13
Manos seguras

Ya casi había oscurecido cuando Jamie entró y me encontró sentada a la mesa de la cocina, con la cabeza entre los brazos. Al oír el sonido de sus pasos, me enderecé de inmediato, parpadeando.

—¿Estás bien, Sassenach? —Se sentó al otro lado de la mesa, observándome—. Parece que vengas de la guerra.

—Ah. —Me pasé la mano por los cabellos, algunos de los cuales estaban de punta—. Eh, estoy bien. ¿Tienes hambre?

—Por supuesto. ¿Tú ya has comido?

Entorné los ojos y me froté la cara, tratando de pensar.

—No —respondí finalmente—. Te estaba esperando, pero al parecer me he quedado dormida. La señora Bug ha dejado un guiso preparado.

Él se levantó y miró el interior del pequeño caldero; luego lo empujó con el gancho para ponerlo otra vez sobre el fuego y calentarlo.

—¿Qué has estado haciendo, Sassenach? —preguntó cuando regresó—. ¿Y cómo se encuentra la muchachita?

—Lo que he estado haciendo tiene que ver precisamente con la muchachita —intervine, conteniendo un bostezo—. En su mayor parte.

Me incorporé, despacio, sintiendo las protestas de mis articulaciones, y avancé tambaleándome hacia la mesa lateral para cortar un poco de pan.

—No podía tragarla —dije—. La medicina de acebo. Por otra parte, no la culpo —añadí, lamiéndome con cuidado el labio inferior.

Después de que ella vomitara la primera vez, yo misma la había probado. Mis papilas gustativas seguían irritadas; jamás había conocido una planta tan parecida a la hiel, y hervirla en un jarabe no había hecho más que concentrar su sabor.

Jamie me olisqueó profundamente cuando me volví.

—¿Ha vomitado sobre ti?

—No, esto es de Bobby Higgins —dije—. Tiene anquilostomas.

Enarcó las cejas.

—¿Es algo de lo que conviene hablar mientras como?

—La verdad es que no —contesté, sentándome con la hogaza de pan, un cuchillo y una vasija con manteca blanda. Corté un pedazo, lo unté con una gruesa capa de manteca, y se lo pasé; luego preparé otro para mí. Mis papilas gustativas dudaron, pero flaquearon hasta el punto de perdonarme por el jarabe de acebo—. ¿Y tú? ¿Qué has estado haciendo? —pregunté, comenzando a espabilar lo suficiente como para prestar atención. Él parecía cansado, pero más alegre que cuando se marchó.

—He hablado con Roger Mac sobre los indios y los protestantes. —Frunció el ceño contemplando el pedazo mordisqueado de pan que tenía en la mano—. ¿Hay algo raro en el pan, Sassenach? Tiene un sabor extraño.

Hice un gesto de disculpa.

—Lo siento, es culpa mía. Me he lavado varias veces, pero no he podido eliminarlo del todo. Quizá sea mejor que le pongas tú mismo la manteca. —Empujé la hogaza de pan hacia él con el codo, haciendo un gesto a la vasija.

—¿Qué no has podido quitar?

—Bueno, lo hemos intentado varias veces con el jarabe, pero no ha servido de nada; no había manera de que Lizzie pudiera tragarlo, pobrecita. Sin embargo, luego he recordado que la quinina se puede absorber a través de la piel. Así que he mezclado el jarabe con grasa de ganso y se lo he frotado por todo el cuerpo. Ah, sí, gracias. —Me incliné hacia delante y cogí un pequeño bocado del pedacito de pan con manteca que él sostenía para mí. Mis papilas gustativas cedieron con dignidad, y me di cuenta de que no había comido en todo el día.

—¿Y ha dado resultado? —Jamie elevó la vista al techo. El señor Wemyss y Lizzie compartían la habitación más pequeña en el piso de arriba, pero todo estaba en silencio.

—Creo que sí —dije mientras tragaba—. La fiebre por fin ha empezado a bajar, y ahora está durmiendo. Seguiremos aplicándoselo; si la fiebre no vuelve en dos días, sabremos que funciona.

