21 de enero de 1776
El 21 de enero fue el día más frío del año. Aunque había nevado unos días antes, ese día el aire era como el cristal tallado. El cielo del amanecer era tan pálido que parecía blanco y la nieve acumulada crujía como si se tratara de grillos que aplastáramos con las botas. La nieve, los árboles cubiertos de nieve, los carámbanos que colgaban de los aleros de la casa... todo parecía azul por el frío. La noche anterior habíamos metido el ganado en el establo o el granero, excepto la cerda blanca, que al parecer hibernaba debajo de la casa.
Me asomé, intranquila, al agujero pequeño y derretido en la costra de nieve que indicaba la entrada de la cerda, y del interior salían unos ronquidos largos y estentóreos, y un débil calor emanaba del hueco.
—Vamos, mo nighean. Esa criatura no se daría cuenta ni aunque la casa se le cayera encima. —Jamie venía de alimentar a los animales del establo, y estaba revoloteando, impaciente, a mi alrededor, frotándose las manos enfundadas en los enormes guantes azules que Bree había tejido para él.
—¿Qué, ni siquiera aunque se incendiara? —dije mientras pensaba en la Disertación sobre el cerdo asado de Lamb. Pero me volví y lo seguí, pasando por un lado de la casa y luego, poco a poco, resbalando en las partes heladas, a través del amplio claro en dirección a la cabaña de Bree y Roger.
—¿Estás segura de que la chimenea está apagada? —preguntó Jamie por tercera vez.
El vaho de su respiración flotaba en torno a su cabeza como un velo al tiempo que me miraba por encima del hombro. Había perdido el gorro de lana en una cacería, por lo que se había puesto una bufanda blanca de lana envuelta alrededor de las orejas y atada a la parte superior de su cabeza. Los largos extremos se sacudían, y le daban el aspecto absurdo de un conejo enorme.
—Sí —le aseguré, reprimiendo la necesidad de reírme al verlo. Su larga nariz estaba rosada a causa del frío y se retorcía sospechosamente. Hundí la cara en mi propia bufanda, soltando pequeños resoplidos, que salieron como nubecillas blancas, como si se tratara de una máquina de vapor.
—¿Y la vela del dormitorio? ¿El candil de tu consulta?
—Sí —volví a asegurarle, saliendo de las profundidades de la bufanda. Tenía los ojos llenos de lágrimas y me habría gustado secármelos, pero cargaba un gran bulto en un brazo y llevaba una cesta cubierta colgando del otro. Allí se encontraba Adso, a quien habíamos sacado por la fuerza de la casa, y que no estaba nada contento; se oían pequeños gruñidos procedentes de la cesta, que se balanceaba y me golpeaba la pierna.
—Y el platillo de aceite de la despensa y la vela del aplique de la pared del vestíbulo y el brasero de tu despacho y el farol de aceite de pescado que usas en los establos. He revisado toda la casa minuciosamente: no hay una chispa en ninguna parte.
—Bueno, todo bien, entonces —dijo, pero no pudo evitar dirigir una mirada de inquietud a la casa. Yo también la miré; tenía un aspecto frío y abandonado, y sus blancas tablas parecían bastante sucias comparadas con la prístina nieve.
—No será un accidente —comenté—. A menos que la cerda blanca esté jugando con cerillas en su madriguera.
Esa afirmación hizo que riera, a pesar de las circunstancias. Francamente, en ese momento creía que las circunstancias eran un poco absurdas; todo el mundo parecía desierto, congelado e inmóvil bajo el cielo invernal. Nada parecía menos probable que descendiera un cataclismo sobre la casa y la destruyera en un incendio. De todas formas... mejor prevenir que lamentar. Y tal y como Jamie había comentado más de una vez en los años que habían transcurrido desde que Roger y Bree mencionaran aquel siniestro recorte de periódico, «Si sabes que la casa va a incendiarse un día determinado, ¿por qué ibas a quedarte dentro?».
