38
Un demonio en la leche

Los ojos de Henri-Christian casi bizquearon por el esfuerzo de centrarse en el ovillo de hilo que Brianna estaba mostrándole.

—Me parece que sus ojos seguirán siendo azules —dijo Brianna, observándolo, pensativa—. ¿Qué crees que estará mirando? —Él estaba tumbado sobre su regazo, con las rodillas levantadas casi hasta la barbilla, y con una expresión de interrogación en sus suaves ojos azules, fijos en algo que estaba mucho más lejos que ella.

—Ah, los pequeñitos todavía ven el cielo, decía mi mamá. —Marsali estaba hilando, probando la nueva rueca de Brianna, pero echó una rápida mirada a su hijo menor y sonrió—. Tal vez tengas un ángel sentado en tu hombro, ¿sabes? O un santo detrás de ti.

Eso hizo que tuviera una sensación extraña, como si, de hecho, hubiera alguien detrás de ella, pero no inquietante, sino más bien como una leve impresión de seguridad. Abrió la boca para decir «Tal vez sea mi padre», pero se contuvo a tiempo.

—¿Quién es el santo patrono de la colada? —preguntó en su lugar—. A él sí que lo necesitamos. —Estaba lloviendo; llovía desde hacía varios días, y había pequeños montones de ropa dispersos por toda la estancia o colgada en los muebles; prendas húmedas en diversos estados de secado, cosas muy sucias destinadas al caldero de lavado en cuanto el tiempo mejorara, prendas menos sucias que podían cepillarse o sacudirse, para llevarlas unos días más y una pila siempre creciente de cosas que había que remendar.

Marsali se rió, hilando con habilidad.

—Tendrías que hablar con papá sobre este tema. Él conoce más santos que nadie. ¡Esta rueca es maravillosa! No había visto nada igual antes. ¿Cómo se te ocurrió algo así?

—Ah... vi una en alguna parte. —Bree hizo un gesto con la mano, restándole importancia. Era cierto, había visto una en un museo de arte folclórico. Construirla le había llevado muchísimo tiempo; primero había tenido que crear un tosco torno, y luego humedecer la madera y tornearla para terminar de fabricar la rueca. No obstante, no había sido muy difícil—. Ronnie Sinclair me ayudó mucho; él sabe qué se puede hacer con la madera y qué no. Es increíble lo habilidosa que eres, y eso que ésta es la primera vez que la usas.

Marsali resopló, restando importancia al cumplido.

—He hilado desde los cinco años, a piuthar. Lo único distinto es que con esto puedo hacerlo sentada, en vez de caminar arriba y abajo hasta que me caiga de cansancio.

Su pie, cubierto con una media, asomaba por debajo del vestido, moviéndose de un lado a otro sobre el pedal de la máquina, que emitía un agradable sonido, aunque apenas audible a causa del parloteo que procedía del otro lado de la estancia, donde Roger estaba tallando otro automóvil para los niños.

Los bruums tenían un gran éxito entre los pequeños, y la demanda era incesante. Brianna observó divertida cómo Roger mantenía a raya la curiosidad de Jem con un hábil movimiento del codo, mientras fruncía el entrecejo en plena concentración. Mostraba la punta de la lengua entre los dientes, y las virutas de madera ensuciaban la chimenea y su ropa. Además, cómo no, tenía una en el cabello, que formaba un rizo pálido contra su oscuridad.

—¿Ése cuál es? —preguntó ella, levantando la voz para que él la oyera. Roger la miró, y sus ojos brillaron con un verde moho contra la mortecina luz de la lluvia que entraba por la ventana situada detrás de él.

—Creo que es una camioneta Chevrolet ’57 —dijo con una sonrisa—. Toma, a nighean. Éste es tuyo. —Quitó la última astilla de su creación y le pasó el bloque a Félicité, cuya boca y ojos se abrieron como platos.

—¿Es un bruum? —preguntó, llevándoselo al regazo—. ¿Mi bruum?

—Es una camioneta —le informó Jemmy con un amable gesto de condescendencia—. Lo ha dicho papá.

—Una camioneta es un bruum —le aseguró Roger a Félicité, viendo que la duda hacía que arrugara la frente—. Sólo que más grande.

