Gerald Forbes estaba sentado en el salón del King’s Inn, disfrutando de una copa de sidra fermentada y la sensación de que todo iba bien. Había tenido una reunión muy fructífera con Samuel Iredell y su amigo, dos de los líderes rebeldes más destacados de Edenton, y otra todavía más beneficiosa con Gilbert Butler y William Lyons, unos contrabandistas locales.
Apreciaba muchísimo las joyas, y en una celebración privada de la manera elegante en que se había librado de la amenaza de Jamie Fraser, se había comprado un nuevo alfiler de corbata, con un hermoso rubí engarzado. Lo contempló con muda satisfacción, observando las hermosas sombras que la piedra arrojaba sobre la seda de sus volantes.
Había dejado a su madre sana y salva en casa de su hermana, tenía una cita para almorzar con una dama de la región y, antes, una hora libre. Estaba dudando si debía dar un paseo para estimular el apetito; era un día hermoso.
De hecho, había empujado la silla hacia atrás y había comenzado a incorporarse, cuando una gran mano se clavó en el centro de su pecho y lo obligó a volver a sentarse.
—¿Qué...? —Alzó una mirada indignada... y se cuidó mucho de mantener dicha expresión en el rostro, a pesar de sentir un repentino estremecimiento. Un hombre alto y oscuro estaba sobre él, con una actitud muy poco amistosa. MacKenzie, el marido de la mocosa—. ¿Cómo se atreve? —preguntó en un tono beligerante—. ¡Exijo una disculpa!
—Exija lo que quiera —contestó MacKenzie. A pesar de su bronceado, estaba pálido, y tenía un gesto adusto—. ¿Dónde está mi esposa?
—¿Cómo quiere que lo sepa? —El corazón de Forbes latía a gran velocidad, pero tanto de regocijo como de inquietud. Levantó el mentón e hizo un ademán de incorporarse—. Permítame, señor.
Una mano en su brazo lo detuvo. Se volvió y se encontró con la cara del sobrino de Fraser, Ian Murray. Murray sonrió, y el sentimiento de satisfacción de Forbes disminuyó ligeramente. Se decía que había vivido con los mohawk, que se había convertido en uno de ellos... que vivía con un lobo cruel que hablaba y obedecía sus órdenes y que le había arrancado el corazón a un hombre para comérselo en un ritual pagano.
No obstante, el rostro feo del muchacho y su aspecto desaliñado no impresionaron a Forbes.
—Aparte la mano de mi persona, señor —dijo Forbes con dignidad, enderezándose en el asiento.
—No, creo que no —replicó Murray.
La mano le apretó el brazo como el mordisco de un caballo, y Forbes abrió la boca, aunque no emitió sonido alguno.
—¿Qué ha hecho con mi prima? —preguntó el joven.
—¿Yo? Caramba, yo... no tengo nada que ver con la señora MacKenzie. ¡Suélteme, maldito sea!
El apretón se aflojó y Forbes se sentó, respirando con dificultad. MacKenzie había cogido una silla, y tomó, a su vez, asiento.
Forbes se alisó la manga de la chaqueta, evitando la mirada de MacKenzie y pensando con rapidez. ¿Cómo lo habían descubierto? ¿Lo habían descubierto? Quizá sólo se estaban aventurando, sin saberlo con seguridad.
—Lamento enterarme de que le haya sucedido alguna desgracia a la señora MacKenzie —afirmó en tono cortés—. ¿Entiendo que la ha perdido de vista?
MacKenzie lo miró de arriba abajo durante un instante sin contestar, y emitió un pequeño sonido de desprecio.
—Lo oí hablar en Mecklenburg —dijo con tranquilidad—. Tiene usted mucha labia. Escuché cómo hablaba mucho sobre la justicia y la protección de nuestras esposas e hijos. Cuánta elocuencia.
—Unas palabras muy apropiadas —intervino Ian Murray— para un hombre capaz de secuestrar a una mujer indefensa. —Seguía en cuclillas en el suelo, como un salvaje, pero se había movido un poco para mirar a Forbes directamente a la cara. Al abogado esto le resultaba inquietante, por lo que decidió mirar a MacKenzie a los ojos, de hombre a hombre.
