Anclaron bastante antes del amanecer, y un pequeño bote los condujo a tierra.
—¿Dónde estamos? —preguntó Brianna, con la voz oxidada por la falta de uso; Bonnet la había despertado en la oscuridad.
Habían hecho tres paradas en el camino, en caletas sin nombre donde hombres misteriosos salían de entre la maleza, haciendo rodar toneles o cargando fardos, pero a ella no la habían hecho bajar en ninguna. Aquélla era una isla larga y baja, con un tupido bosque de maleza y cubierta por una bruma que hacía que pareciera embrujada a la luz de una luna moribunda.
—Ocracoke —respondió él, inclinándose hacia delante para atisbar entre la niebla—. Un poco más a babor, Denys. —El marinero que manejaba los remos se inclinó más hacia un lado, y la proa del bote giró, acercándose más a la orilla.
Hacía frío en el agua; se sintió agradecida por el grueso mantón que él le había puesto sobre los hombros antes de ayudarla a subir al bote. Aun así, el fresco de la noche y el mar abierto poco tenían que ver con el pequeño y constante escalofrío que hacía que le temblaran las manos y que le entumecía los pies y los dedos.
Suaves murmullos entre los piratas, más instrucciones. Bonnet saltó al agua, que estaba llena de barro y que le llegaba a la cintura, y vadeó hacia las sombras, haciendo a un lado la tupida maleza, lo que hizo que el agua de la ensenada oculta apareciera de pronto, como un suave resplandor oscuro ante ellos. El bote avanzó entre los árboles que colgaban sobre la ensenada, y luego se detuvo para que Bonnet pudiera volver a subir por la borda, salpicando y chorreando.
Un grito estremecedor se oyó cerca de ellos, tanto, que Brianna dio un respingo antes de darse cuenta de que se trataba tan sólo de un pájaro en algún lugar de la ciénaga que los rodeaba. Por lo demás, la noche estaba en silencio, con excepción de las salpicaduras amortiguadas y regulares de los remos.
También habían subido al bote a Josh y a los hombres fulani. Josh estaba sentado a sus pies, como una silueta negra encorvada. Estaba temblando; ella podía percibirlo. Desdobló un pliegue del mantón y se lo puso encima; luego posó una mano en su hombro, bajo el mantón, con la intención de proporcionarle todo el aliento que pudiera. Una mano se elevó, se instaló suavemente sobre la de ella y la apretó. Así unidos, navegaron poco a poco hacia el mundo oscuro que los aguardaba bajo los árboles chorreantes.
El cielo estaba iluminándose cuando el bote llegó a un pequeño embarcadero, y unas delgadas nubes rosadas se extendían en el horizonte. Bonnet bajó de un salto y le ofreció la mano. A regañadientes, Brianna soltó a Josh y se incorporó.
Había una casa, semioculta entre los árboles. Construida con tablones grises, parecía hundirse en los restos de la niebla, como si no fuera del todo real y pudiera desaparecer en cualquier instante.
Aunque el hedor del viento sí era completamente real. Ella jamás lo había olido antes, pero había escuchado la vívida descripción de su madre y lo reconoció de inmediato: el olor de un barco negrero, anclado frente a la costa. Josh también lo reconoció; ella oyó su grito ahogado, y luego un murmullo apresurado; estaba recitando el avemaría en gaélico, lo más rápido que podía.
—A éstos llévalos al barracón —le dijo Bonnet al marinero, empujando a Josh en su dirección, y señalando a los fulani con un gesto—. Luego vuelve al barco. Dile al señor Orden que zarparemos para Inglaterra dentro de cuatro días; él se ocupará del resto de las provisiones. Ven a buscarme el sábado, una hora antes de la marea alta.
—¡Josh! —exclamó Brianna, y él la miró con ojos blancos por el temor, pero el marinero lo obligó a avanzar, y Bonnet la arrastró a ella en otra dirección, por el sendero hacia la casa—. ¡Espera! ¿Por qué se lo lleva? ¿Qué vas a hacer con él? —Ella clavó los pies en el barro y se agarró a un mangle, negándose a moverse.
—Venderlo, ¿a ti qué te parece? —respondió Bonnet, mostrándose insensible respecto a ese asunto, así como a su negativa a moverse—. Vamos, querida. Sabes que puedo obligarte, y sabes que no te gustará si lo hago. —Extendió la mano, apartó el borde del mantón y le apretó el pezón con fuerza, a modo de ejemplo.
Ardiendo de furia, ella volvió a ponerse el mantón y se lo envolvió con fuerza, como si aquello pudiera aliviarle el dolor. Él ya se había vuelto y estaba avanzando por el sendero, totalmente seguro de que ella lo seguiría. Para su eterna vergüenza, así lo hizo.
Les abrió la puerta un hombre negro, casi tan alto como Bonnet, e incluso más ancho de pecho y hombros. Tenía una gruesa cicatriz vertical entre los ojos que le iba desde el nacimiento del cabello hasta el puente de la nariz, pero con el aspecto limpio de una cicatriz tribal deliberada, y no el resultado de un accidente.
—¡Emmanuel, amigo! —Bonnet saludó con cordialidad al hombre, e hizo pasar a Brianna delante de él de un empujón—. Mira lo que he traído, ¿quieres?
El negro la miró de arriba abajo con expresión de duda.
—Ella muy alta —dijo, con un acento africano. La cogió de los hombros y le dio la vuelta, pasándole una mano por la espalda y agarrándole las nalgas brevemente a través del mantón—. Pero tener bonito culo gordo —admitió a regañadientes.
—¿Verdad? Bueno, ocúpate de ella, y luego ven a decirme cómo están las cosas. La bodega está casi llena... ah, y he recogido cuatro... no, cinco... negros más. Los hombres pueden ir con el capitán Jackson, pero las mujeres... bueno, son bastante especiales. —Le guiñó un ojo a Emmanuel—. Gemelas.
La cara del negro se puso rígida.
—¿Gemelas? —preguntó en un tono horrorizado—. ¿Usted traerlas a la casa?
—En efecto —dijo Bonnet con firmeza—. Son fulani, y despampanantes. No saben inglés, no tienen educación... Pero servirán como putas, sin duda. Por cierto, ¿hay alguna noticia del signor Ricasoli?