—¡Es un bruum grande!, ¿ves? —Félicité pateó a Jem en la espinilla. Él soltó un alarido y trató de tirarle del pelo, pero recibió un golpe en el estómago por parte de Joan, que siempre defendía a su hermana.

Brianna se tensó, lista para intervenir, pero Roger sofocó el incipiente motín separando, hasta donde le llegaban los brazos, a Jem y a Félicité, y fulminando con la mirada a Joan, que retrocedió.

—A ver, vosotros. Ninguna pelea, o guardaremos los bruums hasta mañana.

Eso los calmó de inmediato, y Brianna advirtió que Marsali se relajaba y reanudaba el ritmo de su hilado. La lluvia golpeaba el tejado, sólida y constante; era un buen día para estar dentro, a pesar de la dificultad de entretener a los niños, que estaban aburridos.

—¿Por qué no jugáis a algo bonito y tranquilo? —preguntó, sonriéndole a Roger—. Como... oh... ¿Indianápolis 500?

—Ah, eres de gran ayuda —respondió él, lanzándole una mirada asesina, pero obedeció, e hizo que los niños trazaran una pista de carreras con tiza sobre el suelo de la chimenea.

—Qué pena que Germain no esté aquí —añadió despreocupadamente—. ¿Adónde ha ido con esta lluvia, Marsali? —El bruum de Germain que, según Roger, era un Jaguar X-KE, aunque hasta donde Brianna sabía, era exactamente igual que los otros (un bloque de madera con una rudimentaria cabina y ruedas), se encontraba en la repisa, aguardando el regreso de su dueño.

—Está con Fergus —respondió Marsali con voz serena, sin interrumpir el ritmo de su hilado. Sin embargo, cerró los labios con fuerza, y resultó fácil percibir el tono de tensión en su voz.

—¿Y cómo está Fergus? —Roger la miró con amabilidad, pero resuelto.

El hilo saltó, rebotó en la mano de Marsali y se enredó, formando un grosor visible. Ella hizo una mueca y no respondió hasta que el hilo empezó a correr otra vez con fluidez entre sus dedos.

—Bueno, yo diría que para ser un hombre que tiene una sola mano, pelea bastante bien —dijo por fin, con cierta ironía en sus palabras.

Brianna miró a Roger, que le devolvió la mirada enarcando una ceja.

—¿Con quién se ha peleado? —preguntó, tratando de parecer despreocupada.

—No suele contármelo —respondió Marsali sin cambiar el tono—. Aunque ayer fue con el marido de una mujer que le preguntó por qué no había estrangulado a Henri-Christian al nacer. Se ofendió —añadió como de pasada, sin aclarar si el que se había ofendido era Fergus, el marido, o ambos.

Se llevó el hilo a la boca y lo cortó con fuerza.

—Entiendo —murmuró Roger. Tenía la cabeza gacha mientras marcaba la línea de salida, de manera que el cabello le caía sobre la frente, oscureciendo su rostro—. Aunque supongo que no habrá sido el único.

—No. —Marsali comenzó a enrollar el hilo en la devanadora, con un ceño aparentemente permanente entre sus cejas rubias—. Aunque supongo que es mejor eso que los que señalan y susurran. Ésos creen que Henri-Christian es la semilla del diablo —concluyó con valentía, aunque con un ligero temblor en la voz—. Creo que quemarían al pequeño, y a mí y a mis otros hijos también, si creyeran que pueden hacerlo.

Brianna sintió un vuelco en el estómago, y abrazó, en su regazo, al objeto de la discusión.

—¿Qué clase de idiota podría pensar algo así? —exclamó—. ¡Y mucho menos decirlo en voz alta!

—Mucho menos hacerlo, quieres decir.

Marsali puso el hilado a un lado y se levantó, se inclinó hacia delante y cogió a Henri-Christian para llevárselo al pecho. Con las rodillas aún curvadas, su cuerpo tenía la mitad de tamaño que el de un bebé normal, y con esa cabeza grande, redonda y su mechón de pelo oscuro, Brianna tuvo que admitir que parecía... raro.

—Papá ha hablado con algunos —dijo Marsali. Tenía los ojos cerrados, y se balanceaba poco a poco adelante y atrás, acunando a Henri-Christian—. Si no fuera por eso... —Tragó saliva y su delgada garganta se movió.

