29
Perfectamente

Después se habían marchado. Los habían dejado allí, sin enterrarlos y sin ninguna oración fúnebre. En cierta manera, eso era peor que la matanza. Roger había acompañado al reverendo a más de un lecho de muerte o accidente, lo había ayudado a reconfortar a los familiares, había estado allí cuando el espíritu abandonaba el cuerpo y el anciano recitaba palabras de gracia. Era lo que había que hacer cuando alguien moría: volverse hacia Dios y al menos reconocer el hecho.

Y, sin embargo... ¿cómo podía uno ponerse en pie sobre el cuerpo de un hombre que uno mismo había matado y mirar a Dios a la cara?

No podía sentarse. A pesar de que el cansancio lo cubría como si se tratara de arena mojada, era incapaz de sentarse.

Se quedó en pie y cogió el atizador, pero permaneció con la herramienta en la mano, contemplando el fuego que crepitaba en su chimenea. Era perfecto, brasas de un color negro satinado con una corteza de ceniza y, debajo, el calor rojo asfixiado. Si lo tocaba, las brasas se romperían y las llamas se levantarían... sólo para apagarse inmediatamente, a falta de combustible. Añadir más madera era un desperdicio, ya que era muy tarde.

Dejó el atizador y caminó de una pared a la otra como si fuera una abeja exhausta que no dejara de zumbar en el interior de una botella, aunque sus alas estuvieran maltrechas y tristes.

A Fraser no le había molestado. Pero, en cualquier caso, Fraser incluso había dejado de pensar en los bandidos; simplemente estaban muertos. Todos sus pensamientos se habían centrado en Claire, y eso, sin duda, era comprensible.

La había guiado por aquel claro a través de la luz de la mañana, como si fueran un Adán bañado en sangre y una Eva maltrecha, contemplando el conocimiento del bien y del mal. Y luego la había envuelto en su tartán, la había cogido en brazos y había caminado hasta su caballo.

Los hombres lo habían seguido en silencio, llevándose los caballos de los bandidos detrás de los suyos. Una hora más tarde, cuando el sol ya les calentaba las espaldas, Fraser había hecho girar su caballo colina abajo y los había conducido hacia un arroyo. Había desmontado, había ayudado a Claire a bajar y luego había desaparecido con ella entre los árboles.

Los hombres intercambiaron miradas de desconcierto, pero nadie dijo nada. Entonces, el viejo Arch Bug desmontó de su mula y comentó en tono despreocupado:

—Bueno, ella querrá lavarse, ¿no?

Un suspiro de comprensión recorrió el grupo y la tensión disminuyó de inmediato, disolviéndose en las actividades menores y familiares de desmontar, manear los caballos, comprobar los arreos, escupir y orinar. Poco a poco fueron buscándose entre sí, tratando de encontrar algo que decir, intentando hallar alivio en los quehaceres cotidianos.

Él vio que Ian lo miraba, pero todavía había demasiada tensión entre ellos. Ian se volvió, pasó una mano por el hombro de Fergus y lo abrazó; luego lo apartó con un pequeño chiste grosero sobre lo mal que olía. El francés le lanzó una diminuta sonrisa y alzó el garfio oscuro a modo de saludo.

Kenny Lindsay y el viejo Arch Bug estaban compartiendo tabaco, llenando las pipas con aparente tranquilidad. Tom Christie se acercó hasta ellos, pálido como un fantasma, pero con la pipa en la mano. No era la primera vez que Roger corroboraba que fumar favorecía las relaciones sociales.

Pero Arch lo había visto de pie, cerca de su caballo, sin saber qué hacer, y se le había acercado a animarlo con la serenidad de su voz. En realidad, no tenía idea de qué le había dicho Arch, y mucho menos de lo que le había respondido, pero sí sintió que el mero acto de la conversación le permitía respirar de nuevo y calmar los temblores que lo sacudían como olas.

De pronto, el anciano interrumpió lo que estaba diciendo e hizo un gesto en dirección al hombro de Roger.

—Ve, muchacho. Él te necesita.

Roger giró y vio a Jamie de pie al otro lado del claro, de espaldas, apoyado en un árbol y con la cabeza gacha, pensativo. ¿Le había hecho alguna señal a Arch? Entonces Jamie miró a su alrededor y clavó sus ojos en los de Roger. Sí, quería que él fuera hacia allí, y de pronto Roger se encontró de pie al lado de Fraser, sin el recuerdo de haber atravesado el trecho que los separaba.

Jamie extendió la mano y estrechó la suya, y él se mantuvo allí, devolviéndole el apretón.

—Una palabra, a cliamhuinn —dijo Jamie, y lo soltó—. No debería hablar de esto ahora, pero tal vez luego sea mal momento; no hay mucho tiempo que perder. —Él también parecía tranquilo, pero no como Arch. Había algo roto en su voz. Roger sintió el tacto áspero de la cuerda al oírlo, y se aclaró la garganta.

—Adelante, dilo.

Jamie respiró hondo y se encogió un poco de hombros, como si la camisa le fuera estrecha.

—El niño. No está bien que te lo pregunte, pero debo hacerlo. ¿Sentirías lo mismo por él si estuvieras seguro de que no es tuyo?

—¿Qué? —Roger se limitó a parpadear, sin comprender—. ¿El niñ...? ¿Te refieres a Jem?

Jamie asintió con los ojos clavados en Roger.

—Bueno, yo... en realidad no lo sé —respondió Roger totalmente desconcertado—. ¿Por qué? ¿Y por qué justo en este momento?

—Piensa.

Estaba pensando, preguntándose qué demonios ocurría. Fraser se dio cuenta e inclinó la cabeza, reconociendo que debía explicarse un poco más.

—Ya lo sé... Es poco probable, ¿verdad? Pero es posible. Ella podría estar embarazada por lo que ocurrió anoche, ¿entiendes?

Sí lo entendió, como un puñetazo en el esternón. Antes de que pudiera recuperar el aire para hablar, Fraser continuó:

—Tal vez uno o dos días podría... —Apartó la mirada y un suave rubor apareció en su cara traspasando las manchas del hollín con el que se había pintado la cara—. Podría haber dudas... como las hay en tu casa. Pero... —Jamie tragó, pero aquel «pero» resultaba doloroso.

Jamie desvió la mirada involuntariamente y los ojos de Roger la siguieron. Más allá de una cortina de arbustos y enredaderas teñidas de rojo, había una pequeña charca con un remolino de agua, y Claire estaba de rodillas al otro lado, desnuda, examinando su reflejo. La sangre tronó en las orejas de Roger y él apartó la vista de inmediato, pero la imagen quedó grabada a fuego en su mente.

Lo primero que pensó fue que no parecía humana. Con el cuerpo salpicado de hematomas negros y la cara irreconocible, se parecía a algo extraño y primitivo, a una exótica criatura del bosque. Pero más allá de su aspecto, fue su actitud lo que lo impresionó. Estaba distante e inmóvil, igual que un árbol permanece estático, aun cuando el aire agita sus hojas.

Volvió a mirar, sin poder evitarlo. Ella se agachó sobre el agua, examinándose el rostro. El cabello mojado y enredado estaba suelto en su espalda, y ella lo echó hacia atrás con la palma de la mano, manteniéndolo apartado mientras estudiaba sus rasgos maltrechos con un interés desapasionado.

Se tanteó con cuidado aquí y allá, abriendo y cerrando las mandíbulas mientras con las yemas de los dedos se exploraba los contornos de la cara. Asegurándose, pensó él, de que no hubiera dientes sueltos o huesos rotos. Claire cerró los ojos y trazó las líneas de las cejas y la nariz, la mandíbula y los labios, con una mano tan firme y delicada como la de un pintor. Entonces agarró con decisión la punta de la nariz y tiró con fuerza de ella.

Roger se encogió instintivamente cuando la sangre y las lágrimas surcaron el rostro de Claire, pero ella no emitió ningún sonido. El estómago de Roger ya se había convertido en una pelota pequeña y dolorosa; en ese momento se le subió a la garganta, presionando a la cicatriz de la cuerda.

Ella se sentó en cuclillas, respirando profundamente, con los ojos cerrados y las manos ocultando el centro de la cara.

De pronto, Roger fue consciente de que estaba desnuda y él seguía mirando. Apartó la mirada con fuerza, con la sangre caliente en el rostro, y miró a Fraser, con la esperanza de que no lo hubiera notado. Y así fue; él ya no estaba allí.

Roger miró a su alrededor y lo vio casi de inmediato. Su alivio por el hecho de que no se hubiera dado cuenta de que estaba mirando fue superado enseguida por una sacudida de adrenalina cuando vio lo que Fraser estaba haciendo.

Estaba de pie junto a un cuerpo que se encontraba en el suelo.

La mirada de Fraser recorrió brevemente el perímetro, tomando nota de la posición de sus hombres, y Roger casi pudo sentir el esfuerzo con el que Jamie reprimía sus propios sentimientos. Entonces, sus brillantes ojos azules se clavaron en el hombre que tenía a sus pies, y Roger vio cómo inspiraba muy despacio.

Lionel Brown.

Sin tener la más mínima intención de hacerlo, Roger cruzó el claro. Ocupó su sitio a la derecha de Jamie sin ningún pensamiento consciente, con la atención centrada en el hombre que se encontraba en el suelo.