De modo que no estábamos en el interior. Le habíamos dicho a la señora Bug que permaneciera en su casa, y Amy McCallum y sus dos hijos ya estaban en la cabaña de Brianna, desconcertados pero obedientes. Si Jamie decía que nadie podía poner un pie en la casa hasta el amanecer del día siguiente... bueno, entonces no había nada más que decir, ¿no?
Ian se había levantado antes del amanecer, para cortar madera y cargar leños del cobertizo; todos estarían cómodos y abrigados.
Jamie, por su parte, había permanecido en pie toda la noche, atendiendo a los animales, dispersando su arsenal —tampoco había una pizca de pólvora en la casa— y bajando y subiendo la escalera, inquieto, alerta ante cualquier crepitar de brasas en algún hogar, cada llama de vela y cualquier mínimo ruido que pudiera anunciar la llegada de algún enemigo. Lo único que no había hecho era sentarse en el techo con un costal mojado, vigilando, suspicaz, la posibilidad de que cayera un rayo... y eso sólo porque la noche había sido despejada, con unas estrellas inmensas y brillantes, en el vacío helado.
Yo tampoco había dormido mucho, preocupada tanto por los inquietantes paseos de Jamie, como por nítidas pesadillas de una conflagración.
Pero la única conflagración visible fue la que envió una bienvenida lluvia de humo y chispas en la chimenea de Brianna y, cuando abrimos la puerta, nos encontramos con el agradable calor de un hogar rugiente y bastantes personas.
Aidan y Orrie, que se habían despertado durante la noche y que debían de haberse arrastrado a través del frío, se habían metido de inmediato en la camita de Jemmy, y los tres niñitos dormían profundamente, acurrucados como erizos bajo el edredón. Amy estaba ayudando a Bree a preparar el desayuno; del hogar salía un sabroso olor a gachas de avena y tocino.
—¿Está todo bien, señora? —Amy se apresuró a coger el gran bulto que yo había traído (que consistía en mi cofre de medicinas y las hierbas más escasas y valiosas de mi consulta) y el frasco herméticamente cerrado con el último envío de fósforo blanco que lord John le había enviado a Brianna como regalo de despedida.
—Sí —le aseguré, poniendo en el suelo la cesta con Adso.
Bostecé y miré la cama con nostalgia, pero me dispuse a guardar el cofre en la despensa, a una altura que los niños no pudiesen alcanzar. Coloqué el fósforo en el anaquel más alto, bien adentro, lejos del borde, y puse un queso grande delante, por si acaso.
Jamie se había despojado de la capa y la bufanda y, después de entregarle a Roger la escopeta de caza, la bolsa con municiones y el cuerno de pólvora que había traído, empezó a golpear las botas contra el suelo para quitar la nieve. Vi cómo recorría la cabaña con la mirada, contando cabezas, y luego, por fin, inspiró y asintió para sí mismo. Por el momento, todos estaban a salvo.
La mañana transcurrió con mucha tranquilidad. Una vez quedesayunamos y quitamos la mesa, Amy, Bree y yo nos instalamos junto al fuego con un enorme montón de prendas para zurcir. Adso, aún retorciendo la cola por la indignación, se había subido a un anaquel alto, desde donde observaba con furia a Rollo, que había ocupado la camita cuando los niños salieron de ella.
Aidan y Jemmy, cada uno poseedor de dos bruums, los deslizaban sobre la piedra del hogar, bajo la cama y entre nuestros pies, pero sobre todo se abstenían de golpearse mutuamente o de pisar a Orrie, que estaba sentado bajo la mesa, muy tranquilo, comiéndose una tostada. Jamie, Roger e Ian se turnaban para salir a caminar de un lado a otro y contemplar la Casa Grande, desierta en el refugio de los abetos cubiertos de nieve.
Cuando Roger volvió de una de esas expediciones, Brianna de pronto, levantó la mirada del calcetín que estaba zurciendo.
—¿Qué? —preguntó él, al ver su cara.
—Ah. —Ella había hecho una pausa, con la aguja en la mitad del calcetín, y entonces bajó la vista para completar el punto—. Nada. Sólo era... una idea.
El tono de su voz hizo que Jamie, que había estado frunciendo el ceño mientras leía su copia maltrecha de Evelina, levantara la mirada.