Emmanuel asintió, aunque con el ceño fruncido; la cicatriz formaba una profunda «V», que se sumaba a las arrugas del entrecejo.
—Llegar el jueves. Monsieur Houvener también venir. Y el señor Howard llegar mañana.
—Estupendo. Me apetece desayunar ahora... y supongo que tú tendrás tanta hambre como yo, ¿no, querida? —preguntó mientras se volvía hacia Brianna.
Ella asintió, debatiéndose entre el miedo, la furia y los mareos matutinos. Tenía que comer algo, y pronto.
—Bien, pues. Llévala a algún sitio —alzó la mano hacia el techo, indicando las habitaciones de la planta superior— y dale de comer. Yo comeré en mi despacho; ven a buscarme allí.
Sin esperar más, Emmanuel le puso una mano como un torno en la nuca a Brianna y la empujó hacia la escalera.
El mayordomo (si es que se podía describir a algo como Emmanuel con un término tan doméstico) la empujó hacia una pequeña habitación y cerró la puerta detrás de ella. Estaba amueblada, pero con austeridad: el bastidor de una cama con un colchón, una manta de lana y un orinal. Ella utilizó este último objeto con alivio y luego hizo un rápido reconocimiento de la habitación.
Tan sólo había una ventana pequeña, con rejas metálicas. No tenía cristales, sólo postigos interiores, y el aire del mar y el bosque llenaron la estancia, compitiendo con el polvo y el hedor rancio del colchón manchado. Puede que Emmanuel fuera un factótum, pero no era un gran amo de casa, pensó Brianna, tratando de mantener el ánimo.
Oyó un sonido familiar y estiró el cuello para ver. La ventana no dejaba mucho espacio visible, sólo las conchas blancas aplastadas y el barro arenoso que rodeaba la casa, así como las copas de unos pinos atrofiados. Pero si apretaba la cara a un lado de la ventana, alcanzaba a ver una pequeña franja de una playa distante, sobre la que rompían grandes olas blancas. Cuando estaba observando, tres caballos la cruzaron al galope y desaparecieron de su vista, pero cuando el viento transportó sus relinchos, llegaron cinco más, y luego otro grupo de siete u ocho. Eran caballos salvajes, descendientes de ponis españoles que habían llegado allí un siglo antes.
Esa visión la fascinó, y siguió mirando durante un largo rato con la esperanza de que regresaran, pero no lo hicieron; sólo pasó una bandada de pelícanos, y luego unas pocas gaviotas que se zambulleron en busca de peces.
La visión de los caballos había hecho que se sintiera menos sola durante unos pocos instantes, pero no menos vacía. Llevaba, como mínimo, media hora en aquella habitación, y aún no había oído pasos en el vestíbulo que le indicaran que le llevaban comida. Con cautela, probó la puerta y se sorprendió al hallarla abierta.
Sí le llegaron sonidos de abajo; había alguien allí. Y un aroma cálido y granuloso a avena y pan horneándose flotó débilmente en el aire.
Brianna tragó saliva para contener el estómago, se movió procurando no hacer ruido por la casa y bajó la escalera. Se oían voces masculinas en una estancia de la parte delantera: Bonnet y Emmanuel. Ese sonido hizo que su diafragma se tensara, pero la puerta estaba cerrada, y pasó junto a ella de puntillas.
La cocina era en realidad una choza independiente, conectada con la casa por medio de un pasaje techado y rodeada por un jardín cercado que también abarcaba la parte trasera de la construcción. Echó un vistazo a la cerca —muy alta y con púas—, pero primero, lo primero: tenía que comer.
Había alguien en la cocina; oyó ruido de ollas y la voz de una mujer, murmurando. El olor a comida era tan intenso que parecía palpable. Abrió la puerta y entró, haciendo una pausa para que la cocinera pudiese verla. Luego ella vio a la cocinera.
A esas alturas estaba tan maltrecha por la situación que se limitó a parpadear, con la seguridad de estar sufriendo alucinaciones.
—¿Fedra? —dijo en tono inseguro.
La chica giró en redondo, con los ojos abiertos por la impresión.
—¡Oh, santo Dios! —Echó una mirada aterrorizada detrás de Brianna y luego, al comprobar que estaba sola, la cogió del brazo y la sacó al jardín—. ¿Qué hace usted aquí? —exigió saber con un tono feroz—. ¿Cómo es posible que esté aquí?
—Stephen Bonnet —dijo Brianna rápidamente—. ¿Cómo demonios...? ¿Él te secuestró? ¿En River Run? —No se le ocurría cómo ni por qué, pero todo lo que había averiguado desde el momento en que se enteró de que estaba embarazada había tenido las características surrealistas de una alucinación, y no sabía qué parte de todo aquello se debía, en realidad, al embarazo.
Pero Fedra estaba negando con la cabeza.
—No, señorita. Ese tal Bonnet me cogió hace un mes. De un hombre llamado Butler —añadió, torciendo la boca en una expresión que dejaba claro que detestaba a Butler.
A Brianna el nombre le pareció familiar. Creía que así se apellidaba un contrabandista al que no conocía, pero que había oído mencionar alguna vez. Aunque no se trataba del contrabandista que proporcionaba a su tía té y otras cosas de lujo; a ése sí lo había conocido, y era un caballero desconcertantemente afectado y refinado llamado Wilbraham James.
—No lo comprendo. Pero... espera, ¿hay algo de comer? —preguntó cuando sintió que el estómago se le hundía de golpe.
—Ah, claro. Espere aquí. —Fedra desapareció en el interior de la cocina con agilidad, y regresó al instante con media hogaza de pan y una vasija con manteca.
—Gracias. —Brianna agarró el pan y comió deprisa, sin preocuparse por untarlo con manteca; luego puso la cabeza entre las rodillas y respiró durante unos minutos, hasta que las náuseas se aplacaron—. Lo siento —dijo, levantando la cabeza por fin—. Estoy embarazada.
Fedra asintió, por lo visto poco sorprendida.
—¿De quién? —preguntó.
—De mi marido —respondió Brianna. Había contestado de manera cortante, pero luego se dio cuenta, con un pequeño movimiento de sus inestables entrañas, de que, de hecho, podría haber sido de otra manera. Fedra había desaparecido de River Run varios meses atrás... sólo Dios sabía qué le había pasado durante ese período de tiempo.