Brown tenía los ojos cerrados, pero no estaba dormido. Su cara estaba hinchada y llena de hematomas, además de sudorosa por la fiebre, pero sus rasgos maltrechos delataban una expresión de pánico apenas reprimido. Y, en opinión de Roger, estaba plenamente justificado.

Brown, el único superviviente de las actividades nocturnas, todavía estaba vivo sólo porque Arch Bug había detenido al joven Ian Murray a escasos centímetros cuando estaba a punto de aplastarle el cráneo con un tomahawk, no porque le molestara matar a un hombre herido, sino sólo por un frío pragmatismo.

—Tu tío tendrá preguntas —había dicho Arch, mirando a Brown con los ojos entornados—. Dejemos que éste viva lo bastante como para contestarlas.

Ian no había dicho nada, pero se había soltado el brazo del apretón de Arch Bug, había girado en redondo y había desaparecido en las sombras del bosque como el humo.

El rostro de Jamie era mucho menos expresivo que el de su cautivo, pensó Roger. Ni él mismo podía discernir los pensamientos de Fraser por su expresión... pero no era necesario. El hombre estaba inmóvil como una piedra, pero de todas formas había algo lento e inexorable que palpitaba en su interior. El mero hecho de encontrarse de pie a su lado era terrorífico.

—¿Qué te parece, amigo? —preguntó Fraser por fin, volviéndose hacia Arch, que estaba al otro lado de la camilla, con su cabello cano y manchado de sangre—. ¿Puede seguir viajando, o el trayecto lo matará?

Bug se inclinó hacia delante y examinó sin emoción alguna a Brown, que se hallaba tumbado.

—Yo digo que sobrevivirá. Tiene la cara roja, no blanca, y está despierto. ¿Quieres que lo llevemos con nosotros, o prefieres preguntar ahora?

Durante un breve instante se quitó la máscara, y Roger, que había estado observando el rostro de Fraser, vio en sus ojos justo lo que deseaba hacer. Si Lionel Brown lo hubiera visto también, habría saltado de la camilla y habría salido corriendo, con la pierna rota o sin ella. Pero sus párpados se mantenían tozudamente cerrados, y como Jamie y el viejo Arch hablaban en gaélico, Brown ignoraba lo que decían.

Dejando sin respuesta la pregunta de Arch, Jamie se inclinó y puso la mano sobre el pecho de Brown. Roger pudo ver el pulso en el cuello de Lionel y su respiración, rápida y poco profunda. Pero seguía con los párpados cerrados, aunque los globos oculares se movían de lado a lado, frenéticos, debajo de ellos.

Jamie permaneció inmóvil durante lo que pareció bastante rato y lo que debió de ser una eternidad para Brown. Luego emitió un pequeño sonido que podría haber sido tanto una risa de desprecio como un bufido de asco, y se levantó.

—Nos lo llevamos. Ocúpate de mantenerlo con vida —dijo en inglés—. Por ahora.

Brown siguió haciéndose el dormido durante todo el trayecto hasta el Cerro, a pesar de las sanguinarias especulaciones que varios miembros de la partida hacían en voz lo bastante alta para que él pudiera escucharlas. Roger ayudó a desabrocharle las correas de la parihuela al final del viaje. Su ropa y las mantas que lo envolvían estaban empapadas de sudor, y el olor del miedo era palpable a su alrededor.

Claire hizo un movimiento hacia el herido, frunciendo el ceño, pero Jamie la detuvo agarrándola del brazo. Roger no oyó lo que Jamie le dijo a Claire, pero ella asintió y entró con él en la Casa Grande. Un momento después, apareció la señora Bug sin decir ni una palabra, y se ocupó de Lionel Brown.

Murdina Bug no era como Jamie ni como el viejo Arch; sus pensamientos podían descifrarse claramente en sus pálidos labios o en el tormentoso entrecejo. Pero Lionel Brown aceptó el agua que ella le ofrecía, y con los ojos bien abiertos, la miró como si fuera la luz de su salvación. A Roger le pareció que a ella le habría gustado matar a Brown como a una de las cucarachas que exterminaba sin piedad en su cocina. Pero Jamie deseaba mantenerlo vivo, de modo que sobreviviría.

Por ahora.

Un ruido en la puerta hizo que la atención de Roger volviera de inmediato al presente. ¡Brianna!

Pero Bree no estaba allí cuando él abrió la puerta; sólo el ruido de unas ramitas y bellotas agitadas por el viento. Dirigió la mirada al oscuro sendero, esperando verla, pero aún no había señales de ella. Por supuesto, se dijo, probablemente Claire la necesitaba.

«Yo también.»

Reprimió el pensamiento, pero se quedó en la puerta, mirando hacia fuera, con el viento zumbando en sus oídos. Brianna había ido de inmediato a la Casa Grande, en el momento en que él llegó para decirle que su madre estaba a salvo. Roger no le había explicado mucho más, pero ella se había dado cuenta de algunas de las cosas que habían sucedido —había sangre en la ropa de Roger— y apenas había hecho una pausa para asegurarse de que ninguna gota de esa sangre le pertenecía a él antes de salir corriendo.

Roger cerró la puerta con cuidado y se cercioró de que la corriente no hubiera despertado a Jemmy. Sintió el impulso inmenso de levantar al niño y, a pesar de que tenía arraigada la idea paternal de que no había que molestar a un niño que dormía, sacó a Jem de la cama nido; tenía que hacerlo.

Jem yacía pesado y aturdido en sus brazos. Se agitó, levantó la cabeza y parpadeó, con sus ojos azules vidriosos a causa del sueño.

—Está bien —susurró Roger palmeándole la espalda—. Papá está aquí.

Jem suspiró y dejó caer la cabeza sobre el hombro de Roger con la fuerza de un cañón. Pareció que se hinchaba de nuevo por un segundo, pero luego se llevó el pulgar a la boca y entró en ese peculiar estado de flojera común en los niños cuando duermen. Su piel pareció fundirse cómodamente con la de Roger, con una confianza tan completa que ni siquiera tenía que proteger su cuerpo; papá se ocuparía de ello.

Roger cerró los ojos para evitar las lágrimas que comenzaban a aparecer, y apretó la boca contra la suave calidez del cabello de Jemmy.

La luz del fuego creaba sombras negras y rojas en la parte interior de sus párpados; mirándolas, podía mantener las lágrimas a raya. No importaba lo que viera en ellas. Tenía el recuerdo de una serie de momentos horripilantes y vívidos del amanecer, pero podía contemplarlos con indiferencia... por ahora. Era la confianza adormilada en sus brazos la que lo conmovía, así como el eco de sus propias palabras susurradas.

¿Era tal vez un recuerdo? Quizá no era más que un deseo... que una vez lo despertaran mientras estaba dormido, sólo para volverse a dormir otra vez en unos brazos fuertes, mientras oía «Papá está aquí».

Inspiró profundamente, al mismo tiempo que su respiración se acomodaba al ritmo de la de Jem, lo que hizo que se calmara. Parecía importante no llorar, incluso aunque no hubiera nadie cerca que pudiera verlo o le importara.

Cuando se alejaron de la camilla de Brown, Jamie lo había mirado con un interrogante en sus ojos.

—Espero que no pienses que sólo me preocupo por mí mismo —le había dicho en voz baja.

Su vista se había dirigido a la abertura entre los arbustos por donde había desaparecido Claire, entornando un poco los ojos, como si no soportara mirar, pero tampoco pudiera mantener la vista alejada.

—Por ella —dijo, tan bajo que Roger casi no pudo oírlo—. ¿Crees que ella preferiría... quedarse con la duda, si llegáramos a ese punto?

Roger inspiró profundamente con la nariz clavada en el cabello de su hijo, y deseó, por el amor de Dios, haber dicho lo correcto, allí, entre los árboles.

—No lo sé —respondió—. Pero para ti... si hay lugar para la duda... yo digo que la aceptes.

Si Jamie estaba dispuesto a seguir ese consejo, Bree debería regresar a casa pronto.

—Estoy bien —dije con firmeza—. Perfectamente.

Bree me miró entornando los ojos.

—Claro que sí —intervino—. Parece que te haya pasado por encima una locomotora. Dos locomotoras.

—Sí —asentí, y me toqué el labio partido con mucho cuidado—. Bueno, sí, pero a excepción de eso...

—¿Tienes hambre? Siéntate, mamá. Te prepararé un poco de té, y después quizá algo para comer.

Yo no tenía hambre, no quería té, y en especial no deseaba sentarme después de un largo día a lomos de un caballo. Pero Brianna ya estaba sacando la tetera de su estantería sobre el aparador, y yo no podía encontrar las palabras apropiadas para disuadirla. De pronto, parecía que me había quedado sin habla. Me volví hacia Jamie, desesperada.

Él, de alguna manera, adivinó mis sentimientos, aunque no hubiera podido leer gran cosa en mi cara, dado su estado actual. Dio un paso hacia delante y le quitó la tetera a Brianna, murmurando algo en voz demasiado baja como para que yo pudiera oírlo. Ella lo miró con el entrecejo fruncido, me miró a mí, y luego otra vez a él, sin dejar de fruncir el ceño. Entonces su cara cambió un poco y se acercó a mí, examinándome las facciones.

—¿Un baño? —preguntó en tono quedo—. ¿Te lavo el pelo?