—¿Qué clase de idea, a nighean? —quiso saber, con un radar tan bueno como el de Roger.
—Eh... bueno. —Se mordió el labio inferior, pero luego dijo—: Y ¿si es esta casa?
Eso nos dejó paralizados a todos, excepto a los pequeños, que continuaron arrastrándose, chirriando y bruumeando por la habitación, así como sobre la cama y la mesa.
—Podría ser, ¿no? —Bree miró a su alrededor, de la viga del techo a la chimenea—. Lo único que decía el... la profecía... —afirmó con un gesto incómodo hacia Amy McCallum— era que «el hogar de James Fraser» ardería en llamas. Pero, para empezar, éste era vuestro hogar. Y tampoco había una dirección con una calle y un número. Sólo decía «en el Cerro de Fraser».
Todos la contemplaron y ella se sonrojó muchísimo, bajando la vista a su calcetín.
—Quiero decir... tampoco es que esos... eh... esas profecías... siempre sean precisas, ¿verdad? Podrían haber indicado mal los detalles.
Amy asintió con un gesto serio; era evidente que la imprecisión de detalles era una característica aceptada de las profecías.
Roger se aclaró la garganta con gran ruido; Jamie e Ian intercambiaron una mirada, luego la clavaron en el fuego, fijándose en el hogar y en la importante pila de leños secos que estaba a su lado, así como la rebosante cesta de maderitas... Los ojos de todos giraron con expectación hacia Jamie, cuyo rostro expresaba con nitidez un cúmulo de emociones contradictorias.
—Supongo que podríamos trasladarnos todos a casa de Arch —dijo poco a poco.
Comencé a contar con los dedos.
—Tú, yo, Roger, Bree, Ian, Amy, Aidan, Orrie, Jemmy... además del señor y la señora Bug... un total de once personas. ¿En una cabaña que mide dos metros y medio por tres? —Cerré los puños y lo miré—. Nadie tendría que prenderle fuego a la casa; la mitad de nosotros ya estaríamos todos sobre las llamas del hogar, bien encendidos.
—Mmfm. Bueno, entonces... la casa de los Christie está vacía.
Amy abrió mucho los ojos horrorizada, y todos apartaron la mirada de manera automática. Jamie inspiró hondo y espiró de forma audible.
—Tal vez lo mejor será que tengamos... mucho cuidado —sugerí. Todos exhalaron ligeramente, y reanudamos nuestras actividades, aunque sin la sensación inicial de comodidad y seguridad.
El almuerzo transcurrió sin incidentes, pero a media tarde se oyó un golpe en la puerta. Amy lanzó un alarido y Bree dejó caer al fuego la camisa que estaba zurciendo. Ian se puso en pie de un salto y abrió la puerta de un tirón, y Rollo, que se había despertado de su siesta, se lanzó a su lado rugiendo y dispuesto a atacar.
Jamie y Roger se abalanzaron al mismo tiempo sobre el umbral, se quedaron encajados un instante y pasaron a través de él. Todos los muchachos chillaron y corrieron hacia sus respectivas madres, quienes estaban golpeando con frenesí la camisa achicharrada como si de una víbora se tratara.
Yo me había puesto en pie de un salto, pero estaba aplastada contra la pared, sin poder pasar al otro lado de Bree y Amy. Adso, alarmado por el estrépito y porque yo había aparecido de improviso a su lado, siseó y me lanzó una garra que pasó muy cerca de mi ojo.
Un gran número de juramentos en varios idiomas procedían del umbral, acompañados de una serie de agudos ladridos de Rollo. Todos parecían muy enfadados, pero no había ni un ruido de conflicto. Me deslicé a un lado del nudo de madres e hijos y me asomé afuera.
El mayor MacDonald, completamente empapado y cubierto de nieve y barro, gesticulaba en dirección a Jamie con bastante energía, mientras Ian contenía a Rollo, y Roger, a juzgar por la expresión de su rostro, hacía un gran esfuerzo por no echarse a reír.