—De modo que no la tiene desde hace mucho. —Fedra miró hacia la casa.
—No. Como un mes... ¿Has tratado de huir?
—Una vez. —La muchacha volvió a torcer la boca—. ¿Ha visto a ese hombre, Emmanuel?
Brianna asintió.
—Es ibo. Me siguió la pista por un pantano de cipreses e hizo que lo lamentara cuando me alcanzó. —Cruzó los brazos alrededor del cuerpo, aunque hacía calor.
El jardín estaba vallado con postes de pino puntiagudos de dos metros y medio de altura, cruzados con cuerdas. Brianna podría pasar por encima si Fedra la ayudaba sosteniéndole el pie... pero en ese momento vio cómo la sombra de un hombre pasaba por el otro lado, con un arma sobre el hombro.
Lo habría deducido sola si hubiese sido capaz de pensar. Estaba en el escondite de Bonnet y, a juzgar por las pilas de cajas, fardos y toneles almacenados al azar en el patio, también era el lugar donde guardaba el cargamento de valor antes de venderlo. Como era natural, estaría protegido.
Una débil brisa flotó entre los postes de la cerca, portando el mismo hedor vomitivo que había percibido al llegar a la orilla. Tomó otro rápido bocado de pan, obligándose a hacer que descendiera como un lastre para su estómago revuelto.
Los orificios nasales de Fedra se ensancharon, y luego se fruncieron por el tufo.
—Es un barco de esclavos, anclado más allá del rompiente —dijo en voz muy baja, y tragó saliva—. El capitán vino ayer, a ver si Bonnet tenía algo para él, pero aún no ha regresado. El capitán Jackson ha dicho que vendrá mañana.
Brianna podía percibir el miedo de Fedra, como una miasma amarilla pálida que flotaba sobre su piel, y tomó otro bocado de pan.
—Él no... no va a venderte a ese Jackson, ¿verdad? —Aunque creía que no había nada de lo que Bonnet no fuera capaz, a esas alturas entendía algunas cosas sobre la esclavitud. Fedra era un artículo de primera: de piel clara, joven y bonita... y entrenada como criada personal. Bonnet podría conseguir un buen precio por ella casi en cualquier sitio y, por lo poco que sabía sobre los buques negreros, éstos se especializaban en esclavos de África sin preparación.
Fedra negó con la cabeza, con los labios pálidos.
—No lo creo. Él dice que yo soy lo que él llama una «puta». Por eso me ha mantenido aquí tanto tiempo; algunos conocidos suyos vendrán desde las Indias esta semana. Son propietarios de plantaciones. —Tragó saliva de nuevo, con aspecto enfermizo—. Compran mujeres bonitas.
El pan que Brianna había comido se derritió de repente, convirtiéndose en una masa babosa y viscosa en su estómago y, con una clara sensación de inevitabilidad, se incorporó y avanzó unos pocos pasos, antes de vomitar sobre un fardo de algodón sin refinar.
La voz de Stephen Bonnet resonó en su cabeza, alegre y jovial: «¿Para qué molestarme en llevarte hasta Londres, donde no le servirías de nada a nadie? Además, en Londres llueve mucho; estoy seguro de que no te gustaría.»
—Compran mujeres bonitas —susurró, apoyándose en la empalizada, esperando que la sensación de viscosidad disminuyese. Pero ¿mujeres blancas?
¿Por qué no?, respondió la parte fría y lógica de su cerebro. Las mujeres son una propiedad, negras o blancas. Si pueden poseerte, pueden venderte. Ella misma había sido propietaria de Lizzie durante algún tiempo.
Se limpió la boca con la manga y volvió junto a Fedra, que estaba sentada sobre un rollo de cobre, con la preocupación dibujada en su rostro delgado y de huesos finos.
—Josh... también tiene a Josh. Cuando desembarcamos, les dijo que llevaran a Josh al barracón.
—¿Joshua? —Fedra se enderezó y abrió mucho los ojos—. ¿Joshua, el mozo de cuadra de la señorita Yo? ¿Él está aquí?
—Sí. ¿Sabes dónde se encuentra el barracón?
Fedra se había puesto en pie de un salto, y caminaba de un lado a otro, muy nerviosa.
—No lo sé con seguridad. Yo preparo la comida para los esclavos que están allí, pero se la lleva uno de los marineros. Aunque no puede estar lejos de la casa.
—¿Es grande?
Fedra negó con la cabeza de manera enfática.
—No, señora. El señor Bonnet en realidad no se dedica al tráfico de esclavos. Recoge algunos, aquí y allá... y luego tiene a sus «putas». Por lo que comen, no puede haber más de una docena aquí. Tres chicas en la casa... cinco, contando a las fulani que han dicho que van a traer.
Tras sentirse un poco mejor, Brianna comenzó a examinar el patio en busca de cualquier cosa que pudiera resultarle de provecho. Era un revoltijo de cosas valiosas, desde montones de seda china, envuelta en lino y tela aceitada, hasta cajas de vajilla de porcelana, bobinas de cobre, toneles de coñac, botellas de vino envueltas con paja y arcones de té. Abrió uno, y tras inhalar el suave aroma de las hojas, comprobó que era un alivio maravilloso para sus trastornos internos. En ese momento habría dado casi cualquier cosa por una taza de té caliente.
Pero lo que era todavía más interesante era un buen número de pequeños barriles de pólvora herméticamente cerrados.
—Si tuviera algunas cerillas —murmuró para sí misma, observándolos con anhelo—. O incluso un pedernal. —Pero el fuego era fuego, y, sin duda, lo habría en la cocina. Miró la casa con cuidado, pensando exactamente dónde ubicaría los barriles... pero no podía hacerla volar por los aires con los otros esclavos dentro, y menos sin saber qué haría después.
El sonido de una puerta abriéndose la dejó paralizada; cuando Emmanuel miró hacia fuera, ella ya había dado un salto para alejarse de la pólvora y estaba examinando una caja enorme que albergaba un reloj de pie, cuya dorada esfera, decorada con tres barcos de vela animados en un mar de plata, asomaba detrás de los listones que la protegían.
