14 de abril de 1773
De lord John Grey
Al señor James Fraser
Mi querido amigo:
Te escribo con buena salud, y confío en que tú y los tuyos os encontréis en la misma situación.
Mi hijo ha regresado a Inglaterra, para completar allí su educación. Nos explica sus fantásticas experiencias (adjunto una copia de su última carta), y me asegura que se encuentra bien. Lo más importante es que mi madre también me ha escrito para asegurarme que él está prosperando, aunque creo —más por lo que ella no dice que por lo que dice— que ha introducido un desacostumbrado elemento de confusión y rebeldía en su casa.
Confieso que siento la falta de este elemento en mi propio hogar. Tan ordenada y organizada es mi vida en estos tiempos que tú mismo te asombrarías. De todas formas, el silencio me resulta opresivo, y si bien disfruto de buena salud en lo que respecta al cuerpo, creo que mi espíritu flaquea un poco. Me temo que echo mucho de menos a William, y que eso me entristece.
Para distraerme de mi soledad, últimamente he emprendido una nueva actividad: elaborar vino. Si bien admito que el producto carece de la fuerza de tus propios destilados, me complace decir que no es imbebible, y si se le permite envejecer durante uno o dos años, tal vez llegue a ser aceptable. Te enviaré una docena de botellas este mismo mes, de manos de mi nuevo sirviente, el señor Higgins, cuya historia tal vez encuentres interesante.
Es probable que hayas oído hablar de una vergonzosa gresca que tuvo lugar en Boston hace tres años, en el mes de marzo, que con frecuencia he visto reflejada en el periódico y a la que el Broadside calificó de «masacre», algo del todo irresponsable y muy inexacto para cualquiera que presenciara el suceso tal cual ocurrió.
Yo no estuve presente, pero he hablado con numerosos oficiales y soldados que se encontraban allí. Si ellos son sinceros en sus palabras, y creo que sí lo son, la visión del asunto manifestada por la prensa de Boston es monstruosa.
A decir de todos, Boston es un antro horrible de sentimientos republicanos, con esas denominadas «sociedades en marcha» sueltas por las calles, y que no son más que una excusa para la reunión de muchedumbres cuyo entretenimiento principal consiste en atormentar a las tropas allí acuarteladas.
Higgins me dice que ningún hombre se atrevería a salir solo de uniforme por miedo a esos tumultos y que, incluso cuando están en mayor número, la hostilidad de la gente los hace regresar a los cuarteles, salvo cuando la situación los obliga a resistir.
Una noche, una patrulla de cinco soldados fue asediada de esa manera, perseguida no sólo por insultos de la peor naturaleza, sino también por piedras, puñados de tierra y excrementos, así como otra basura que les arrojaban. Tan fuerte era la presión de la multitud que los rodeaba que los hombres temieron por su seguridad y, por tanto, mostraron sus armas, con la esperanza de desalentar el tumultuoso acoso que se cernía sobre ellos. Lejos de lograr ese propósito, la acción provocó una furia todavía mayor en la muchedumbre y, en un determinado momento, alguien disparó. Nadie puede decir con seguridad si el disparo provino de la multitud o del arma de uno de los soldados, y mucho menos si fue por accidente o de manera deliberada, pero el efecto... Bueno, tú posees un conocimiento lo bastante amplio de estas cuestiones para imaginar la confusión de los acontecimientos que se produjeron.
Finalmente, cinco personas murieron y, si bien los soldados fueron golpeados y muy maltratados, pudieron escapar con vida, sólo para ser convertidos en chivos expiatorios por las maliciosas proclamas de los líderes de la muchedumbre en la prensa, que deformaron los sucesos de modo que pareciera una matanza gratuita y caprichosa de inocentes, en lugar de una cuestión de defensa propia contra una multitud enardecida por la bebida y la retórica vacía.
Confieso que los soldados cuentan con mi absoluta simpatía; estoy seguro de que eso es evidente para ti. Éstos fueron juzgados y el magistrado declaró inocentes a tres de ellos, aunque, sin duda, consideró que sería peligroso para su propia situación liberarlos a todos.
Higgins, junto con otro más, fue acusado de homicidio involuntario, pero pidió clemencia y fue liberado después de que lo marcaran. El ejército, desde luego, lo destituyó, y sin medios para ganarse la vida y sometido al oprobio del populacho, se encontró en una situación muy triste. Me contó que lo golpearon en una taberna poco después de su liberación, y las heridas que allí le infligieron le hicieron perder la visión de un ojo y, de hecho, su propia vida estuvo en peligro en más de una ocasión. Por tanto, y tratando de ponerse a salvo, decidió emplearse en un balandro al mando de mi amigo, el capitán Gill, aunque yo lo he visto navegar y te aseguro que no es ningún marinero.
Esta situación no tardó en ser evidente para el capitán Gill, quien puso fin a su empleo nada más llegar al primer puerto. Yo estaba en la ciudad por negocios y me crucé con él, y me explicó la desesperada situación en la que se encontraba Higgins.
Me esforcé por encontrarlo, sintiendo lástima por un soldado que, según creía, había cumplido con honor con su deber, y pareciéndome mal que sufriera por ello. Al descubrir que era una persona inteligente y de carácter afable, lo empleé a mi servicio, donde ha demostrado que es muy fiel.
Te lo mando junto con el vino, con la esperanza de que tu esposa tenga la amabilidad de examinarlo. El médico local, un tal doctor Potts, lo ha visto y ha dicho que la herida del ojo es irreversible, lo que bien puede ser cierto. Sin embargo, como he podido comprobar personalmente el talento de tu esposa, me pregunto si ella podría sugerir algún tratamiento para sus otras dolencias; el doctor Potts no ha sido de gran ayuda. Dile a tu esposa, por favor, que soy su humilde servidor, y que siento una eterna gratitud por su amabilidad y su talento.
Mis más cálidos saludos para tu hija, a quien le he enviado un pequeño regalo, que llegará con el vino. Confío en que su marido no se ofenda por mi familiaridad, teniendo en cuenta que hace mucho tiempo que conozco a la familia, y que le permita aceptarlo.
Sigo siendo, como siempre, tu obediente servidor,
John Grey