98
Mantener un espíritu a raya
Jamie gimió, se desperezó y se incorporó pesadamente sobre la cama.
—Me siento como si me hubieran pisoteado la polla.
—¿Eh? —Abrí un ojo para mirarlo—. ¿Quién?
Él me lanzó una mirada inyectada en sangre.
—No lo sé, pero parece alguien muy pesado.
—Acuéstate —dije bostezando—. No tenemos que marcharnos todavía; puedes descansar un poco más.
Negó con la cabeza.
—No. Quiero ir a casa. Ya hemos estado lejos demasiado tiempo. —No obstante, no se levantó para terminar de vestirse, sino que continuó sentado en la torcida cama de la posada, ataviado con su camisa y con sus enormes manos colgando flojas entre sus muslos.
Parecía muy cansado, a pesar de que acababa de despertarse, y no era de extrañar. Pensé que no habría podido dormir durante varios días, teniendo en cuenta el tiempo que había tardado en encontrarme, el incendio del fuerte Johnston y los acontecimientos relacionados con mi liberación del Cruizer. Al recordarlo, sentí un enorme peso encima, a pesar de la alegría con la que me había levantado, al darme cuenta de que era libre, estaba en tierra y junto a Jamie.
—Acuéstate —repetí. Rodé hacia él y le puse una mano en la espalda—. Apenas ha amanecido. Al menos esperemos hasta el desayuno; no puedes viajar sin haber descansado ni comido.
Jamie miró hacia la ventana, que todavía estaba cerrada; las rendijas habían comenzado a palidecer con la luz creciente, pero yo tenía razón; abajo no había sonido alguno de fuegos que se estuvieran avivando, ni golpes de calderos que se estuvieran preparando. Capituló de repente, y se desmoronó poco a poco hacia un costado, incapaz de reprimir un suspiro cuando su cabeza volvió a instalarse en la almohada.
No protestó cuando lo cubrí con el raído edredón, ni tampoco cuando curvé mi cuerpo para acomodarlo al suyo, rodeando su cintura con un brazo y apoyando la mejilla en su espalda. Todavía olía a humo, aunque los dos nos habíamos lavado deprisa la noche anterior, para luego caer sobre la cama e internarnos en un olvido que nos había costado una buena cantidad de dinero.
Me di cuenta de lo cansado que estaba. A mí todavía me dolían las articulaciones, a causa del cansancio y de los bultos del colchón de lana. Cuando llegamos a la orilla, Ian nos estaba esperando con caballos, y cabalgamos lo más lejos que pudimos antes de que cayera la oscuridad, hasta que por fin encontramos una posada destartalada en medio de la nada, un tosco alojamiento de carretera para las carretas que iban de camino a la costa.
—Malcolm —dijo él, titubeando de una manera casi imperceptible, cuando el posadero le pidió su nombre—. Alexander Malcolm.
—Y Murray —añadió Ian, bostezando y rascándose las costillas—. John Murray.
El posadero, a quien la cuestión no le importaba, había asentido. No tenía ninguna razón para relacionar a tres viajeros comunes y corrientes, aunque bastante desaliñados, con un famoso caso de homicidio; de todas formas, yo sentí un pánico creciente bajo el diafragma cuando me miró.
Había percibido la vacilación de Jamie al dar aquel nombre, su desagrado por tener que reasumir uno de los muchos alias bajo los que había vivido. Él valoraba su propio nombre más que la mayoría de los hombres; yo sólo esperaba que, a su debido tiempo, éste recuperara su valor.
Roger podría ayudar. Supuse que a esas alturas ya sería todo un ministro, lo que me hizo sonreír. Tenía un talento muy especial para atenuar las divisiones entre los habitantes del Cerro, apaciguar las disputas... y, con la autoridad adicional de ser un ministro ordenado, su influencia se incrementaría.
Sería bueno tenerlo de regreso. Y volver a ver a Bree y a Jemmy... Sentí nostalgia de ellos, aunque pronto los veríamos; nuestra intención era pasar por Cross Creek y hacer que nos acompañaran el resto del camino. Naturalmente, ni Bree ni Roger tenían idea alguna de lo que había ocurrido durante las tres últimas semanas... ni de cómo sería la vida ahora, después de todos los acontecimientos.