—¡Papá, papá, vamos! —Jem, impaciente por aquella incomprensible conversación entre adultos, tiró de la manga de Roger.

Éste observaba a Marsali con preocupación, pero, ante aquel recordatorio, parpadeó y miró a su hijo normal, aclarándose la garganta.

—Sí —dijo, cogiendo el coche de Germain—. Bueno, mirad. Ésta es la línea de salida...

Brianna puso la mano sobre el brazo de Marsali. Era delgado, pero fuerte y musculoso. Su piel clara estaba bronceada por el sol, y tenía algunas diminutas pecas. Al ver ese brazo, tan pequeño y valiente, se le formó un nudo en la garganta.

—Ya pararán —susurró—. Se darán cuenta de que...

—Sí, tal vez. —Marsali cubrió con una mano el trasero pequeño y redondo de Henri-Christian y se lo acercó al cuerpo. Sus ojos seguían cerrados—. O tal vez no. Pero si Germain está con Fergus, él tendrá más cuidado con quién se pelea. Preferiría que no lo mataran, ¿sabes?

Inclinó la cabeza por encima del bebé y empezó a darle el pecho. Era evidente que no quería seguir hablando. Brianna le palmeó el brazo, un poco incómoda, y se sentó junto a la rueca.

Ella había oído las habladurías, desde luego, o al menos algunas. En especial, inmediatamente después del nacimiento de Henri-Christian, que había causado bastante revuelo en todo el Cerro. Más allá de las primeras expresiones manifiestas de compasión, había habido muchos murmullos, que mencionaban sucesos recientes y la maligna influencia que podría haberlos provocado; desde el ataque a Marsali y el incendio del cobertizo de malteado, hasta el secuestro de su madre, la matanza en el bosque y el nacimiento del enano. Ella había oído a una muchacha imprudente murmurar, a una distancia desde la que era audible, acerca de «... brujería, claro, ¿qué podría esperarse?»; entonces se había dado la vuelta con rapidez para mirar con furia a la chica, que había palidecido y se había escabullido junto a sus dos amigas. La muchacha le había devuelto la mirada una vez y luego se había alejado, compartiendo con las otras dos risitas de desprecio.

Pero nadie le había faltado al respeto, ni a ella ni a su madre. Era evidente que algunos arrendatarios temían a Claire, aunque mucho más a su padre. El tiempo y la costumbre parecían haber calmado las cosas, pero sólo hasta el nacimiento de Henri-Christian.

Trabajar con el pedal resultaba relajante; el zumbido de la rueca se desvanecía con el sonido de la lluvia y las disputas de los niños.

Como mínimo, Fergus había regresado. Cuando Henri-Christian nació, se marchó de casa y estuvo muchos días fuera. «Pobre Marsali», pensó, regañando mentalmente a Fergus. Había dejado que se enfrentara sola a la impresión. Y todo el mundo se había sorprendido, incluso ella. Quizá no podía culpar a Fergus.

Tragó saliva, imaginando, como hacía siempre que veía a Henri-Christian, cómo se sentiría ella si hubiera tenido un hijo con alguna deformidad terrible. Cada cierto tiempo encontraba a alguno —niños con labio leporino, los rasgos deformados causados por lo que su madre decía que era sífilis congénita, niños retrasados— y en cada ocasión se santiguaba y le agradecía a Dios que Jemmy fuera normal.

Pero, por otra parte, también lo eran Germain y sus hermanas. Algo como lo ocurrido podía producirse de manera inesperada. A pesar de sí misma, echó un vistazo al pequeño anaquel donde guardaba sus objetos personales y la jarra con las semillas de dauco. Había vuelto a tomarlas desde el nacimiento de Henri-Christian, aunque no se lo había mencionado a Roger. Se preguntó si él lo sabía; Roger no había dicho nada.

Marsali estaba cantando en voz baja, entre dientes. «¿Culpa ella a Fergus? —se preguntó—. ¿O a sí misma?» Hacía bastante tiempo que no veía a Fergus lo suficiente como para hablar. Parecía que Marsali no tenía una actitud crítica hacia él, y era cierto que acababa de decir que no quería que lo mataran. Brianna sonrió involuntariamente ante el recuerdo. Sin embargo, existía una innegable sensación de distancia cuando lo mencionaba.

