho, hongos y putrefacción, por no mencionar las omnívoras y omnipresentes cucarachas, que parecían decididas a mordisquearme las cejas justo en el momento en que se apagaba la luz. El cuero de mis zapatos estaba húmedo y blando, el cabello estaba lacio y sucio, y —como Sadie Ferguson— empecé a pasar la mayor parte del tiempo ataviada tan sólo con la camisa.
Así, cuando la señora Tolliver se presentó en la celda y nos ordenó que fuéramos a ayudarla con la colada, abandonamos el último juego de loo (ella iba ganando) y casi nos empujamos la una a la otra en la urgencia por obedecer.
Hacía mucho más calor en el patio, debido al fuego que calentaba el agua para lavar la ropa. El aire era tan húmedo como en la celda, a causa de las gruesas nubes de vapor procedentes del gran caldero con la ropa en agua hirviendo, que hacían que el cabello se nos pegara a la cara. Ya teníamos las camisas pegadas al cuerpo, y el mugriento lino casi transparente a causa del sudor; lavar ropa era una tarea pesada. Pero por otra parte, no había ningún bicho, y si bien el sol era cegador y suficientemente intenso como para enrojecer mi nariz y mis brazos, el caso es que brillaba, y eso ya era de agradecer.
Le pregunté a la señora Tolliver sobre mi improvisada paciente y su bebé, pero ella se limitó a cerrar con fuerza los labios y a negar con la cabeza con una expresión amarga y severa. El alguacil había estado ausente la noche anterior; no se había oído el sonido de su voz atronadora en la cocina. Y teniendo en cuenta la palidez de Maisie Tolliver, diagnostiqué una noche larga y solitaria con la botella de ginebra, seguida de un amanecer bastante espantoso.
—Se sentirá mucho mejor si se sienta a la sombra y bebe... agua —dije—. Mucha agua. —El té o el café eran mejor para ese propósito, pero esas sustancias costaban más que el oro en la colonia, y dudaba que la esposa de un alguacil tuviera alguna de ellas—. Si tuviera un poco de ipecacuana... o tal vez menta...
—¡Le agradezco su valiosa opinión, señora Fraser! —replicó, aunque se tambaleó y tenía las mejillas pálidas y brillantes por el sudor.
Me encogí de hombros y me dediqué a la tarea de separar un montón de ropa chorreante y humeante de la mugrienta agua enjabonada con una cuchara de madera de un metro y medio de largo, tan gastada por el uso que mis sudorosas manos resbalaban en la pulida madera.
Finalmente, y después de muchos esfuerzos, lavamos, aclaramos y escurrimos la ropa hirviendo, luego la tendimos para que se secara y corrimos jadeantes a refugiarnos a la estrecha franja de sombra que había junto a la casa; una vez allí, fuimos bebiendo por turnos agua tibia de un cazo de latón. La señora Tolliver también se sentó de repente, a pesar de su posición social superior.
Me volví para ofrecerle el cazo, pero advertí que ponía los ojos en blanco. Más que caerse, se disolvió hacia atrás, derrumbándose poco a poco hasta convertirse en un bulto húmedo.
—¿Está muerta? —preguntó con interés Sadie Ferguson. Miró de un lado a otro; evidentemente, calculaba sus posibilidades de fuga.
—No. Es una resaca fuerte, tal vez agravada por una pequeña insolación. —Le estaba tomando el pulso, que era ligero y veloz, pero bastante constante. Yo estaba considerando si sería prudente abandonar a la señora Tolliver a los peligros de tragar su propio vómito y escapar, incluso descalza y en camisa, pero me lo impidieron unas voces masculinas que aparecieron por una esquina de la casa.
Dos hombres: uno era el agente de Tolliver, a quien había visto un instante cuando los hombres de Brown me habían metido en la cárcel, y el otro era un desconocido, muy bien vestido, con una chaqueta con botones de plata y un chaleco de seda, que en realidad hacía que las manchas de sudor fueran todavía más patentes. Este último caballero, un hombre fornido de unos cuarenta años, miró con el ceño fruncido la escena de disipación que se desarrollaba delante de él.
—¿Éstas son las prisioneras? —preguntó en tono de desagrado.
—Sí, señor —dijo el agente—. Como mínimo, las dos de las enaguas lo son. La otra es la esposa del alguacil.
Las fosas nasales de Botones de Plata se cerraron un poco al conocer esa información y, a continuación, se hincharon.
—¿Cuál es la partera?
—Supongo que yo —dije, irguiéndome y tratando de adquirir cierto aire de dignidad—. Soy la señora Fraser.