Los pájaros cantaban a pleno pulmón en los árboles; después de los constantes chillidos de las gaviotas y las golondrinas de mar que constituían el fondo de la vida en el Cruizer, el sonido de estas aves se me antojaba más tierno, una conversación hogareña que hizo que sintiera un repentino anhelo por el Cerro. Entendí la urgencia de Jamie por regresar, incluso sabiendo que lo que encontraríamos allí no sería lo mismo que habíamos dejado. Para empezar, los Christie se habrían marchado.
No había tenido oportunidad de preguntarle a Jamie por las circunstancias de mi rescate; finalmente me habían llevado a la costa justo antes del crepúsculo y habíamos emprendido nuestra marcha de inmediato, puesto que Jamie quería poner la mayor distancia posible entre yo y el gobernador Martin... y, tal vez, Tom Christie.
—Jamie —dije en voz baja, con mi aliento cálido contra los pliegues de su camisa—. ¿Tú lo obligaste a hacerlo?
—No. —Su voz también era baja—. Se presentó en la imprenta de Fergus el día que saliste del palacio. Se había enterado de que la cárcel había ardido...
Me senté en la cama, conmocionada.
—¿Qué? ¿La casa del alguacil Tolliver? ¡Nadie me lo había dicho!
Él se colocó boca arriba, mirándome.
—Supongo que ninguna de las personas con las que has hablado en las últimas dos semanas lo sabía —afirmó en tono suave—. No murió nadie, Sassenach... Lo he averiguado.
—¿Estás seguro? —pregunté, con pensamientos inquietantes relacionados con Sadie Ferguson—. ¿Cómo ocurrió? ¿Una multitud?
—No —respondió en medio de un bostezo—. Según me han dicho, la señora Tolliver se emborrachó, avivó demasiado el fuego para lavar la ropa, luego se tumbó a la sombra y se quedó dormida. Las maderas se derrumbaron, las brasas prendieron la hierba, las llamas se extendieron hasta la casa, y... —Movió la mano, como restándole importancia—. Pero el vecino olió el humo, se dio prisa y llegó justo a tiempo para sacar a rastras a la señora Tolliver y al bebé, y ponerlos a salvo. Dijo que no había nadie más allí.
—Ah. Bueno... —Le permití que me convenciera de que volviera a acostarme y apoyé la cabeza en el hueco de su hombro.
No podía sentirme extraña con él, en especial después de haber pasado la noche a su lado en aquella estrecha cama, ambos conscientes de cada pequeño movimiento del otro. Sin embargo, yo estaba muy pendiente de su presencia.
Y él de la mía; su brazo me rodeaba, sus dedos exploraban inconscientemente mi espalda, leyendo mis formas como si fuera braille, mientras me hablaba.
—Respecto a Tom... Él, por supuesto, había oído hablar de L’oignon, de modo que fue allí cuando se enteró de que habías desaparecido de la cárcel. Para entonces, tú tampoco estabas en el palacio; le había llevado un tiempo separarse de Richard Brown sin despertar sus sospechas. Pero nos encontró allí y me explicó lo que pensaba hacer. —Sus dedos acariciaron mi nuca, y sentí que la tensión que tenía en esa zona comenzaba a aliviarse—. Le dije que esperara a que yo intentara liberarte por mi cuenta... pero si no lo lograba...
—De modo que sabes que no fue él. —Hablé con certeza—. ¿Él te dijo que lo había hecho?
—Sólo comentó que había guardado silencio mientras todavía había alguna posibilidad de que te juzgaran y te declararan inocente... pero que en el momento en que parecieras estar en peligro, su intención era hablar de inmediato; por eso insistió en venir con nosotros. Yo, eh, no quise hacerle preguntas —dijo él con delicadeza.
—Pero él no lo hizo —insistí—. ¡Jamie, tú sabes que él no lo hizo!
Sentí que su pecho se elevaba bajo mi mejilla al inspirar.
—Sí lo sé —respondió en voz baja.
Permanecimos en silencio durante un instante. Hubo unos súbitos golpecitos amortiguados en el exterior, y me sacudí... pero sólo era un pájaro carpintero, cazando insectos en las vigas infestadas de gusanos de la posada.
—¿Crees que lo ahorcarán? —pregunté por fin, observando las vigas astilladas del techo.