—Ah, sí —contesté, y mis hombros se encorvaron de alivio y gratitud—. Por favor.

En ese momento sí me senté y dejé que me pasara la esponja por manos y pies, y que me lavara el cabello en una palangana con agua caliente sacada del caldero que se encontraba en el fuego. Lo hizo en silencio, canturreando en voz muy baja, y yo comencé a relajarme gracias al roce tranquilizador de sus dedos largos y fuertes.

Había dormido parte del trayecto por lo exhausta que estaba, apoyada en el pecho de Jamie. Pero en realidad no hay manera de descansar por completo sobre un caballo, y en esos momentos empecé a dormitar, siendo tan sólo consciente de una manera distante de que el agua del recipiente había adquirido un tono rojo mugriento y borroso, lleno de arenilla y trozos de hojas.

Antes me había puesto una camisa limpia; la sensación del gastado lino contra mi piel era todo un lujo, fresco y suave.

Bree seguía canturreando en voz baja. ¿Qué era...? Creo que Mr. Tambourine Man. Una de esas dulces canciones tontas de los sesent...

1968.

Dejé escapar un gemido y la mano de Bree me cogió la cabeza impidiendo que me cayera.

—¿Mamá? ¿Estás bien? ¿He tocado algo que...?

—¡No! No, estoy bien —dije contemplando los remolinos de tierra y sangre. Respiré hondo mientras mi corazón latía con fuerza—. Perfectamente. Sólo que... me estaba quedando dormida. Eso es todo.

Ella soltó un resoplido, pero quitó las manos y fue a buscar una jarra de agua para enjuagarme el cabello, dejándome aferrada al borde de la mesa, mientras trataba de no estremecerme.

«Usted actúa como si no tuviera miedo a los hombres. Debería mostrarse más temerosa.» Ese eco particularmente irónico llegó a mí con total claridad, junto con el perfil de la cabeza de aquel joven, con su melena de león recortada por la luz del fuego. No podía recordar su rostro, pero ¿estaba segura de que había visto ese pelo?

Después, Jamie me había cogido del brazo, y me había sacado de debajo del árbol en el que yo me había refugiado, llevándome hacia el claro. El fuego se había dispersado durante la pelea; había piedras ennegrecidas y franjas de hierba chamuscada y aplastada aquí y allá... entre los cuerpos. Él me había llevado de uno a otro, poco a poco. Por fin, había hecho una pausa y había dicho en voz baja:

—¿Ves que están muertos?

Sí lo veía, y entendí por qué me lo había mostrado: para que no temiera su regreso o su venganza. Pero no se me ocurrió contarlos, ni mirarles las caras de cerca. Incluso si hubiera estado segura de cuántos había... Me estremecí otra vez, y Bree me puso una toalla tibia alrededor de los hombros, murmurando palabras que no oí a causa de las preguntas que clamaban en mi cabeza.

¿Donner estaba entre los muertos? ¿O me había hecho caso cuando le dije que si era listo debía huir? No me había parecido un joven muy astuto.

Pero sí un cobarde.

El agua caliente fluyó por mis oídos, ahogando el sonido de las voces de Jamie y Brianna por encima de mi cabeza; apenas pude entender una o dos palabras, pero cuando volví a sentarme erguida, con el agua chorreando por el cuello, sujetando la toalla en mi pelo, Bree estaba dirigiéndose con vacilación hacia su manto, que estaba colgado en un gancho junto a la puerta.

—¿Estás segura de que te encuentras bien, mamá? —El entrecejo se le había vuelto a fruncir, pero esta vez logré articular unas palabras de confirmación.

—Gracias, cariño, ha sido maravilloso —dije con absoluta sinceridad—. Lo único que quiero ahora es dormir —añadí con un poco menos de convicción.

Seguía sintiéndome muy cansada, pero ya me había despertado del todo. Lo que quería era... bueno, en realidad no sabía bien qué quería, pero una falta total de compañía solícita estaba en la lista. Además, antes había visto de reojo a Roger, manchado de sangre, pálido y tambaleante a causa del agotamiento; yo no era la única víctima de los recientes sucesos desagradables.

—Vete a tu casa, muchacha —afirmó Jamie en voz baja. Descolgó la capa del gancho y se la colocó sobre los hombros, dándole unas suaves palmadas—. Da de comer a tu marido. Llévalo a la cama y reza una plegaria por él. Yo me ocuparé de tu madre, ¿de acuerdo?

Los ojos azules de Bree, dominados por la preocupación, oscilaron entre nosotros dos, pero yo la miré con lo que esperaba que fuera una expresión tranquilizadora (aunque me dolía hacerlo), y tras un instante de vacilación, ella me abrazó con fuerza, me besó en la frente con mucha delicadeza y se marchó.

Jamie cerró la puerta y se quedó apoyado en ella, con las manos detrás. Yo estaba acostumbrada a la impasible expresión con la que él solía enmascarar sus pensamientos cuando estaba preocupado o enfadado, pero ahora no la tenía, y lo que veía en su cara me inquietó muchísimo.

—No debes preocuparte por mí —dije en el tono más tranquilizador que pude—. No estoy traumatizada ni nada de eso.

—¿No? —preguntó él con recelo—. Bueno... tal vez sea cierto y no debería preocuparme, si supiera qué quieres decir con eso.

—Ah. —Me sequé la cara mojada con mucha suavidad, y me pasé la toalla por la nuca—. Bueno. Quiero decir... muy herida... o terriblemente impresionada. Es una palabra griega, creo... la raíz, es decir, «trauma».

—¿Ah, sí? Y tú no estás... traumatizada, dices.

Entornó los ojos, mientras me examinaba con la crítica atención que se suele emplear cuando se contempla la posibilidad de adquirir un costoso pura sangre.

—Estoy bien —afirmé, echándome un poco hacia atrás—. Sólo... me encuentro bien. Sólo un poco... desconcertada.

Él dio un paso hacia mí y yo me eché hacia atrás con brusquedad, mientras me daba cuenta un poco tarde de que estaba apretando la toalla en mi pecho a modo de escudo. Me obligué a bajarla, y sentí que la sangre me cosquilleaba de manera desagradable en algunos puntos de la cara y el cuello.

Él permaneció inmóvil, contemplándome con los ojos entornados. Entonces bajó la mirada al suelo entre nosotros, y permaneció allí de pie, como si estuviera absorto en sus pensamientos, y luego flexionó sus grandes manos. Una, dos veces. Muy lentamente. Y yo oí —con total claridad— el sonido de las vértebras de Arvin Hodgepile separándose.

La cabeza de Jamie se levantó de golpe con un gesto de alarma, y advertí que yo estaba de pie, al otro lado de la silla, con la toalla hecha un ovillo y presionada en la boca. Mis codos, rígidos y lentos, se movían como si fueran bisagras oxidadas, pero bajé la toalla. Tenía los labios casi igual de rígidos, pero logré hablar.

—Estoy un poco desconcertada, sí —dije sin tapujos—. Ya mejoraré, no te preocupes. No quiero que te preocupes.

El inquieto escrutinio de su mirada flaqueó de pronto como el cristal de una ventana golpeada por una piedra, que está a punto de romperse. Él cerró los ojos. Tragó saliva una vez y volvió a abrirlos.

—Claire —dijo en voz muy baja, y los fragmentos rotos y astillados se vieron claramente, afilados y dentados, en sus ojos—. A mí me han violado. ¿Y tú me dices que no debo preocuparme por ti?

—¡Oh, Dios mío, maldita sea! —Lancé la toalla al suelo, y enseguida deseé no haberlo hecho. Me sentía desnuda, de pie con mi enagua; odiaba el cosquilleo de mi piel con una repentina pasión que hizo que me golpeara el muslo para aplacarlo—. ¡Maldita sea, maldita sea, maldita sea! No quiero que tengas que pensar en ello otra vez. ¡No! —Y, sin embargo, sabía desde el principio que esto ocurriría.

Cogí con fuerza el respaldo de la silla con ambas manos, al mismo tiempo que me obligaba a mirarlo a los ojos, deseando lanzarme a esas brillantes esquirlas para protegerlo de ellas.

—Mira —dije serenando la voz—. No quiero... no quiero que recuerdes cosas que conviene olvidar.

Jamie torció la comisura de su boca al oír aquello.

—Dios mío —afirmó, en un tono parecido al desconcierto—. ¿Pensabas que podría olvidar aquello?

—Tal vez no —respondí rindiéndome. Lo miré con los ojos llenos de lágrimas—. Pero... ¡Dios mío, Jamie, deseaba tanto que lo olvidaras!

Él extendió una mano con gran delicadeza y con la yema del dedo índice me tocó la mía, mientras mi mano seguía aferrada a la silla.

—No te preocupes —intervino en voz baja, y retiró el dedo—. Ahora no tiene importancia. ¿Quieres descansar un poco, Sassenach? ¿O comer algo?

—No. No quiero... no.

De hecho, no podía decidir qué quería hacer. No deseaba hacer nada, salvo abrirme la piel, salir de ella y huir, lo cual no parecía factible. Respiré hondo una o dos veces, con la esperanza de calmarme y recuperar aquella agradable sensación de completo agotamiento.