—Mira tú por dónde —exclamó en un tono que indicaba que yo podría haber dicho que era la reina Carlota, por lo que a él le importaba. Me miró con una actitud desdeñosa, sacudió la cabeza y se volvió hacia el sudoroso agente—. ¿De qué se la acusa?
El agente, un joven con pocas luces, frunció los labios y nos miró dubitativo.
—Ah... bueno, una de ellas es falsificadora —dijo—. Y la otra es asesina. Pero en cuanto a cuál es cuál...
—Yo soy la asesina —comentó Sadie con valentía, y añadió con lealtad—: ¡Ella es muy buena partera! —La miré sorprendida, pero ella negó con la cabeza y cerró con fuerza los labios, indicándome que me quedara callada.
—Ah. Bueno, pues. ¿Tiene usted un vestido... señora? —Ante mi señal de asentimiento, añadió—: Vístase. —Y se volvió hacia el agente, sacando un pañuelo de seda de su bolsillo para enjugarse su regordeta cara sonrosada—. Entonces me la llevaré. Informe de ello al señor Tolliver.
—Sí, señor —le aseguró el agente, haciendo más o menos una reverencia. Echó un vistazo a la inconsciente señora Tolliver, y luego miró a Sadie.
—Tú llévala adentro y ocúpate de ella. ¡Vamos!
—Ah, sí, señor —dijo Sadie y, con aire solemne, se subió las lentes empañadas por el sudor con el dedo índice—. ¡Ahora mismo, señor!
No tuve oportunidad de hablar con Sadie, y apenas tuve tiempo suficiente para ponerme mi desaliñado vestido y mi corsé, y coger mi botiquín antes de que me escoltaran hasta un carruaje bastante destartalado, por cierto, pero que alguna vez había sido de calidad.
—¿Le importaría decirme quién es usted y adónde me lleva? —pregunté, después de haber atravesado traqueteando dos o más calles, mientras mi compañero miraba por la ventana con una expresión distraída.
Mi pregunta hizo que se despertara y parpadeara, al darse cuenta de repente de que no era un objeto inanimado.
—Ah. Perdóneme, señora. Vamos al palacio del gobernador. ¿No tiene usted una cofia?
—No.
Hizo una mueca, como si no esperara otra cosa, y reanudó sus pensamientos.
Habían terminado de construirlo y les había quedado verdaderamente bonito. El anterior gobernador, William Tryon, había erigido el palacio del gobernador, pero lo habían enviado a Nueva York antes de concluirlo. Ahora, el enorme edificio de ladrillos con sus extensos y elegantes pabellones estaba acabado, incluso con parterres de césped y lechos de hiedra que flanqueaban la entrada de los carruajes, aunque los majestuosos árboles que al final lo rodearían no eran más que retoños. El carruaje aparcó en la entrada, pero nosotros —desde luego— no entramos por la imponente puerta principal, sino que nos escabullimos por detrás y bajamos la escalera hasta los aposentos de la servidumbre, que se encontraban en el sótano.
Una vez allí, me metieron con rapidez en la habitación de una criada, me entregaron un peine, una palangana y un aguamanil, así como una cofia prestada, e insistieron en que me arreglara para no parecer una pordiosera, y que lo hiciera lo más rápido posible.
Mi guía —que se llamaba Webb, como pude saber por el respetuoso saludo de la cocinera— aguardó con evidente impaciencia mientras yo practicaba mis apresuradas abluciones, y luego me cogió del brazo e hizo que subiera con rapidez. Ascendimos a la segunda planta por una estrecha escalera de servicio, y allí nos esperaba una criada muy joven y asustada.
—¡Ah, ha venido, señor, por fin! —Se inclinó para hacer una reverencia al señor Webb, al mismo tiempo que me lanzaba una mirada de curiosidad—. ¿Ésta es la partera?
—Sí. Señora Fraser... Dilman. —Señaló a la muchacha con un gesto, dándome tan sólo su apellido, siguiendo la costumbre inglesa con los sirvientes domésticos. Ella, a su vez, me hizo una reverencia y luego me indicó que pasara por una puerta que estaba entreabierta.
La habitación era grande y elegante, y estaba amueblada con una cama con dosel, una cómoda de nogal, un ropero y un sillón, aunque el ambiente de elegante refinamiento se veía reducido a causa de un montón de ropa para zurcir, un destartalado costurero caído con todo su contenido esparcido por el suelo y una cesta de juguetes para niños. Había un gran bulto en la cama que, a juzgar por lo que podía ver, supuse que se trataba de la señora Martin, la esposa del gobernador. Lo verifiqué cuando Dilman volvió a hacer una reverencia, murmurándole mi nombre.