—Ésa es una buena noticia.

—Así es. Luego estaba Bobby con sus anquilostomas. Por suerte, tenía un poco de ipecacuana y trementina.

—¿Por suerte para los anquilostomas o para Bobby?

—Bueno, para ninguno de los dos, en realidad —comenté, y bostecé—. Pero es probable que dé resultado.

Él me dedicó una débil sonrisa y descorchó una botella de cerveza. La pasó automáticamente por debajo de su nariz y, después de constatar que estuviera en buen estado, me sirvió un poco.

—Sí, bueno, es reconfortante saber que dejaré las cosas en tus eficientes manos, Sassenach. Malolientes —añadió, arrugando la nariz en mi dirección—, pero eficientes.

—Muchas gracias.

La cerveza estaba perfecta. Debía de ser una de las partidas de la señora Bug. Bebimos amigablemente durante un rato, los dos demasiado cansados para levantarnos a servir el guiso. Lo observé entrecerrando las pestañas, algo que siempre hacía cuando estaba a punto de salir de viaje, almacenando pequeños recuerdos suyos hasta su regreso.

Se lo veía cansado, y había pequeñas arrugas entre sus tupidas cejas, indicio de una ligera preocupación. Pero la luz de la vela se posaba en los amplios huesos de su cara y proyectaba su sombra claramente en la pared de yeso que estaba a su espalda, una sombra fuerte y definida. Contemplé cómo la sombra elevaba su vaso espectral de cerveza, y la luz provocaba un resplandor ambarino en la sombra del vaso.

—Sassenach —comentó Jamie de pronto, dejando el vaso sobre la mesa—, ¿cuántas veces dirías tú que he estado cerca de la muerte?

Lo observé durante un instante, pero luego me encogí de hombros y comencé a calcular, poniendo en marcha mis sinapsis.

—Bueno... No sé qué cosas horribles te sucedieron antes de conocerte, pero después... Bueno, estuviste gravemente enfermo en la abadía. —Lo observé de reojo, pero él no parecía molesto por el recuerdo de la prisión de Wentworth, ni por lo que le habían hecho allí, que le había provocado la enfermedad—. Mmm. Y después de Culloden, me contaste que tuviste una fiebre muy alta por las heridas, y que creíste que morirías, sólo que Jenny te obligó... Quiero decir, te ayudó a superarlo.

—Y luego Laoghaire me disparó —añadió con ironía—. Y tú me obligaste a superarlo. Lo mismo cuando me mordió una serpiente. —Jamie reflexionó durante un instante—. Tuve la viruela de niño, pero creo que no corrí peligro de muerte; dijeron que fue un caso leve. Entonces, sólo cuatro veces.

—¿Y el día que te conocí? —objeté—. Casi te desangraste.

—Ah, no —protestó—. Aquello no fue más que un rasguño.

Lo miré enarcando una ceja; luego me incliné hacia la chimenea y vertí un cucharón del aromático guiso en un cuenco. Estaba cargado de jugo de carne de conejo y venado, que flotaban en una espesa salsa condimentada con romero, ajo y cebolla. En cuanto a mis papilas gustativas, ya me habían perdonado.

—Como quieras —dije—. Pero, espera... ¿Y tu cabeza? Cuando Dougal trató de matarte con un hacha. Eso son cinco veces, ¿no?

Él frunció el ceño, aceptando el cuenco.

—Sí. Supongo que tienes razón —admitió, con aire de disgusto—. Cinco, entonces.

Lo observé con cariño por encima de mi cuenco lleno de estofado. Era un hombre de gran tamaño, fuerte, y con unas formas hermosas. Y si estaba un poco maltratado por las circunstancias, eso no hacía más que aumentar su encanto.

—Eres una persona muy difícil de matar, creo —dije—. Lo que me resulta muy reconfortante.

Él sonrió sin ganas, pero luego extendió la mano y levantó el vaso a modo de saludo. Primero se lo llevó a los labios y luego lo acercó a los míos.

—Brindemos por eso, Sassenach, ¿te parece?