33
Intervención de la señora Bug

A la mañana siguiente, yo ya me había recuperado bastante. El estómago ya no me molestaba y me sentía mucho más fuerte emocionalmente; justo a tiempo, puesto que era evidente que las advertencias que Jamie le había hecho a la señora Bug sobre no agobiarme ya no surtían efecto.

Todo me dolía menos, y mis manos casi habían vuelto a la normalidad, pero seguía muy cansada, y, de hecho, era bastante agradable permanecer sentada mientras me traían tazas de café —cada vez había menos té, y tendrían que transcurrir muchos años hasta que pudiéramos conseguir más— y platos de pastel de arroz con pasas.

—¿Así que está del todo segura de que su cara volverá a parecerse a una cara? —La señora Bug me pasó un bollo recién hecho que goteaba mantequilla y miel, y me examinó dudosa, con los labios fruncidos.

Sentí la tentación de preguntarle a qué se parecía lo que tenía en la parte delantera de mi cabeza, pero estaba bastante segura de que no quería oír la respuesta. En cambio, me contenté con un breve «Sí» y con pedir un poco más de café.

—Una vez conocí a una mujer de Kirkcaldy a la que una vaca le pateó la cara —dijo, observándome todavía con mirada crítica mientras servía el café—. Perdió todos los dientes delanteros, pobre criatura, y a partir de aquel momento tuvo la nariz siempre apuntando a un lado, así. —A modo de ilustración, empujó a un lado y con mucha fuerza su propia nariz, que era pequeña y redondeada, al mismo tiempo que introducía el labio superior debajo del inferior para simular la falta de dientes.

Me toqué con cuidado el puente de la nariz, pero estaba tranquilizadoramente recta, aunque hinchada.

—Y, además, estaba William McCrea, de Balgownie, el que combatió en Sheriffsmuir con mi Arch. Se metió en el camino de una pica inglesa que le arrancó la mitad de la mandíbula, ¡y también buena parte de la nariz! Arch me dijo que se le podía ver todo el gaznate y la tapa de los sesos; pero sobrevivió. Sobre todo, gracias a la avena —añadió—, y al whisky.

—Qué gran idea —dije, bajando el bollo mordisqueado—. Creo que iré a buscar un poco.

Con la taza en la mano, me escabullí lo más rápido que pude por el pasillo hacia la consulta, perseguida por los gritos de la señora Bug, que había recordado también a Dominic Mulroney, un irlandés que chocó de cabeza contra la puerta de una iglesia de Edimburgo, y eso que estaba sobrio en ese momento...

Cerré la puerta de la consulta detrás de mí, abrí la ventana y tiré afuera los restos de café; luego bajé la botella del anaquel y llené la taza hasta el borde.

Tenía pensado preguntarle a la señora Bug sobre la salud de Lionel Brown, pero... tal vez aquello podía esperar. Me di cuenta de que las manos me habían vuelto a temblar, y tuve que apoyarlas sobre la mesa durante un instante para estabilizarlas, antes de poder sostener la taza. Respiré hondo y tragué un poco de whisky. Luego di otro sorbo. Sí, así estaba mejor.

Pequeñas olas de pánico sin sentido solían asaltarme de improviso. No había tenido ninguna aquella mañana, y esperaba que hubieran desaparecido. Sin embargo, por lo que parecía, no era así.

Bebí un poco más de whisky, me limpié el sudor frío de las sienes y miré a mi alrededor en busca de algo útil que pudiera hacer. Malva y yo habíamos empezado a preparar penicilina el día anterior, y, además, habíamos elaborado tinturas nuevas con eupatorio, diente de perro y un poco de ungüento de genciana. Terminé pasando poco a poco las páginas de mi gran cuaderno de casos, bebiendo whisky y deteniéndome en las entradas en las que se describían diversas y espantosas complicaciones del parto.

Era consciente de lo que estaba haciendo, pero sentía que no podía evitarlo. Yo no estaba embarazada, de eso estaba segura. Sin embargo, sentía el útero tierno, inflamado, y todo mi ser alterado.

Ah, ahí había una anécdota graciosa: Daniel Rawlings, en una de sus entradas, describía a una esclava de mediana edad que sufría una fístula rectovaginal que le generaba un goteo constante de materia fecal a través de la vagina.

Esas fístulas eran causadas por palizas durante el parto, y eran más comunes en las chicas muy jóvenes, en las que la presión de un parto prolongado podía provocar esa clase de desgarros, o también en las mujeres mayores, cuyos tejidos habían perdido su elasticidad. Por supuesto que en estas últimas era probable que la afección estuviera acompañada de un colapso perineal, que permitía que el útero, la uretra —y posiblemente también el ano— se derrumbaran sobre el suelo pélvico.

—Qué suerte tengo de no estar embarazada —dije en voz alta, cerrando el libro con fuerza. Tal vez me convendría intentarlo con el Quijote.

En resumen, me sentí mucho más aliviada cuando, poco antes del mediodía, Malva Christie se presentó y llamó a la puerta.

Echó un rápido vistazo a mi cara, pero, al igual que el día anterior, se limitó a aceptar mi aspecto sin hacer comentario alguno.

—¿Cómo está la mano de tu padre? —pregunté.

—Ah, bien, señora —respondió rápidamente—. Se la examiné tal y como usted me indicó, pero no tiene franjas rojas, ni pus, y sólo hay una pequeña zona roja cerca del corte. Hice que flexionara los dedos como usted dijo —añadió, con un pequeño hoyuelo en la mejilla—. Él no quería hacerlo, y se comportó como si le estuviera clavando espinas, pero al final lo hizo.

—¡Muy bien! —exclamé, y le di una palmadita en el hombro, lo que hizo que se sonrojara de placer—. Creo que eso se merece una galleta con miel —añadí, al ser consciente del delicioso aroma del horneado que había estado flotando por el vestíbulo desde la cocina durante la última hora—. Ven conmigo.

Pero cuando entramos en el pasillo y giramos hacia la cocina, advertí un ruido extraño detrás de nosotras; era una especie de golpeteo y roce en el exterior, como si un animal grande y pesado estuviera avanzando por las tablas huecas de los escalones de la entrada.

—¿Qué es eso? —preguntó Malva, mirando alarmada por encima del hombro.

Un fuerte gemido le respondió, junto con un estruendo que sacudió la puerta delantera cuando algo se desplomó contra ella.