Era una mujer redondeada —mucho, dado su avanzado estado de gestación—, con la nariz pequeña y angulosa, y una manera de mirar miope que me recordó muchísimo a la señora Tiggy-Winkle, el personaje de Beatrix Potter. En cuanto a la personalidad, carecía de ella.
—¿Quién demonios es ésta? —quiso saber, sacando de entre las sábanas su cabeza tocada con un gorro y frunciendo el ceño.
—La partera, señora —contestó Dilman, inclinándose otra vez—. ¿Ha dormido bien, señora?
—Claro que no —replicó con irritación la señora Martin—. Este niño me ha pateado el hígado hasta dejármelo negro, he vomitado toda la noche, he sudado tanto que las sábanas están empapadas y tengo un paludismo que me hace temblar. Me dijeron que no había ninguna partera en el condado. —Me lanzó una mirada torcida a causa de la indigestión—. ¿Dónde habéis encontrado a esta mujer? ¿En la cárcel del pueblo?
—En realidad, sí —dije, quitándome el bolso del hombro—. ¿De cuántos meses está, cuánto hace que está enferma y cuándo fue la última vez que fue de vientre?
Ella me miró un poco más interesada, e indicó con un gesto a Dilman que saliera de la habitación.
—¿Cómo ha dicho que se llamaba?
—Fraser. ¿Tiene algún síntoma de parto prematuro? ¿Calambres? ¿Sangrado? ¿Un dolor intermitente en la espalda?
Me miró de reojo, pero comenzó a responder a mis preguntas. Gracias a esto, finalmente pude diagnosticarle una intoxicación grave, tal vez causada por una porción que había sobrado de un pastel de ostras, que había ingerido —junto con bastantes más productos comestibles— el día anterior en un ataque de glotonería inducido por el embarazo.
—¿No tengo paludismo? —Metió la lengua después de que la examinara, y frunció el ceño.
—No. Como mínimo, aún no —tuve que agregar para ser honesta.
Era razonable que creyera que sí lo padecía; yo misma pude saber, en el transcurso de mi examen, que había una epidemia particularmente virulenta de fiebre en la ciudad y en el palacio. El secretario del gobernador había fallecido por esa causa dos días antes, y Dilman era la única criada de la planta alta que todavía se tenía en pie.
La saqué de la cama y la ayudé a sentarse en el sillón, donde se derrumbó con el aspecto de una tarta de crema aplastada. En la habitación hacía un calor sofocante, y abrí las ventanas con la esperanza de que entrara un poco de aire.
—Por todos los cielos, señora Fraser, ¿es que tiene la intención de matarme? —preguntó, ciñéndose el chal alrededor del vientre y encorvando los hombros como si hubiera dejado entrar una fuerte ventisca.
—Le aseguro que no.
—Pero ¡el miasma...! —Agitó la mano en dirección a la ventana, escandalizada. A decir verdad, los mosquitos sí representaban un peligro. Pero todavía faltaban unas cuantas horas para el crepúsculo, cuando comenzaban a estar activos.
—La cerraremos enseguida. Por el momento, necesita aire. Y tal vez algo ligero. ¿Cree que podría tomar un poco de pan tostado?
Se lo pensó, pasando la vacilante punta de la lengua por las comisuras de los labios.
—Tal vez —decidió—. Y una taza de té. ¡Dilman!
Una vez que la criada fue a buscar té y tostadas —me pregunté cuánto tiempo había pasado desde la última vez que yo había visto té de verdad—, comencé a preparar una historia clínica más completa.
¿Cuántos embarazos anteriores? Seis, pero una sombra le cruzó la cara, y vi cómo observaba de manera involuntaria una marioneta de madera que estaba cerca de la chimenea.
—¿Sus hijos están en el palacio? —le pregunté con curiosidad. Yo no había oído ningún ruido infantil, e incluso en un lugar del tamaño de un palacio, sería difícil ocultar a seis niños.
—No —dijo con un suspiro, y se llevó las manos al vientre, sosteniéndolo casi de manera ausente—. Mandamos a las niñas a casa de mi hermana, en Nueva Jersey, hace unas semanas.
Después de algunas preguntas más, llegaron el té y las tostadas. La dejé comer tranquilamente y me dispuse a sacudir la ropa de cama, que estaba húmeda y arrugada.
—¿Es cierto? —me preguntó de pronto la señora Martin.
—¿Qué es cierto?