El hilo se tensó de pronto, y ella pedaleó con más fuerza, tratando de compensarlo, pero se enganchó en la rueca y se rompió. Murmurando para sí misma, se detuvo y dejó que la rueca redujera la velocidad, y justo en ese instante se dio cuenta de que alguien llevaba bastante rato llamando a la puerta, y que el ruido del interior de la casa había solapado los golpes.

Abrió y se encontró a uno de los hijos de los pescadores totalmente empapado en la entrada, pequeño, huesudo y salvaje como un gato montés. Había varios así entre las familias arrendatarias, tan parecidos que le resultaba difícil distinguirlos.

—¿Aidan? —adivinó—. ¿Aidan McCallum?

Buenoz díaz, zeñora —dijo el pequeño, moviendo la cabeza con nerviosismo al reconocerla—. ¿Eztá el paztor?

—¿El paz...? Ah. Sí, creo que sí. ¿Quieres pasar?

Reprimiendo una sonrisa, abrió más la puerta y le indicó que entrara. El crío quedó muy impresionado al ver a Roger, en cuclillas en el suelo, jugando al bruum con Jemmy, Joan y Félicité, todos chirriando y rugiendo de tal manera que no habían advertido la presencia del recién llegado.

—Tienes una visita —dijo ella, levantando la voz para interrumpir el jaleo—. Quiere ver al pastor.

Roger se quedó paralizado en mitad de la carrera, y alzó la vista con un gesto de interrogación.

—¿Al qué? —dijo, incorporándose con las piernas cruzadas y su propio coche en la mano. Luego vio al niño y sonrió—. Ah. ¡Aidan, a charaid! ¿Qué ocurre?

Aidan frunció el entrecejo, concentrándose. Era evidente que le habían encomendado un mensaje específico y que se lo había aprendido de memoria.

—Madre dice que venga, por favor —recitó—, para zacar al diablo que ze ha metido en la leche.

En esos instantes, llovía con menos fuerza, pero de todas formas estaban casi totalmente empapados cuando llegaron a la residencia de los McCallum. Si es que podía recibir un nombre tan digno, pensó Roger, golpeando el sombrero para quitar el agua mientras seguía a Aidan por el sendero estrecho y resbaladizo que terminaba en la cabaña, ubicada en un saliente alto e incómodo de la ladera de la montaña.

Orem McCallum se las había arreglado para erigir las paredes de su inestable cabaña, pero luego había perdido pie y había caído en un barranco lleno de rocas, donde se rompió el cuello menos de un mes después de su llegada al Cerro; dejó a su esposa embarazada y a su pequeño hijo en ese dudoso refugio.

Los otros hombres se habían apresurado a construir el tejado, pero la cabaña, en su totalidad, le recordaba a Roger un montón de gigantescos palillos chinos, ubicados de manera precaria en la ladera y esperando, sin duda, a la siguiente inundación de primavera para deslizarse por la montaña tras los pasos de su constructor.

La señora McCallum era joven y de piel pálida, y tan delgada que su vestido se agitaba a su alrededor como un saco de harina vacío. «Por Dios —pensó él—, ¿qué tendrán para comer?»

—Señor, le agradezco que haya venido. —Inclinó la cabeza en una ansiosa reverencia—. Lamento mucho haberle hecho venir con la lluvia y todo eso... pero ¡no sabía qué más podía hacer!

—No hay ningún problema —la tranquilizó él—. Eh... Pero Aidan dice que usted necesita un pastor. Yo no lo soy, usted ya lo sabe.

Ella se mostró un poco desconcertada al escuchar aquello.

—Ah. Bueno, tal vez no exactamente, señor. Pero se dice que, como su padre era pastor, usted sabe mucho de la Biblia y todo eso.

—Un poco, sí —respondió él con cautela, preguntándose qué clase de emergencia podría requerir conocimientos de la Biblia—. Eh... esto... ¿un diablo en la leche, dice usted?

