14
El pueblo de Pájaro de Nieve
—Armas —dijo Pájaro que Canta en la Mañana—. Dile a tu rey que queremos armas.
Por un momento, Jamie refrenó el impulso de responder «¿Y quién no?», pero luego se rindió a él, sorprendiendo al jefe guerrero, que parpadeó alarmado y, acto seguido, sonrió.
—Es cierto. ¿Quién? —Pájaro era un hombre de baja estatura, con una silueta como la de un barril y joven para su cargo, pero astuto, con una amabilidad que no conseguía disimular su inteligencia—. Todos te dicen lo mismo. Los jefes guerreros de todas las aldeas, ¿verdad? Por supuesto. ¿Y tú qué contestas?
—Lo que puedo. —Jamie levantó un hombro y luego lo dejó caer—. Las mercancías para comerciar son algo seguro, los cuchillos son probables... Las armas son posibles, pero aún no puedo prometerlas.
Estaban hablando en un dialecto de cherokee con el que Jamie no estaba demasiado familiarizado, y esperaba haber transmitido correctamente la idea de probabilidad. Se las arreglaba bastante bien con la lengua local en asuntos informales relacionados con el comercio y la caza, pero los temas que trataban en esos momentos no eran informales. Lanzó una mirada de reojo a Ian, que escuchaba con atención, pero, al parecer, lo que había dicho era correcto. Ian visitaba las aldeas cercanas al Cerro con bastante frecuencia, y cazaba junto a sus jóvenes amigos; podía departir en la lengua de los tsalagi con la misma fluidez con que lo hacía en su gaélico natal.
—Bueno, está bien. —Pájaro adoptó una postura más cómoda. La insignia de peltre que Jamie le había llevado como presente brilló en su pecho, y el resplandor del fuego osciló sobre sus facciones amplias y agradables—. Háblale a tu rey de las armas... Y dile para qué las necesitamos.
—¿De verdad quieres que se lo diga? ¿Crees que estará dispuesto a enviarte armas para que matéis a su propia gente? —preguntó Jamie con sequedad.
Las incursiones de colonos blancos al otro lado de la frontera delimitada por el tratado, invadiendo tierras de los cherokee, eran una herida abierta, y Jamie corría riesgos aludiendo a ella de manera directa, en lugar de mencionar los otros motivos por los que Pájaro necesitaba armas: defender su aldea de los saqueadores, o salir él mismo a saquear.
Pájaro se encogió de hombros como respuesta, y después añadió:
—Podemos matarlos sin armas, si queremos. —Una ceja se levantó ligeramente, y sus labios se fruncieron, esperando ver cómo se tomaba Jamie esa declaración.
Jamie supuso que Pájaro pretendía ofenderlo, pero se limitó a asentir.
—Por supuesto que podéis. Pero sois lo bastante sabios como para no hacerlo.
—Aún no. —Los labios de Pájaro se relajaron formando una sonrisa encantadora—. Tú díselo al rey: aún no.
—Su Majestad estará complacido de saber que valoras tanto su amistad.
Pájaro se echó a reír a carcajadas, meciéndose adelante y atrás, y su hermano Agua Quieta, que estaba sentado a su lado, abrió la boca en una gran sonrisa.
—Tú me caes bien, Matador de Osos —dijo, recuperándose—. Eres un hombre gracioso.
—Es posible —comentó Jamie en inglés, sonriendo—. Dame un poco de tiempo.
Ian soltó una risita divertida al oírlo, haciendo que Pájaro lo mirara fijamente durante un momento y luego apartara la mirada, aclarándose la garganta. Jamie enarcó una ceja a su sobrino, que respondió con una sonrisa insulsa.
Agua Quieta observaba a Ian con atención. Los cherokee los habían recibido con mucho respeto, pero Jamie había advertido de inmediato un tono particular en sus respuestas a Ian. Lo consideraban mohawk, y eso hacía que estuvieran nerviosos. Él mismo, para ser honesto, a veces pensaba que una parte de Ian aún no había regresado de la Aldea de la Serpiente, y tal vez nunca lo haría.
Pero Pájaro le había proporcionado la manera de averiguar algo.
—Tú has tenido muchos problemas con personas que vienen a tus tierras a instalarse —dijo Jamie compasivamente—. Tú, desde luego, no matas a esas personas, porque eres sabio. Pero no todos son sabios, ¿verdad?