—Lamento muchísimo su desgracia, señor —afirmó, esforzándose por parecer preocupado—. Me encantaría poder ayudarlo, desde luego, como me fuera posible. Pero no...
—¿Dónde está Stephen Bonnet?
La pregunta cayó sobre Forbes como un golpe en el hígado. Se quedó boquiabierto durante un instante, pensando que había cometido un error al decidir mirar a MacKenzie; aquella inexpresiva mirada verde era como la de una serpiente.
—¿Quién es Stephen Bonnet? —preguntó, pasándose la lengua por los labios. Tenía los labios secos, pero el resto de su cuerpo estaba muy mojado; podía sentir el sudor que se acumulaba en los pliegues de su cuello, empapando la tela de batista de su camisa bajo sus axilas.
—Yo lo escuché, ¿sabe? —comentó Murray en un tono agradable—. Cuando usted hizo el trato con Richard Brown. Fue en su almacén.
La cabeza de Forbes giró de golpe. Estaba tan impresionado, que tardó un momento en darse cuenta de que Murray tenía un cuchillo, colocado de manera despreocupada sobre la rodilla.
—¿Qué? ¿Qué dice usted? Déjeme decirle, señor, que se equivoca. ¡Se equivoca! —Intentó levantarse, tartamudeando. MacKenzie se puso en pie de un salto, lo cogió de la pechera de la camisa y se la retorció.
—No, señor —dijo en voz muy baja, con la cara tan cerca que Forbes sentía el calor de su aliento—. Es usted quien se ha equivocado. Y ha cometido un grave error al escoger a mi esposa para sus perversos propósitos.
Se oyó un ruido cuando la fina tela se rasgó. MacKenzie lo empujó con violencia sobre la silla, luego se inclinó hacia delante y lo cogió del cuello de la camisa con tanta fuerza que estuvo a punto de ahogarlo allí mismo. Forbes abrió la boca, jadeando, y unos puntos negros flotaron en su visión, aunque no lo bastante como para oscurecer aquellos ojos verdes refulgentes y helados.
—¿Adónde la ha llevado?
Forbes se agarró a los apoyabrazos de la silla, respirando con dificultad.
—No sé nada de su esposa —intervino, con la voz grave y cargada de furia—. Y en cuanto a cometer un grave error, señor, usted mismo está cometiendo uno ahora. ¿Cómo se atreve a atacarme? ¡Presentaré cargos, se lo aseguro!
—Ah, atacarlo, dice —intervino Murray en tono de burla—. No hemos hecho nada de eso. Aún. —Había vuelto a ponerse en cuclillas, golpeando suavemente el cuchillo contra el pulgar y contemplando a Forbes con una mirada analítica, como si estuviera planeando trinchar un lechón sobre un plato.
Forbes apretó los dientes y miró con furia a MacKenzie, que seguía de pie, alzándose sobre él, amenazador.
—Éste es un lugar público —señaló—. No pueden hacerme daño sin que alguien se dé cuenta. —Miró más allá de MacKenzie, con la esperanza de que alguien entrara en el salón e interrumpiera aquel desagradable tête-à-tête, pero era una mañana tranquila y todas las camareras y los palafreneros estaban cumpliendo sus obligaciones en alguna parte, lo que era de lo más inconveniente.
—¿Nos importa que alguien se dé cuenta, a charaid? —preguntó Murray, levantando la mirada hacia MacKenzie.
—En realidad, no. —Sin embargo, MacKenzie retomó su asiento y volvió a mirarlo fijamente—. Pero podemos esperar un poco. —Echó un vistazo al reloj de la repisa, cuyo péndulo se movía con un sereno tictac—. No tardará mucho.
A Forbes se le ocurrió, tarde, preguntarse dónde estaría Jamie Fraser.
Elspeth Forbes estaba meciéndose suavemente en el porche de la casa de su hermana, disfrutando del fresco aire matutino, cuando se presentó un visitante.
—¡Vaya, señor Fraser! —exclamó, enderezándose en su asiento—. ¿Qué lo trae a Edenton? ¿Busca a Gerald? Ha ido a...
—Ah, no, señora Forbes. —Jamie le hizo una profunda reverencia y el sol de la mañana se reflejó en su cabello como si se tratara de bronce—. He venido por usted.