Jamie, impulsado por su sentido del decoro, aunque observando al mayor con una profunda sospecha, lo invitó a pasar. El interior de la cabaña olía a tela quemada pero, como mínimo, el alboroto se había calmado, y el mayor nos saludó a todos con una cordialidad bastante sincera. Con muchos aspavientos, accedió a despojarse de sus ropas empapadas y a secarse. Luego, y a falta de una alternativa mejor, se cubrió provisionalmente con una camisa y un par de pantalones de Roger en los que parecía que se estaba ahogando, ya que medía unos quince centímetros menos que él.
Una vez que se le ofreció alimento y whisky, y que él los aceptó, todos los habitantes de la casa clavaron al unísono los ojos en el mayor, y esperaron a que él les explicara qué lo había traído a las montañas en pleno invierno.
Jamie intercambió una breve mirada conmigo, dando a entender que podía arriesgar una hipótesis. Yo también.
—Señor, he venido —dijo MacDonald formalmente, agarrándose la camisa para evitar que se deslizara por el hombro— a ofrecerle el mando de una compañía de milicianos bajo las órdenes del general Hugh MacDonald. Las tropas del general están reuniéndose en este preciso momento, y emprenderán la marcha a Wilmington a finales de mes.
Sentí una profunda aprensión al oírlo. Estaba acostumbrada al optimismo crónico de MacDonald y a su tendencia a la exageración, pero no había exageración alguna en aquella declaración. ¿Significaba eso que la ayuda que el gobernador Martin había solicitado, las tropas de Irlanda, desembarcarían dentro de pocos días para reunirse con las del general MacDonald en la costa?
—Las tropas del general —intervino Jamie, avivando las llamas.
Él y MacDonald se habían colocado cerca del fuego, mientras Roger e Ian se encontraban a ambos lados de ellos, como morillos. Bree, Amy y yo nos subimos a la cama, donde permanecimos sentadas como una hilera de gallinas, observando la conversación con una mezcla de interés y alarma, mientras los niños se retiraban debajo de la mesa.
—¿De cuántos hombres cree usted que dispone, Donald?
Vi que MacDonald titubeaba, debatiéndose entre la verdad y el deseo. Pero tosió y declaró con naturalidad:
—Tenía poco más de mil cuando lo dejé. Pero usted sabe bien que una vez que comencemos a movernos, se unirán otros. Muchos otros. En especial —añadió de manera significativa— si hay caballeros como usted al mando.
Jamie no respondió de inmediato. Con un aire meditativo, empujó con el pie, al fuego, un trozo de madera que estaba ardiendo.
—¿Pólvora y municiones? —preguntó—. ¿Armas?
—Sí, bueno; hemos sufrido una desilusión en ese sentido. —MacDonald tomó un sorbo de whisky—. Duncan Innes nos había prometido una buena cantidad... pero finalmente se vio obligado a no cumplir su promesa.
El mayor cerró los labios con fuerza y la expresión de su cara me hizo pensar que tal vez Duncan no había reaccionado de manera exagerada en su decisión de trasladarse a Canadá.
—De todas formas —continuó MacDonald, más animado—, tampoco vamos tan escasos en ese sentido. Y esos galantes caballeros que se han sumado a nuestra causa, así como los que se sumarán, traerán con ellos sus propias armas y su coraje. ¡Usted, más que nadie, sabrá apreciar la fuerza de una carga de escoceses de las Highlands!
Jamie levantó la mirada y contempló a MacDonald durante un buen rato, antes de responder.
—Sí, bueno. Usted estaba detrás de los cañones en Culloden, Donald. Yo estaba delante. Con una espada en la mano. —Alzó su propio vaso y lo vació, luego se levantó y fue a servirse otro, dejando que MacDonald recuperara la compostura.
—Touché, mayor —murmuró Brianna entre dientes. No creí que Jamie se hubiera referido antes al hecho de que el mayor había combatido junto a las fuerzas gubernamentales durante el Alzamiento, pero no me sorprendió que no lo hubiera olvidado.
Con un breve gesto hacia el grupo, Jamie salió al exterior, con la razón manifiesta de visitar el retrete, pero con más probabilidad para verificar el bienestar de la casa. Y todavía de manera más certera, para conceder a MacDonald un poco de espacio para respirar.