Pájaro entornó los ojos por un instante.
—¿Qué quieres decir, Matador de Osos?
—He oído hablar de incendios, Tsisqua. —Mantuvo los ojos clavados en los del indio, procurando que no se le escapara el más mínimo tono de acusación—. El rey ha tenido noticias de casas incendiadas, hombres asesinados y mujeres capturadas, y eso no le gusta.
—Mmm —murmuró Pájaro, y apretó los labios. Sin embargo, no dijo que él no hubiera escuchado nada de aquello, lo que resultaba interesante.
—Si esas noticias siguen llegando, el rey puede enviar soldados para proteger a su gente. Y en ese caso, no desearía que los soldados se enfrentaran a armas que él mismo ha entregado —señaló Jamie con lógica.
—¿Y qué deberíamos hacer nosotros, en ese caso? —interrumpió Agua Quieta con vehemencia—. Cruzan la Línea del Tratado, construyen casas, siembran campos y cazan ciervos. Si tu rey no puede hacer que su gente se quede donde debe estar, ¿cómo puede protestar si nosotros defendemos nuestras tierras?
Pájaro hizo un pequeño gesto con la mano para aplacar a su hermano, sin mirarlo, y Agua Quieta se echó atrás contrariado.
—Entonces, Matador de Osos, le dirás esas cosas a tu rey, ¿verdad?
Jamie asintió con la cabeza en un gesto solemne.
—Ése es mi trabajo. Hablo del rey contigo, y llevo tus palabras al rey.
Pájaro asintió con un gesto reflexivo, luego hizo una mueca, ordenando que portaran comida y cerveza, y la conversación pasó con celeridad a otras cuestiones neutrales. Esa noche no se negociaría más.
Era tarde cuando salieron de casa de Tsisqua y pasaron a la pequeña residencia de huéspedes. Creía que la luna ya habría salido, pero todavía no era visible. El cielo estaba cubierto por un grueso manto de nubes, y el viento llevaba un intenso olor a lluvia.
—Por Dios —dijo Ian, tambaleándose—. Se me ha dormido el culo.
Jamie bostezó también, contagiado, pero luego parpadeó y se echó a reír.
—Sí, bueno. No te molestes en despertarlo. El resto de tu cuerpo puede hacer lo mismo.
Ian dejó escapar un ruido de desdén.
—Sólo porque Pájaro te haya dicho que eres un hombre gracioso, yo, en tu lugar, no me lo creería. Sólo ha sido un comentario cortés, ¿sabes?
Jamie no le prestó atención y, en cambio, murmuró su agradecimiento en tsalagi a la joven que los había guiado hasta sus aposentos. Ella le entregó una pequeña cesta —llena de pan de trigo y manzanas deshidratadas, a juzgar por el aroma—, y luego les deseó a ambos «buenas noches, que duerman bien» en voz baja, antes de desaparecer en la noche húmeda e intranquila.
La pequeña choza parecía sofocante después del frescor del aire, y Jamie permaneció un momento en el umbral, disfrutando del movimiento del viento entre los árboles, observándolo serpentear entre las ramas de los pinos como una enorme víbora invisible. Una gota de humedad floreció en su rostro, y Jamie experimentó el profundo placer de un hombre que se da cuenta de que va a llover y que no tendrá que pasar la noche fuera.
—Mañana, cuando andes cotilleando por ahí, haz preguntas, Ian —dijo mientras entraba en la choza—. Haz que se enteren, pero con mucho tacto, de que al rey le gustaría saber exactamente quién demonios está quemando cabañas, y le gustaría tanto que estaría dispuesto a ceder algunas armas como recompensa. Si han sido ellos, no te lo dirán, pero si se trata de otra banda, quizá sí.
Su sobrino asintió y volvió a bostezar. Había un pequeño fuego dentro de un círculo de piedras, y el humo se elevaba hacia un orificio en el tejado que había sido practicado a propósito para que saliera por allí. El resplandor del fuego dejaba ver una plataforma para dormir, cubierta de pieles, a un lado de la cabaña, con otra pila de pieles y mantas en el suelo.
—Tiremos la moneda para ver quién se queda con la cama, tío Jamie —propuso Ian, mientras sacaba un chelín bastante gastado de un saquito que llevaba en la cintura—. Escoge tú.