—¡Jesús, María y José! —La señora Bug había salido de la cocina y estaba santiguándose—. ¿Qué es eso?

Mi corazón había empezado a latir a toda velocidad a causa de los ruidos, y la boca se me secó. Algo grande y oscuro bloqueaba la línea de luz debajo de la puerta, y podía oírse una respiración estentórea, con gemidos.

—Bueno, sea lo que sea, está enfermo o herido. Retrocedan. —Me sequé las manos en el delantal, tragué saliva, di unos pasos hacia delante y abrí la puerta.

Por un momento no lo reconocí; no era más que un montón de carne, cabello desordenado y ropa andrajosa manchada de tierra. Pero entonces consiguió apoyar una rodilla en el suelo y levantó la cabeza, jadeando, enseñándome una cara blanca como el papel, llena de hematomas y repleta de sudor.

—¿Señor Brown? —pregunté con incredulidad.

Tenía los ojos vidriosos; no estaba segura de que me hubiera visto, pero no cabía duda de que había reconocido mi voz, puesto que se lanzó hacia delante y estuvo a punto de derribarme. Yo tuve la astucia de echarme hacia atrás, pero él me agarró un pie y empezó a gritar.

—¡Piedad! Señora, apiádese de mí. ¡Se lo ruego!

—¿Qué, en nombre de...? Suélteme. ¡Suélteme, he dicho! —Sacudí el pie, tratando de apartarlo, pero él se había pegado como una lapa, y seguía gritando «¡Piedad!», en una especie de canturreo ronco y desesperado.

—Ah, cállese la boca —dijo la señora Bug irritada. Recuperada de la impresión de su entrada, no se la veía para nada intimidada por su aspecto, pero sí muy enfadada.

Lionel Brown no se calló, sino que siguió implorando misericordia a pesar de mis intentos de serenarlo, que la señora Bug interrumpió inclinándose a mi lado con un gran mazo para carne en la mano y golpeándole la cabeza con él. Brown puso los ojos en blanco y cayó redondo sin decir ninguna palabra más.

—Lo siento mucho, señora Fraser —se disculpó la señora Bug—. ¡No sé cómo ha conseguido escaparse, y mucho menos cómo ha llegado hasta aquí!

Yo tampoco sabía cómo se había escapado, pero era bastante evidente cómo había llegado; reptando, arrastrando la pierna rota. Tenía las manos y las piernas llenas de arañazos y de sangre, los pantalones, destrozados, y estaba cubierto de manchas de barro, hierba y hojas.

Me agaché y le quité una hoja de olmo del cabello, tratando de decidir qué iba a hacer con él. Lo obvio, suponía.

—Ayúdenme a llevarlo a la consulta —dije suspirando mientras me inclinaba para agarrarlo por debajo de los brazos.

—¡No puede hacer eso, señora Fraser! —La señora Bug estaba escandalizada—. ¡El señor Fraser fue muy claro al respecto: este sinvergüenza no debe molestarla, dijo; es más, usted ni siquiera puede verlo!

—Bueno, me temo que ya es un poco tarde para eso —respondí, arrastrando el cuerpo inerte—. No podemos dejarlo tirado en la entrada, ¿no? ¡Ayúdenme!

Al parecer, la señora Bug no veía ninguna razón por la que no se pudiera dejar al señor Brown tirado en la entrada, pero cuando Malva —que se había apoyado en la pared con los ojos abiertos, durante el alboroto— se acercó para ayudar, la señora Bug cedió con un suspiro, dejó su arma a un lado y me echó una mano.

Para cuando lo trasladamos a la mesa de la consulta, él ya había recuperado la consciencia y estaba gimiendo:

—¡No deje que me mate...! ¡Por favor, no deje que me mate!

—¿Quiere hacer el favor de callarse? —espeté, profundamente irritada—. Deje que examine su pierna.

Nadie había mejorado el entablillado original que yo le había puesto de manera improvisada, y el trayecto desde la cabaña de los Bug no le había hecho ningún bien; la sangre brotaba a través de las vendas. Yo estaba muy asombrada de que hubiera logrado sobrevivir, teniendo en cuenta sus otras heridas. Tenía la piel pegajosa y respiraba con dificultad, pero su fiebre no era demasiado alta.

—¿Puede traer un poco de agua caliente, por favor, señora Bug? —pregunté, tanteando con delicadeza el miembro fracturado—. ¿Y tal vez un poco de whisky? Habrá que darle algo para el shock.

—De ninguna manera —respondió la señora Bug, dirigiéndole al paciente una mirada de intenso desprecio—. Deberíamos ahorrarle al señor Fraser la molestia de encargarse de este pedazo de mierda, si él no tiene la cortesía de morirse solo. —Ella seguía con el mazo en la mano, y lo levantó con un gesto amenazador, haciendo que el señor Brown se encogiera de miedo, en un movimiento que hizo que le doliera la muñeca rota y comenzara a gritar.

—Yo traeré el agua —dijo Malva, y desapareció.

Sin prestar atención a mis intentos de examinarle las heridas, Brown me agarró la muñeca con la mano sana y me la apretó con una fuerza sorprendente.

—No deje que me mate —suplicó con voz ronca, clavándome sus ojos inyectados en sangre—. ¡Por favor, se lo ruego!

Vacilé. En realidad, yo no había olvidado la existencia del señor Brown, pero en cierta manera había conseguido no recordarla durante uno o dos días. Me había alegrado mucho de no tener noticias suyas.

Él advirtió mi vacilación, se mojó los labios y lo intentó de nuevo.

—¡Sálveme, señora Fraser! ¡Se lo imploro! ¡Él sólo le hará caso a usted!

Con cierta dificultad, separé mi mano de su muñeca.

—¿Por qué, exactamente, cree que alguien quiere matarlo? —pregunté con cuidado.

Brown no se rió, pero su boca se curvó con amargura al escuchar mi pregunta.

—Él ha dicho que lo hará. Yo no lo dudo. —Parecía un poco más calmado, y respiró hondo, tembloroso—. Por favor, señora Fraser —suplicó en voz más baja—. Se lo ruego... sálveme.

Miré a la señora Bug, y leí la verdad en sus brazos cruzados y sus labios cerrados con fuerza. Ella lo sabía.

En ese momento entró Malva, con una taza de agua caliente en una mano y la jarra de whisky en la otra.