—Se dice que usted mató a la amante embarazada de su marido y le arrancó el bebé de las entrañas. ¿Lo hizo?
Me llevé el canto de la mano a las cejas y presioné, cerrando los ojos. ¿Cómo demonios se había enterado? Cuando pensé que podía hablar, bajé las manos y abrí los ojos.
—No era su amante y yo no la maté. En cuanto al resto... sí, lo hice —dije, con tanta calma como me fue posible.
Ella me contempló durante un instante con la boca abierta. Luego la cerró de golpe y cruzó los brazos sobre el vientre.
—¡Eso me pasa por confiar en que George Webb me elegiría una partera adecuada! —exclamó y, para mi gran sorpresa, se echó a reír—. Él no lo sabe, ¿verdad?
—Diría que no —comenté en un tono extremadamente seco—. Yo no se lo he dicho. ¿Quién se lo ha dicho a usted?
—Ah, es usted bastante famosa, señora Fraser —me aseguró—. Se habla de ello en todas partes. George no tiene tiempo para habladurías, pero hasta él debe de haberlo escuchado. Aunque no tiene memoria para los nombres. Yo sí.
Su cara estaba recuperando un poco de color. Dio otro mordisco a la tostada, masticó y tragó con cuidado.
—Pero no estaba segura de que fuera usted —admitió—. Hasta que se lo he preguntado. —Cerró los ojos e hizo una mueca vacilante, pero tragó la tostada, ya que los abrió y siguió mordisqueando.
—¿Y ahora que lo sabe...? —le pregunté con toda tranquilidad.
—No lo sé. Nunca antes había conocido a una asesina. —Tragó lo que quedaba de tostada y se chupó la yema de los dedos, antes de limpiárselos con la servilleta.
—No soy una asesina —insistí.
—Bueno, era de suponer que diría algo así —concedió. Levantó la taza de té y me examinó por encima de ésta con interés—. No parece depravada... aunque debo decir que tampoco tiene aspecto de ser muy respetable.
Levantó la fragante taza y bebió, con una expresión de dicha que me recordó que no había comido nada desde el cuenco bastante magro de gachas sin sal y sin manteca que la señora Tolliver me había proporcionado a modo de desayuno.
—Tendré que pensar en ello —dijo la señora Martin, dejando la taza con un tintineo—. Lleve eso a la cocina —añadió, haciendo un gesto hacia la bandeja—, y haga que me manden sopa y tal vez algunos bocadillos. ¡Creo que he recuperado el apetito!
Bueno, ¿y ahora qué? Me habían trasladado de la cárcel al palacio con tanta brusquedad que me sentía como un marinero en tierra después de permanecer varios meses en el mar, tambaleándome y con cierta dificultad para mantener el equilibrio. Obedecí y fui a la cocina, como me habían ordenado, conseguí una bandeja —con un cuenco de sopa que desprendía un maravilloso olor— y se la llevé a la señora Martin, caminando como un autómata. Cuando me indicó que me marchara, mi cerebro ya había comenzado a funcionar de nuevo, aunque aún no a su capacidad máxima.
Estaba en New Bern. Y, gracias a Dios y a Sadie Ferguson, fuera de la fétida prisión del alguacil Tolliver. Fergus y Marsali se encontraban en New Bern. Ergo, lo único que podía hacer era escaparme y encontrar la manera de hallarlos. Ellos podrían ayudarme a localizar a Jamie. Me aferré a la promesa de Tom Christie de que Jamie no estaba muerto y a la idea de que sería posible encontrarlo, porque cualquier otra cosa era intolerable.
Pero escapar del palacio del gobernador resultó más difícil de lo que había pensado. Había guardias apostados en todas las puertas, y mi intento de engañar a uno de ellos para dejarlo atrás falló por completo y provocó la repentina aparición del señor Webb, que me cogió del brazo y me escoltó por la escalera hasta una sofocante buhardilla, donde me encerró con llave.
Era mejor que la cárcel, pero no se podía decir mucho más al respecto. Había un camastro, un orinal, un lavabo, un aguamanil y una cajonera, que contenía algunas escasas ropas. La habitación mostraba signos de un uso reciente, pero no tanto. Una película de fino polvo de verano cubría casi todo el mobiliario, y si bien el aguamanil estaba lleno de agua, era obvio que llevaba bastante tiempo allí; unas cuantas polillas y otros pequeños insectos se habían ahogado en ella, y una película del mismo polvo fino flotaba en la superficie.
También había una pequeña ventana, cerrada y con el cristal pintado, pero después de unos resueltos golpes y tirones logré abrirla y tragué una embriagadora bocanada de aire caliente y pesado.
