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Encantamiento

Tom Christie no volvió a la consulta, pero sí envió a su hija Malva a buscar el ungüento. Era una muchacha de cabello oscuro, delgada y callada, que parecía inteligente. Prestó mucha atención mientras yo la interrogaba sobre el aspecto de la herida —todo bien de momento: un poco de enrojecimiento, pero sin supuración; tampoco había franjas rojizas en el brazo— y le daba instrucciones sobre cómo aplicar el ungüento y cambiar las vendas.

—Bien —dije, dándole el tarro—. Si tuviera fiebre, ven a buscarme. Si no, dile que vuelva dentro de una semana, para quitarle los puntos.

—Sí, señora, así lo haré —contestó ella, pero siguió mirando los montoncitos de hierbas secas en los estantes junto con las gasas y el instrumental de cirugía.

—¿Necesitas algo más, querida? ¿Tienes alguna pregunta, quizá? —Parecía que había comprendido mis instrucciones a la perfección, pero era posible que quisiera preguntar algo más personal. Después de todo, no tenía madre...

—Bueno, sí —afirmó, y señaló la mesa con un gesto—. Sólo quería saber... ¿Qué es lo que escribe en ese libro negro, señora?

—¿Esto? Ah, son mis anotaciones quirúrgicas, y las recetas... es decir, los ingredientes de la medicina. ¿Ves? —Giré el libro y lo abrí para que ella pudiera ver la página donde había hecho un boceto de los dientes de la señorita Ratona.

Los ojos grises de Malva brillaron de curiosidad, y la muchacha se inclinó hacia delante para leer, con las manos cuidadosamente dobladas hacia atrás, como si temiera tocar el libro sin querer.

—Está bien —dije, algo divertida por su cautela—. Puedes hojearlo, si lo deseas.

Lo empujé en su dirección y ella dio un paso hacia atrás alarmada. Me miró, con una expresión de duda, pero cuando le sonreí, soltó un minúsculo suspiro de emoción y extendió la mano para pasar una página.

—¡Ah, mire! —La página que había encontrado no era una de las mías, sino de las de Daniel Rawlings; mostraba la extracción de un bebé muerto del útero, mediante la utilización de diversas herramientas de dilatación y legrado. Eché un vistazo a la página y aparté la mirada de inmediato. Rawlings no era un artista, pero tenía una habilidad brutal para reproducir la realidad de una situación.

Sin embargo Malva no parecía muy afectada por los dibujos; tenía los ojos bien abiertos y llenos de interés.

También yo comencé a interesarme, al observar de reojo cómo miraba varias páginas al azar. Como era natural, prestaba más atención a los dibujos... Pero también se detenía a leer las descripciones y las recetas.

—¿Por qué apunta las cosas que ya ha hecho? —preguntó, mirándome con las cejas levantadas—. Las recetas, lo entiendo; supongo que puede olvidar algunas cosas. Pero ¿para qué hace estos dibujos y apunta detalles sobre cómo cortó un dedo gangrenado por la escarcha? ¿Lo haría de una manera diferente en otra ocasión?

—Bueno, es posible —respondí, apartando el tallo de romero seco al que había estado quitándole las hojas—. La cirugía no es siempre igual. Todos los cuerpos son un poco diferentes, e incluso aunque el procedimiento básico sea más o menos el mismo una docena de veces, habrá una docena de cosas que ocurran de manera distinta; en ocasiones, cosas muy pequeñas y, en otras, cosas grandes. Pero yo guardo un registro de todo lo que he hecho por varias razones —añadí.

Aparté mi taburete y rodeé la mesa para colocarme junto a ella. Pasé unas cuantas páginas más y me detuve en el registro de los achaques de la anciana Grannie MacBeth, una lista tan extensa que la había copiado en orden alfabético para mi comodidad, y que empezaba con Artritis: todas las articulaciones, para seguir con Desvanecimientos, Dispepsia y Dolor de oídos, y así durante casi dos páginas más, hasta llegar a Matriz: prolapsada.

—En parte es para saber qué medidas se han tomado con una persona concreta, y qué sucedió, de modo que si necesitan algún tratamiento posterior, puedo volver a buscar una descripción precisa de su estado anterior. Para comparar, ¿entiendes?

Ella asintió con entusiasmo.

—Sí, ya veo. Así sabría si mejoran o empeoran. ¿Y qué más?

—Bueno, la razón más importante —dije con lentitud, buscando las palabras adecuadas— es para que otro doctor, alguien que tuviera que intervenir más tarde, pudiera leer el registro y ver cómo he hecho tal cosa o tal otra. Podría encontrar una manera de hacer algo que no conociera, o un modo mejor.