—¿Qué debo hacer? —preguntó, jadeando.

—Eh... en la alacena —dije, tratando de concentrarme—. ¿Sabes qué aspecto tiene la consuelda? —Yo había cogido la muñeca de Brown y automáticamente había empezado a comprobar el pulso. Estaba muy acelerado.

—Sí, señora. ¿Pongo un poco en remojo? —Ya había dejado la jarra y la taza sobre la mesa, y estaba buscando en la alacena.

Miré a Brown a los ojos, tratando de ser objetiva.

—Usted me habría matado si hubiera podido —aclaré en voz muy baja. Mi propio pulso iba a la misma velocidad que el suyo.

—No —respondió él, pero sus ojos se apartaron de los míos. Sólo durante una fracción de segundo, pero lo hicieron—. ¡No, jamás lo habría hecho!

—Le dijo a H-Hodgepile que me matara. —Mi voz se estremeció al pronunciar ese nombre, y un arrebato de ira creció de pronto dentro de mí—. ¡Sabe que es así!

Su muñeca izquierda estaba probablemente rota, y nadie había intentado inmovilizarla; la piel estaba inflamada y llena de hematomas. De todas formas, él apretó mi mano con su mano sana, desesperado por convencerme. Desprendía un olor cálido, nauseabundo y salvaje, como...

Me solté la mano con furia, mientras sentía que el asco se arrastraba por mi piel. Me froté la palma en el delantal, con fuerza, tratando de no vomitar.

No había sido él, eso lo sabía. No había podido ser él; se había roto la pierna aquella misma tarde. No era posible que él hubiera sido aquella presencia pesada e inexorable en la noche, la de aquellos asquerosos empujones. Y, sin embargo, tuve la sensación de que sí había sido él. Noté gusto a bilis en la saliva y un repentino mareo.

—¿Señora Fraser? ¡Señora Fraser! —Malva y la señora Bug hablaron al unísono y, antes de que pudiera darme cuenta de lo que ocurría, la señora Bug me ayudó a sentarme sobre un banco, manteniéndome recta, y Malva acercó una taza de whisky a mis labios.

Bebí, con los ojos cerrados, tratando de perderme momentáneamente en el aroma limpio y punzante y el sabor ardiente de la bebida.

Recordé la furia de Jamie la noche en la que me había traído a casa. Si en aquel instante Brown hubiera estado en la habitación con nosotros, no había duda de que lo habría matado. ¿Lo haría ahora, con la sangre más fría? No lo sabía. Era evidente que Brown creía que sí.

Oí el sollozo de Brown, un sonido grave y desesperado. Tragué lo que quedaba de whisky, aparté la taza y me incorporé en el asiento, abriendo los ojos. Me sorprendió un poco el hecho de que yo también estuviera llorando.

Me levanté, y me sequé la cara con el delantal. Tenía un reconfortante olor a mantequilla, canela y salsa fresca de manzana, y su aroma me calmó las náuseas.

—La infusión está lista, señora Fraser —susurró Malva, tocándome la manga. Tenía los ojos clavados en Brown, que se había acurrucado sobre la mesa, totalmente abatido—. ¿Quiere un poco?

—No —dije—. Dásela a él. Luego tráeme algunas vendas, y vete a casa.

No tenía idea de cuáles eran las intenciones de Jamie; no sabía qué haría yo cuando lo averiguara. No sabía qué pensar, ni cómo sentirme. Lo único que sabía con certeza era que tenía a un hombre herido delante. Y, por el momento, eso debería bastar.

Durante un tiempo, logré olvidarme de quién era él. Le prohibí que hablara, apreté los dientes y me concentré en la tarea que tenía frente a mí. Él lloriqueó, pero permaneció inmóvil. Limpié, vendé y ordené, administrando un alivio impersonal. Pero cuando la tarea llegó a su fin, seguía allí con aquel hombre, con la conciencia de un desagrado que aumentaba cada vez que lo tocaba.

Por fin acabé y fui a lavarme, frotándome meticulosamente las manos con un paño empapado en trementina y alcohol, limpiándome debajo de cada uña a pesar de la irritación. Me di cuenta de que estaba comportándome como si él tuviera alguna infección maligna y contagiosa, pero no podía evitarlo.

Lionel Brown me observaba con aprensión.

—¿Qué piensa hacer?

—Aún no lo he decidido.

Eso era más o menos cierto. No había sido un proceso de decisión consciente, aunque el rumbo de mis acciones —o la falta de él— ya estaba determinado. Jamie (maldito fuera) tenía razón. No obstante, no veía ningún motivo para decírselo a Lionel Brown. Aún no.

Él estaba abriendo la boca, sin duda para seguir implorándome, pero lo detuve con un gesto cortante.

—Había un hombre con ustedes que se llamaba Donner. ¿Qué sabe de él?

Fuera lo que fuese lo que esperaba, no era aquello. Abrió un poco la boca.

—¿Donner? —repitió inseguro.

—No se atreva a decirme que no lo recuerda —dije, con un nerviosismo que hizo que mi voz pareciera feroz.

—Ah, no, señora —me aseguró rápidamente—. Lo recuerdo bien, ¡muy bien! ¿Qué...? —Su lengua rozó la parte irritada de su boca—. ¿Qué quiere saber de él?

Lo principal que quería averiguar era si estaba muerto o no, pero eso, casi con seguridad, Brown no lo sabía.

—Empecemos por su nombre completo —propuse, sentándome con cautela junto a él—, y luego ya iremos avanzando.

Resultó que, aparte de su nombre, no había mucho más que Brown supiera sobre Donner. Me dijo que era wendigo.

—¿Qué? —pregunté con incredulidad, pero a Brown no le pareció extraño.

—Eso fue lo que él dijo —insistió, en un tono que indicaba que le dolía que dudara de él—. Es indio, ¿no?

Sí que lo era. Para ser precisos, era el nombre de un monstruo de la mitología de alguna tribu del norte, aunque no recordaba cuál. Había una asignatura en un curso de la escuela secundaria de Brianna que trataba sobre los mitos de los nativos americanos, y cada alumno debía explicar e ilustrar una historia específica. A Bree le había tocado el wendigo.