Me desnudé, saqué las polillas muertas de la jarra y me lavé, en una experiencia de dicha que hizo que me sintiera muchísimo mejor después de la última semana de mugre, sudor y suciedad absolutos. Tras un instante de vacilación, cogí una raída enagua de lino de la cajonera; me sentía incapaz de soportar la idea de volver a ponerme mi propia enagua mugrienta y empapada en sudor.
No era mucho lo que podía hacer sin jabón o champú, pero aun así, me sentí bastante mejor, y me quedé de pie junto a la ventana, peinándome el cabello mojado —había un peine de madera en la cómoda, pero ningún espejo— y analizando lo que podía desde mi posición.
Había más guardias apostados en el perímetro de la propiedad. Me pregunté si era habitual. Pensé que tal vez no; parecían inquietos y muy alertas: vi a uno increpar a un hombre que se había aproximado al portal y enseñarle el arma con una actitud bastante beligerante. El hombre pareció alarmado y retrocedió, luego giró y se alejó con rapidez, mirando hacia atrás por encima del hombro.
Había bastantes guardias uniformados (pensé que quizá serían marines, aunque no estaba suficientemente familiarizada con los uniformes como para saberlo con seguridad) apiñados en torno a seis cañones situados en una ligera elevación delante del palacio, dominando la ciudad y el borde del puerto.
Entre ellos pude ver a dos hombres sin uniforme; después de estirarme un poco, logré distinguir la figura alta y fornida del señor Webb, y a un hombre más bajo a su lado. Éste caminaba siguiendo la línea de cañones, con las manos dobladas tras los faldones de su levita, y los infantes de marina (o lo que fueran) le hacían la venia. Entonces supuse que debía de tratarse del gobernador: Josiah Martin.
Seguí observándolos un poco más, pero no ocurrió nada interesante, y de pronto me sentí abrumada por una repentina sensación de sueño, agotada por las tensiones del último mes y aquel aire caliente e inmóvil que parecía aplastarme como una mano.
Me tumbé en el camastro con mi camisola prestada y me quedé dormida de inmediato.
Dormí hasta medianoche, cuando me volvieron a llamar para atender a la señora Martin, que al parecer había sufrido una recaída de sus problemas digestivos. Un hombre ligeramente regordete y de nariz larga con una camisa y un gorro de dormir acechaba en el umbral con una vela y aspecto de preocupación; supuse que sería el gobernador. Me miró con irritación, pero no intentó interferir, y yo no tenía mucho tiempo para ocuparme de él. Tan pronto como cesó la crisis, el gobernador (si es que lo era) había desaparecido. Con la paciente a salvo y durmiendo, me tumbé en la alfombra, como un perro, junto a su cama, con una enagua enrollada a modo de almohada, y no me costó volver a conciliar el sueño.
Era pleno día cuando desperté de nuevo, y el fuego estaba apagado. La señora Martin estaba levantada, llamando a Dilman y muy nerviosa.
—Condenada muchacha —dijo, volviéndose en cuanto me levanté con torpeza—. Supongo que ha enfermado de paludismo, como el resto. O ha huido.
Supuse que, si bien varios sirvientes habían enfermado, bastantes habrían escapado por miedo al contagio.
—¿Está del todo segura de que no tengo paludismo terciano, señora Fraser? —La señora Martin se examinó en el espejo, sacó la lengua y la analizó críticamente—. Creo que estoy amarilla.
De hecho, sus facciones tenían un suave color rosado inglés, aunque estaba un poco pálida por el hecho de que había vomitado.
—Aléjese de las tartas de crema y el pastel de ostras cuando haga mucho calor, no coma de una sentada nada que sea mayor que su cabeza y se pondrá bien —dije reprimiendo un bostezo. Me vi de reojo en el espejo, por encima de su hombro, y me estremecí. Estaba casi tan pálida como ella, con círculos oscuros debajo de los ojos, y mi cabello... bueno, estaba casi limpio, y era lo único positivo que podía decir al respecto.
—Debería sangrarme —declaró la señora Martin—. Ése es el tratamiento correcto para la plétora; mi querido doctor Sibelius siempre lo dice. Tal vez, tres o cuatro onzas, seguidas de un laxante. El doctor Sibelius afirma que el laxante funciona muy bien en esos casos. —Se dirigió a un sillón y se reclinó, con el vientre abultado bajo el salto de cama. Se levantó la manga de la prenda y extendió el brazo en actitud lánguida—. Hay una lanceta y un cuenco en el cajón superior izquierdo, señora Fraser. Hágame el favor.