—Cruz —dijo Jamie, dejando la cesta en el suelo y desabrochándose el kilt. Éste cayó formando un charco de tela alrededor de sus piernas. Luego se abrió la camisa. El lino estaba arrugado y sucio contra su piel, y él mismo se dio cuenta de que olía mal; gracias a Dios, aquélla era la última aldea que debían visitar. Una noche más, tal vez, dos a lo sumo, y podrían regresar a casa.
Ian soltó un juramento y recogió la moneda.
—¿Cómo lo haces? Todas las noches has dicho «cruz», ¡y todas las noches ha salido cruz!
—Bueno, es tu chelín, Ian. No me culpes a mí. —Jamie se sentó sobre la cama y se estiró con placer, pero luego se ablandó—: Mira la nariz de Geordie.
Ian hizo girar el chelín en los dedos y lo sostuvo frente a la luz del fuego, entornando los ojos; luego volvió a jurar. Una mancha minúscula de cera, tan fina que era invisible a menos que uno estuviera buscándola, coronaba la nariz aristocrática y prominente de Jorge III, Rex Britannia.
—¿Cómo ha llegado eso hasta aquí? —Ian entornó los ojos, mirando a su tío con expresión de sospecha, pero Jamie se limitó a reír y se tumbó.
—Cuando estabas enseñándole a Jem cómo hacer girar una moneda, ¿lo recuerdas? A él se le cayó la vela, y la cera caliente se derramó por todas partes.
—Ah. —Ian permaneció sentado observando la moneda de su mano un momento, luego meneó la cabeza, quitó la cera raspándola con la uña del pulgar y guardó el chelín.
—Buenas noches, tío Jamie —dijo, metiéndose entre las pieles del suelo con un suspiro.
—Buenas noches, Ian.
Durante todo ese tiempo, Jamie había ignorado su cansancio, aguantando como Gedeón, pero en ese momento soltó las riendas y dejó que su cuerpo se relajara en la comodidad de la cama.
MacDonald, reflexionó cínicamente, estaría encantado. Jamie había planeado visitar sólo las dos aldeas cherokee que estaban más cerca de la Línea del Tratado, para anunciar allí su nuevo puesto, distribuir modestos regalos de whisky y tabaco (este último prestado apresuradamente por Tom Christie que, por suerte, había comprado una cuba de aquella hierba en un viaje a Cross Creek para adquirir semillas), e informar a los cherokee de que podrían esperar más muestras de generosidad en otoño, cuando ejerciera su cargo de embajador en las aldeas más lejanas.
Había sido recibido con suma cordialidad en ambas aldeas; pero en la segunda, Pigtown, había muchos forasteros de visita, jóvenes en busca de esposa. Pertenecían a otra tribu de cherokee, llamada la banda del Pájaro de Nieve, cuya gran aldea se encontraba a más altitud en la montaña.
Uno de los jóvenes era el sobrino de Pájaro que Canta en la Mañana, jefe de la banda del Pájaro de Nieve, y había presionado para que Jamie regresara junto a él y sus compañeros a su aldea. Después de hacer un inventario apresurado y confidencial del whisky y el tabaco que le quedaba, Jamie accedió, y tanto él como Ian tuvieron un recibimiento espléndido, como agentes de Su Majestad. La tribu de Pájaro de Nieve jamás había recibido la visita de un agente indio hasta entonces, y sus habitantes parecían conscientes del honor que eso representaba, así como dispuestos a averiguar qué ventajas podían sacar de ello.
Jamie tenía la impresión de que Pájaro era la clase de hombre con quien podría negociar en varios frentes. Y ese pensamiento le hizo recordar a Roger Mac y los nuevos inquilinos. En los últimos días no había tenido mucho tiempo para preocuparse por ello, pero dudaba que hubiera razones para inquietarse. Roger Mac era lo bastante capaz, aunque su voz destrozada hacía que pareciera menos seguro de lo que debería. De todas formas, acompañado de Christie y Arch Bug...
Cerró los ojos, y entonces la dicha de una fatiga absoluta empezó a cubrirlo, mientras sus pensamientos se hacían cada vez más inconexos.
