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Los fantasmas de Culloden

Al amanecer, Roger se encontraba detrás del terraplén junto a su suegro, mosquete en mano, forzando la vista para atisbar en la niebla. Pudo oír el sonido de un ejército con mucha claridad, transportado por la bruma: el avance medido de unos pasos, aunque no marchaban al unísono; el tintineo del metal y el crujido de la ropa; voces y los gritos de los oficiales, que empezaban a concentrar las tropas.

A esas alturas ya habrían encontrado las hogueras abandonadas; sabrían que el enemigo estaba al otro lado del arroyo.

En el aire flotaba un intenso aroma a sebo; los hombres de Alexander Lillington habían engrasado las maderas de apoyo, después de retirar las tablas. Sintió que llevaba horas aferrando su arma y, sin embargo, el metal seguía frío en su mano; tenía los dedos rígidos.

—¿Has oído los gritos? —Jamie hizo un gesto en dirección a la niebla que ocultaba la otra orilla. El viento había cambiado; de detrás de los fantasmales troncos de los cipreses no le llegaban más que frases inconexas en gaélico que yo no podía descifrar. Jamie, sí.

—El que los dirige... creo que es McLeod, por la voz... piensa lanzarse sobre el arroyo —dijo.

—Pero ¡eso es un suicidio! —exclamó Roger—. Seguramente lo saben... sin duda alguien habrá visto el puente, ¿no?

—Son escoceses de las Highlands —respondió Jamie, sin levantar la voz, con los ojos en la baqueta que había corrido de su soporte—. Seguirán al hombre a quien han jurado lealtad, incluso aunque los conduzca a la muerte.

Ian estaba cerca; miró con rapidez en dirección a Roger y, a continuación, por encima del hombro, allí donde Kenny y Murdo Lindsay se habían ubicado junto a Ronnie Sinclair y a los McGillivray. Formaban un grupo relajado, pero cada mano tocaba un mosquete o un rifle, y sus ojos volvían a Jamie cada pocos segundos.

Se habían sumado a este lado del arroyo a la tropa del coronel Lillington. Éste iba de un lado a otro entre los hombres, recorriéndolos con la mirada, evaluando su nivel de preparación.

Se detuvo de repente al ver a Jamie, y Roger sintió una punzada de nerviosismo en la boca del estómago. Randall Lillington era primo segundo del coronel.

Alexander Lillington no era del tipo de hombres que ocultan lo que piensan; era evidente que se había dado cuenta de que sus propios hombres estaban a más de diez metros de distancia y que los de Jamie estaban en el medio. Sus ojos se clavaron en la bruma, donde a los gritos de Donald McLeod respondían rugidos cada vez más fuertes de los escoceses de las Highlands que lo acompañaban; luego volvió a mirar a Jamie.

—¿Qué dice? —exigió saber, poniéndose de puntillas y mirando la otra orilla con el entrecejo fruncido, como si la concentración pudiera ayudarlo a comprender.

—Les está diciendo que los valientes triunfarán. —Jamie echó una mirada a la cresta de la elevación que tenía a su espalda. El hocico largo y negro de Madre Covington era apenas visible entre la neblina. «Que así sea», añadió en gaélico y en voz baja.

De pronto, Alexander Lillington agarró la muñeca a Jamie.

—¿Y qué hay de usted, señor? —preguntó, con una sospecha evidente en los ojos y la voz—. ¿No es usted también de las Highlands?

La otra mano de Lillington estaba sobre la pistola, que se encontraba en su cinturón. Roger advirtió que se interrumpían las conversaciones esporádicas entre los hombres que tenía a su espalda y miró hacia atrás. Todos los hombres de Jamie estaban observando con una expresión de gran interés, pero no particularmente alarmados. Era evidente que sabían que Jamie podía arreglárselas solo con Lillington.

—Se lo pregunto, señor: ¿a quién es usted leal?

—¿Dónde estoy, señor? —respondió Jamie con una meditada cortesía—. ¿De este lado del arroyo, o de aquél?