Miró con discreción al bebé que se encontraba en la cuna y luego la parte delantera del vestido de la mujer, preguntándose, en un primer momento, si no estaría refiriéndose a su propia leche materna, lo que sería un problema para el que, sin duda, no estaba preparado. Por suerte, al parecer, el problema residía en el interior de un gran cubo de madera ubicado sobre la destartalada mesa, cubierto con una muselina con unas piedrecitas atadas en las esquinas para que no entraran moscas.

—Sí, señor. —La señora McCallum señaló el cubo con un gesto, claramente temerosa de acercarse más—. Lizzie Wemyss, la de la Casa Grande, me lo trajo anoche. Dijo que debía darle un poco a Aidan y también debía tomar un poco yo. —Miró a Roger con una expresión de desesperanza.

Él entendía sus reservas; incluso en su propia época, la leche se consideraba una bebida sólo para los niños y los inválidos; como esa mujer provenía de una aldea de pescadores en la costa escocesa, lo más probable era que jamás hubiera visto una vaca antes de llegar a América. Roger estaba seguro de que ella sabía lo que era la leche, y que, técnicamente, era bebible, pero era posible que nunca la hubiera probado.

—Sí, eso es correcto —la tranquilizó—. En mi familia todos tomamos leche; hace que los pequeños crezcan altos y fuertes. —Y tampoco le iba mal a una madre que estaba amamantando y que sobrevivía con raciones tan frugales, que, sin duda alguna, era lo que Claire había pensado.

Ella asintió dudosa.

—Bueno... sí, señor. No estaba segura... pero el muchacho tenía hambre y ha dicho que quería tomarla. De modo que he ido a servirle un poco, pero... —Miró el cubo con una expresión de sospecha y temor—. Bueno, si no es un diablo lo que ha entrado en ella, es alguna otra cosa. ¡Está embrujada, señor, estoy segura!

Roger no supo qué fue lo que hizo que mirara a Aidan en ese instante, pero captó una fugaz mirada de profundo interés que se desvaneció de inmediato, dejando al muchacho con una expresión de una sobrenatural solemnidad.

Por eso, con un extraño presentimiento, se inclinó hacia delante y levantó con cuidado el paño. Pero, al hacerlo, soltó un grito y se echó hacia atrás, y el paño con las piedras salió volando y chocó contra la pared.

Los malévolos ojos verdes que lo miraban con furia desde el centro del cubo desaparecieron y la leche hizo ¡glup! mientras un rocío de cremosas gotas salió en una erupción como si el cubo fuera un volcán en miniatura.

—¡Mierda! —exclamó.

La señora McCallum se había alejado todo lo posible y contemplaba el cubo aterrorizada, cubriéndose la boca con ambas manos. Aidan también se había llevado una mano a la boca y sus ojos estaban muy abiertos, pero de él procedía un débil sonido como de burbujeo.

El corazón de Roger latía con fuerza, impulsado por la adrenalina... y por el fuerte deseo de retorcer el delgado pescuezo de Aidan McCallum. Se limpió las salpicaduras de leche de la cara con un gesto deliberado, y luego, apretando los dientes, metió la mano con cuidado en el cubo.

Tuvo que intentarlo varias veces antes de poder agarrar a la cosa, que se parecía, sobre todo, a un enorme y musculoso moco animado. Sin embargo, al cuarto intento lo logró y, en un gesto triunfal, sacó del cubo a una rana toro grande e indignada, que salpicó leche en todas las direcciones.

La rana hundió con fuerza sus patas traseras en la resbaladiza palma de Roger y consiguió soltarse, lanzándose en un enorme salto que cubrió la mitad de la distancia hasta la puerta y que provocó un fuerte alarido de la señora McCallum. El bebé, alarmado, se despertó y se sumó a la algarabía general, mientras que la rana bañada en leche chapoteaba con rapidez hasta llegar a la puerta y salir a la lluvia, dejando salpicaduras amarillas en su trayecto.

Aidan, en un gesto de prudencia, la siguió a gran velocidad.

La señora McCallum se había sentado en el suelo, se había cubierto la cabeza con el delantal y estaba volviéndose histérica. El bebé chillaba sin cesar, y la leche goteaba poco a poco desde el borde de la mesa, al unísono con el tamborileo de la lluvia exterior. Roger vio que había goteras en el tejado; unas franjas largas y húmedas oscurecían los troncos descortezados detrás de la señora McCallum, y ella estaba sentada en medio de un charco.