Yo lo recordaba sólo debido al dibujo que ella había hecho del monstruo y que no pude olvidar durante bastante tiempo. Lo había dibujado con una técnica revertida: el dibujo básico estaba realizado con un lápiz blanco, que se veía a través de una cobertura de carboncillo. Los árboles aparecían y desaparecían en un remolino de nieve y viento, despojados de hojas y con agujas volando a su alrededor, mientras que el espacio que había entre ellos era parte de la noche. La imagen desprendía una atmósfera de urgencia, espesura y movimiento. Había que contemplarla durante varios minutos hasta distinguir el rostro que acechaba entre las ramas. Yo había soltado un grito y había dejado caer el papel al verlo, para gran satisfacción de Bree.

—Supongo —dije, reprimiendo con firmeza el recuerdo de la cara del wendigo—. ¿De dónde vino? ¿Vivía en Brownsville?

Se había alojado en Brownsville, pero sólo durante unas semanas. Hodgepile lo había traído de alguna otra parte, junto con los demás hombres. Brown no se había fijado en él; no había creado problemas.

—Se quedó en casa de la viuda Baudry —continuó informándome Brown, en un tono que denotaba una esperanza renovada—. Quizá le explicara algo a ella. Podría averiguarlo, si usted quiere. Cuando regrese a casa. —Me lanzó una mirada de lo que, en mi opinión, pretendía ser confianza perruna, pero que se asemejaba más a un tritón agonizante.

—Mmm —dije, dirigiéndole una mirada de escepticismo—. Ya veremos.

Se pasó la lengua por los labios, tratando de despertar mi compasión.

—¿Podría tomar un poco de agua, señora?

Supuse que no podía dejarlo morir de sed, pero ya estaba cansada de atenderlo personalmente. Lo quería fuera de mi consulta y de mi vista lo antes posible. Asentí con un gesto brusco y salí al pasillo, desde donde llamé a la señora Bug y le dije que trajera agua.

Era una tarde cálida y yo me sentía irritada y confusa después de trabajar con Lionel Brown. Sin ninguna advertencia previa, un sofoco ascendió de manera repentina por mi pecho y mi cuello y cubrió mi rostro como cera caliente, tanto que empecé a sudar detrás de las orejas. Murmurando una excusa, dejé al paciente con la señora Bug y me apresuré a salir a tomar aire.

Había una fuente fuera. No era más que un pozo poco profundo, rodeado de piedras. Había un gran cucharón de barro encajado entre dos piedras; lo levanté y, arrodillándome, saqué agua en cantidad suficiente para beberla y pasármela por el rostro ardiente.

Los sofocos no eran desagradables en sí mismos; eran bastante interesantes; en realidad, de la misma manera que un embarazo; esa extraña sensación que tiene lugar cuando el cuerpo de una hace algo totalmente inesperado, sin que se pueda controlar de manera consciente. Me pregunté por un momento si los hombres se sentirían así con sus erecciones.

En ese momento, un sofoco me parecía una buena noticia. Sin duda, me dije, no podría estar sufriendo sofocos si estuviera embarazada, ¿verdad? Recordé el dato bastante incómodo de que el aumento hormonal de los primeros días del embarazo también podía causar toda clase de fenómenos térmicos peculiares, igual que los de la menopausia. No cabía duda de que yo estaba padeciendo la clase de ataques emocionales que eran comunes en los embarazos... o en la menopausia... o después de una violación...

—No seas ridícula, Beauchamp —dije en voz alta—. Sabes muy bien que no estás embarazada.

Al escuchar esas palabras tuve una sensación extraña: nueve partes de alivio y una de pesar. Bueno, tal vez nueve mil novecientas noventa y nueve partes de alivio y una de pesar. Pero este último seguía presente.

El abundante sudor que a veces sucedía a los sofocos, por otra parte, no era tan agradable. Tenía empapada la raíz del cabello, y si bien el agua fresca en mi cara era una sensación maravillosa, seguía sintiendo oleadas de calor, que se abrían como un velo sobre el pecho, la cara, el cuello y el cuero cabelludo. Llevada por un impulso, me eché medio cucharón de agua dentro del corpiño, exhalando de alivio cuando el líquido empapó la tela y chorreó entre mis pechos y por mi vientre, haciéndome cosquillas entre las piernas antes de caer al suelo.

Mi aspecto era lamentable, pero a la señora Bug no le molestaría... y al diablo con lo que pensara el maldito Lionel Brown. Mientras me secaba las sienes con un extremo del delantal, emprendí el regreso a casa.

La puerta estaba entreabierta, como yo la había dejado. La abrí y la luz pura e intensa de la tarde brilló a través de mí, iluminando a la señora Bug en el acto de apretar una almohada contra la cara de Lionel Brown con todas sus fuerzas.

Me quedé parpadeando un momento, tan sorprendida que ni siquiera me di cuenta exactamente de lo que estaba viendo. Entonces me abalancé sobre ella con un grito incoherente y le agarré la mano.

Pero ella tenía una fuerza terrible, y estaba tan concentrada en lo que hacía que no se movió ni un centímetro; las venas de la frente le sobresalían, y tenía la cara púrpura a causa del esfuerzo. Tiré con fuerza de su brazo, sin lograr que lo soltara, y, en mi desesperación, la empujé con toda mi energía.

Ella se tambaleó, perdió el equilibrio, y yo tiré del borde de la almohada, apartándola a un lado y separándola de la cara de Brown. Ella me devolvió el empujón, con la intención de completar la tarea; sus manos regordetas se hundieron hasta las muñecas en la masa de la almohada.

Tomé impulso y me abalancé sobre ella. Caímos con un fuerte estrépito contra la mesa, volcamos el banco y fuimos a parar al suelo, entrelazadas, entre restos de platos rotos, el olor a infusión de menta y un orinal caído.

Rodé, jadeé, tratando de recuperar el aliento, y el dolor de mis costillas fisuradas me paralizó durante un instante. Luego apreté los dientes y me aparté de ella, intentando desenredarme de un remolino de faldas, hasta que logré incorporarme.

La mano de Brown colgaba floja a un lado de la mesa. Le agarré la mandíbula, le eché la cabeza hacia atrás, y apreté mi boca contra la suya. Solté el poco aire que me quedaba en su interior, jadeé y volví a soplar, al mismo tiempo que buscaba frenéticamente un pulso en su cuello.