¿Debía preguntarle por Donner? Pero ¿qué podía preguntarle? «¿Por casualidad mataste a un hombre de cabello largo y enmarañado?» Todos, hasta cierto punto, se parecían. Donner había sido —o posiblemente todavía era— indio, pero nadie lo habría notado en la oscuridad, en el fragor de la batalla.

—¿Cómo... cómo está Roger? —pregunté, a falta de otra cosa mejor que decir—. ¿E Ian? ¿Fergus?

Jamie se sobresaltó un poco, como si hubiera olvidado su existencia. —¿Ellos? Los muchachos están bien. Ninguno resultó herido en la pelea. Hemos tenido suerte.

Vaciló, luego dio un paso hacia mí, con cuidado, mirándome a los ojos. Yo no grité ni salí corriendo, y él dio otro paso, acercándose tanto que pude percibir el calor de su cuerpo. Ya no estaba sobresaltada y tenía algo de frío con la camisa húmeda, de modo que me relajé un poco, balanceándome en su dirección, y noté que la tensión de sus propios hombros se relajaba ligeramente al ver mi movimiento.

Me tocó la cara con mucho cuidado. La sangre palpitaba justo debajo de la tierna superficie, y tuve que hacer un gran esfuerzo por no apartarme con un sobresalto de su roce. Él se dio cuenta y retiró la mano un poco, de modo que revoloteó justo por encima de mi piel. Podía sentir el calor de su palma.

—¿Se curará? —preguntó mientras las yemas de sus dedos se movían sobre el corte de mi ceja izquierda; luego descendieron por el campo minado de la mejilla y se detuvieron en el rasguño de la mandíbula, donde la bota de Harley Boble había estado cerca de tocar un punto que me hubiera roto el cuello.

—Por supuesto que sí. Ya lo sabes; has visto cosas peores en el campo de batalla. —Habría sonreído para reconfortarlo, pero no quería abrir de nuevo la profunda herida de mi labio, así que hice una especie de mueca similar a la de un pez que boquea. Aquello lo cogió desprevenido e hizo que sonriera.

—Sí, lo sé. —Agachó un poco la cabeza, con timidez—. Es sólo... —Su mano seguía revoloteando por encima de mi cara, y tenía una expresión de ansiedad en la suya—. Oh, Dios mío, mo nighean donn —dijo en voz baja—. Oh, Dios mío, tu hermosa cara.

—¿No puedes soportar mirarla? —pregunté, apartando mi propia mirada y sintiendo una pequeña y aguda punzada al pensarlo, al tiempo que intentaba convencerme de que no importaba. Después de todo, se curaría.

Sus dedos tocaron mi mentón, con suavidad pero con firmeza, y lo levantaron, de modo que tuve que volver a mirarlo. Su boca se apretó un poco mientras su mirada recorría con lentitud mi cara maltrecha, haciendo un inventario de los daños. Tenía los ojos suaves y oscuros a la luz de la vela, con los rabillos tensos a causa del dolor.

—No —dijo en voz baja—. No puedo soportarlo. Mirarte me desgarra el corazón. Y me llena de tal furia que creo que debo matar a alguien o estallaré. Pero por el Dios que te ha creado, Sassenach, no voy a yacer contigo si no puedo mirarte a la cara.

—¿Yacer conmigo? —dije sin entender—. ¿Qué...? ¿Quieres decir? ¿Ahora?

Su mano se alejó de mi mentón, pero él me miró con firmeza, sin parpadear.

—Bueno... sí. Ahora.

Si no hubiese tenido la mandíbula tan hinchada, la boca se me habría abierto del asombro.

—Ah... ¿Por qué?

—¿Por qué? —repitió él. Entonces bajó la mirada y se encogió de hombros como hacía cuando se sentía avergonzado o turbado—. Yo... bueno... me parece... necesario.

Yo sentí una muy inapropiada necesidad de reír.

—¿Necesario? ¿Crees que es como si me hubiera caído del caballo y ahora tuviera que volver a montar en él?

Levantó la cabeza y me lanzó una mirada furiosa.

—No —respondió apretando los dientes. Tragó saliva con fuerza y de manera visible, refrenando de forma evidente sus fuertes sentimientos—. ¿Estás... estás muy mal, entonces?

Lo miré fijamente a través de mis párpados hinchados.

—¿Es eso acaso una especie de broma...? —pregunté, pero entonces me di cuenta de a qué se refería. Sentí que el calor inundaba mi cara y mis golpes palpitaban. Respiré hondo para estar segura de que podía hablar sin vacilar—: Me han molido a palos, Jamie, y han abusado de mí de varias maneras desagradables. Aunque sólo uno... hubo sólo uno que realmente... Él... él no fue... rudo.

Tragué saliva, pero el duro nudo de mi garganta no cedió. Las lágrimas hicieron que la luz de la vela se viera más borrosa, y no alcanzaba a verle la cara. Aparté los ojos, parpadeando.

—¡No! —añadí, en un tono bastante más alto del que quería—. No estoy... mal.

Entre dientes, él dijo algo breve y explosivo en gaélico y se alejó de la mesa. Su banqueta cayó al suelo con un estruendo, y él la pateó. Luego volvió a patearla, una y otra vez, y la pisó con tanta violencia que algunos pedacitos de madera salieron volando por la cocina y golpearon el armario de los pasteles con pequeños silbidos.

Me senté completamente inmóvil, demasiado sorprendida y aturdida como para angustiarme. «¿No tendría que habérselo dicho?», me pregunté. Pero él lo sabía, sin duda. Cuando me encontró me lo preguntó: «¿Cuántos?», dijo. Y después: «Matadlos a todos.»

Pero... saber algo era una cosa, y conocer los detalles era otra muy distinta. Yo lo sabía, y lo observé con un extraño sentimiento de culpa mientras él pateaba las astillas de la banqueta y caminaba deprisa hacia la ventana. Estaba cerrada, pero Jamie se quedó inmóvil, con las manos sobre el alféizar, dándome la espalda con los hombros convulsionados. No pude ver si estaba llorando.

Se estaba levantando viento; una pequeña borrasca venía del oeste. Los postigos se agitaron y el fuego sofocado por la noche expulsó nubecillas de hollín cuando el viento descendió por la chimenea. Luego la ventisca amainó y no se oyó ningún sonido más que el pequeño y repentino ¡crac! de una brasa en la chimenea.

—Lo lamento —dije por fin en voz baja.

Jamie se dio la vuelta y me miró con furia. No estaba llorando, pero había estado haciéndolo; tenía las mejillas húmedas.

—¡No te atrevas a lamentarlo! —rugió—. ¡No pienso aceptarlo! ¿Me oyes? —Dio un paso de gigante hacia la mesa y descargó el puño sobre la madera, con fuerza suficiente como para hacer saltar el salero y volcarlo—. ¡No lo lamentes!

Había cerrado los ojos de forma instintiva, pero me obligué a abrirlos de nuevo.

—De acuerdo —dije. Yo también había vuelto a sentirme terriblemente exhausta, y muy cerca del llanto—. No lo haré.

Luego se produjo un silencio tenso. Oí las castañas que caían en el bosquecillo detrás de la casa, desplazadas por el viento. Una, y luego otra, y otra, en una lluvia de pequeños golpes amortiguados. Entonces Jamie respiró hondo, estremeciéndose, y se limpió la cara con la manga.

Puse los codos sobre la mesa y apoyé la cabeza en las manos; me resultaba demasiado pesada como para seguir sosteniéndola.

—Necesario —dije, más calmada en dirección a la mesa—. ¿A qué te referías con necesario?

—¿No se te ha ocurrido que podrías estar embarazada?

Jamie había recuperado el control, y dijo aquello con la misma calma con la que me habría preguntado si iba a servir tocino con las gachas del desayuno.

Levanté la vista, alarmada.

—No lo estoy. —Pero mis manos bajaron de modo reflejo hacia mi vientre—. No lo estoy —repetí con más fuerza—. No puedo estarlo.

Aunque sí podía... había una posibilidad. Era muy remota, pero existía. Por lo general, yo utilizaba algún método anticonceptivo para estar segura... pero evidentemente...

—No lo estoy —insistí—. Lo sabría.

Él se limitó a mirarme con las cejas enarcadas. En realidad, no podía saberlo, era demasiado pronto. Demasiado pronto... Lo bastante pronto como para que si en realidad lo estuviera, y hubiera más de un hombre... existieran dudas. El beneficio de la duda, eso era lo que me estaba ofreciendo, a mí y a sí mismo.

Un profundo estremecimiento se forjó en las profundidades de mi matriz y se extendió de forma instantánea hacia el resto de mi cuerpo, poniéndome la carne de gallina a pesar del calor que hacía en la habitación.

«Martha», había susurrado aquel hombre, cuyo peso me apretaba contra las hojas.

—Mierda, mierda —dije en voz muy baja. Extendí las manos sobre la mesa, tratando de pensar.

«Martha.» Y su olor rancio, la carnosa presión de los muslos húmedos y desnudos, raspándome con el pelo...

—¡No! —Apreté las piernas y las nalgas con tanta fuerza por el asco, que me levanté algunos centímetros de mi asiento.

—Es posible... —comenzó a decir Jamie, tozudo.

—No lo estoy —repetí con la misma tozudez—. Pero incluso si... no puedes, Jamie.