—Tú, chica —le dijo a Brianna con un gesto del mentón—. Venir a lavarte. —Miró a Fedra con furia y Brianna advirtió que ella no se atrevía a mirarlo a los ojos, sino que se apresuraba a juntar ramitas del suelo.
La mano volvió a clavarse en su nuca con fuerza y la empujó de forma ignominiosa hacia la casa.
Esta vez, Emmanuel sí cerró la puerta con llave. Le llevó una palangana y un aguamanil, una toalla y un vestido limpio. Mucho después, regresó con una bandeja de comida. Pero hizo caso omiso de todas sus preguntas y volvió a cerrar la puerta al salir.
Ella empujó la cama hasta la ventana y se puso de rodillas sobre ella, con los codos metidos entre las rejas. No había nada que hacer, excepto pensar... y aquello era algo que le gustaría retrasar un poco más. Observó el bosque y la playa distante, así como las sombras de los matorrales arrastrándose sobre la arena como el reloj de sol más antiguo del mundo, marcando el lento avance de las horas.
Después de un buen rato, empezó a sentir que se le entumecían las rodillas y le dolían los codos, de modo que extendió el mantón sobre aquel colchón asqueroso, tratando de no pensar en las diversas manchas, ni en el olor. Tumbándose de costado, observó el cielo por la ventana, los cambios infinitesimales de la luz de un momento al siguiente, y consideró en detalle los pigmentos específicos y las pinceladas exactas que emplearía para pintarlo. Luego se levantó y comenzó a dar vueltas de un lado a otro, contando los pasos y calculando la distancia.
La habitación medía unos dos metros y medio por tres; ocho por diez pies de ella; cinco mil doscientos ochenta pies en un poco más de kilómetro y medio. Quinientas veintiocho vueltas. Tenía la esperanza de que la oficina de Bonnet estuviera debajo.
No obstante, nada era suficiente y, cuando la habitación se oscureció y ella alcanzó poco más de tres kilómetros, encontró a Roger en su mente... donde había permanecido todo ese tiempo, ignorado.
Se hundió en la cama, acalorada por el ejercicio, y contempló cómo el último de los colores flamígeros desaparecía del cielo.
¿Se habría ordenado, como tanto deseaba? Roger había estado muy preocupado por el tema de la predestinación, sin saber si podría asumir las Órdenes Sagradas que tanto deseaba si no era capaz de aceptar de todo corazón ese concepto... Bueno, ella lo llamaba concepto; para los presbiterianos era un dogma. Sonrió con ironía, pensando en Hiram Crombie.
Ian le había explicado los firmes intentos de Crombie de explicar la doctrina de la predestinación a los cherokee. La mayoría de ellos lo habían escuchado con cortesía, para luego dejar de prestarle atención. Pero Penstemon, la esposa de Pájaro, se había interesado por el argumento, y siguió a Crombie por todas partes durante el día, empujándolo de manera juguetona, para luego exclamar: «¿Sabía su Dios que yo haría eso? ¿Cómo podría? ¡Yo misma no sabía que lo haría!» O, de una manera más reflexiva, trataba de hacer que le explicara cómo funcionaba la idea de la predestinación para los juegos de apuestas; como la mayoría de los indios, Penstemon apostaba por casi todo.
Pensó que era probable que Penstemon tuviera bastante que ver con lo breve que había sido la primera visita de Crombie a los indios. No obstante, había que reconocerle el mérito; él había regresado, y más de una vez: creía en lo que estaba haciendo.
Como Roger. Maldición, pensó ella con cansancio, allí estaba él de nuevo, con sus ojos verde musgo, oscurecidos por sus pensamientos, pasándose el dedo con tranquilidad por el puente de la nariz.
—¿Acaso importa? —le había preguntado por fin, cansada de discutir sobre la predestinación y para sí misma, satisfecha de que los católicos no tuvieran que creer en tales cosas y se conformaran con pensar que los caminos del señor eran inescrutables—. ¿Acaso no importa más que puedas ayudar a la gente, ofrecerles consuelo?
Estaban en la cama, con la vela apagada, hablando al resplandor de la chimenea. Ella sintió el movimiento de su cuerpo y su mano jugando con un mechón de su cabello mientras reflexionaba.
—No lo sé —respondió por fin. Luego sonrió un poco y la miró—. Pero ¿no te parece que cualquier viajero del tiempo debe ser un poco teólogo?
Ella había inhalado un aliento profundo, como de mártir, y entonces él se había echado a reír y había olvidado la cuestión, para besarla y pasar a temas mucho más terrenales.
Pero tenía razón. Nadie que hubiera viajado a través de las piedras podía evitar preguntarse: «¿Por qué yo?», ¿y quién responderá esas preguntas, salvo Dios?»
«¿Por qué yo?» Y los que no llegaron vivos... ¿por qué ellos? Sintió un pequeño escalofrío al pensar en ellos. Los cuerpos anónimos que aparecían enumerados en el cuaderno de Geillis Duncan; los compañeros de Donner, que habían muerto al llegar. Y, hablando de Geillis Duncan... la idea se le ocurrió de repente: la bruja había muerto allí, lejos de su propio tiempo.
Haciendo a un lado la metafísica y analizando el asunto exclusivamente en términos científicos (y debía de tener una base científica, argumentó con tozudez; no era magia, por mucho que Geillis Duncan pensara lo contrario), las leyes de la termodinámica sostenían que ni la masa ni la energía podían crearse ni destruirse. Sólo transformarse.
Pero ¿cómo se transformaban? ¿El movimiento a través del tiempo constituía un cambio?
Un mosquito zumbó junto a su oreja y ella sacudió una mano para ahuyentarlo.
Era posible cruzar en ambas direcciones; eso era un hecho probado. La implicación obvia (que ni Roger ni su madre habían mencionado y, por lo tanto, tal vez no la habían visto) era que uno podía ir al futuro desde un punto de partida determinado, en lugar de sólo viajar al pasado y regresar.
De modo que quizá si alguien viajaba al pasado y moría allí, como habían hecho tanto Geillis Duncan como Dientes de Nutria... tal vez eso debía equilibrarse con alguien que viajara al futuro y muriera en él...