—¡Ah! ¿Quiere decir que con esto alguien podría aprender cómo hacer lo que usted ha hecho? —Tocó una página con un dedo, con mucho cuidado—. ¿Sin trabajar como aprendiz de un doctor?

—Bueno, lo mejor es tener a alguien que te enseñe —aclaré, divertida por su entusiasmo—. Y hay cosas que en realidad no se pueden aprender de un libro. Pero si no hay nadie que pueda enseñarte... —Miré por la ventana la verde espesura de las montañas—. Es mejor que nada —concluí.

—¿Usted dónde aprendió? —preguntó con curiosidad—. ¿De este libro? Veo que hay otra letra, además de la suya. ¿De quién era?

Tendría que haberme dado cuenta de hacia dónde iba. Pero no había contado con que Malva fuera tan rápida.

—Ah... Yo aprendí con un montón de libros —respondí—. Y con otros doctores.

—Otros doctores —repitió, mirándome con fascinación—. Entonces ¿usted se considera una doctora? No sabía que las mujeres pudieran serlo.

En ese tiempo, ninguna mujer se llamaba a sí misma médica o cirujana, ni tampoco eran aceptadas como tales.

Tosí.

—Bueno... Después de todo, es sólo un nombre. Muchas personas la conocen como mujer sabia, o mujer hechicera. O ban-lichtne —añadí—. Pero en realidad es lo mismo. Sólo importa que sé algo que podría ayudarlos.

Ban... —Pronunció la palabra desconocida—. Nunca lo había oído antes.

—Es gaélico, la lengua de las Highlands. Significa «sanadora», o algo así.

—Ah, gaélico. —Una leve expresión de sarcasmo cruzó su rostro. Supuse que había heredado la actitud de su padre respecto al antiguo idioma de los escoceses de las Highlands. Pero era evidente que ella también vio algo en mi propia cara, puesto que borró el desdén de sus facciones y se inclinó de nuevo sobre el libro—. Entonces, ¿quién escribió las otras partes?

—Un hombre llamado Daniel Rawlings —dije, mientras alisaba la página, con mi habitual sentimiento de afecto hacia mi predecesor—. Era un doctor de Virginia.

—¿Él? —Malva levantó la mirada, sorprendida—. ¿El mismo Daniel Rawlings que está enterrado en el cementerio de la montaña?

—Ah... Sí, él. —Pero no pensaba compartir con la señorita Christie la historia de cómo Rawlings había ido a parar a aquel sitio. Miré por la ventana, calculando la luz que quedaba—. ¿Tu padre no querrá que le prepares la cena?

—¡Ah! —Al oír eso, se incorporó y también miró por la ventana, con una leve expresión de alarma—. Sí, es cierto. —Dirigió una mirada apenada al libro, pero luego se alisó la falda y se enderezó la gorra, lista para marcharse—. Le agradezco que me haya mostrado su libro, señora Fraser.

—Me alegro de haberlo hecho —le aseguré sinceramente—. Puedes regresar a verlo en otro momento. De hecho... ¿A ti te interesaría...? —Vacilé, pero seguí adelante, alentada por su mirada de profunda curiosidad—. Mañana voy a quitarle un bulto en la oreja a Grannie MacBeth. ¿Te gustaría acompañarme y ver cómo lo hago? Me sería de gran ayuda tener otro par de manos —añadí, al ver que el interés de sus ojos se nublaba con una duda repentina.

—Sí, señora Fraser... ¡Me encantaría! —dijo—. Es sólo que mi padre... —Se la veía incómoda al decirlo, pero entonces pareció decidirse—. Bueno... Iré. Estoy segura de que podré convencerlo.

—¿Serviría que yo le enviara una nota? ¿O que fuera a hablar con él? —Súbitamente, deseaba que viniera conmigo.

Ella sacudió un poco la cabeza.

—No, señora, no habrá problemas, estoy segura. —De repente se echó a reír; se le formaron hoyuelos en la cara y sus ojos grises resplandecieron—. Le diré que he echado un vistazo a su libro negro y que no hay ningún encantamiento en él, sino sólo recetas de tés y purgantes. Aunque me parece que no le voy a explicar nada de los dibujos —añadió.

—¿Encantamientos? —pregunté con incredulidad—. ¿Eso creía él?

—Sí —aseguró—. Me advirtió de que no lo tocara, por miedo a quedar hechizada.

—Hechizada —murmuré desconcertada.

Bueno, después de todo, Thomas Christie era maestro de escuela. De hecho, pensé que tal vez incluso tuviera razón. Malva volvió a mirar el libro cuando la acompañé hasta la puerta, con una evidente expresión de fascinación en la cara.