Él me miró y yo percibí un brillo de temor en sus ojos. Eso, me di cuenta con una sacudida, era exactamente lo que él temía. O una de las cosas.

—Quiero decir que no podemos —añadí con rapidez—. Estoy casi segura de que no estoy embarazada... Pero no estoy para nada segura de no haber estado expuesta a alguna enfermedad repugnante. —Aquello era otra cosa en la que no había pensado hasta ese momento, y la carne de gallina volvió a surcar mi piel con toda su fuerza. Un embarazo era poco probable; la gonorrea o la sífilis, no—. No podemos. Al menos hasta que nos apliquemos penicilina.

Empecé a levantarme del asiento incluso antes de terminar de hablar.

—¿Adónde vas? —preguntó él sorprendido.

—¡A la consulta!

El pasillo estaba oscuro, y el fuego de mi consulta estaba apagado, pero eso no me detuvo. Abrí de un golpe la puerta del armario y comencé a tantear apresuradamente. Una luz cayó sobre mi hombro, iluminando la resplandeciente hilera de botellas. Jamie había encendido una cerilla y me había seguido.

—En nombre de Dios, ¿qué estás haciendo, Sassenach?

—Penicilina —contesté, cogiendo uno de los frascos y la bolsa de cuero donde guardaba mis jeringas de colmillos de serpiente.

—¿Ahora?

—¡Sí, ahora, maldita sea! Enciende la vela, ¿quieres?

Lo hizo, y la luz vaciló y aumentó su intensidad hasta convertirse en una esfera cálida y amarilla que se reflejaba en los tubos de cuero de mis jeringas de fabricación casera. Por suerte, tenía una cantidad suficiente de penicilina a mano. El líquido en el frasco era rosado; muchas de las colonias de Penicillium de esa partida estaban cultivadas en vino rancio.

—¿Estás segura de que dará resultado? —preguntó Jamie en voz baja, desde las sombras.

—No —respondí con los labios apretados—. Pero es lo que hay. —La visión de espiroquetas multiplicándose en silencio en mi torrente sanguíneo, segundo a segundo, hizo que me temblara la mano. Reprimí el temor de que la penicilina fuera defectuosa. Había obrado milagros en graves infecciones superficiales. No había razón alguna por la que...

—Déjame hacerlo, Sassenach.

Jamie me quitó la jeringa de la mano; mis dedos estaban resbaladizos y torpes. Los suyos estaban firmes, y su rostro, sereno a la luz de la vela cuando llenó la jeringa.

—Pónmela primero a mí —dijo entregándomela.

—¿Que... tú? Pero tú no necesitas... Quiero decir... tú odias las inyecciones —terminé débilmente.

Lanzó un pequeño bufido y bajó las cejas para mirarme.

—Escucha, Sassenach, si quiero combatir mis propios temores y los tuyos, y sí que lo quiero, entonces no voy a amilanarme por unos pinchazos, ¿no crees? ¡Hazlo! —Se puso de lado y se inclinó hacia delante. Apoyó un codo sobre la mesa y se levantó un poco el kilt, dejando al descubierto una musculosa nalga.

No estaba segura de si echarme a reír o llorar. Podría haber seguido discutiendo con él, pero cuando lo vi ahí con el culo al aire y testarudo como una mula, decidí que sería inútil. Estaba resuelto, y ambos tendríamos que vivir con las consecuencias.

Sintiéndome repentina y extrañamente calmada, levanté la jeringa y la apreté con suavidad para eliminar cualquier burbuja de aire.

—Muévete un poco —dije, dándole codazos—. Relaja esta parte; no quiero que se rompa la aguja.

Él inspiró con un siseo; la aguja era gruesa, y había suficiente alcohol producto del vino como para que le ardiera bastante, como descubrí un minuto más tarde cuando me apliqué mi propia inyección.

—¡Ay! ¡Uy! ¡Oh, por los clavos de Roosevelt! —exclamé, apretando los dientes mientras retiraba la aguja de mi muslo—. ¡Dios, cómo duele!

Jamie me dedicó una sonrisa torcida, sin dejar de frotarse el trasero.

—Sí, bueno. El resto no será peor que esto, espero.

El resto... De pronto me sentí hueca y mareada, como si llevara una semana sin comer.

—¿Tú... estás seguro? —pregunté, dejando la jeringa sobre la mesa.

—No —dijo—. No lo estoy. — Entonces respiró hondo y me miró con una expresión de incertidumbre a la luz vacilante de la vela—. Pero quiero intentarlo. Debo hacerlo.

Yo me alisé el camisón de lino por encima del muslo donde me había aplicado la inyección, mirándolo mientras lo hacía. Él había arrojado todas sus máscaras mucho tiempo antes; la duda, la furia y el temor estaban presentes, grabados visiblemente en las desesperadas líneas de su rostro. Por una vez, pensé, mi propia expresión era más difícil de leer, enmascarada bajo los moretones.

Algo suave me rozó la pierna y bajé la mirada para ver que Adso me había traído un ratón muerto, sin duda, como muestra de apoyo. Empecé a sonreír, sentí cosquillas en el labio, y entonces miré a Jamie y dejé que el labio se partiera cuando sonreí. El sabor de la sangre caliente alcanzó mi lengua.

—Bueno... Has corrido siempre que te he necesitado; supongo que esta vez también te correrás.

Por un instante, Jamie me miró con una expresión de total desconcierto, sin captar el chiste tonto. Hasta que por fin lo entendió y la sangre le inundó la cara. Sus labios temblaron, incapaces de decidirse entre la sorpresa y la risa.

Creí que se había dado la vuelta para ocultar el rostro, sin embargo en realidad sólo lo había hecho para revisar el armario. Encontró lo que buscaba y entonces volvió a darse la vuelta sosteniendo una botella de mi mejor moscatel, oscura y brillante. La sostuvo entre el codo y el cuerpo, y a continuación cogió otra.

—Sí, lo haré —dijo, tendiendo su mano libre hacia mí—. Pero si crees que alguno de nosotros lo hará estando sobrio, Sassenach, estás muy equivocada.

Una ráfaga de viento que entró por la puerta abierta despertó a Roger de un sueño intranquilo. Se había quedado dormido en el banco de madera, con las piernas arrastrando en el suelo, y Jemmy acurrucado, pesado y caliente, en su pecho.

Levantó la mirada parpadeando, desconcertado, cuando Brianna se inclinó para coger al niño de sus brazos.

—¿Está lloviendo fuera? —preguntó él al advertir un ligero olor a humedad y ozono en su manto. Se irguió en el asiento y se frotó la cara con la mano para despabilarse, palpando la pelusa de una barba de cuatro días.

—No, pero pronto lloverá. —Puso a Jemmy en su cama, lo tapó y colgó el manto antes de regresar a donde estaba Roger. Olía a noche, y él sintió la mano fría de ella sobre su mejilla ruborizada. Le rodeó la cintura e inclinó la cabeza contra el cuerpo de ella, suspirando.

A Roger le hubiera gustado permanecer así para siempre... o al menos, el siguiente par de horas. Ella le acarició la cabeza suavemente durante un instante, pero luego se apartó y se agachó para encender la vela en la chimenea.

—Debes de tener hambre. ¿Te preparo algo?

—No. Quiero decir... sí, por favor.

Cuando los últimos restos de aturdimiento lo abandonaron, se dio cuenta de que en realidad sí estaba hambriento. Tras detenerse en el arroyo aquella mañana, no habían vuelto a parar, ya que Jamie estaba ansioso por regresar a casa. No recordaba cuándo había comido por última vez, pero no había sentido hambre hasta aquel instante.

Se abalanzó con voracidad sobre el pan con mantequilla y mermelada que ella le acercó, famélico. Comió sin pensar en nada más, y pasaron varios minutos hasta que se le ocurrió preguntar, tragando un último bocado grueso, mantecoso y dulce:

—¿Cómo está tu madre?

—Bien —contestó ella en una excelente imitación de Claire con su más rígido acento inglés—. Perfectamente. —Brianna hizo una mueca, y Roger se rió en voz baja, lanzando una mirada automática a la cama.

—¿En serio?

Bree lo miró enarcando una ceja.

—¿Es que tú lo crees?

—No —admitió él serenándose—. Pero no creo que te lo dijera si no fuera así. No quiere que te preocupes.

Ella emitió un ruido bastante grosero con la glotis como respuesta a esa idea, y le dio la espalda, apartando del cuello su largo cabello.

—¿Me ayudas con los cordones?

—Te pareces a tu padre cuando haces ese ruido, sólo que un poco más agudo. ¿Has estado practicando?

Se puso en pie y le desató los cordones. También le desabrochó el corsé, y en un impulso, deslizó las manos por el vestido abierto, posándolas sobre la cálida curva de sus caderas.

—Todos los días. ¿Y tú? —Ella se reclinó contra él, y sus manos ascendieron, hasta que le cubrieron los pechos instintivamente.

—No —admitió—. Duele. —Había sido sugerencia de Claire que Roger tratara de cantar, levantando y bajando la voz a un tono más agudo y más grave que el normal, con la esperanza de que se aflojaran sus cuerdas vocales, para así tal vez recuperar un poco de su resonancia original.

—Cobarde —dijo ella, pero su voz era casi tan suave como el pelo que le rozaba la mejilla.

—Sí, lo soy —respondió él con la misma suavidad.