La mera idea de extraer sangre a primera hora de la mañana era suficiente para que yo misma tuviera ganas de vomitar. En cuanto al laxante del doctor Sibelius, era láudano, una alcohólica mezcla de tintura y opio, y no el tratamiento que yo le hubiera prescrito a una mujer embarazada.
La posterior y agria discusión sobre las virtudes del sangrado —y comencé a pensar, por el brillo de anticipación de sus ojos, que la excitación de que una asesina le abriera una vena era en realidad lo que ella deseaba— se vio interrumpida por la entrada sin ceremonia alguna del señor Webb.
—¿La molesto, señora? Mis disculpas. —Hizo una breve reverencia a la señora Martin y luego se volvió hacia mí—. Usted, póngase la cofia y sígame.
Lo hice sin protestar, dejando a la señora Martin indignada y sin pinchar. Esta vez Webb hizo que bajara por la pulida y resplandeciente escalera principal, para entrar en una sala grande, elegante y forrada de libros. El gobernador, que ya se había puesto la peluca que le correspondía, la había empolvado y llevaba un traje elegante, estaba sentado detrás de un escritorio rebosante de papeles, certificados, plumas dispersas, cartapacios, frascos de arena, lacre y todos los demás instrumentos propios de un burócrata del siglo XVIII. Parecía acalorado, irritado y tan indignado como su esposa.
—¿Qué, Webb? —preguntó, mirándome con el ceño fruncido—. Necesito un secretario, ¿y tú me traes una comadrona?
—Es falsificadora —replicó éste sin rodeos. Eso paralizó cualquier queja que el gobernador pensara plantear. Hizo una pausa con la boca un poco abierta, aún con el ceño fruncido.
—Ah —exclamó con un tono alterado—. ¿De verdad?
—Acusada de falsificación —intervine cortésmente—. No me han juzgado, y mucho menos condenado, ¿sabe usted?
El gobernador alzó las cejas al captar mi acento educado.
—¿De verdad? —volvió a preguntar con más tranquilidad. Me miró de arriba abajo con los ojos entornados y con aire dubitativo—. ¿De dónde demonios la ha sacado, Webb?
—De la cárcel. —Webb me lanzó una mirada de indiferencia, como si yo fuera un mueble poco atractivo y, no obstante, útil, como un orinal—. Cuando pregunté por una partera, alguien me dijo que esta mujer había hecho prodigios con una esclava, otra prisionera, que tenía un parto muy difícil. Y como la cuestión era urgente y no pudimos encontrar a otra mujer con sus conocimientos... —Se encogió de hombros, con una ligera mueca.
—Mmm. —El gobernador se sacó un pañuelo de la manga y se limpió la papada de una manera reflexiva—. ¿Puede escribir con buena letra?
Supuse que sería una muy mala falsificadora si no pudiera, pero me contenté con decir que sí. Por suerte, era cierto; en mi propia época, yo había garabateado recetas con bolígrafos como cualquiera, pero en esta época, me había preparado para escribir con pluma y con buena caligrafía, para que mis registros médicos y mis apuntes sobre los casos fueran legibles para cualquiera que los leyera después. Una vez más, sentí una punzada cuando la imagen de Malva me pasó por la mente, pero no tenía tiempo para pensar en ella.
Sin dejar de examinarme con actitud especulativa, el gobernador señaló con un gesto una silla de respaldo recto y un escritorio más pequeño que se encontraban a un lado de la sala.
—Siéntese. —Se puso en pie, rebuscó entre los papeles de su escritorio y puso uno de ellos delante de mí—. Veamos cómo pasa esto a limpio, por favor.
Era una breve carta al Consejo Real en la que resumía, a grandes rasgos, sus preocupaciones respecto a las recientes amenazas que había recibido esa institución y donde posponía la próxima reunión programada del consejo. Escogí una pluma del recipiente de cristal tallado que estaba en el escritorio, encontré un cortaplumas de plata al lado, recorté la pluma hasta que estuvo a mi gusto, saqué el corcho del frasco de tinta y comencé, consciente del escrutinio de los dos hombres.
No sabía durante cuánto tiempo podría mantener esa posición —la mujer del gobernador podía levantar la liebre en cualquier instante—, pero por el momento, me parecía que probablemente tenía más posibilidades de escapar como acusada de falsificación que como acusada de asesinato.
El gobernador cogió la copia terminada, la examinó y la dejó sobre el escritorio con un pequeño gruñido de satisfacción.
—Bastante bien —dijo—. Haga ocho copias más de esa carta, y luego puede continuar con estas otras. —Volviendo a su propio escritorio, juntó un gran número de cartas y las puso delante de mí.