Con un profundo suspiro, Roger sacó al bebé de la cuna, sorprendiéndolo lo suficiente como para que dejara de gritar. El pequeño lo miró, parpadeó, y se llevó un puño a la boca. Roger no tenía ni idea de cuál era su sexo; era un montón anónimo de trapos, con una cara pequeñita y famélica y una expresión de recelo.

Sosteniéndolo con un brazo, se arrodilló y rodeó con el otro los hombros de la señora McCallum, palmeándola suavemente con la esperanza de calmarla.

—Ya ha pasado —dijo—. No era más que una rana, ¿sabe?

Ella había estado gimiendo como un alma en pena y soltando pequeños alaridos intermitentes, y prosiguió de este modo, aunque disminuyó la frecuencia de los gritos, y los gemidos se disolvieron, por último, en un llanto más o menos normal, pero se negó a quitarse de la cara el delantal.

A Roger se le habían contracturado los muslos por permanecer durante tanto tiempo en cuclillas; por otra parte, estaba empapado. Con un suspiro, se acomodó en el charco al lado de ella y se quedó sentado, palmeándole el hombro cada cierto tiempo para que ella supiera que seguía allí.

Al menos, el bebé parecía bastante feliz; estaba chupándose el puño, sin preocuparse por el ataque de histeria de su madre.

—¿Cuántos años tiene el pequeño? —preguntó él en tono familiar. Sabía su edad aproximada, porque había nacido una semana después de la muerte de Orem McCallum, pero tenía que decir algo. Y era muy pequeño y ligero, al menos comparado con los recuerdos que tenía de Jemmy a esa edad.

Ella balbuceó algo inaudible, pero el llanto fue disminuyendo y convirtiéndose en una serie de hipos y suspiros. Entonces dijo algo.

—¿Qué ha dicho, señora McCallum?

—¿Por qué? —susurró la mujer, debajo de la tela ajada—. ¿Por qué Dios me ha traído aquí?

Bueno, ésa era una pregunta muy buena; él se la había formulado a sí mismo en más de una ocasión, pero aún no había obtenido ninguna respuesta convincente.

—Bueno... confiamos en que Dios tiene alguna clase de plan —dijo con cierta incomodidad—. Sólo que no sabemos cuál es.

—Un buen plan —afirmó, y emitió un sollozo—. ¡Traernos a todos hasta aquí, hasta este lugar terrible, y luego quitarme a mi hombre y dejarme aquí para que muera de hambre!

—Oh... No es un sitio tan terrible —interrumpió Roger, incapaz de refutar nada más en su afirmación—. Están los bosques... los arroyos, las montañas... Es... eh... muy bonito. Cuando no llueve. —La estupidez de sus palabras consiguió que ella se echara a reír, aunque la risa no tardó en convertirse en más llanto.

—¿Qué? —Roger la rodeó con un brazo y la acercó un poco, tanto para ofrecerle consuelo, como para entender lo que decía desde su improvisado refugio.

—Echo de menos el mar —comentó en voz muy baja, y apoyó su cabeza cubierta con el delantal en el hombro de Roger, como si estuviera muy cansada—. Nunca volveré a verlo.

Era probable que tuviera razón, y él no supo qué contestar. Permanecieron sentados un instante más en un silencio tan sólo roto por las succiones del bebé en su puño.

—No permitiré que muera de hambre —dijo él por fin, con mucha calma—. Eso es todo lo que puedo prometerle, pero lo haré. No morirán de hambre. —Con los músculos contracturados, se puso de pie a duras penas y cogió una de las manos pequeñas y rugosas que yacían flojas sobre la falda de ella—. Vamos, levántese. Puede dar de comer al pequeño mientras yo ordeno todo esto un poco.

Había dejado de llover cuando se marchó, y las nubes habían comenzado a abrirse, mostrando manchas de un cielo azul pálido. Se detuvo en un recodo del sendero empinado y lleno de barro para admirar el arcoíris: era un arcoíris completo que iba de un lado del cielo al otro, con sus colores neblinosos hundiéndose en el verde oscuro y mojado de la empapada ladera que se encontraba frente a él.