Sí que le dolía, pero no era el dolor físico lo que en realidad le molestaba. Era sentir el eco de su antigua voz en los huesos, su facilidad y su poder, y luego oír los burdos ruidos que emergían de su garganta con tanta dificultad. Graznidos, gruñidos y chillidos. Como un cerdo asfixiándose en un grito, pensó con desdén.

—Ellos son los cobardes —añadió Bree sin alzar la voz, pero con un tono firme. Se tensó un poco en brazos de Roger—. ¡Su cara... su pobre cara! ¿Cómo pudieron hacerle eso? ¿Cómo puede alguien hacer algo así?

Roger tuvo una visión repentina de Claire, desnuda junto a la charca, muda como las piedras, con los pechos manchados con la sangre procedente de su nariz. Se echó hacia atrás y apartó las manos con fuerza.

—¿Qué? —inquirió Brianna alarmada—. ¿Qué ocurre?

—Nada. —Él sacó las manos de su vestido y retrocedió—. Yo... eh, ¿queda algo de leche?

Ella lo miró sin comprender, pero salió al cobertizo trasero y volvió con una jarra de leche. Él se la tomó con entusiasmo, consciente de los ojos de ella clavados en él, mientras se desvestía y se ponía el camisón.

Brianna se sentó en la cama y comenzó a cepillarse el cabello para trenzarlo antes de dormir. En un impulso, él extendió el brazo y le quitó el cepillo. Sin hablar, pasó una mano por el espesor de su cabello, levantándolo y apartándoselo de la cara.

—Eres hermosa —susurró, y sintió que sus ojos volvían a llenarse de lágrimas.

—Tú también.

Ella levantó los brazos hasta los hombros de Roger e hizo que se arrodillara lentamente frente a ella. Lo miró a los ojos como buscando algo, y él hizo lo que pudo por devolverle la mirada. Entonces Brianna sonrió un poco y buscó con las manos la cinta que ataba el pelo de él.

Al soltarlo, el cabello cayó alrededor de sus hombros en una polvorienta maraña negra que olía a quemado, a sudor rancio y a caballos. Protestó cuando Bree cogió su cepillo, pero ella no le prestó atención y lo obligó a inclinar la cabeza sobre sus piernas mientras le quitaba del pelo los restos de pino y abrojos, desenredándolo con cuidado. Él agachó la cabeza un poco más, y luego más aún, hasta que por fin apoyó la frente en las piernas de su mujer, oliendo su aroma.

A Roger le vinieron a la mente las pinturas medievales de pecadores arrodillados, con las cabezas gachas en confesión y arrepentimiento. Los presbiterianos no confesaban de rodillas... pero los católicos todavía sí. Así, en la oscuridad... en el anonimato.

—No me has preguntado qué ha ocurrido —susurró por fin, a las sombras de los muslos de ella—. ¿Te lo ha explicado tu padre?

Él la oyó respirar, pero su voz era serena cuando respondió:

—No.

No dijo nada más y la habitación quedó en silencio, excepto por el sonido del cepillo en su pelo, y las crecientes ráfagas de viento en el exterior.

¿Cómo estaría Jamie?, se preguntó de pronto. ¿De verdad lo haría? ¿Trataría de...? Intentó alejar ese pensamiento, incapaz de soportarlo. En cambio, vio la imagen de Claire saliendo del alba, con la cara convertida en una máscara hinchada. Seguía siendo ella, pero remota como un planeta distante en una órbita que despega a los extremos más lejanos del profundo espacio... ¿cuándo volvería a aparecer? Agachándose para tocar a los muertos, a instancias de Jamie, para que ella misma constatara el precio de su honor.

No era la posibilidad de un niño, pensó de repente. Era miedo... Pero no de eso. Era el miedo de Jamie a perderla, a que ella se fuera, a que se trasladara a un espacio oscuro y solitario sin él, a menos que él pudiera hacer algo que la atara, que la mantuviera a su lado. Pero, por Dios, qué riesgo tan grande... con una mujer tan herida y maltratada, ¿cómo podía correr ese riesgo?

¿Cómo podría no hacerlo?

Brianna apartó el cepillo, pero dejó una mano posada suavemente sobre su cabeza, acariciándola. Él mismo conocía ese temor demasiado bien; recordaba el abismo que se había formado entre ambos, y la valentía que había hecho falta para salvarlo. Que les había hecho falta a los dos.

Quizá él era una especie de cobarde... pero no de ese tipo.

—Brianna —dijo, y sintió el nudo en la garganta, el de la cicatriz de la cuerda. Ella captó la necesidad en su voz y lo miró cuando él levantó la cabeza. Llevó la mano hacia la cara de Roger y él la cogió con fuerza, apretándola contra su mejilla, frotándola contra esa mano.

—Brianna —requirió de nuevo.

—¿Qué? ¿Qué ocurre? —Su voz era suave, pero estaba llena de urgencia.

—Brianna, ¿quieres escucharme?

—Sabes que sí. ¿De qué se trata? —Ella tenía el cuerpo junto al suyo, queriendo atenderlo, y él deseó ese consuelo con tanta fuerza que la habría tumbado allí mismo, sobre la alfombra, delante del fuego, y hubiera metido la cabeza entre sus pechos, aunque todavía no.

—Sólo... escucha lo que tengo que decir. Y luego... por favor... dime que he hecho lo correcto.

«Dime que me amas todavía», quiso decir, pero no pudo.

—No tienes que contarme nada —susurró ella. Tenía los ojos oscuros y suaves, infinitamente llenos de un perdón que él aún no se había ganado. Y, en algún lugar detrás de ellos, él vio otro par de ojos que lo contemplaban ebrios y perplejos, que de inmediato se tornaron temerosos cuando él levantaba el brazo para asestar el golpe mortal.

—Sí, debo hacerlo —respondió él en voz queda—. Apaga la vela, ¿de acuerdo?

No en la cocina, donde todavía estaban esparcidos los restos del naufragio emocional. No en la consulta, con todos aquellos recuerdos ásperos. Jamie vaciló, pero luego hizo un gesto hacia la escalera, enarcando una ceja. Yo asentí, y lo seguí hasta nuestro dormitorio.

Parecía familiar y a la vez extraño, igual que cuando entras en un lugar por primera vez. Tal vez era sólo mi nariz lesionada lo que hacía que oliera raro, o quizá ese olor sólo existía en mi imaginación, frío y algo rancio, ya que estaba todo barrido y limpio. Jamie avivó el fuego y surgió una luz que se proyectó en las paredes de madera, mientras los olores del humo y la resina ayudaban a llenar la sensación de vacío de la estancia.

Ninguno de los dos miramos en dirección a la cama. Él encendió la vela que estaba sobre el lavabo, luego acercó nuestras dos banquetas a la ventana y abrió los postigos a la agitada noche. Había traído dos tazas de peltre; las llenó y las depositó sobre el amplio alféizar, junto con las botellas.

Yo permanecí junto a la puerta, observando sus preparativos, sintiéndome muy extraña. Mis sentimientos eran muy contradictorios. Por un lado, tenía la impresión de que él era un completo desconocido. Ni siquiera podía imaginar ni recordar sentirme a gusto tocándolo. Su cuerpo ya no era una agradable extensión del mío, sino algo ajeno, inaccesible.

Al mismo tiempo, unas alarmantes punzadas de lujuria me atravesaban sin advertencia previa. Había estado ocurriendo todo el día. No se parecía en nada al lento ardor del deseo habitual, ni a la chispa instantánea de la pasión. Ni siquiera a aquel anhelo cíclico y mecánico del útero de necesidad de copular que pertenecía completamente al cuerpo. Aquello daba miedo.

Él se agachó para poner otro leño en el fuego, y yo casi me tambaleé. La sangre había abandonado mi cabeza. La luz brillaba en el vello de sus brazos, en los oscuros huecos de su cara...

Era esa sensación pura e impersonal de un apetito voraz —algo que me poseía, pero que no formaba parte de mí— lo que me aterrorizaba. Y ese temor era lo que me hacía evitar su roce, más que el distanciamiento que sentía.

—¿Estás bien, Sassenach? —Él había visto mi cara y se acercó a mí, frunciendo el ceño. Levanté una mano para detenerlo.

—Bien —dije, casi sin aire. Me senté deprisa; tenía las rodillas flojas, y cogí una de las tazas que él acababa de llenar—. Salud...

Sus cejas se alzaron, pero tomó el asiento opuesto al mío.

—Salud —repitió en voz baja, y chocó su taza contra la mía. El vino era pesado y tenía un olor dulce en mi mano.

Mis dedos estaban fríos; los dedos de mis pies también, así como la punta de la nariz. Eso también cambiaba sin advertencia previa. Al cabo de un minuto tal vez me sentiría sofocada, sudorosa y ruborizada. Pero por el momento tenía frío, y me estremecí con la brisa que procedía de la ventana, cargada de lluvia.

El olor del vino era lo bastante intenso como para generar un impacto incluso en mis dañadas mucosas, y la dulzura resultó ser un alivio tanto para los nervios como para el estómago. Tomé la primera taza con rapidez, y me serví otra, tratando de crear rápidamente una pequeña capa de olvido entre la realidad y yo misma.