—Supongo que sí. —Sus dedos habían reanudado ese movimiento semiinconsciente, alisándome el pelo de detrás de la oreja. Permanecí inmóvil, escuchando el lento martilleo de su corazón, sin querer formular la siguiente pregunta. Pero era necesario.
—Jamie... dime que él no lo hizo... que no hizo esa confesión... por mí. Por favor. —Yo no creía que pudiera soportarlo.
Sus dedos se detuvieron, tocándome apenas la oreja.
—Él te ama. Lo sabes, ¿verdad? —Habló en voz muy baja; además de estas palabras, también escuché su eco en su pecho.
—Me lo dijo. —Sentí un nudo en la garganta, recordando aquella franca mirada gris. Tom Christie era un hombre que decía lo que pensaba y pensaba lo que decía... un hombre como Jamie, como mínimo en ese aspecto.
Jamie permaneció en silencio durante lo que pareció un lapso de tiempo muy prolongado. Finalmente suspiró y giró la cabeza, de manera que su mejilla descansó en mi cabello; sentí el ligero roce de sus patillas.
—Sassenach... yo también lo habría hecho y habría considerado que valía la pena perder la vida si con eso te salvaba. Si él siente lo mismo, entonces tú no le has causado ningún mal al salvar tu vida gracias a él.
—¡Dios mío! —exclamé—. ¡Dios mío!
No quería pensar en ello, ni en la mirada gris y clara de Tom, ni en el canto de las gaviotas, ni en las arrugas de aflicción que le tallaban el rostro, ni en todo lo que él había sufrido por la pérdida, la culpa y la sospecha. Tampoco quería pensar en Malva, acercándose, sin saberlo, a aquella muerte entre las lechugas, con su hijo, pesado y tranquilo, en su vientre. Ni en la sangre oscura, de color óxido, que se secaba entre las hojas de las parras.
Por encima de todo, no quería pensar que yo había tenido algo que ver con toda esa tragedia; pero era imposible.
Tragué con fuerza.
—Jamie, ¿alguna vez podremos hacer que todo vuelva a ser como antes?
Él cogió mi mano en la suya, y acarició la parte posterior de mis dedos suavemente con el pulgar.
—La muchacha está muerta, mo chridhe.
Cerré mi mano sobre su pulgar para detenerlo.
—Sí, y alguien la mató... y no fue Tom. Por Dios, Jamie... ¿Quién? ¿Quién fue?
—No lo sé —dijo, y sus ojos se inundaron de tristeza—. En mi opinión, era una muchacha que ansiaba amor... y lo tomaba. Pero no sabía cómo devolverlo.
Di una profunda inspiración y formulé la pregunta que había quedado tácita entre nosotros desde el asesinato.
—¿Crees que fue Ian?
Él casi sonrió.
—Si hubiera sido él, a nighean, lo sabríamos. Ian es capaz de matar, pero no dejaría que tú o yo sufriéramos por ello.
Suspiré, moviendo los hombros para relajar el nudo que se había formado entre ellos. Jamie tenía razón, y me sentí reconfortada por Ian... y más culpable aún por Tom Christie.
—Pudo haber sido el hombre que engendró a su bebé... si es que no fue Ian, y espero de todo corazón que no fuera así... o alguien que la deseaba y la mató por celos cuando se enteró de que estaba embarazada...
—O alguien que ya estuviera casado. O una mujer, Sassenach.
Esa afirmación hizo que me quedara paralizada.
—¿Una mujer?
—Ella tomaba amor —repitió, y meneó la cabeza—. ¿Qué te hace pensar que sólo lo tomaba de hombres jóvenes?
Cerré los ojos, imaginando las posibilidades. Si hubiese tenido un romance con un hombre casado (y éstos también la miraban, aunque más discretamente), tal vez éste la habría matado para mantener el secreto. O una mujer desdeñada... Tuve una visión breve y estremecedora de Murdina Bug, con el rostro desfigurado por el esfuerzo cuando apretó la almohada sobre la cara de Lionel Brown. ¿Arch? Por Dios, no. Una vez más, con una sensación de completa desesperación, olvidé la pregunta, mientras mi mente era invadida por la miríada de rostros del Cerro de Fraser, uno de los cuales ocultaba el alma de un asesino.