Roger, con la cortesía de un anfitrión —y con el contenido interés de un historiador—, estaba haciendo preguntas a MacDonald sobre el general y sus actividades. Ian, impasible y alerta, permanecía sentado a sus pies, acariciando el cuello a Rollo.
—Pero ¿el general no es bastante mayor para semejante campaña? —Roger cogió otro leño y lo empujó al fuego—. Y en especial una campaña invernal.
—De vez en cuando tiene algún catarro —admitió MacDonald de pasada—. Pero ¿quién no, con este clima? Y Donald McLeod, su teniente, es un hombre con ímpetu. Le aseguro, señor, que si el general en algún momento estuviera indispuesto, el coronel McLeod es más que capaz de llevar las tropas a la victoria.
Continuó elogiando en detalle las virtudes personales y militares de Donald McLeod. Dejé de escuchar cuando un sigiloso movimiento en el anaquel me distrajo. Adso.
La casaca roja de MacDonald estaba tendida sobre el respaldo de una silla para que se secara. Su peluca, húmeda y despeinada por el ataque de Rollo, colgaba sobre el perchero para abrigos encima de aquélla. Me levanté deprisa y cogí la peluca. El mayor me miró con sorpresa y Adso me dirigió una hostil mirada con sus ojos verdes, que, además, consideraba un golpe bajo por mi parte que acaparara aquella deseable presa para mí.
—Eh... yo sólo... hum... la pondré en un lugar seguro, ¿de acuerdo? —Presionando la masa húmeda de pelo de caballo contra mi pecho, me deslicé al exterior y rodeé la casa hasta llegar a la despensa, donde guardé la peluca detrás del queso y junto al fósforo.
Al salir, me encontré con Jamie, con la nariz roja de frío, que venía de hacer un reconocimiento en la Casa Grande.
—Todo está bien —me aseguró. Levanté la mirada hacia la chimenea que se encontraba sobre nosotros, lanzando nubes de un espeso humo gris—. No creerás que la muchacha tiene razón, ¿verdad? —Su tono de voz sonaba a broma, pero no lo era.
—Sólo Dios lo sabe. ¿Cuánto falta para el amanecer?
Las sombras violeta ya estaban alargándose, frías, sobre la nieve.
—Demasiado.
También él tenía sombras moradas en la cara, por haber pasado toda una noche en vela, y ésa sería otra. Me abrazó durante un momento, y sentí su calor a pesar de que no llevaba nada encima de la camisa, salvo la tosca chaqueta que usaba para trabajar en el campo.
—Supongo que no pensarás que MacDonald tiene intención de volver y prender fuego a la casa si me niego, ¿verdad? —preguntó, soltándome con un amago de sonrisa.
—¿Qué quieres decir con «si»? —exigí saber, pero él ya estaba regresando. MacDonald se puso en pie en un gesto de respeto cuando Jamie entró, y esperó a que se sentara antes de hacer lo propio.
—¿Ha reflexionado sobre mi oferta, señor Fraser? —preguntó con solemnidad—. Su presencia sería muy valiosa, y tanto el general MacDonald, como el gobernador y yo mismo la apreciaríamos mucho.
Jamie permaneció en silencio un instante mientras contemplaba el fuego.
—Me apena que nos encontremos en posturas tan opuestas, Donald —dijo por fin, levantando la mirada—. Pero usted no puede ignorar mi posición en este aspecto. Yo ya me he manifestado al respecto.
MacDonald asintió, apretando un poco los labios.
—Sé lo que ha hecho. Pero no es demasiado tarde para remediarlo. Aún no ha hecho nada que sea irrevocable... y un hombre puede, sin duda, admitir que se ha equivocado.
Jamie torció un poco la boca.
—Ah, sí, Donald. ¿Podría usted admitir su propio error, entonces, y unirse a mí en la causa por la libertad?
MacDonald se irguió.
—Tal vez le resulte divertido bromear sobre esto, señor Fraser —intervino, evidentemente controlando su temperamento—. Pero mi oferta es seria.