Brianna cerró los ojos, sin poder, o sin querer, seguir avanzando por esa línea de pensamiento. A lo lejos oyó el sonido de las olas golpeando contra la arena, y pensó en el barco negrero. En ese momento se dio cuenta de que el olor ya estaba allí y, tras incorporarse de pronto, se acercó a la ventana. Podía ver el otro extremo del sendero que daba a la casa; mientras observaba, un hombre corpulento con un abrigo azul oscuro y sombrero salió de entre los árboles, seguido de otros dos, bastante mal vestidos. «Marineros», pensó, al ver cómo caminaban.
Entonces, aquél debía de ser el capitán Jackson, que acudía a hacer negocios con Bonnet.
—Oh, Josh —dijo en voz alta, y tuvo que sentarse sobre la cama, pues sintió un mareo.
¿Quién había sido? Una de las santas Teresas... ¿Santa Teresa de Jesús? Ésta le había dicho a Dios, exasperada: «Si es así como tratas a Tus amigos, con razón tienes tan pocos.»
Se había quedado dormida pensando en Roger, y por la mañana despertó pensando en el bebé.
Por una vez, las náuseas y aquella extraña sensación de desmembramiento habían desaparecido. Lo único que sentía era una profunda paz y una percepción de... ¿curiosidad?
«¿Estás ahí?», pensó, entrelazando las manos sobre su útero. No recibió ninguna respuesta precisa, pero el conocimiento sí estaba allí, tan seguro como el latido de su propio corazón.
«Bien», se dijo, y volvió a dormirse.
Poco después la despertaron unos ruidos procedentes de la planta inferior. De pronto, Brianna se incorporó en la cama, mientras oía voces que discutían; luego se tambaleó, sintiendo que se desvanecía, y volvió a tumbarse. Las náuseas habían regresado, pero si cerraba los ojos y permanecía inmóvil, se mantenían latentes, como una serpiente dormida.
Las voces continuaron, subiendo y bajando de tono, con algún que otro fuerte golpe a modo de énfasis, como si un puño hubiera golpeado una pared o una mesa. Pero después de unos minutos, cesaron, y ella no oyó nada más hasta que unas suaves pisadas llegaron a su puerta. El cerrojo se movió y entró Fedra, con una bandeja de comida.
Brianna se sentó, tratando de no respirar; el olor a cualquier cosa frita...
—¿Qué ocurre allí abajo? —preguntó Brianna.
Fedra hizo una mueca.
—Ese Emmanuel no está para nada contento con las mujeres fulani. Los ibos creen que las gemelas traen muy mala suerte; si una mujer tiene gemelos, los llevan al bosque y los dejan allí para que mueran. Emmanuel quiere mandar a las fulani con el capitán Jackson ahora mismo, sacarlas de la casa, pero el señor Bonnet ha dicho que va a esperar a los caballeros de las Indias para obtener un precio mucho mejor por ellas.
—¿Los caballeros de las Indias? ¿Qué caballeros?
Fedra hizo un gesto con los hombros.
—No lo sé. Caballeros a los que cree que va a venderles cosas. Plantadores de azúcar, supongo. Coma eso; volveré más tarde.
Fedra se volvió para marcharse, pero Brianna la llamó de repente.
—¡Espera! Ayer no me lo dijiste... ¿Quién fue el que te sacó de River Run?
La chica se volvió, titubeando.
—El señor Ulises.
—¿Ulises? —preguntó Brianna, incrédula. Fedra percibió la duda en su voz, y le lanzó una mirada furiosa.
—¿Qué, no me cree?
—No, no —aseguró Brianna rápidamente—. Sí te creo. Sólo que... ¿por qué?
Fedra respiró hondo a través de la nariz.
—Porque soy una condenada negra estúpida —contestó con amargura—. Mi mamá me dijo: «Nunca hagas enfadar a Ulises.» Pero ¿le hice caso?
—Hacerlo enfadar... —dijo Brianna con cautela—. ¿Cómo lo hiciste enfadar? —Señaló la cama, invitando a Fedra a que se sentara. La muchacha vaciló un momento, pero finalmente accedió, pasando una mano, una y otra vez, por el paño blanco que tenía atado alrededor de la cabeza mientras buscaba las palabras.
—El señor Duncan... —respondió por fin, y su rostro se suavizó un poco— es un hombre muy bueno. ¿Sabe que jamás había estado con una mujer? Un caballo le dio una coz cuando era joven, le lastimó los testículos, y él creía que no podía hacer nada.
Brianna asintió; su madre le había hablado del problema de Duncan.
—Bueno —dijo Fedra con un suspiro—. Pues estaba equivocado. —Miró a Brianna, para ver cómo se tomaba aquella declaración—. Él no quería hacerle daño a nadie, y yo tampoco. Sólo... ocurrió. —Se encogió de hombros—. Pero Ulises se enteró; tarde o temprano, él se entera de todo lo que ocurre en River Run. Tal vez una de las chicas se lo dijo, o es posible que lo supiera de otra manera, pero el caso es que se enteró. Y me dijo que no estaba bien, que dejara de hacerlo inmediatamente.
—Pero tú no obedeciste —adivinó Brianna.
Fedra negó con la cabeza poco a poco, con los labios fruncidos.
—Le dije que pararía cuando quisiera el señor Duncan, que no era asunto suyo. Mire, yo creía que el señor Duncan era el amo. Pero no es cierto; Ulises es el amo de River Run.
—Entonces él... ¿te sacó de allí... te vendió? ¿Para que dejaras de acostarte con Duncan? —¿Qué le importaba a él?, se preguntó Brianna. ¿Acaso temía que Yocasta descubriera la aventura y se sintiera herida?
—No, me vendió porque le dije que si no nos dejaba a mí y al señor Duncan en paz, yo le contaría lo de él y la señorita Yo.
—Él y... —Brianna parpadeó, sin dar crédito a lo que estaba escuchando. Fedra la miró y le dedicó una sonrisa pequeña e irónica.
—Lleva más de veinte años compartiendo la cama de la señorita Yo. Desde antes de que muriera el Viejo Amo, según mi mamá. Todos los esclavos lo saben, pero ninguno es tan estúpido como para decírselo a la cara, salvo yo.