—No, sólo sé que las cosas jamás volverán a ser igual para ellos... ni para Malva ni para Tom. Ni siquiera para Allan. —Por primera vez, dediqué un pensamiento al hijo de Tom, tan repentinamente despojado de su familia y en circunstancias tan espantosas—. Pero el resto... —Me refería al Cerro. A la casa. A la vida que teníamos. A nosotros.
El edredón había hecho que entráramos en calor, y además estábamos acostados juntos... Demasiado calor, y sentí el bochorno de un sofoco que me invadía. Me senté con brusquedad, apartándome el edredón, y me incliné hacia delante, levantándome el cabello de la nuca con la esperanza de refrescarme durante un instante.
—Ponte en pie, Sassenach.
Jamie se levantó de la cama, se incorporó y me cogió de la mano, haciendo que me pusiera en pie. Mi cuerpo sudaba como si estuviera empapado de rocío, y tenía las mejillas sonrojadas. Él se inclinó y, cogiendo el borde de mi camisa con ambas manos, me las quitó por encima de la cabeza.
Sonrió débilmente al mirarme, luego se inclinó y sopló con suavidad sobre mis pechos. La frescura era un alivio mínimo, pero bienvenido, y mis pezones se pusieron erectos en callada gratitud.
Abrió los postigos para que entrase más aire, luego dio un paso hacia atrás y se quitó su propia camisa. Ya era pleno día y la abundante luz matutina brilló en las líneas de su pálido torso, en la plateada telaraña de sus cicatrices, en el suave vello dorado y rojizo de brazos y piernas y en los pelos de color óxido y plata de su incipiente barba. Lo mismo que en la carne teñida de oscuridad de sus genitales en su estado matutino, endurecidos contra su vientre y con el color suave y profundo del corazón de una rosa sombreada.
—En lo que respecta a que las cosas vuelvan a ser como antes —dijo—, no sé qué decir, aunque tengo intención de intentarlo. —Sus ojos recorrieron mi cuerpo, completamente desnudo, con una leve costra de sal, y bastante sucio en los pies y los tobillos. Sonrió—. ¿Quieres que empecemos ahora, Sassenach?
—Estás tan cansado que apenas puedes tenerte en pie —protesté—. Eh... con algunas excepciones —añadí, mirando hacia la parte inferior.
Era cierto; había sombras oscuras bajo sus ojos, y aunque las líneas de su cuerpo seguían siendo largas y elegantes, también mostraban de manera evidente una profunda fatiga. Por mi parte, yo me sentía como si me hubiera pasado por encima un camión, y eso que no había estado toda la noche incendiando fuertes.
—Bueno, teniendo en cuenta que hay una cama a mano, no planeaba hacerlo de pie —respondió—. Aunque te lo advierto: tal vez jamás pueda volver a ponerme en pie, pero creo que podría mantenerme despierto, como mínimo, durante los próximos diez minutos. Puedes pellizcarme si me quedo dormido —sugirió sonriendo.
Puse los ojos en blanco, pero no discutí. Me tumbé sobre las sábanas arrugadas, que ya habían recuperado su frescura, y con un pequeño temblor en la boca del estómago, me abrí de piernas para él.
Hicimos el amor como si estuviéramos bajo el agua, con los miembros pesados y lentos. Mudos, hablando sólo a través de una tosca pantomima. Casi no nos habíamos tocado de esa manera desde la muerte de Malva... y su imagen seguía presente entre nosotros.
Y no sólo ella. Durante un instante, traté de concentrarme únicamente en Jamie, centrando la atención en los recovecos íntimos de su cuerpo, tan conocidos para mí —la minúscula cicatriz blanca y triangular de su garganta, los remolinos de vello cobrizo y la piel bronceada por el sol—, pero estaba tan cansada que mi mente se negaba a cooperar, e insistía en mostrarme, en cambio, fragmentos azarosos de recuerdos o, lo que era más inquietante, de imaginación.
—No sirve —dije. Tenía los ojos bien cerrados y estaba aferrándome a las ropas de cama con ambas manos, apretando las sábanas con los dedos—. No puedo.
Él emitió un pequeño sonido de sorpresa, pero se apartó de inmediato, dejándome húmeda y temblorosa.
—¿Qué ocurre, a nighean? —preguntó en voz baja. No me tocó, pero se tumbó cerca.