Ambos hombres (no sabía a qué se dedicaba Webb, pero era evidente que era un amigo íntimo del gobernador) reanudaron una discusión sobre las últimas novedades, ignorándome por completo.
Me apliqué mecánicamente a la tarea que me habían encomendado, y el sonido de la pluma rasgando el papel, el ritual de enarenar, pasar por el papel secante y sacudir me calmaron bastante. Hacer las copias ocupaba una parte muy pequeña de mi mente; el resto quedaba libre para preocuparme por Jamie y para pensar la mejor manera de organizar la fuga.
Podía (y, sin duda, debía) dar alguna excusa después de cierto tiempo para ir a ver cómo se encontraba la señora Martin. Si podía hacerlo sin compañía, tendría unos instantes de libertad sin vigilancia, durante los cuales intentaría lanzarme en silencio a la salida más próxima. Pero todas las puertas que había visto hasta el momento estaban vigiladas. Por desgracia, el palacio del gobernador tenía un almacén muy bien provisto; sería difícil inventar la necesidad de ir a buscar algo a una botica y, aunque pudiera hacerlo, era muy poco probable que me permitieran ir sola a recogerlo.
Parecía que la mejor idea era esperar a que anocheciera; si, como mínimo, conseguía salir del palacio, transcurrirían varias horas hasta que fuera patente mi ausencia. Pero si volvían a encerrarme con llave...
Seguí escribiendo sin cesar, mientras analizaba varios planes insatisfactorios y trataba con todas mis fuerzas de no imaginar el cuerpo de Jamie balanceándose poco a poco con el viento, colgado de un árbol en alguna hondonada solitaria. Christie me había dado su palabra, y me aferré a ella ya que no me quedaba nada más.
Webb y el gobernador murmuraban entre sí, pero hablaban de cosas de las que yo no sabía nada, y la mayoría me resbalaba como el sonido del mar, sin sentido y reconfortante. Después de un momento, Webb se acercó para indicarme cómo sellar las cartas y añadir los destinatarios. Pensé preguntarle por qué no lo hacía él mismo en aquella emergencia administrativa, pero entonces le vi las manos; las dos estaban muy deformadas a causa de la artritis.
—Tiene una letra muy bonita, señora Fraser. —Se relajó lo suficiente para comentarlo en un momento dado, y me lanzó una pequeña sonrisa fría—. Qué pena que sea usted la falsificadora, en lugar de la asesina.
—¿Por qué? —pregunté, totalmente desconcertada.
—Bueno, es evidente que usted sabe leer y escribir —respondió, sorprendido a su vez ante mi asombro—. Si la condenaran por asesinato, podría solicitar el beneficio del clero y escapar con una azotaina pública y una marca en la cara. Pero la falsificación... —Negó con la cabeza, frunciendo los labios—. Es un delito capital, sin posibilidad de indulto. Si la condenan por falsificación, señora Fraser, me temo que la ahorcarán.
Mis sentimientos de gratitud hacia Sadie Ferguson sufrieron una repentina reevaluación.
—¿De veras? —pregunté con la mayor frialdad posible, aunque mi corazón había dado un vuelco y ahora trataba de salirse de mi pecho—. Bueno, entonces esperemos que se haga justicia y me liberen, ¿no?
Él emitió un sonido ahogado que yo entendí como una carcajada.
—Desde luego. Aunque sólo sea por el bien del gobernador.
Después de eso, reanudamos el trabajo en silencio. El reloj dorado detrás de mí marcó las doce del mediodía y, como si hubiera sido llamado por el sonido, apareció un sirviente, que supuse que sería el mayordomo, para preguntar si el gobernador estaba dispuesto a recibir a una delegación de ciudadanos.
La boca del gobernador se cerró un poco, pero asintió con un gesto de resignación y, a continuación, entró en la sala un grupo de seis o siete hombres, todos ataviados con sus mejores abrigos, aunque claramente eran tenderos, no hombres de negocios ni abogados. Gracias a Dios, no reconocí a ninguno.
—Estamos aquí, señor —dijo uno de ellos, que se presentó como George Herbert—, para preguntar por el significado del cambio de posición de los cañones.
Webb, que estaba sentado a mi lado, se puso un poco tenso, pero al parecer el gobernador estaba preparado para responder.