Brianna sabía que estaba boqueando como un pececito, pero no podía evitarlo. Cien cosas minúsculas que había visto en River Run, una miríada de pequeños gestos íntimos entre su tía y el mayordomo, de pronto adquirían un nuevo significado. Con razón su tía había hecho tantos esfuerzos por recuperarlo después de la muerte del teniente Wolff. Y con razón, también, Ulises había actuado con tanta rapidez. A Fedra podían creerla o no, pero la mera acusación lo habría destruido.
Fedra suspiró y se frotó la cara con una mano.
—No perdió el tiempo. Esa misma noche, él y el señor Jones me sacaron de la cama, me envolvieron en una manta y me llevaron en una carreta. El señor Jones dijo que él no era ningún traficante de esclavos, pero que lo hacía como favor al señor Ulises. Por eso no se quedó conmigo, sino que me llevó río abajo para venderme en Wilmington a un hombre que tiene un bar. Aquello no estaba tan mal, pero luego, un par de meses más tarde, el señor Jones regresó para llevarme; Wilmington no está lo bastante lejos como para que Ulises quedara satisfecho. De modo que me entregó al señor Butler, y éste me llevó a Edenton.
Bajó la mirada, doblando la manta entre sus dedos largos y elegantes. Tenía los labios cerrados con fuerza, y estaba ligeramente sonrojada. Brianna omitió preguntarle qué había hecho para Butler en Edenton, pensando que lo más probable era que hubiera sido empleada en un burdel.
—Y... eh... ¿Stephen Bonnet te encontró allí? —arriesgó.
Fedra asintió, sin levantar la mirada.
—Me ganó en una partida de cartas —dijo sucintamente. Se puso en pie—. Debo irme; ya he hecho enfadar a bastantes hombres negros... no pienso arriesgarme a que Emmanuel me dé otra paliza.
Brianna empezaba a salir de la impresión que le había causado lo que había escuchado sobre Ulises y su tía. Pero de pronto se le ocurrió una idea, y saltó de la cama, corriendo para alcanzar a Fedra antes de que llegara a la puerta.
—¡Espera! Sólo una cosa más... Vosotros... los esclavos de River Run... ¿sabéis algo sobre el oro?
—¿Qué?¿El de la tumba del Viejo Amo? Claro. —Fedra puso una expresión de cínica sorpresa, que eliminaba cualquier duda—. Pero nadie lo toca. Todos saben que está maldito.
—¿Sabes algo sobre su desaparición?
—¿Desaparición?
—Ah, espera... no, tú no puedes saberlo; te marchaste mucho antes de que desapareciera. Sólo me preguntaba, ¿sabes?, si tal vez Ulises había tenido algo que ver con ello.
Fedra negó con la cabeza.
—No sé nada de eso, pero creo que Ulises podría ser perfectamente capaz de eso, con maldición o sin ella.
De pronto se oyeron unas fuertes pisadas en la escalera y Fedra palideció. Sin una palabra ni un gesto de despedida, se deslizó por la puerta y la cerró. Brianna oyó los frenéticos movimientos de la llave al otro lado, y luego el chasquido del cerrojo al correrse.
Emmanuel, silencioso como una lagartija, le llevó un vestido a Brianna por la tarde. Era corto y demasiado ceñido en el pecho, pero la tela era de grueso moaré azul y estaba bien confeccionado. Era evidente que ya lo habían usado antes; tenía manchas de sudor y olía... a miedo, pensó ella, reprimiendo un estremecimiento mientras peleaba para ponérselo.
Ella misma estaba sudando cuando Emmanuel hizo que bajara por la escalera, a pesar de la agradable brisa que entraba por las ventanas abiertas y que movía las cortinas. La casa era muy sencilla, con un pavimento de madera y amueblada, principalmente, con unos taburetes y camas. La sala de la planta inferior a la que Emmanuel la hizo pasar contrastaba tanto en comparación con el resto que podría haber pertenecido a otra casa del todo distinta.
Unas suntuosas alfombras turcas cubrían el pavimento en un revoltijo superpuesto de colores, y los muebles, de varios estilos diferentes, eran todos pesados y elaborados, de madera tallada y tapizados de seda. Había plata y cristal que brillaban en todas las superficies disponibles, y una araña —demasiado grande para aquella sala— adornada con colgantes de cristal imprimía en la estancia un diminuto arcoíris. Era la forma en la que un pirata concebía la estancia de un rico: una abundancia fastuosa, desplegada sin ningún sentido del estilo o del gusto.
Pero el hombre rico sentado junto a la ventana parecía no prestar atención a lo que lo rodeaba. Era un tipo delgado con una peluca y una prominente nuez de Adán, que aparentaba unos treinta años, aunque tenía la piel arrugada y amarillenta debido a alguna enfermedad tropical. Miró bruscamente hacia la puerta cuando ella entró, y luego se puso en pie.
Bonnet había atendido bien a su invitado; había copas y una licorera sobre la mesa, y el aire estaba cargado del dulce aroma del coñac. Brianna sintió que el estómago le daba vueltas, y se preguntó qué harían si ella vomitaba sobre la alfombra turca.
—Ah, ahí estás, querida —dijo Bonnet, acercándose para cogerla de la mano. Ella la apartó, pero él pareció no darse cuenta y, en cambio, la empujó en dirección al hombre flaco, con una mano sobre el hueco de su espalda—. Ven a saludar al señor Howard, cariño.
Ella se estiró cuan larga era —le sacaba no menos de diez centímetros al señor Howard, cuyos ojos se ensancharon al verla— y lo miró desde arriba con furia.
—Estoy aquí contra mi voluntad, señor Howard. Mi esposo... ¡ay! —Bonnet le había agarrado la muñeca y la torció con fuerza.
—Es adorable, ¿verdad? —comentó en tono desenfadado, como si no hubiera hablado.
—Ah, sí. Sí, desde luego. Pero muy alta... —Howard caminó a su alrededor, examinándola con aire dudoso—. Y pelirroja, señor Bonnet. En realidad, las prefiero rubias.