Un día más, tal vez, y luego regresaría a tiempo para preparar el heno. Una destilación de malta más, quizá dos, antes de que llegara el frío. Matanza... ¿Habría llegado por fin el momento de matar a la maldita puerca blanca? No... Aquella asquerosa criatura era increíblemente fecunda. ¿Qué clase de verraco tenía las pelotas necesarias para acoplarse con ella?, se preguntó vagamente, ¿y si ella después se lo comía? Jabalí... jamones ahumados, morcillas...
Estaba empezando a hundirse en las capas superficiales del sueño cuando sintió una mano en sus partes íntimas. Arrancado de la modorra como un salmón de un lago, rodeó con su mano la del intruso y la apretó con fuerza, lo que provocó una débil risita por parte del visitante.
Unos dedos de mujer se agitaron con suavidad en el apretón, y la otra mano reemplazó a la primera en sus actividades. Su primer pensamiento coherente fue que la muchachita sería una excelente panadera, por la forma en la que amasaba.
Otros pensamientos siguieron a ese absurdo, y Jamie trató de coger la segunda mano, pero ésta lo esquivó, tocando y pellizcando.
Intentó recordar una protesta cortés en cherokee, pero sólo se le ocurrieron algunas frases al azar en inglés y gaélico, ninguna de las cuales se adaptaba remotamente a la situación.
La primera mano estaba debatiéndose con fuerza para soltarse de su apretón, con movimientos propios de una anguila. No quería aplastarle los dedos, por lo que la soltó un instante y estiró la mano para cogerle la muñeca.
—¡Ian! —siseó desesperado—. Ian, ¿estás ahí? —No podía ver a su sobrino en el charco de oscuridad que inundaba la cabaña, ni tampoco saber si estaba durmiendo. No había ventanas, y sólo llegaba una luz muy débil de las brasas casi extintas.
—¡Ian!
Oyó que algo se movía en el suelo, el desplazamiento de un cuerpo, y un estornudo de Rollo.
—¿Qué ocurre, tío? —Jamie había hablado en gaélico e Ian respondió en el mismo idioma. El muchacho parecía tranquilo, y no como si acabara de despertar.
—Ian, hay una mujer en mi cama —dijo en gaélico, intentando hablar en el mismo tono calmado de su sobrino.
—Hay dos, tío Jamie. —Ian parecía divertido. ¡Maldición!—. La otra está a tus pies, esperando su turno.
Eso lo puso nervioso y casi dejó escapar la mano cautiva.
—¡Dos! ¿Qué creen que soy?
La chica volvió a reírse, se inclinó hacia delante y lo mordió suavemente en el pecho.
—¡Dios santo!
—Bueno, no, tío, no creen que tú seas Dios —repuso Ian, reprimiendo una carcajada—. Creen que eres el rey, por así decirlo. Eres su agente, de modo que están honrando a Su Majestad enviándote a ti a sus mujeres, ¿entiendes?
La segunda mujer le había destapado los pies y estaba acariciándole poco a poco las plantas con un dedo. Eso le hizo sentir cosquillas, y lo habría molestado si no lo hubiera distraído la primera mujer, que estaba prácticamente obligándolo a participar en el indigno juego de enterrar la salchicha.
—Háblales, Ian —pidió Jamie con los dientes apretados, tanteando con ferocidad con su mano libre, al mismo tiempo que trataba de alejar los dedos exploradores de la mano cautiva, que estaban acariciándole la oreja con languidez, y agitando los pies en un frenético intento de desalentar las atenciones de la segunda dama, que cada vez eran más audaces.
—Eh... ¿Qué quieres que les diga? —preguntó Ian, pasando al inglés. La voz le temblaba un poco.
—Diles que soy consciente del honor, pero... ¡ah! —Las siguientes evasivas diplomáticas fueron interrumpidas por la repentina intromisión de una lengua en su boca, con un intenso sabor a cebolla y cerveza.
Mientras seguía luchando por librarse de todo aquello, Jamie percibió vagamente que Ian había perdido todo sentido del autocontrol y estaba tumbado en el suelo, riéndose a carcajadas. Si matar a un hijo era filicidio, pensó con gravedad, ¿cuál era la palabra para el asesinato de un sobrino?
—¡Señora! —gritó, liberando la boca con dificultad. Cogió a la dama de los hombros y se la quitó de encima con tanta fuerza que ella, sorprendida, soltó un grito y unas piernas desnudas salieron volando. Por Dios, ¿estaría del todo desnuda?