Unos pocos hombres esbozaron una sonrisa al oírlo, pero no rieron; la lealtad seguía siendo un tema sensible, y ninguno de ellos deseaba arriesgarse de manera innecesaria.

Lillington relajó el apretón de la muñeca, pero no la soltó, aunque aceptó la declaración de Jamie con un gesto.

—De acuerdo. Pero ¿cómo sabemos que no piensa darse la vuelta y atacarnos a nosotros durante la batalla? Usted es de las Highlands, ¿no? ¿Y sus hombres?

—Soy un escocés de las Highlands —afirmó Jamie en tono sombrío. Volvió a mirar una vez más la otra orilla, donde podía verse algún que otro tartán entre la neblina; luego dirigió la vista hacia atrás. Los gritos resonaban en la niebla—. Y también soy padre de americanos. —Tiró de la muñeca y la liberó del apretón de Lillington—. Y le doy permiso, señor —prosiguió en tono firme, levantando su rifle y apoyándolo sobre la culata—, para que se ponga detrás de mí y me atraviese el corazón con su espada si yerro el tiro.

Con esas palabras, le dio la espalda a Lillington y cargó su arma, introduciendo en ella la bala y la pólvora con gran precisión.

Una voz gritó entre la niebla y cien gargantas más repitieron el grito en gaélico:

—¡POR EL REY JORGE Y LOS SABLES!

La última carga de las Highlands había comenzado.

De pronto, salieron de la bruma a unos treinta metros del puente, lanzando alaridos, y a Jamie el corazón le dio un vuelco en el pecho. Durante un instante —tan sólo un instante—, sintió que corría con ellos y el viento de la carrera golpeó en su camisa, frío contra su cuerpo.

Pero permaneció inmóvil, con Murtagh a su lado, contemplando todo cínicamente. Roger Mac tosió, y Jamie levantó el rifle hasta la altura del hombro, esperando.

—¡Fuego!

La andanada los alcanzó justo antes de que llegaran al puente desguazado; media docena de ellos cayeron en el camino, pero los otros siguieron avanzando. Entonces los cañones dispararon desde lo alto de la colina, primero uno y luego el otro, y sintió la sacudida de su descarga como un empujón en la espalda.

Él había disparado en la primera andanada, apuntando por encima de sus cabezas. Pero ahora bajó el rifle y tiró de la baqueta. Hubo alaridos en ambos bandos; los chillidos de los heridos y el alarido más fuerte de la batalla.

A righ! A righ! —«¡El rey! ¡El rey!»

McLeod estaba en el puente; le habían herido. Había sangre en su casaca, sin embargo blandió la espada y el escudo, y corrió hacia el puente, donde clavó la espada en la madera para sostenerse.

Los cañones volvieron a hablar, pero apuntaron demasiado alto; la mayoría de los montañeses se habían apiñado en la orilla del arroyo; había algunos en el agua, agarrándose de los pilotes del puente, avanzando centímetro a centímetro. Había más sobre los soportes, deslizándose, usando las espadas del mismo modo que McLeod, para mantener el equilibrio.

—¡Fuego! —Jamie disparó, y el humo de la pólvora se mezcló con la niebla.

Los cañones se habían alineado mejor y hablaban uno tras otro; él sintió que la onda expansiva lo empujaba, como si el disparo lo hubiera atravesado. La mayoría de los que estaban en el puente habían caído al agua; otros se extendían cuan largos eran sobre los soportes, tratando de avanzar a rastras, pero eran alcanzados por los mosquetes, que cada hombre disparaba a voluntad desde su reducto.

Cargó y disparó.

«Allí está», dijo una voz desapasionada; no sabía si era la suya o la de Murtagh. McLeod estaba muerto; su cuerpo flotó en el arroyo durante un instante antes de que el peso del agua negra lo tragara. Había muchos hombres debatiéndose en esas aguas; el arroyo era profundo en esa parte, y mortalmente frío. Pocos escoceses de las Highlands sabían nadar.

Jamie pudo ver a Allan McDonald, el marido de Flora, pálido, contemplando a la muchedumbre en la orilla.