—¡Ah, desde luego, sinvergüenza! —replicó ella, a pesar del apretón de Bonnet en su brazo—. ¿Cómo es que supones que puedes preferir? —Dio un tirón, se soltó de Bonnet y se abalanzó sobre Howard—. Ahora, escúcheme —dijo, tratando de parecer razonable mientras él la miraba sorprendido, parpadeando—. Yo pertenezco a una buena, a una excelente familia, y he sido secuestrada. Mi padre se llama James Fraser, mi marido es Roger MacKenzie y mi tía es la esposa de Hector Cameron, propietaria de la plantación de River Run.
—¿De verdad es de buena familia? —Howard dirigió la pregunta a Bonnet, al parecer más interesado.
Bonnet inclinó ligeramente la cabeza a modo de afirmación.
—Ah, desde luego, señor. ¡De la mejor sangre!
—Mmm. Y veo que goza de buena salud. —Howard había reanudado su examen, acercándose para observarla—. ¿Ha parido antes?
—Sí, señor, un hijo saludable.
—¿Buenos dientes? —Howard se puso en pie con curiosidad, y Bonnet cogió un brazo de Brianna y se lo puso en la espalda para inmovilizarla, luego la agarró del pelo y le tiró de la cabeza hacia atrás, haciendo que lanzara un grito.
Howard le cogió el mentón con una mano y le tocó una esquina de la boca con la otra, tanteándole las muelas.
—Muy bien —dijo en tono aprobador—. Y tiene una piel muy fina. Pero...
Ella tiró del mentón para soltárselo, y mordió tan fuerte como pudo el pulgar de Howard, sintiendo cómo la carne se movía y se desgarraba entre sus muelas con el repentino gusto cobrizo de la sangre en el paladar.
Él chilló y la golpeó; ella lo soltó y lo esquivó, lo suficiente para que su mano rebotara en su mejilla. Bonnet la soltó, y ella dio dos rápidos pasos atrás, golpeándose con fuerza con la pared.
—¡Me ha mordido el dedo, la muy zorra!
Con los ojos llenos de lágrimas por el sufrimiento, el señor Howard se balanceó de un lado a otro, llevándose al pecho la mano herida. La furia le inundó el rostro y se abalanzó hacia Brianna, echando hacia atrás la mano libre, pero Bonnet lo cogió de la muñeca y lo empujó a un lado.
—Señor —dijo—, no puedo permitir que le haga daño. Ella aún no es suya, ¿verdad?
—¡No me importa si es mía o no! —gritó Howard, completamente rojo por la ira—. ¡La mataré a golpes!
—Ah, no, vamos, no hablará usted en serio, señor Howard —afirmó Bonnet en tono jovial—. Sería un desperdicio. Deje que yo me encargue, ¿le parece? —Sin esperar ninguna respuesta, tiró de Brianna en su dirección, la arrastró por la estancia y la empujó hacia el mudo asistente, que había aguardado inmóvil junto a la puerta durante toda la conversación—. Sácala afuera, Manny, y enséñale modales, por favor. Y amordázala antes de traerla de vuelta.
Emmanuel no sonrió, pero una débil luz pareció arder en las negras profundidades de sus ojos sin pupilas. Sus dedos se hundieron entre los huesos de la muñeca de Brianna, que lanzó un grito sofocado de dolor y tironeó en un inútil intento de soltarse. Con un único y veloz movimiento, el ibo le dio la vuelta y le retorció el brazo detrás de la espalda, haciendo que se doblara hacia delante. Un agudo dolor le atravesó el brazo cuando Brianna sintió que los tendones de sus huesos comenzaban a desgarrarse. Él tiró con más fuerza, y una ola oscura cruzó la visión de la joven, a través de la cual oyó la voz de Bonnet, que exclamaba, al mismo tiempo que Emmanuel la empujaba por la puerta:
—En la cara, no, Manny, y nada de marcas permanentes.
La voz de Howard había perdido la furia que la ahogaba. Seguía estrangulada, pero con algo más parecido a una admiración reverente.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Oh, Dios mío!
—Una escena encantadora, ¿verdad? —preguntó Bonnet en tono cordial.
—Encantadora —repitió Howard—. Ah... creo que es lo más encantador que he visto jamás. ¡Esa piel! ¿Puedo...? —Su ansiedad era patente en su voz, y Brianna sintió la vibración de sus pisadas en la alfombra, una fracción de segundo antes de que sus manos se clavaran con fuerza en sus nalgas.
Ella gritó detrás de la mordaza, pero estaba doblada con fuerza sobre la mesa, cuyo borde se hundía en su diafragma, y el sonido no fue más que un gruñido. Howard lanzó una carcajada de alegría y la soltó.
—Ah, mire —dijo; parecía hechizado—. Mire, ¿lo ve? La más perfecta impresión de mis manos... tan blanca en el carmesí... Qué maravilla... Ah, está borrándose. Permítame tan sólo...
Ella apretó las piernas con fuerza y se puso rígida mientras él acariciaba sus partes pudendas, pero de pronto el roce desapareció. Bonnet había retirado la mano de la nuca de ella y estaba apartando a su cliente.
—Bueno, ya basta, señor. Después de todo, ella no es propiedad suya... aún. —El tono de Bonnet era jovial pero firme.
La respuesta de Howard fue ofrecer de inmediato una suma que hizo que ella lanzara un grito ahogado, pero Bonnet sólo se echó a reír.
—Es generoso por su parte, señor, desde luego, pero no sería justo para mis otros clientes aceptar su oferta sin permitirles hacer lo propio, ¿verdad? No, señor, se lo agradezco, pero mi intención es subastarla; me temo que tendrá que esperar un día.
Howard estaba dispuesto a protestar, a ofrecer más, de una manera imperiosa y seria, diciendo que no podía esperar, que estaba loco de deseo, demasiado caliente para soportar la espera... pero Bonnet siguió poniendo objeciones, y no tardó en sacarlo de la estancia. Brianna oyó sus protestas, que iban apagándose mientras Emmanuel lo alejaba.
Ella se había puesto de pie tan pronto como Bonnet había quitado la mano de su nuca, agitándose como una loca para bajarse las faldas. Emmanuel le había atado las manos detrás de la espalda, además de amordazarla. Si no lo hubiera hecho, Brianna habría intentado matar a Stephen Bonnet con sus propias manos.
Esa intención debía de ser patente en su rostro, puesto que Bonnet le echó un vistazo, volvió a mirarla y rió.