—Lo sé, mayor. Le pido disculpas por mi inapropiada ligereza. Y también por el hecho de que debo recompensar su esfuerzo de una manera tan poco satisfactoria, teniendo en cuenta que ha venido usted a verme con un tiempo tan aciago.
—¿Rechaza mi oferta, pues? —Unas manchas rojas ardieron en las mejillas de MacDonald, y sus ojos azul claro adquirieron el color del cielo invernal—. ¿Abandonará a sus parientes, a su propia gente? ¿Traicionará usted a su propia sangre, así como su juramento?
Jamie había abierto la boca para responder, pero se detuvo al escuchar esas palabras. Sentí que algo tenía lugar en su interior. ¿Impresión por aquella acusación categórica y precisa? ¿Vacilación? Él jamás había discutido la situación en esos términos, pero debía de haberlos considerado. La mayoría de los escoceses de las Highlands de la colonia o bien ya se habían sumado al bando leal a la Corona —como Duncan y Yocasta— o lo harían con toda probabilidad.
Su declaración lo había aislado de un gran número de amigos, y bien podría separarlo de lo que le quedaba de su familia en el Nuevo Mundo. En ese momento, MacDonald estaba enseñándole la manzana de la tentación, la llamada del clan y de la sangre.
Pero él había tenido varios años para pensar en ello, para prepararse.
—He dicho lo que debía, Donald —afirmó en voz baja—. Me he comprometido a mí mismo y a mi casa con lo que creo correcto. No puedo hacer otra cosa.
MacDonald permaneció sentado un instante, mirándolo con los ojos entornados. Luego, sin decir ni una palabra, se puso en pie y se quitó la camisa de Roger por encima de la cabeza. Tenía el torso pálido y delgado, pero en la cintura revelaba la ligera blandura de la mediana edad. Se le veían varias cicatrices blancas, marcas de heridas de bala y cortes de sable.
—No pensará usted marcharse, ¿no es cierto, mayor? ¡Hace un frío terrible y ya casi es de noche!
Me puse en pie junto a Jamie, y Roger y Bree también se incorporaron, sumando sus protestas a la mía. Pero MacDonald se había obstinado, y se limitaba a menear la cabeza, al mismo tiempo que se ponía sus propias ropas mojadas, abrochándose su chaqueta con dificultad, pues los ojales estaban rígidos a causa de la humedad.
—No aceptaré hospitalidad de un traidor, señora —dijo en voz muy baja, y luego me hizo una reverencia. Después se irguió y miró a Jamie a los ojos, de hombre a hombre—. Ya no volveremos a encontrarnos como amigos, señor Fraser —comentó—. Lo lamento.
—Entonces ojalá nunca volvamos a encontrarnos, mayor —repuso Jamie—. Yo también lo lamento.
MacDonald volvió a hacer una reverencia al resto del grupo, y se encasquetó el gorro en la cabeza. Su expresión cambió al sentir el frío húmedo del sombrero.
—¡Ah, su peluca! Un momento, mayor... Iré a buscarla.
Salí corriendo y rodeé la despensa, justo a tiempo para oír un golpe cuando algo caía en su interior. De un tirón abrí la puerta, que había dejado entreabierta en mi anterior visita, y Adso pasó corriendo por mi lado, con la peluca del mayor en la boca. En el interior, el armario brillaba debido a las llamas azules.
En un primer momento me pregunté cómo podría mantenerme despierta toda la noche. Finalmente, no fue nada difícil. Después de las llamaradas, ni siquiera estaba segura de que pudiera volver a dormir otra vez.
Podría haber sido mucho peor; el mayor MacDonald, a pesar de que había pasado a ser un enemigo declarado, acudió noblemente en nuestro auxilio, arrojando su capa todavía húmeda sobre la llamarada, evitando de esa manera la destrucción total de la despensa y, sin duda, de la cabaña. Pero la capa no apagó el fuego por completo, y extinguir las llamas que surgían aquí y allá había exigido bastante excitación y carreras, en el transcurso de las cuales Orrie McCallum se perdió y cayó en el pozo del horno, donde, después de muchos frenéticos minutos, lo encontró Rollo.