Él estaba caliente; los huesos de la mandíbula y el hombro parecían normales, pero sus músculos tenían una falta de tensión terrible y sus labios se aplanaban de una manera obscena bajo los míos mientras yo apretaba y soplaba. La sangre de mis labios partidos, que se habían abierto en la lucha, salpicaba por todas partes, de modo que me vi obligada a chupar con rabia para mantenerlos cerrados, respirando con fuerza a través de las comisuras, luchando con mis costillas a fin de tener aire suficiente para volver a soplar.

Sentí algo detrás de mí —la señora Bug— y le lancé una patada. Ella hizo un esfuerzo por cogerme del hombro, pero me debatí y sus dedos resbalaron. Giré a toda velocidad y la golpeé lo más fuerte que pude en el estómago, y ella cayó al suelo con un fuerte ¡uf! No tenía tiempo para perderlo con ella; volví a girar y me lancé de nuevo sobre Brown.

El pecho debajo de mi mano se levantó cuando soplé, lo que en un principio me tranquilizó un poco. Pero cayó bruscamente cuando me detuve. Me eché hacia atrás y lo golpeé con ambos puños, que cayeron sobre la flexible dureza del esternón con tanta fuerza que se formaron más hematomas en mis manos, y también se habrían formado en Brown si él hubiera sido capaz de tener algún moretón más.

Pero no era así. Soplé y golpeé, y volví a soplar, hasta que un sudor sanguinolento descendió a chorros por mi cuerpo, sentí los muslos pegajosos, me zumbaron los oídos y vi puntos negros delante de mis ojos, a causa de la hiperventilación. Finalmente, me detuve. Me quedé allí, jadeando con fuerza, con el cabello mojado cayendo sobre mi cara y las manos latiendo con la misma fuerza que mi corazón.

Aquel infeliz estaba muerto.

Me froté las manos en el delantal, y luego lo usé para limpiarme la cara. Tenía la boca hinchada y con gusto a sangre; escupí en el suelo. Me sentía totalmente calmada; el aire tenía esa peculiar quietud que suele acompañar a las muertes tranquilas. Una ratona carolinense empezó a cantar en el bosquecillo cercano: «¡Tiketl, tiketl, tiketl!»

Oí un pequeño crujido y me di la vuelta. La señora Bug había enderezado el banco y se había sentado. Estaba inclinada hacia delante, con las manos cruzadas sobre las piernas y el entrecejo un poco fruncido, mientras miraba fijamente el cuerpo sobre la mesa. La mano de Brown colgaba floja, con los dedos un poco doblados.

La sábana que le cubría el cuerpo estaba manchada, por eso olía a orinal. De modo que él había muerto antes de que yo iniciara mis esfuerzos por resucitarlo.

Otra oleada de calor me invadió, cubriéndome la piel como cera caliente. Podía oler mi propio sudor. Cerré los ojos, volví a abrirlos, y me volví hacia la señora Bug.

—¿Por qué demonios ha hecho eso? —pregunté en tono informal.

—¿Que ha hecho qué? —Jamie me miró sin comprender; luego clavó los ojos en la señora Bug, que estaba sentada a la mesa de la cocina, con la cabeza gacha y las manos entrelazadas delante.

Sin esperar a que yo repitiera lo que le había dicho, avanzó por el pasillo hasta la consulta. Oí que sus pasos se detenían de inmediato. Hubo un instante de silencio, y luego un sentido juramento en gaélico. Los regordetes hombros de la señora Bug se alzaron hasta sus orejas.

Las pisadas regresaron, más lentamente. Él entró y caminó hasta la mesa donde ella se encontraba.

—Ah, mujer, ¿cómo te has atrevido a poner tus manos sobre un hombre que era mío? —preguntó en voz muy baja y en gaélico.

—Ah, señor —susurró ella. Tenía miedo de levantar la mirada; se encogió debajo de su gorro y su rostro era casi invisible—. No... no era mi intención. ¡En verdad se lo digo, señor!

Jamie me dirigió una mirada.

—Lo ha asfixiado —repetí—. Con una almohada.

—Creo que no puedes hacer algo así sin voluntad —dijo en un tono de voz que podría haber afilado cuchillos—. ¿En qué estabas pensando, a boireannach, cuando lo has hecho?

Sus hombros redondos comenzaron a temblar de miedo.

—¡Oh, señor, oh, señor! Sé que he hecho mal... sólo que... fue sólo su lengua perversa. Todo el tiempo que lo he cuidado, él se encogía y temblaba, sí, cuando usted o el joven venían a hablarle, o incluso con Arch... pero conmigo... —Tragó saliva; la piel de su cara parecía súbitamente flácida—. Yo no soy más que una mujer y él podía decirme lo que pensaba, y lo hacía. Eran amenazas, señor, e insultos terribles. Dijo... dijo que su hermano vendría... él y sus hombres vendrían para liberarlo, y que nos matarían a todos y quemarían nuestras casas sobre nuestras cabezas. —La papada le temblaba al hablar, pero consiguió levantar la mirada hacia Jamie—. Sabía que usted jamás permitiría que eso ocurriera, señor, y traté de no prestarle atención. Y cuando él consiguió irritarme lo suficiente, le dije que estaría muerto mucho antes de que su hermano se enterara de dónde se encontraba. Pero entonces ese maldito bellaco ha escapado, y no tengo idea de cómo lo ha hecho, porque habría jurado que no estaba en condiciones ni siquiera de levantarse de la cama, y mucho menos de llegar tan lejos, pero lo ha hecho, y se ha encomendado a la piedad de su esposa, y ella lo ha aceptado; yo misma habría arrastrado sus malditos huesos, pero ella no ha querido saber nada... —En ese momento me lanzó una breve mirada de resentimiento, pero casi de inmediato miró a Jamie con una expresión de ruego—. Y ella ha empezado a curarlo, ya que es una dama dulce y amable, señor, y yo me he dado cuenta por su cara de que, después de haberlo curado así, ella no soportaría verlo muerto. Y él también se ha dado cuenta, esa mierdecita, y cuando ella ha salido, él se ha mofado de mí, diciendo que ya estaba a salvo, que él la había engañado para que lo atendiera, y que ella jamás dejaría que lo mataran, y que nada más quedar libre regresaría con un grupo de hombres para impartir venganza, y entonces... —Cerró los ojos, balanceándose un poco, y se llevó una mano al pecho—. No he podido evitarlo, señor —dijo—. No he podido.

Jamie había estado prestándole atención con una expresión de ira, pero en ese momento me miró fijamente y, al parecer, encontró en mis maltrechas facciones una prueba que corroboraba lo que ella decía. Jamie cerró los labios con fuerza.