—Te has comportado muy bien, querida —dijo, acercándose a ella y quitándole la mordaza de la boca con tranquilidad—. Ese hombre vaciará su cartera por la oportunidad de volver a ponerte las manos en el culo.
—Maldito seas... —Brianna se sacudió por la rabia y por la imposibilidad de encontrar ningún epíteto suficientemente fuerte—. ¡Te mataré, hijo de puta!
Él volvió a reír.
—Vamos, cariño. ¿Por tener el culo irritado? Considéralo un pago parcial por mi pelota izquierda. —Le dio una palmada bajo el mentón y se acercó a la mesa, donde había una bandeja con botellas—. Te has ganado un trago. ¿Coñac u oporto?
Ella hizo caso omiso de la oferta, tratando de controlar la furia. Las mejillas le ardían por la rabia, lo mismo que el trasero.
—¿Qué querías decir con eso de la «subasta»? —preguntó.
—Yo diría que está bastante claro, cariño. Seguro que habrás oído antes esa palabra. —Bonnet le lanzó una mirada algo divertida, se sirvió una medida de coñac y dio cuenta de ella en dos sorbos—. Ah —exhaló, parpadeando, y sacudió la cabeza—. Mira. Tengo dos clientes más que buscan algo como tú, querida. Llegarán mañana o pasado para echarte un vistazo. Entonces pediré que pujen, y tú partirás hacia las Indias el viernes.
Hablaba con toda naturalidad, sin el más mínimo asomo de burla. Eso, más que cualquier otra cosa, hizo que a ella le diera un vuelco el estómago. Era un tema de negocios, una mercancía. Para él y también para sus condenados clientes; Howard lo había dejado claro. No, no estaban para nada interesados en quién era o en lo que pudiera querer.
Bonnet estaba examinándole la cara, evaluándola con sus ojos verdes claros. Ella se dio cuenta de que él sí estaba interesado, y sintió un nudo en las entrañas.
—¿Qué has usado con ella, Manny? —preguntó.
—Una cuchara de madera —respondió el sirviente con actitud de indiferencia—. Usted decir no dejar marcas.
Bonnet asintió pensativo.
—Nada permanente, he dicho —corrigió—. Creo que la dejaremos tal cual está para el señor Ricasoli, aunque el señor Houvener... Bueno, esperaremos a ver qué pasa.
Emmanuel no hizo más que asentir, pero sus ojos se posaron sobre Brianna con un repentino interés. En ese instante, el estómago le dio un vuelco y la joven vomitó, manchando definitivamente el vestido de seda.
Pudo oír el sonido de un alarido muy agudo; caballos salvajes, amotinándose en la playa. Si aquélla fuera una novela romántica, pensó lúgubremente, haría una cuerda con las ropas de cama, se descolgaría por la ventana, encontraría la manada de caballos y, ejerciendo sus habilidades místicas con los caballos, convencería a uno de ellos de que la llevara a un lugar seguro.
Pero en realidad no había ropas de cama —sólo un colchón harapiento de cotín y relleno de algas marinas—, y en cuanto a acercarse a caballos salvajes... Habría ofrecido mucho por tener a Gideon, y sintió que los ojos le ardían al pensar en él.
—Vamos, ahora sí que estás volviéndote loca —dijo en voz alta, enjugándose las lágrimas—. Estás llorando por un caballo.
Y, sobre todo, por aquel caballo. Aunque era mucho mejor que pensar en Roger... o en Jem. No, de ninguna manera podía pensar en Jemmy, ni en la posibilidad de que él creciera sin ella, sin saber por qué lo había abandonado. O en el nuevo bebé... y en cómo sería su vida como hijo de una esclava.
Pero sí estaba pensando en ellos, y esa idea bastó para sentirse abrumada con una desesperación momentánea.
Muy bien, pues. Saldría de allí. Preferiblemente, antes de que el señor Ricasoli y el señor Houvener, fueran quienes fuesen, aparecieran por allí. Por enésima vez, recorrió inquieta la habitación, obligándose a avanzar con lentitud y a examinar su contenido.
Pero era bastante escaso, y lo que había estaba muy bien construido. Le habían dado comida, agua para lavarse, una toalla de lino y un cepillo para el cabello. Lo levantó, evaluando su valor potencial como arma, y luego volvió a tirarlo al suelo.
El tiro de la chimenea subía a través de esa habitación, pero no había un hogar abierto. Brianna tanteó los ladrillos y presionó la argamasa con el extremo de la cuchara que le habían dado para comer. Encontró un lugar en el que la argamasa estaba lo bastante agrietada como para levantarla, pero después de intentarlo durante un cuarto de hora, sólo logró sacar unos pocos centímetros de cemento; el ladrillo permaneció firme en su lugar. Con un mes o más, tal vez valiera la pena intentarlo, aunque las posibilidades de que alguien de su tamaño pudiera colarse por una chimenea del siglo XVIII...
Iba a llover; oyó los crujidos excitados de las hojas de las palmeras cuando el viento pasó a través de ellas, con un intenso olor a lluvia. Aún no se había puesto el sol, pero las nubes habían oscurecido el cielo, de modo que había poca luz en la habitación. No tenía ninguna vela; nadie esperaba que leyera ni cosiera.
Por duodécima vez, lanzó todo su peso contra las rejas de la ventana y, por duodécima vez, las encontró sólidamente clavadas e inmóviles. Si dispusiera de un mes, volvió a pensar, podría tratar de afilar el extremo de la cuchara frotándola contra los ladrillos de la chimenea, para luego utilizarla como un escoplo para arrancar lo que hiciera falta del marco y poder así mover una o dos de las rejas. Pero no tenía un mes.
Le habían quitado el vestido manchado y la habían dejado con la camisa y el corsé. Bueno, algo era algo. Se quitó el corsé y, raspando los extremos de las costuras, sacó el hueso, una tira plana de marfil, de treinta centímetros de largo, que iba desde el esternón hasta el ombligo. Le pareció un arma más adecuada que un cepillo. Lo llevó hasta la chimenea y comenzó a raspar el extremo contra el ladrillo, para afilar la punta.
¿Podría apuñalar a alguien con eso? «Ah, sí —pensó con ferocidad—. Y, por favor, que ese alguien sea Emmanuel.»