—¿Eh? ¡Ah! —Se enderezó en su asiento, sacudiéndose con rapidez las migas de tostada que tenía en la manga, y esperando que su cofia estuviera derecha—. Vaya, ¿y qué podría necesitar usted de una anciana?
Él sonrió —era un muchacho tan apuesto, tan elegante con su abrigo gris, y aquella expresión traviesa en los ojos— y se acercó para susurrarle al oído:
—He venido a llevármela, señora.
—¡Oh, ya basta, bribón! —La mujer agitó una mano, riendo, y él la cogió y le besó los nudillos.
—No aceptaré un no por respuesta —le aseguró, y le señaló con un gesto el borde del porche, donde había dejado una cesta grande y prometedora, cubierta con un paño de cuadros—. He decidido almorzar en el campo, bajo un árbol. Ya tengo en mente el árbol en cuestión; es un buen árbol, pero será una comida triste si nadie me acompaña.
—Estoy segura de que podría encontrar mejor compañía que yo, muchacho —dijo la anciana, completamente cautivada—. ¿Y dónde se encuentra su querida esposa?
—Ah, ella me ha dejado —contestó Jamie fingiendo pena—. Aquí estoy, después de haber planeado un picnic maravilloso, y ella ha salido a atender un parto. De modo que me he dicho «Caramba, Jamie, sería un crimen desperdiciar semejante festín... ¿Quién podría compartirlo contigo?». ¿Y qué veo a continuación sino a su elegante persona, descansando? Ha sido como una respuesta a una plegaria, y estoy seguro de que usted jamás se opondría a una sugerencia celestial, señora Forbes.
—Mmm —murmuró ella, tratando de no reír—. Ah, bueno. Si es cuestión de no desperdiciar...
Antes de que ella pudiera decir nada más, él se agachó y la levantó de la silla, alzándola en brazos. Ella soltó un alarido de sorpresa.
—Si se trata de un verdadero secuestro, debo llevármela en volandas, ¿no? —preguntó él con una sonrisa.
Para su propia mortificación, el sonido que emitió la mujer no pudo considerarse más que una risita. Pero a Jamie no pareció importarle, e inclinándose para recoger la cesta con una de sus fuertes manos, la llevó hasta su carruaje como si fuera ligera como una pluma.
—¡No pueden retenerme aquí! ¡Déjenme salir o pediré ayuda a gritos!
De hecho, lo habían inmovilizado allí durante más de una hora, bloqueando cualquier intento por su parte de levantarse y marcharse. Pero tenía razón, pensó Roger; el tráfico de la calle comenzaba a aumentar, y él podía oír —al igual que Forbes— los ruidos de una camarera preparando mesas para la cena en el salón contiguo.
Miró a Ian. Lo habían discutido: si no recibían noticias al cabo de una hora, tendrían que sacar a Forbes de la posada y llevarlo a un lugar más privado; lo que podría ser peliagudo, puesto que el abogado estaba asustado, pero era testarudo como una mula. Y seguramente pediría ayuda a gritos.
Ian frunció los labios en un gesto pensativo, sacó el cuchillo con el que había estado jugueteando y lustró la hoja, pasándola por el costado de sus pantalones.
—¿Señor MacKenzie? —Un muchacho con la cara redonda y manchado de tierra había aparecido a su lado como una seta.
—Soy yo —dijo Roger, sintiendo una oleada de gratitud—. ¿Tienes algo para mí?
—Sí, señor. —El chico le pasó un pequeño papel retorcido, aceptó una moneda a cambio y desapareció, a pesar del grito de Forbes de «¡Espera, muchacho!».
El abogado, en su nerviosismo, había conseguido levantarse a medias de su asiento. Pero Roger hizo un veloz movimiento en su dirección, y Forbes volvió a caer, sin esperar siquiera a que lo empujaran. Bien, pensó Roger sombrío, estaba aprendiendo.
Desdobló el papel y se encontró con un gran broche en la mano, con la forma de un ramo de flores, realizado con granates y plata. Era bastante elaborado, pero más bien feo. Aunque a Forbes le causó una gran impresión.
—No puede ser. Él no haría algo así. —El abogado observó el broche que se hallaba en la mano de Roger y palideció súbitamente.
—Ah, yo diría que sí, si se refiere a mi tío Jamie —dijo Ian Murray—. Siente mucho aprecio por su hija, ¿sabe?