—Vete a casa —le dijo a la señora Bug—. Cuéntale a tu marido lo que has hecho, y mándamelo.

Luego giró en redondo y se dirigió a su estudio. Sin mirarme, la señora Bug se levantó con torpeza y salió, caminando como si fuera ciega.

—Tenías razón, lo siento. —Permanecí rígida en la puerta del estudio, con la mano en la jamba. Jamie estaba sentado con los codos sobre el escritorio y la cabeza apoyada en las manos, pero levantó la mirada al oírme y parpadeó.

—¿No te había prohibido que te disculparas, Sassenach? —preguntó, y me dedicó una sonrisa torcida. Luego, sus ojos recorrieron mi cuerpo y una expresión de preocupación le nubló la cara.

»Santo Dios, Claire parece que estés a punto de desplomarte —dijo levantándose deprisa—. Ven a sentarte.

Me sentó en su silla y se quedó revoloteando a mi alrededor.

—Llamaría a la señora Bug para que te trajese algo —intervino—, pero la he mandado a casa... ¿Quieres una taza de té, Sassenach?

Yo tenía ganas de llorar, pero, en cambio, me eché a reír, parpadeando para evitar las lágrimas.

—No queda. Hace meses que no tenemos té. Me encuentro bien. Tan sólo un poco... un poco impresionada.

—Sí, supongo que es eso. Tienes un poco de sangre. —Se sacó un pañuelo arrugado del bolsillo, se agachó y me limpió la boca, con las cejas fruncidas por la preocupación.

Yo me quedé quieta y lo dejé hacer, sintiendo una repentina oleada de cansancio. De pronto no quería otra cosa que acostarme y dormir para no despertar jamás. Y si me despertaba, quería que el hombre muerto que había en mi consulta desapareciera. También deseaba que no nos quemaran la casa con nosotros dentro.

«Pero aún no es el momento», pensé de pronto, y esa idea —por idiota que fuera— me resultó extrañamente reconfortante.

—¿Esto te hará las cosas más difíciles con Richard Brown? —pregunté, luchando contra el agotamiento y tratando de pensar con sensatez.

—No lo sé —admitió—. He estado intentando reflexionar. Ojalá estuviésemos en Escocia —dijo con remordimiento—. Tendría más claro lo que Brown podría hacer si fuera escocés.

—Ah, ¿en serio? Digamos que esto le hubiera acaecido a tu tío Colum, por ejemplo —sugerí—. ¿Qué crees que haría él?

—Trataría de matarme y de recuperar a su hermano —respondió sin demora—. Si supiera que lo tengo yo. Y si el tal Donner ha regresado a Brownsville, seguro que Richard ya lo sabe.

Tenía toda la razón, y darme cuenta de ello hizo que unos pequeños dedos de aprensión treparan rápidamente por mi espalda.

Era evidente que mi cara mostraba mi preocupación, ya que sonrió un poco.

—No te inquietes, Sassenach —intervino—. Los hermanos Lindsay salieron rumbo a Brownsville la mañana después de que regresaramos. Kenny está vigilando el pueblo, y Evan y Murdo están esperando en ciertos puntos del camino, con caballos descansados. Si Richard Brown y su condenado comité de seguridad vinieran aquí, nos enteraríamos con la suficiente antelación.

Eso era tranquilizador, y me incorporé un poco en la silla.

—Está bien. Pero... incluso aunque Donner hubiese logrado regresar, no sabría que tuviste cautivo a Lionel Brown; podrías haberlo matado d... durante la lucha.

Me lanzó una mirada con sus ojos azules entornados, pero se limitó a asentir.

—Ojalá fuera así —respondió con una ligera mueca—. Nos habría ahorrado algunos problemas. No obstante, entonces no hubiera podido averiguar lo que estaban haciendo, y necesitaba saberlo. Pero si Donner regresó, ya le habrá contado a Richard Brown lo sucedido, los habrá llevado al lugar para recuperar los cadáveres y no habrá visto a su hermano entre ellos.

—Y entonces atará cabos y vendrá a buscarlo aquí.

En ese momento, el ruido de la puerta que se abría me hizo saltar, y mi corazón comenzó a latir con fuerza, pero lo sucedió el sonido mullido y suave de unos pies con mocasines en el pasillo que anunciaba al joven Ian, quien se asomó al estudio con una cara que necesitaba respuestas.

—Acabo de ver a la señora Bug que salía de la casa a toda prisa —comentó con el ceño fruncido—. No ha querido detenerse a hablar conmigo y estaba muy extraña. ¿Qué ocurre?

—¿Qué no ocurre? —pregunté, y me reí, haciendo que me mirara muy fijamente.

Jamie suspiró.

—Siéntate —pidió, empujando un banco hacia Ian con el pie—, y te lo contaré.

Ian escuchó con gran atención, aunque su boca se abrió un poco cuando Jamie llegó al momento en el que la señora Bug aplastaba una almohada contra la cara de Brown.

—¿Él sigue aquí? —preguntó al final del relato. Se encorvó un poco y miró receloso por encima del hombro, como si esperara que Brown apareciera por la puerta de la consulta en cualquier momento.

—Bueno, no creo que vaya a ningún lado por su propio pie —observé con aspereza.

Ian asintió, pero se levantó a mirar de todas formas. Regresó un momento más tarde con aire pensativo.

—No tiene ninguna marca —le dijo a Jamie mientras se sentaba.

Jamie asintió.

—Sí, y las vendas son nuevas. Tu tía acababa de atenderlo.

Intercambiaron una mirada, obviamente pensando lo mismo.

—No es evidente que lo hayan matado, tía —explicó Ian, al advertir que yo no entendía por dónde iba—. Podría haber muerto solo.

—Supongo que podría ser así si no hubiera tratado de aterrorizar a la señora Bug... —Me pasé una mano con cuidado por la frente, donde se insinuaba un dolor de cabeza.

—¿Cómo te sientes...? —empezó a preguntarme Ian en tono de preocupación, pero de pronto empecé a cansarme de que todos me preguntaran lo mismo.

—No tengo la menor idea —respondí bruscamente, dejando caer la mano. Miré mi puño, curvado sobre mi regazo—. Él... creo que no era un hombre malvado —proseguí. Había una mancha de sangre en mi delantal—. Tan sólo... muy débil.