Todo estaba en silencio, excepto por el goteo del agua que caía de las hojas y el borboteo de agua que descendía por un canal rocoso junto al sendero.

—Un pacto —dijo suavemente y en voz alta—. ¿Cuál es la promesa, entonces? Un imposible al final del arcoíris. —Sacudió la cabeza y siguió su camino, agarrándose a ramas y arbustos para no resbalar por la ladera; no quería terminar como Orem McCallum, un amasijo de huesos en el fondo de un barranco.

Hablaría con Jamie, y también con Tom Christie y con Hiram Crombie. Entre ellos podrían hacer correr la voz, y asegurarse de que la viuda McCallum y sus hijos tuvieran sustento suficiente. La gente era generosa y compartía sus provisiones con aquellos que lo necesitaban, pero había que pedírselo.

Miró hacia atrás por encima del hombro; la torcida chimenea apenas era visible por encima de los árboles, pero no salía humo de ella. Podían conseguir leña suficiente, le había dicho ella, pero como todo estaba mojado, tendrían que transcurrir varios días hasta que pudieran prenderla. Necesitaban un cobertizo para la leña, y troncos cortados, lo bastante grandes como para que ardieran un día entero, no las ramitas y las ramas caídas que Aidan podía transportar.

Como si ese pensamiento lo hubiera invocado, en ese momento lo vio. El muchacho estaba pescando, en cuclillas sobre una roca junto a un charco, unos diez metros más abajo, dando la espalda al sendero. Sus omóplatos asomaban a través de la gastada tela de su camisa, pálidos como diminutas alas de ángel.

El sonido del agua ocultó los pasos de Roger mientras descendía por las rocas. Con mucha suavidad, puso la mano alrededor de la pálida y delgadísima nuca, y los huesudos hombros se encogieron a causa de la sorpresa.

—Aidan —dijo—, quiero hablar contigo.

La víspera del Día de Todos los Santos, la oscuridad era absoluta. Nos acostamos acompañados por el ulular del viento y el golpeteo de la lluvia y, cuando nos despertamos al día siguiente, encontramos blancura y copos de nieve grandes y blandos que caían sin cesar en un silencio absoluto. No hay quietud más perfecta que la soledad del centro de una tormenta de nieve.

Son unos momentos difíciles, cuando se aproximan los seres queridos que han fallecido. El mundo se convierte en una introspección, y el aire frío se carga de sueños y misterio. El cielo pasa de una negrura helada y nítida, donde un millón de estrellas brillan con intensidad, cercanas, a la nube rosada y grisácea que envuelve la tierra con la promesa de la nieve.

Cogí una de las cerillas de Bree de su caja y la encendí, excitada ante el diminuto salto de la instantánea llama, y me agaché para aproximarla a la hoguera. La nieve caía; había llegado el invierno, la temporada del fuego. Velas y fuego de chimenea, esa cariñosa y sorprendente paradoja, esa destrucción contenida, pero jamás domada, que se ha mantenido a raya para calentar y encantar, pero siempre, todavía, con esa pequeña sensación de peligro.

El aire estaba cargado del dulce y pesado aroma de las calabazas asadas. Después de haber dominado la noche con el fuego, las pieles ahuecadas pasaban a un destino más pacífico, en forma de abono, para unirse al suave descanso de la tierra antes de la renovación. Yo había levantado la tierra de mi jardín el día anterior, y había plantado las semillas de invierno para que durmieran y crecieran, soñando con su enterrado nacimiento.

Éste es el momento en el que regresamos a la matriz del mundo, soñando con la nieve y el silencio. Para despertarnos con la impresión de los lagos congelados bajo una menguante luz de luna y el frío sol que arde suave y azul en las ramas de los árboles cubiertos de hielo, para regresar de nuestras breves y necesarias labores a la comida y las narraciones, al calor de la luz del fuego en la oscuridad.

En la oscuridad, en torno a una hoguera, es posible decir todas las verdades, y también escucharse, sin ningún tipo de peligro.

Me puse mis medias de lana, mis enaguas y mi chal más grueso, y bajé a avivar el fuego de la cocina. Me quedé allí, observando las nubes de vapor que ascendían desde el aromático caldero, y sentí que me volvía hacia mi interior. El mundo podía alejarse, y nosotros nos curaríamos.