Jamie bebía más despacio, pero volvió a llenar su copa cuando yo lo hice. El baúl de cedro de las mantas, calentado por el fuego, comenzaba a desprender su familiar fragancia por la habitación. Él me miraba cada cierto tiempo, pero no decía nada. El silencio entre nosotros no era precisamente embarazoso, pero sí inquietante.

«Tengo que decir algo», pensé. Pero ¿qué? Tomé el segundo vaso mientras me devanaba los sesos.

Por fin, extendí la mano con suma lentitud y le toqué la nariz, donde una fractura que se había curado tiempo atrás presionaba la piel y formaba una delgada línea blanca.

—¿Sabes que nunca me has explicado cómo te rompiste la nariz? —pregunté—. ¿Quién te la curó?

—Ah, ¿eso? Nadie. —Sonrió, tocándosela con timidez—. Tuve suerte de que fuera una fractura limpia, porque en su momento no le presté la menor atención.

—Lo supongo. Has dicho... —Me interrumpí, recordando de repente lo que había dicho.

Cuando volví a encontrarlo en su imprenta de Edimburgo, le pregunté cuándo se la había roto. Él respondió: «Unos tres minutos después de la última vez que te vi, Sassenach.» En la víspera de Culloden, en aquella colina rocosa escocesa, debajo del círculo de piedras erectas.

—Lo siento —dije en voz baja—. No querrás pensar en ello, ¿verdad?

Él me agarró la mano libre con fuerza y me miró.

—Puedes saberlo —intervino. Su voz era muy baja, pero él clavó sus ojos en los míos—. Todo. Todo lo que alguna vez he sufrido. Si lo deseas, si eso te ayuda, lo reviviré todo para ti.

—Oh, Dios mío, Jamie —lamenté en voz queda—. No, no necesito saber; lo único que preciso es saber que sobreviviste a ello. Que estás bien. Pero... —Vacilé—. ¿Me atrevo yo a contártelo a ti? —Lo que yo había sufrido, quería decir, y él lo sabía. Entonces apartó la vista, aunque me sostuvo la mano entre las suyas, acunándola y frotando su palma con suavidad sobre mis nudillos lastimados.

—¿Necesitas hacerlo?

—Creo que sí. Algún día. Pero no ahora... no, a menos que... tú necesites escucharlo. —Tragué saliva—. Primero.

Sacudió levemente la cabeza, pero siguió sin mirarme.

—Ahora no —susurró—. Ahora no.

Aparté la mano y me tomé el resto del vino que tenía en la copa, áspero, cálido y almizclado con el punto característico del hollejo de las uvas. Yo había dejado de pasar de caliente a frío; ahora sólo sentía calidez en todo el cuerpo, y lo agradecía.

—Tu nariz —dije, y serví otra taza—. Cuéntamelo, por favor.

Jamie se encogió un poco de hombros.

—Sí, bueno. Había dos soldados ingleses que estaban subiendo la colina, como una patrulla de reconocimiento. Creo que no esperaban hallar a nadie; ninguno de los dos tenía cargado el mosquete, o yo hubiera muerto allí mismo.

Hablaba en un tono de absoluta despreocupación. Sentí un pequeño escalofrío, pero no a causa del frío.

—Me vieron, ¿sabes?, y luego uno de ellos te vio a ti, allí arriba. Él gritó y empezó a seguirte, y entonces yo me arrojé sobre él. No me importaba lo que pasara si conseguía que tú estuvieras a salvo, de modo que me abalancé sobre él y le hundí la daga en un costado. Pero su caja de municiones giró hacia mí y el cuchillo quedó clavado en ella, y... y mientras yo trataba de liberarlo y de evitar que me mataran —añadió con una sonrisa torcida—, su compañero se acercó y me golpeó en la cara con la culata de su mosquete.

Su mano libre se cerró mientras hablaba, agarrando el mango de una daga en su mente.

Me sobresalté porque ahora ya sabía lo que se sentía. Tan sólo con oírlo, mi nariz comenzó a palpitar. Respiré, me la toqué con cuidado con la base de la mano, y serví más vino.

—¿Cómo escapaste?

—Le quité el mosquete y los aporreé a los dos con él hasta matarlos.

Habló en voz baja, casi monótona, pero había una extraña resonancia que hizo que mi estómago se moviera incómodo. Todavía era muy reciente para mí la visión de las gotas de sangre brillando a la luz del alba en el vello de su brazo. Demasiado reciente ese matiz de... ¿qué era?, ¿satisfacción?, en su voz.

De pronto me sentí demasiado inquieta como para quedarme sentada. Un momento antes había estado tan exhausta que mis huesos se derretían; ahora necesitaba moverme. Me puse de pie y me incliné sobre el alféizar. Se avecinaba una tormenta; el viento era fresco y echaba hacia atrás mi cabello recién lavado mientras los rayos estallaban a lo lejos.

—Lo lamento, Sassenach —dijo Jamie en tono de preocupación—. No debería habértelo contado. ¿Estás molesta?

—¿Molesta? No, no por eso —respondí con un tinte lacónico.

¿Por qué le había preguntado por su nariz? ¿Por qué en ese momento? ¿Por qué ahora, cuando había vivido felizmente en la ignorancia durante los últimos años?

—Entonces, ¿qué es lo que te molesta? —preguntó él en voz baja.

Lo que me molestaba era que el vino había cumplido muy bien su cometido de anestesiarme, y que ahora yo había acabado con ese efecto. Todas las imágenes de la noche anterior habían vuelto a mi mente, convertidas en un nítido Technicolor por aquella sencilla afirmación, aquellas palabras pronunciadas en un tono tan indiferente: «Le quité el mosquete y los aporreé a los dos con él hasta matarlos.» Y su eco tácito: «Yo soy el que mata por ella.»

Sentí deseos de vomitar. En cambio, bebí más vino, sin paladearlo, tragándolo lo más deprisa que pude. Oí a lo lejos que Jamie volvía a preguntarme qué era lo que me molestaba, y me di la vuelta para enfrentarme a él.

—Lo que me molesta... ¡«Molesta», qué palabra tan estúpida! Lo que hace que me enfurezca es que yo podría haber sido cualquiera, cualquier cosa, un sitio cálido y esponjoso... ¡Por Dios, no era más que un agujero para ellos!

Golpeé el alféizar con el puño y luego, enfadada por ese golpecito impotente, levanté la taza, me di la vuelta y la arrojé contra la pared.

—No fue así con Jack Randall el Negro, ¿verdad? —exigí saber—. Él te conocía, ¿no? Él te vio cuando te usó; no habría sido lo mismo si tú hubieras sido otro; él te quería a ti.

—Por Dios, ¿crees que aquello fue mejor? —espetó Jamie, y me miró con los ojos muy abiertos. Me detuve, jadeando y sintiéndome mareada.

—No. —Me desplomé sobre la banqueta y cerré los ojos, notando que la habitación daba vueltas y vueltas a mi alrededor, con luces de colores como las de un carrusel detrás de los ojos—. No. Para nada. Creo que Jack Randall era un condenado sociópata, un pervertido de primer nivel, y éstos... éstos... —Agité una mano, incapaz de encontrar una palabra adecuada—. Éstos eran sólo... hombres.

Pronuncié la última palabra con un tono de desprecio evidente.

—Hombres —repitió Jamie con un timbre de voz extraño.

—Hombres —volví a decir. Abrí los ojos y lo miré. Me ardían los ojos, y pensé que debían de estar enrojecidos, como los de una comadreja a la luz de una antorcha—. He sobrevivido a una maldita guerra mundial —dije en voz baja y venenosa—. He perdido a un hijo. He perdido a dos maridos. He pasado hambre junto a un ejército, me han golpeado y herido, me han tratado con condescendencia, me han traicionado, me han encarcelado y atacado. ¡Y he sobrevivido, mierda! —Mi voz estaba elevándose cada vez más, pero no podía evitarlo—. ¿Y ahora debería estar destrozada porque unos infelices (patéticas excusas de hombres) metieron sus desagradables y pequeñitos apéndices entre mis piernas y los agitaron?

Me puse en pie, agarré el borde de la jofaina y la volqué, haciendo que todo saliera volando con un gran estrépito: la palangana, el aguamanil y el candelabro con la vela encendida, que se apagó de inmediato.

—Bueno, pues no será así —terminé, más serena.

—¿Desagradables y pequeñitos apéndices? —preguntó estupefacto.

—El tuyo no —aclaré—. No me refería al tuyo. En realidad, al tuyo le tengo bastante cariño. —Entonces me senté y comencé a llorar.

Él me rodeó con sus brazos, lenta y suavemente. Yo no me sobresalté ni traté de apartarme, y apretó mi cabeza contra la suya, acariciando mi cabello húmedo y enredado, al tiempo que metía sus dedos en él.

—Dios santo, eres muy valiente —murmuró.

—No —dije con los ojos cerrados—. No lo soy.

Le agarré la mano y la llevé a mis labios mientras cerraba los ojos. Sin ver, froté mi maltrecha boca en sus nudillos. Estaban hinchados, tan llenos de hematomas como los míos. Toqué su piel con la lengua; sabía a jabón, a polvo y a plata de los rasguños y los tajos, marcas dejadas por huesos y dientes rotos. Apreté con los dedos las venas debajo de la piel de su muñeca y su brazo, suavemente resistentes, y las sólidas líneas de los huesos. Tanteé sus venas, deseando entrar en su torrente sanguíneo, desplazarme por él, disuelta e incorpórea, y encontrar refugio en las cámaras de su corazón. Pero no pude.