Lo sacamos de allí ileso, pero los nervios hicieron que Brianna sintiera que se le adelantaba el parto. Por suerte, en realidad, no era más que un caso de hipo bastante fuerte, provocado por la combinación de tensión nerviosa y la ingesta de cantidades excesivas de chucrut y pastel de manzanas, productos por los cuales había desarrollado un reciente antojo.
—Así que inflamable... —Jamie miró los restos carbonizados del suelo de la despensa y luego a Brianna, quien, a pesar de mi recomendación de que se tumbara, había salido a ver qué podía rescatarse de los restos humeantes. Jamie sacudió la cabeza—. Es un milagro que no hayas reducido a cenizas toda la cabaña, muchacha.
Ella emitió un «¡hip!» reprimido y lo miró con furia, con una mano sobre su enorme vientre.
—¿Yo? Mejor que no trates de... ¡hip!... echarme la... ¡hip!... culpa de esto. ¿Acaso fui yo quien puso la... ¡hip!... peluca del mayor junto al...?
—¡Buu! —gritó Roger, lanzándole una mano a la cara.
Ella soltó un alarido y le dio un manotazo. Jemmy y Aidan salieron corriendo para ver qué ocurría, y empezaron a bailar a su alrededor, gritando «¡Buu! ¡Buu!», como una pandilla de fantasmas en miniatura.
Bree, con un peligroso resplandor de rabia y diversión en los ojos, se agachó y entones recogió un puñado de nieve. En un instante, lo moldeó hasta formar una bola, que lanzó a la cabeza de su marido con una precisión mortal. Le acertó justo entre los ojos y la nieve explotó en una lluvia que dejó tanto copos blancos colgando de sus cejas como gotas de nieve derretida cayendo por sus mejillas.
—¡Eh! —dijo en tono incrédulo—. ¿Por qué has hecho eso? Yo sólo intentaba... ¡eh! —Se agachó para esquivar la siguiente, pero fue acribillado en las rodillas y la cintura por un puñado de nieve lanzado a escasa distancia por Jemmy y Aidan, que estaban completamente descontrolados.
Después de recibir con modestia nuestro agradecimiento por su ayuda (y teniendo en cuenta que ya había oscurecido del todo y comenzaba a nevar de nuevo), pudimos convencer al mayor de que aceptara la hospitalidad de la cabaña, entendiendo que era Roger, y no Jamie, quien se la ofrecía. Viendo a sus anfitriones gritando de alegría e hipando mientras se lanzaban nieve, parecía que estuviera repensándose su actitud en cuanto a cenar con un traidor, pero nos hizo una reverencia rígida como respuesta cuando Jamie y yo nos despedimos de él, y luego entró arrastrándose en la cabaña, aferrando en una mano los restos embarrados de peluca que había dejado Adso.
La noche estaba muy silenciosa (gracias a Dios) en el momento en que avanzamos, solos, en medio de la nevada hacia nuestra propia casa. El cielo había adoptado un tono lavanda rosáceo, y los copos flotaban a nuestro alrededor, sobrenaturales en su silencio.
La casa se cernía ante nosotros, dándonos la bienvenida, muda, a pesar de las ventanas oscuras. La nieve giraba en pequeños remolinos en el porche y se apilaba en los alféizares.
—Supongo que debe de ser más difícil que se declare un incendio si está nevando, ¿no crees?
Jamie se agachó para abrir el cerrojo de la puerta principal.
—No me importa mucho si esta casa estalla en llamas por combustión espontánea, Sassenach, siempre que pueda cenar antes.
—¿Tenías en mente una cena fría? —pregunté con expresión de duda.
—No —respondió con firmeza—. Tengo la intención de encender un gran fuego en el hogar de la cocina, freír una docena de huevos en manteca y comérmelos todos, y luego tumbarte sobre la alfombra junto al hogar y follarte hasta que... ¿Te parece bien? —preguntó, al ver mi mirada.
—¿Hasta qué? —quise saber, fascinada por su descripción de sus planes para la noche.
—Hasta que tú estalles en llamas y me lleves contigo, supongo —contestó, y se agachó, me cogió en brazos y me llevó a través del oscuro umbral.