—¿Los cañones? —inquirió, con el aspecto de una persona sorprendida e inocente—. Vaya... se están reparando los soportes. Dentro de unos días dispararemos una salva de salutación real, como siempre, con motivo del cumpleaños de la reina, que es este mes. Pero cuando inspeccionamos los cañones de cara al acontecimiento, descubrimos que la madera de las cureñas estaba podrida en algunos sitios. Desde luego es imposible disparar los cañones antes de que se efectúen las reparaciones. ¿Le gustaría inspeccionar usted mismo los soportes, señor?
Comenzó a levantarse de la silla mientras lo decía, como si fuera a escoltarlos personalmente hasta los cañones, pero sus palabras tenían un tono irónico tan marcado en su cortesía, que los hombres se sonrojaron y murmuraron unas frases de negativa.
Intercambiaron algunas palabras más de cortesía, pero luego la delegación se marchó, mostrándose apenas un poco menos recelosa que cuando había entrado.
Webb cerró los ojos y espiró de manera audible en cuanto la puerta se cerró tras ellos.
—Malditos sean —dijo el gobernador en voz muy baja.
No creí que su intención fuera que yo lo escuchara, así que fingí no haberlo hecho, ocupándome con los papeles y manteniendo la cabeza gacha.
Webb se levantó y se acercó a la ventana que daba al césped, supuestamente para asegurarse de que los cañones estuvieran donde él pensaba que estarían. Torciendo un poco el cuello, pude ver más allá; era cierto: habían retirado los seis cañones de los soportes y se encontraban en el suelo, como unos inofensivos troncos de bronce.
A partir de la conversación posterior —aderezada con fuertes comentarios respecto a los perros rebeldes que habían tenido la temeridad de cuestionar a un gobernador real como si fuera un limpiabotas, ¡por el amor de Dios!—, deduje que habían quitado los cañones por un temor muy real a que los ciudadanos pudieran apoderarse de ellos y apuntarlos contra el mismo palacio.
Al escuchar todo aquello me di cuenta de que las cosas habían ido más lejos y con más rapidez de lo que yo esperaba. Estábamos a mediados de julio, pero de 1775, casi un año antes de que una versión más extensa y contundente de la Declaración de Mecklenburg floreciera y se convirtiera en una declaración oficial de independencia para las colonias unidas. Pero ya teníamos aquí a un gobernador de la Corona evidentemente temeroso de una revuelta popular.
Por si lo que habíamos visto en nuestro viaje al sur no hubiese sido suficiente para convencerme de que ya estábamos en guerra, tras haber permanecido un día con el gobernador Martin, ya no me quedaba ninguna duda.
Finalmente, esa tarde fui a comprobar cómo se encontraba mi paciente (eso sí, acompañada del atento Webb), y a hacer averiguaciones sobre cualquier otra persona que pudiera estar enferma. La señora Martin estaba aletargada y deprimida, quejándose del calor y del clima pestilente y deplorable. Echaba de menos a sus hijas y sufría muchísimo por la falta de servicio personal, hasta el punto de haberse visto obligada a cepillarse el cabello ella sola debido a la ausencia de Dilman. Sin embargo, su salud era buena, como pude informar al gobernador, que me lo preguntó a mi regreso.
—¿Le parece que podría soportar un viaje? —me preguntó, frunciendo el ceño.
Lo pensé durante un instante y luego asentí.
—Creo que sí. Sigue un poco débil por los desarreglos digestivos, pero debería estar del todo bien mañana. No creo que haya problemas con el embarazo. Dígame, ¿ha tenido dificultades en los partos anteriores?
La cara del gobernador se sonrojó al oírlo, pero negó con la cabeza.
—Se lo agradezco, señora Fraser —dijo, con una ligera inclinación de la cabeza—. Disculpa, George... Debo ir a hablar con Betsy.
—¿Está pensando en mandar a su esposa lejos de aquí? —le pregunté a Webb, después de la partida del gobernador. Pese al calor, sentí cierta inquietud bajo la piel.
Por una vez, Webb parecía bastante humano; frunció el ceño mientras miraba al gobernador, y asintió con cierta distracción.
—Tiene familiares en Nueva York y Nueva Jersey. Ella estará a salvo allí, con las niñas. Sus tres hijas —explicó, mirándome a los ojos.
—¿Tres? Dijo que había tenido seis... Ah. —Me detuve de repente. Comentó que había parido seis hijos, no que tenía seis hijos vivos.
—Perdieron a tres niños a causa de las fiebres de esta zona —comentó Webb, aún observando a su amigo. Movió la cabeza, suspirando—. No han tenido buena suerte aquí.
En ese momento pareció recuperarse, y el hombre desapareció tras la máscara del frío burócrata. Me pasó otra pila de papeles y salió, sin molestarse en hacer una reverencia.