—Tonterías. —El abogado estaba intentando marcarse un farol, pero no podía apartar los ojos del broche—. Fraser es un caballero.
—Es un escocés de las Highlands —repuso Roger con brusquedad—. Como su padre, ¿sabe? —Había escuchado historias sobre el viejo Forbes, quien había escapado de Escocia justo cuando estaban a punto de ahorcarlo.
Forbes se mordió el labio inferior.
—Él no le haría daño a una anciana —aseguró, con toda la bravuconería que pudo reunir.
—¿No? —Ian enarcó sus ralas cejas—. Bueno, tal vez. Podría limitarse a mandarla lejos... ¿A Canadá, quizá? Usted parece conocerlo bastante bien, señor Forbes. ¿Qué opina?
El abogado tamborileó con los dedos en el apoyabrazos de la silla, respirando entre dientes, obviamente repasando lo que sabía sobre la personalidad y la reputación de Jamie Fraser.
—De acuerdo —dijo de pronto—. ¡De acuerdo!
Roger sintió que la tensión que corría a través de su cuerpo saltaba como un alambre cortado. Había estado tenso como un arco desde que Jamie había acudido a buscarlo la noche anterior.
—¿Dónde? —preguntó, casi sin aliento—. ¿Dónde está ella?
—A salvo —respondió Forbes con voz ronca—. Jamás le haría daño. —Levantó la mirada, con los ojos enloquecidos—. ¡Por el amor de Dios, jamás le haría daño!
—¿Dónde? —Roger apretó con fuerza el broche, sin importarle que los bordes se le estuvieran clavando en la mano—. ¿Dónde está?
El abogado se hundió como un saco medio vacío de harina de maíz.
—A bordo de un barco llamado Anemone. Del capitán Bonnet. —Tragó saliva con fuerza, incapaz de mantener la vista alejada del broche—. Ella... Van rumbo a Inglaterra. Pero ¡está sana y salva, se lo repito!
La impresión hizo que Roger apretara con más fuerza el broche, y sintió que de repente tenía sangre en los dedos. Arrojó el broche al suelo y se limpió la mano en los pantalones, esforzándose por hablar. La conmoción había hecho que se le formara un nudo en la garganta; sentía que lo estaban estrangulando.
Al darse cuenta de ello, Ian se puso en pie de repente y apretó el cuchillo contra la garganta del abogado.
—¿Cuándo zarparon?
—Yo... yo... —La boca del abogado se abrió y se cerró sin orden ni concierto, y miró a Ian y a Roger de forma alternativa, indefenso, con los ojos saltones.
—¿Dónde? —Roger consiguió que esa palabra superara el bloqueo de su garganta, y Forbes se estremeció al escucharlo.
—Ella... subió a bordo aquí, en Edenton. Hace dos... dos días.
Roger asintió con brusquedad. A salvo, había dicho. En manos de Bonnet. Dos días, en manos de Bonnet. Pero él también había navegado con Bonnet, pensó, tratando de serenarse y de mantener la racionalidad. Sabía cómo trabajaba aquel hombre. Bonnet era un contrabandista; no zarparía hacia Inglaterra sin tener el barco lleno. Era posible que estuviera bajando por la costa, recogiendo pequeños envíos, antes de salir a mar abierto e iniciar la larga travesía hacia Inglaterra.
Y si no... aún podrían alcanzarlo, con un barco rápido.
No había tiempo que perder; en el muelle podría haber alguien que supiera cuál era el siguiente destino del Anemone. Se volvió y dio un paso hacia la puerta. En ese momento, sintió que lo inundaba una ola roja, se dio la vuelta y clavó su puño en la cara de Forbes con todo el peso de su cuerpo.
El abogado soltó un grito agudo y se llevó ambas manos a la nariz. Todos los ruidos de la posada y de la calle parecieron detenerse; el mundo entero quedó en suspenso. Roger respiró breve y profundamente, frotándose los puños, y volvió a asentir.
—Vamos —le dijo a Ian.
—Sí.
Roger estaba a mitad de camino de la puerta, cuando se dio cuenta de que Ian no estaba a su lado. Miró hacia atrás, justo a tiempo para ver cómo su primo le cogía delicadamente una oreja a Forbes y se la cortaba.