—No lo sé —respondí, muy próxima a una sensación de pánico—. No puedo dejar de ver... lo lamento, lo lamento, Jamie. Veo a otras personas; es como si estuviera haciendo el amor con otros ho-hombres.
—Ah, ¿sí? —Parecía cauto, pero no disgustado.
Oí un crujido de tela y él me cubrió con la sábana. Aquello pareció ayudarme un poco, pero no demasiado. El corazón me golpeaba con fuerza en el pecho, me sentía mareada y me costaba respirar; la garganta se me cerraba todo el tiempo.
«Bolus hystericus —pensé con bastante calma—. Para, Beauchamp.» Era más fácil decirlo que hacerlo, pero dejé de preocuparme por sufrir un infarto.
—Ah... —La voz de Jamie seguía cauta—. ¿Quién? ¿Hodgepile y...?
—¡No! —Sentí un nudo de repulsión en el estómago al venirme a la mente el suceso. Tragué saliva—. No. Yo... ni siquiera había pensado en ello.
Se quedó callado y tumbado a mi lado, respirando. Tuve la impresión de que estaba, literalmente, partiéndome en pedazos.
—¿A quién ves, Claire? —susurró—. ¿Puedes decírmelo?
—A Frank —contesté con rapidez, antes de poder cambiar de idea—. Y a Tom. Y... y a Malva. —Mi pecho se sacudía, y sentía que jamás volvería a tener aire suficiente para respirar de nuevo—. Podía... de pronto, podía sentirlos a todos —exclamé—. Tocándome. Queriendo entrar. —Rodé de costado y oculté la cara en la almohada, como si fuera capaz de dejar todo atrás.
Jamie permaneció en silencio durante bastante tiempo. ¿Le había hecho daño? Lamentaba habérselo dicho... pero ya no me quedaban defensas. No podía mentir, ni siquiera por la mejor de las razones; simplemente, no tenía adónde ir, ningún sitio donde esconderme. Me sentía acosada por fantasmas que susurraban, por su pérdida, sus necesidades, su desesperado amor tirando de mí. Separándome de Jamie y de mí misma.
Tenía el cuerpo tenso y rígido, tratando de impedir su disolución, y la cara tan hundida en la almohada, intentando escapar, que sentí que tal vez me ahogaría, y me vi obligada a girar la cabeza, en busca de aire.
—Claire. —La voz de Jamie era suave, pero noté su aliento en mi cara y mis ojos se abrieron de inmediato. Sus ojos también eran suaves, y estaban oscurecidos por la pena. Con mucha lentitud, levantó una mano y me tocó los labios.
—Tom —exclamé—. Siento como si ya estuviera muerto por mi culpa, y es terrible. No puedo soportarlo, Jamie, ¡de verdad que no puedo!
—Lo sé. —Movió la mano, vaciló—. ¿Puedes soportar que te toque?
—No lo sé. —Tragué el bulto que se encontraba en mi garganta—. Inténtalo y lo comprobaremos.
Eso le provocó una sonrisa, aunque yo se lo había dicho muy en serio. Puso la mano con delicadeza en mi hombro e hizo que me volviera, luego me acercó de nuevo a su cuerpo, moviéndose lentamente, para concederme la posibilidad de apartarme. No lo hice.
Me hundí en él, y me aferré a su cuerpo como si fuera un palo flotante, lo único que evitaría que me ahogara. Y era cierto.
Me abrazó y me acarició el cabello durante mucho tiempo.
—¿Puedes llorar por ellos, mo nighean donn? —susurró por fin contra mi pelo—. Déjalos entrar.
La mera idea hizo que volviera a sentirme tensa a causa del pánico.
—No puedo.
—Llora por ellos —susurró, y su voz me abrió más profundamente que su miembro—. No puedes mantener a raya a un espíritu.
—No puedo. Me temo —dije, pero ya estaba alterada por la pena, y las lágrimas humedecían mi cara—. ¡No puedo!
Pero lo hice. Abandoné la lucha y me abrí al recuerdo y a la pena. Sollocé como si se me fuera a romper el corazón... y dejé que se rompiera, por ellos y por todos los que no pude salvar.
—Déjalos entrar, y llora por ellos, Claire —susurró—. Y cuando se hayan marchado, te llevaré a casa.