El mayor McDonald luchaba para mantenerse a flote en el agua. Había perdido la peluca y se le veía la cabeza descubierta y herida, con la sangre fluyendo desde el cuero cabelludo hasta la cara. Tenía los dientes apretados, aunque no se podía decir si era de dolor o de ferocidad. Otro disparo lo alcanzó y él cayó, salpicando agua... pero volvió a levantarse, muy lentamente, y luego se lanzó hacia delante, a una zona donde el agua era demasiado profunda para mantenerse en pie. Aun así, se levantó una vez más, dando frenéticos manotazos, rociando sangre desde su boca destruida, en un esfuerzo por respirar.

«Hazlo tú, muchacho», dijo la voz desapasionada. Él levantó el rifle y acertó limpiamente en la garganta a McDonald, que cayó hacia atrás y se sumergió de inmediato.

Todo terminó unos cuantos minutos después; la niebla era espesa debido al humo de la pólvora, y el negro arroyo estaba repleto de moribundos y muertos.

—¿Así que el rey Jorge y los sables? —preguntó Caswell, evaluando los daños con una expresión sombría—. Sables contra cañones. Pobres bastardos.

Al otro lado, todo era confusión. Los que no habían caído en el puente estaban huyendo. De este lado, ya había hombres con maderas para reparar el puente. Los que habían huido no llegarían lejos.

Él también debería ir, lanzar a sus hombres en la persecución. Pero permaneció de pie, como si se hubiera convertido en piedra, con el viento frío silbándole en los oídos.

Jack Randall permaneció inmóvil. Tenía la espada en la mano, pero no hizo esfuerzo alguno para alzarla. Simplemente se quedó allí, con aquella extraña sonrisa en los labios, y sus oscuros ojos ardiendo, fijos en los de Jamie.

Si éste hubiera podido apartar la mirada... pero no pudo, y por eso captó el movimiento detrás de Randall. Murtagh, corriendo, estaba saltando entre las matas de hierba como una oveja. Y el brillo de la espada de su padrino... ¿Lo había visto, o tan sólo imaginado? No importaba; lo había sabido sin duda alguna al oír el percutor del arma de Murtagh, y había visto, antes de que tuviera lugar, el golpe asesino sobre la espalda cubierta de rojo del capitán.

Pero Randall giró, tal vez advertido por algún cambio en sus ojos, por el ruido de la respiración de Murtagh... o tan sólo por sus instintos de soldado. Demasiado tarde para evitar el golpe, pero lo bastante pronto como para impedir que la daga alcanzara su objetivo fatal, los riñones. Randall lanzó un gemido al recibir el golpe —Santo Dios, él pudo oírlo— y se echó hacia un lado, tambaleándose, pero giró al caer, le agarró la muñeca a Murtagh y lo arrastró hacia abajo en una lluvia de rocío procedente de la aliaga sobre la que ambos cayeron.

Habían rodado juntos hasta una hondonada, entrelazados, luchando, y él se había abalanzado a través de las pegajosas plantas para perseguirlos con un arma en la mano (¿qué, qué era lo que blandía?).

Pero la sensación táctil de esa arma se desvaneció contra su piel; sintió el peso de esa cosa en la mano, pero no captaba ninguna silueta de una empuñadura o un gatillo que lo ayudara a recordar, y luego volvió a esfumarse.

Lo dejó con esa única imagen: Murtagh. Murtagh, con los dientes apretados y al descubierto al asestar el golpe. Murtagh corriendo para salvarlo.

Poco a poco fue cobrando conciencia de dónde se encontraba. Había una mano en su brazo; Roger Mac, con la cara blanca como el papel, pero firme.

—Voy a ocuparme de ellos —dijo señalando el arroyo con un mínimo movimiento de cabeza—. ¿Te encuentras bien?

—Sí, por supuesto —respondió Jamie, aunque con la misma sensación con la que despertaba de un sueño, como si no fuera del todo real.

Roger Mac asintió y se dio la vuelta para marcharse. Pero de pronto se volvió hacia él y, después de ponerle la mano sobre el brazo, le susurró: «Ego te absolvo.» Entonces se volvió y fue a atender a los moribundos y a bendecir a los muertos.