—Entonces es mejor que esté muerto —replicó Jamie de manera despreocupada y sin ninguna maldad. Ian expresó su acuerdo con un gesto de asentimiento—. Bueno —prosiguió—, le estaba diciendo a tu tía que si Brown fuera escocés, yo sabría cómo lidiar con él, pero entonces me he dado cuenta de que, aunque no es escocés, sí que lo es en cuanto a que hace negocios al modo escocés. Él y su comité. Son como una Guardia.

—Es cierto —asintió Ian, levantando sus cejas ralas. Parecía interesado—. Jamás he visto una, pero mamá me habló... de la que te arrestó, tío Jamie, y que ella y Claire la persiguieron. —Me sonrió, y su rostro demacrado se transformó de pronto, mostrando algunos rasgos del muchacho que había sido.

—Bueno, yo era más joven entonces —señalé—. Y más valiente.

Jamie hizo un pequeño ruido con la garganta que podría haber sido de diversión.

—No se privan de nada —dijo—. Quiero decir, matan y queman...

—En lugar de extorsionar de manera continua.

Comenzaba a darme cuenta de hacia dónde apuntaba con todo aquello. Ian había nacido después de Culloden; jamás había visto una Guardia, una banda organizada de hombres armados que recorrían el país, cobrando a los jefes de las Highlands por proteger a los arrendatarios, la tierra y el ganado... Y si no se les pagaba, pasaban de inmediato a confiscar ellos mismos los bienes y el ganado. Yo sí las había visto. Y, a decir verdad, también había oído algunos rumores de matanzas e incendios ocasionales... aunque, por lo general, sólo para dar ejemplo y fomentar la cooperación.

Jamie asintió.

—Bueno, Brown no es escocés, como ya he dicho. Pero los negocios son los negocios, ¿no? —Había una expresión contemplativa en su cara, y se echó un poco hacia atrás, con las manos entrelazadas alrededor de una rodilla—. ¿En cuánto tiempo puedes llegar a Anidonau Nuya, Ian?

Después de que Ian se marchara, nos quedamos en el estudio. Había que encargarse del estado de mi consulta, pero aún no estaba lista para enfrentarme a ello. Más allá de un pequeño comentario sobre que era una lástima que aún no hubiera tenido tiempo de construir una cámara de hielo, Jamie tampoco hizo ninguna referencia más.

—Pobre señora Bug —dije, comenzando a dominarme—. No tenía ni idea de que él había estado asediándola de aquella manera. Debió de pensar que era una mujer frágil. —Me eché a reír débilmente—. Eso sí que fue un error. Ella tiene una fuerza terrible; me he quedado asombrada.

Pero en realidad no debería haberme asombrado; ya había visto a la señora Bug caminar durante casi dos kilómetros con una cabra adulta sobre los hombros. No obstante, por alguna razón, una jamás equipara la fuerza necesaria para las tareas cotidianas de la granja a la capacidad de desplegar una furia homicida.

—Yo también —replicó Jamie cortante—. No porque tuviera la fuerza para hacerlo, sino por el hecho de que se animara a impartir justicia por su cuenta. ¿Por qué no se lo explicó a Arch si no quería decírmelo a mí?

—Supongo que es por lo que ella misma dijo: creía que no estaba en posición de decir nada. Tú le habías asignado la tarea de cuidarlo, y ella movería cielo y tierra para hacer cualquier cosa que tú le pidieras. Me atrevería a decir que estaba enfrentándose bastante bien a esa tarea, pero cuando él empezó a actuar de esa forma, ella... perdió los estribos. A veces ocurre; lo he visto.

—También yo —murmuró. Fruncía el ceño ligeramente, de manera que la arruga entre sus cejas se hacía más profunda, y me pregunté qué incidentes violentos estaría rememorando—. Pero no se me hubiera ocurrido que...

Arch Bug entró de una manera tan silenciosa que no lo oí; sólo me di cuenta de que estaba allí cuando vi que Jamie levantaba la mirada y se ponía tenso. Me di la vuelta y descubrí un hacha en la mano de Arch. Abrí la boca para hablar, pero él avanzó hasta Jamie dando zancadas, sin prestar atención a nada de lo que lo rodeaba. Estaba claro que, para él, no había nadie en la estancia excepto Jamie. Llegó hasta el escritorio y colocó el hacha sobre él, casi con delicadeza.

—Mi vida por la de ella, jefe —dijo en gaélico y en voz baja. Luego se echó hacia atrás y se puso de rodillas, inclinando la cabeza.

Había recogido su suave cabello cano en una estrecha trenza y lo había atado hacia arriba para dejar la nuca al descubierto. Su piel tenía un tono marrón, como el de una nuez, y estaba llena de arrugas por haber pasado mucho tiempo a la intemperie, pero seguía siendo gruesa por encima de la tira blanca del cuello de la camisa.

Un ruido casi imperceptible que llegó desde la puerta hizo que apartara la vista de la escena. La señora Bug estaba allí, aferrándose al pomo para sostenerse, y era evidente que lo necesitaba. Llevaba el gorro torcido y unas sudorosas hebras de cabello gris como el acero se pegaban a su cara, del color de la nata cortada.

Sus ojos oscilaron hacia mí cuando me moví, pero luego volvieron a clavarse en su marido arrodillado y en Jamie, que se había puesto en pie y miraba a Arch y a su esposa. Se frotó el puente de la nariz poco a poco con un dedo, contemplando a Arch.

—Ah, sí —dijo suavemente—. Debo cortarte la cabeza, ¿no? Aquí, en mi propia habitación, y hacer que tu esposa limpie la sangre; ¿o mejor en el jardín, y te cuelgo del pelo en el dintel como advertencia para Richard Brown? Levántate, viejo canalla.

Todo lo que había en la habitación se congeló durante un instante (lo bastante largo como para que yo advirtiera un pequeño lunar negro en el centro del cuello de Arch) y entonces el viejo se levantó con suma lentitud.

—Estás en tu derecho —dijo en gaélico—. Yo soy tu subordinado, a ceann-cinnidh, he jurado por mi hierro; estás en tu derecho. —Se quedó de pie, muy erguido, pero con los ojos caídos, clavados en el escritorio donde estaba su hacha, cuyo filo era una línea plateada contra el metal gris y opaco de la punta.