Sí. Las dos. Los ojos de Jamie se adaptaron a la mortecina luz de los rescoldos y vio el resplandor reflejado en los hombros, los pechos y los muslos redondeados.
Se incorporó en la cama, cubriéndose con mantas y pieles en una especie de refugio improvisado.
—¡Deteneos, las dos! —ordenó en cherokee—. Sois hermosas, pero no puedo yacer con vosotras.
—¿No? —dijo una de ellas desconcertada.
—¿Por qué no? —preguntó la otra.
—Ah... Porque he hecho un juramento —aseguró Jamie, súbitamente inspirado por la necesidad—. He jurado... He jurado... —Buscó la palabra adecuada, pero no pudo encontrarla. Por suerte, en ese momento, Ian se puso de pie y soltó una serie de palabras en fluido tsalagi, demasiado rápido para que Jamie pudiera entenderlo.
—Oohh —jadeó una de las chicas impresionada. Jamie sintió una clara inquietud.
—Por el amor de Dios, ¿qué les has dicho, Ian?
—Les he dicho que el Gran Espíritu se te presentó en un sueño, tío, y que te dijo que no debías estar con una mujer hasta que trajeras armas para todos los tsalagi.
—¿Hasta que yo qué?
—Bueno, es lo mejor que se me ha ocurrido con las prisas, tío —repuso Ian a la defensiva. Por espeluznante que fuera la idea, tenía que admitir que había dado resultado; las dos mujeres se habían acurrucado juntas, estaban susurrando en tono de admiración, y ya no lo acosaban.
—Sí, bueno —dijo de mala gana—. Supongo que podría ser peor. —Después de todo, incluso si la Corona se veía obligada a entregar armas, eran un montón de tsalagis.
—De nada, tío Jamie. —La risa asomaba justo debajo de la superficie de la voz de su sobrino, y finalmente salió en un resoplido contenido.
—¿Qué? —preguntó Jamie con irritación.
—Una de las damas dice que es una desilusión para ella, tío, porque estás muy bien dotado. Pero la otra se lo toma de una manera más filosófica. Afirma que podrían haber tenido hijos tuyos, y que éstos tendrían el pelo rojo. —La voz de su sobrino volvió a temblar.
—¿Qué problema hay con el pelo rojo, por el amor de Dios?
—No estoy seguro, pero supongo que no querrías que tu vástago estuviera marcado de por vida, si puedes evitarlo.
—Bien, de acuerdo —replicó—. No hay ningún peligro de que eso suceda, ¿verdad? ¿No se pueden marchar?
—Está lloviendo, tío Jamie —señaló Ian con lógica. Así era; el viento había llevado una suave lluvia, pero a continuación llegó el chaparrón, que golpeaba el tejado con un ritmo constante, y cuyas gotas hacían sisear las brasas calientes a través del agujero para el humo—. No las obligarás a mojarse, ¿verdad? Además, acabas de decir que no podías yacer con ellas, no que querías que se fueran.
Ian se alejó para preguntar algo a las damas, quienes respondieron con entusiasmo y seguridad. A Jamie le pareció que habían dicho que... Sí, lo habían dicho. Se incorporaron con la gracia de dos grullas jóvenes y subieron desnudas como Dios las trajo al mundo a su cama. Palmeándolo y acariciándolo con murmullos de admiración —aunque evitando con diligencia sus partes íntimas—, lo obligaron a meterse bajo las pieles, y luego se acurrucaron a ambos lados de él, acomodando sus cuerpos desnudos contra el suyo.
Jamie abrió la boca, y luego volvió a cerrarla, puesto que no encontraba absolutamente nada que decir en ninguno de los idiomas que conocía.
Se tumbó boca arriba, rígido y jadeante. Su miembro latía con indignación, con la clara intención de mantenerse erecto y atormentarlo toda la noche. De la pila de pieles que estaba en el suelo le llegó una risita de satisfacción, intercalada con hipos y resoplidos. Pensó que aquélla era tal vez la primera vez que había oído a Ian reír de verdad desde su regreso.
Rezando para mantener su propósito, Jamie exhaló larga y profundamente, y cerró los ojos, con las manos dobladas y apretadas contra sus costillas y los codos a los lados.