Subí la mano por su manga, explorando, aferrándome, volviendo a conocer su cuerpo. Le toqué el vello de la axila y lo acaricié, sorprendida por lo suave que era.

—¿Sabes? —pregunté—. Creo que jamás te había tocado ahí.

—Creo que no —respondió, con una risa nerviosa—. Lo recordaría. ¡Ah! —Un arrebato de carne de gallina explotó sobre la suave piel de esa zona, y yo presioné la frente en su pecho.

—Lo peor —dije con la boca en su camisa— es que los conocí. A cada uno de ellos. Y los recordaré. Y me sentiré culpable de que estén muertos por mi culpa.

—No —replicó él con suavidad pero con firmeza—. Están muertos por mi culpa, Sassenach. Y por culpa de su propia maldad. Si hay alguna culpa, que recaiga sobre ellos. O sobre mí.

—Sólo sobre ti, no —respondí, con los ojos todavía cerrados. Estaba oscuro, y era un alivio. Pude oír mi voz, distante pero clara, y me pregunté vagamente de dónde procedían las palabras—. Tú eres sangre de mi sangre, hueso de mis huesos. Tú mismo lo has dicho: lo que haces recae también sobre mí.

—Entonces, que tu voto me redima —susurró.

Hizo que me levantara y me aproximó a él, como un sastre que coge un trozo de una seda frágil y pesada, con lentitud, extendiendo bien los dedos, pliegue sobre pliegue. Me llevó por la habitación y me colocó sobre la cama con suma delicadeza, a la luz del vacilante fuego.

Él quería ser dulce, muy dulce. Lo había planeado con cuidado, preocupándose a cada paso del largo camino a casa. Ella estaba rota; debía ser astuto, tomarse su tiempo. Ser muy cuidadoso cuando volviera a pegar los pedacitos rotos.

Y entonces llegó a ella y descubrió que ella no deseaba nada dulce, ningún cortejo. Deseaba que fuera directo. Brevedad y violencia. Si estaba rota, entonces lo cortaría con sus bordes afilados, con la misma insensatez de un borracho con una botella hecha añicos.

Durante un momento, o dos, se debatió, tratando de abrazarla y besarla con ternura. Ella se retorció como una anguila en sus brazos, y después rodó encima de él, serpenteando y mordiendo.

Él había pensado que la tranquilizaría —que ambos lo harían— con el vino. Sabía que perdía el control de sí misma cuando bebía, pero ahora no lograba comprender qué era lo que estaba reprimiendo, pensó con tristeza, al mismo tiempo que trataba de agarrarla sin hacerle daño.

Él, más que nadie, debería haberlo sabido. No era miedo o pena o dolor... era furia.

Ella le arañó la espalda; él sintió el rasguño de las uñas rotas, y pensó vagamente que eso era bueno: ella peleaba. Ése fue el último de sus pensamientos; luego su propia furia se apoderó de él. Una furia y una lujuria que recayeron sobre él como un trueno negro sobre una montaña, una nube que lo ocultaba todo y que lo ocultaba a él de todo, hasta que la amable familiaridad se perdió y él quedó solo, extraño en la oscuridad.

El que agarraba podía ser tanto el cuello de ella como el de cualquiera. Sintió los pequeños huesos, nudosos en la oscuridad, y los chillidos de los conejos que había matado con sus manos. Se despertó como un torbellino, asfixiado por el polvo y los restos de sangre.

La ira hirvió y estalló en sus testículos, y él cabalgó espoleado por ella. Que su relámpago quemara y abrazara todo rastro del intruso en su matriz, y si ambos terminaban ardiendo hasta los huesos y hasta convertirse en cenizas, que así fuera.

Cuando recobró el sentido, yacía con todo su peso encima de ella, aplastándola contra la cama. La respiración se atragantó en sus pulmones con un sollozo; sus manos aferraron los brazos de ella con tanta fuerza que sintió que sus huesos eran ramitas a punto de romperse.

Se había perdido. No estaba seguro de dónde terminaba su cuerpo. Su mente se sacudió un poco, aterrorizada por la posibilidad de haber perdido para siempre su función. No. Sintió una gota fría y repentina en el hombro, y las partes separadas de él se juntaron de inmediato como bolitas dispersas de azogue, de manera que quedó tembloroso y consternado.

Todavía estaba unido a ella. Sintió deseos de huir como una codorniz asustada, pero consiguió moverse lentamente, soltando los dedos uno a uno de los brazos de ella, apartando el cuerpo con suavidad, aunque el esfuerzo le parecía inmenso, como si su peso fuera el de las lunas y los planetas. Casi esperó verla aplastada, sin vida, sobre las sábanas. Pero el elástico arco de sus costillas se elevó, cayó y volvió a elevarse de manera tranquilizadora.

Le cayó otra gota en la nuca, y él encorvó los hombros sorprendido. Ese movimiento llamó la atención de ella, que levantó la mirada. Él, alarmado, se encontró con sus ojos. Ella compartía su sorpresa, la de dos desconocidos que están desnudos. Sus ojos se alejaron de los de él y se dirigieron hacia el techo.

—Hay una gotera en el techo —susurró—. Veo una mancha de humedad.

—Ah.

Él ni siquiera se había dado cuenta de que estaba lloviendo. Sin embargo, la habitación estaba oscura con el resplandor de la lluvia, y se oía un fuerte repiqueteo contra el tejado, un sonido que parecía provenir del interior de su sangre, como el pulso del bodhran en la noche, como el latido de su corazón en el bosque.

Él se estremeció, y como no se le ocurría ninguna otra idea, le besó la frente. Los brazos de ella surgieron como un cepo y lo agarraron con ferocidad, y él también la aferró, con tanta fuerza que sintió la respiración que salía de sus pulmones, incapaz de soltarla. Pensó en lo que había dicho Brianna sobre gigantescos astros que giraban en el espacio, en eso que se llamaba gravedad; ¿y qué había de grave al respecto? En ese momento se dio cuenta: una fuerza tan grande como para equilibrar en el aire un cuerpo de una inmensidad inconcebible, o hacer que dos de esos cuerpos chocaran entre sí en una explosión de destrucción y polvo de estrellas.

Le había hecho hematomas; había marcas rojas y oscuras en los brazos, donde habían estado sus dedos. Se pondrían negras antes del final del día. Las marcas de otros hombres se tornaban negras y púrpuras, azules y amarillas, como borrosos pétalos atrapados bajo la blancura de su piel.

Él sintió que sus muslos y sus nalgas estaban agotados por el esfuerzo, y tuvo un fuerte calambre que hizo que soltara un gemido y se retorciera para aflojarlo. Su piel estaba húmeda, como la de ella, y se separaron poco a poco y con vacilación.

Ella tenía los ojos hinchados y amoratados, nublados como la miel silvestre, a escasos centímetros de los suyos.

—¿Cómo te sientes? —preguntó ella en voz baja.

—Fatal —respondió él con total honestidad. Tenía la voz ronca, como si hubiera estado gritando. Por Dios, quizá lo había hecho. La boca de ella había vuelto a sangrar; había una mancha roja en su barbilla, y él notó un sabor metálico en su propia boca.

Se aclaró la garganta, como queriendo alejar la mirada de sus ojos, pero era incapaz. Pasó el pulgar por la mancha de sangre, limpiándola con torpeza.

—¿Y tú? —preguntó, y las palabras le rasparon la garganta—. ¿Tú cómo te sientes?

Ella se había retraído un poco ante su tacto, pero sus ojos seguían fijos en los de él. Tuvo la sensación de que ella estaba mirando más allá de él, a través de él, pero entonces el foco de su mirada regresó y lo miró directamente, por primera vez desde que la había llevado a casa.

—A salvo —susurró, y cerró los ojos. Tomó un largo aliento y su cuerpo se relajó por completo de una vez, cayendo flojo y pesado como una liebre agonizante.

La sostuvo, rodeándola con ambos brazos, como si estuviera salvándola de morir ahogada, pero sintió que se hundía de todas formas. Tuvo deseos de gritar que no se marchara, que no lo dejase solo, sin embargo ella desapareció en las profundidades del sueño, y se quedó añorándola, deseando que estuviera curada, temeroso de su huida, e inclinó la cabeza, ocultando la cara en su cabello y en su olor.

El viento golpeó los postigos abiertos y, en el exterior oscuro, un búho ululó y otro respondió, ocultándose de la lluvia.

Entonces él gritó sin hacer ruido, con los músculos tensos hasta sentir dolor para que el grito no lo sacudiera, para que ella no se despertara y lo viera, y lloró al vacío con una respiración irregular, con la almohada mojada debajo de su cara. Luego permaneció allí, exhausto más allá de la idea del cansancio, demasiado lejos para dormir o incluso para recordar cómo era eso. Su único consuelo era ese peso pequeño y frágil que yacía cálido sobre su corazón, respirando.

Entonces las manos de ella se levantaron y descansaron sobre él, y las lágrimas se enfriaron en su cara, congelándose, frente a la blancura de ella, tan limpia como la nieve muda que cubre los restos calcinados y la sangre, y exhala un aliento de paz sobre el mundo.