Jamie tomó aire para responder, pero entonces se detuvo, observando al viejo de cerca. De repente, algo cambió en él; estaba siendo consciente de algo.

A ceann-cinnidh? —preguntó, y Arch Bug asintió en silencio.

El aire de la sala se había hecho más denso en un abrir y cerrar de ojos, y sentí que los pelos de la nuca se me erizaban.

«A ceann-cinnidh», había dicho Arch. O «jefe». Una palabra, y estábamos en Escocia. Era fácil notar la diferencia de actitud entre los nuevos arrendatarios de Jamie y sus hombres de Ardsmuir, la diferencia de una lealtad de acuerdo y otra de reconocimiento. Esto era distinto: una lealtad más antigua, que había gobernado las Highlands durante mil años. El juramento de la sangre y el hierro.

Me percaté de que Jamie sopesaba el presente y el pasado, y se daba cuenta de dónde se ubicaba Arch entre ambos. Lo vi en su cara, en la exasperación que se convertía en comprensión, y vi que sus hombros se encorvaban un poco, aceptando la situación.

—Por tu palabra, entonces, estoy en mi derecho —dijo en voz baja, también en gaélico. Se incorporó, cogió el hacha y la sostuvo con el mango hacia fuera—. Y por ese derecho, te devuelvo la vida de tu mujer... y la tuya.

La señora Bug dejó escapar un pequeño sollozo. Arch no la miró, sino que extendió la mano y cogió el hacha, con una grave inclinación de la cabeza. Luego se dio la vuelta y salió de la sala sin decir una palabra más, aunque yo vi que los dedos de su mano mutilada rozaban la manga de su esposa, muy suavemente, al pasar.

La señora Bug se irguió y se apresuró a meter los pelos sueltos debajo de su gorro, con dedos temblorosos. Jamie no la miró; volvió a sentarse y cogió la pluma y una hoja de papel, aunque a mí me pareció que no tenía intenciones de escribir nada. Sin querer avergonzarla, fingí un profundo interés por la estantería de libros, cogiendo la pequeña serpiente de madera de cerezo de Jamie como si quisiera examinarla más de cerca.

Con la gorra bien puesta, ella entró en la estancia e hizo una reverencia delante de él.

—¿Le traigo algo de comer, señor? Hay tarta de cereales recién hecha. —Habló con gran dignidad y con la cabeza recta. Él levantó la cabeza del papel y le sonrió.

—Sí, está bien —dijo—. Gun robh math agaibh, a nighean.

Ella asintió con un gesto elegante y se volvió. Pero en la puerta hizo una pausa y miró al interior. Jamie levantó las cejas.

—Yo estuve allí, ¿sabe? —preguntó, clavándole la mirada—. Cuando los sassenach mataron a su abuelo, allí, en Tower Hill. Corrió mucha sangre. —Frunció los labios, examinándolo con los ojos entornados y enrojecidos, y luego se relajó.

»Él estaría orgulloso de usted —concluyó, y desapareció con un susurro de enaguas y cintas del delantal.

Jamie me miró sorprendido, y yo me encogí de hombros.

—No ha sido necesariamente un cumplido, ¿sabes? —dije, y sus hombros comenzaron a sacudirse con una risa muda.

—Lo sé —respondió por fin, y se pasó un nudillo por debajo de la nariz—. ¿Sabes, Sassenach, que a veces echo de menos al viejo bastardo? —Sacudió la cabeza—. Alguna vez debería preguntarle a la señora Bug si es cierto lo que él dijo al final. Me refiero a lo que cuentan que dijo.

—¿Qué?

—Le dio su salario al verdugo y le indicó que hiciera un buen trabajo... «Porque me enfadaré mucho si no lo haces.»

—Bueno, sin duda parece una frase que muy bien podría haber dicho él. —Sonreí un poco—. ¿Qué crees que estarían haciendo los Bug en Londres?

Jamie sacudió la cabeza y se volvió hacia mí, levantando la barbilla de manera que el sol brilló como el agua sobre su mandíbula y su mejilla.

—Sólo Dios lo sabe. ¿Crees que tiene razón, Sassenach? ¿Que soy como él?

—En apariencia, no —afirmé con una pequeña sonrisa. El difunto Simon, lord Lovat, había sido bajo de estatura y rechoncho, aunque con un cuerpo fuerte a pesar de su edad. También se parecía mucho a un malévolo pero muy astuto sapo.

—No —admitió Jamie—. Gracias a Dios. Pero ¿en lo demás? —El brillo humorístico seguía en sus ojos, pero hablaba en serio; quería saberlo.

Lo estudié, pensativa. No había rastros del Viejo Zorro en sus rasgos cálidos y bien definidos —que en su mayoría había heredado de los MacKenzie, la familia de su madre—, ni tampoco en su estatura ni en sus anchos hombros, pero detrás de esos sesgados ojos azul oscuro, cada cierto tiempo percibía el débil eco de la mirada profunda de lord Lovat, brillando de interés y humor sardónico.

—Tienes algo de él —admití—. A veces, bastante. No posees una ambición desmedida, pero... —Entorné un poco los ojos mientras pensaba—. Iba a decir que no eres tan despiadado como él —proseguí—, pero en realidad sí que lo eres.

—¿Ah, sí? —Él no pareció ni sorprendido ni dolido al oírlo.

—Puedes serlo —dije, y sentí en la médula de mis huesos el crujido que hizo el cuello de Arvin Hodgepile al romperse. Era una tarde cálida, pero de pronto se me puso la carne de gallina en los brazos, para desaparecer poco después.

—¿Crees que tengo una naturaleza retorcida? —preguntó seriamente.

—En realidad, no lo sé —respondí dubitativa—. No eres tramposo como él, pero eso puede deberse a que tienes un sentido del honor del que él carecía. Tú no usas a la gente como lo hacía él.

Jamie sonrió, pero con menos humor que antes.

—Ah, sí que lo hago, Sassenach —replicó—. Sólo que trato de que no se note.

Se sentó un momento, con los ojos clavados en la pequeña serpiente de madera que yo tenía en la mano, pero me pareció que no era eso lo que miraba. Por fin, movió la cabeza y dirigió los ojos hacia mí mientras torcía la boca en un gesto irónico.

—Si hay un cielo y mi abuelo está allí (y me atrevo a dudarlo), estará riéndose a carcajadas hasta perder la cabeza. O lo haría, si no la tuviera encajada debajo del brazo.