Jamie acompañó a MacDonald hasta Coopersville, donde se despidió de él en el camino de Salisbury, cargado con comida, un sombrero flexible y poco elegante para que pudiera protegerse de las inclemencias del tiempo y una pequeña botella de whisky para que fortaleciera su lastimado espíritu. Luego, con un suspiro interior, se dirigió a la casa de los McGillivray.
Robin estaba trabajando en la forja, rodeado del olor a metal caliente, astillas de madera y aceite para armas. Había un joven delgaducho con la cara chupada manipulando los fuelles de cuero, aunque su expresión soñadora delataba cierta falta de atención a la tarea.
Robin se percató de la sombra que proyectó Jamie al entrar y levantó la vista, le dedicó un mínimo saludo con la cabeza y regresó al trabajo.
Estaba golpeando barras de hierro con un martillo y convirtiéndolas en tiras aplanadas; a su lado, sostenido por dos bloques de madera, aguardaba el cilindro de hierro en torno al cual envolvería esas tiras para formar el cañón de un arma. Jamie avanzó con cuidado, fuera del alcance de las chispas, y se sentó sobre un cubo a esperar.
El que estaba con los fuelles era el prometido de Senga... Heinrich. Heinrich Strasse. Encontró el nombre sin vacilar entre los cientos que guardaba en la mente, y junto al nombre acudió a su mente todo lo que sabía sobre la historia, la familia y los conocidos del joven Heinrich, datos que aparecían en su imaginación en torno al rostro delgado y soñador del muchacho, en una constelación de afinidades sociales, ordenada y compleja a la vez, como los dibujos de un cristal de nieve.
Siempre veía a la gente de esa manera, pero eran pocas las ocasiones en las que era consciente de ello. Aunque había algo en la cara de Strasse que reforzaba las imágenes mentales: el largo eje de la frente, la nariz y la barbilla, enfatizado por un caballuno labio superior, con profundos surcos, y un eje horizontal más corto, pero no menos definido, con unos ojos largos y estrechos y unas cejas oscuras y planas sobre ellos.
Podía deducir los orígenes del muchacho —el mediano de nueve hermanos, pero el mayor de los varones, hijo de un padre autoritario y una madre que lidiaba con ellos mediante subterfugios y una maldad callada— asomando en un delicado despliegue de cabellos en la puntiaguda coronilla; su religión —luterana, pero sin prestarle mucha atención—, en la forma de un ramillete de pelos como de encaje bajo una barbilla igualmente puntiaguda; su relación con Robin —cordial, pero recelosa, como correspondía a un nuevo yerno que también era su aprendiz—, extendiéndose como un abanico de lanzas desde la oreja derecha, y la que tenía con Ute —una mezcla de terror, intimidación y desesperación—, en la izquierda.
Esa ocupación le resultaba muy entretenida, y se vio obligado a apartar la mirada, fijando su interés en la mesa de trabajo de Robin para no incomodarlo.
El armero no era una persona ordenada; sobre la mesa tenía esquirlas de madera y metal junto a un montón de clavos, puntas de trazar, martillos, bloques de madera, pequeños trozos de un paño granate sucio y pedacitos de carboncillo. Había unos cuantos papeles, sujetos con una culata que se había roto durante su fabricación, cuyos sucios bordes se agitaban con el aire caliente de la forja. Él no les habría prestado atención si no hubiera reconocido el estilo de los dibujos; habría identificado esa precisión y la delicadeza de esas líneas en cualquier parte.
Frunciendo el ceño, se levantó y sacó los papeles de debajo de la culata. Eran dibujos de un arma, ejecutados desde ángulos diferentes; un rifle, ahí estaba el corte transversal del cañón, y las ranuras y los enganches se veían con claridad; pero era un rifle de lo más peculiar. En uno de los bocetos se veía entero, razonablemente familiar, excepto unos extraños bultos con forma de cuernos en el cañón. Pero en el siguiente... el arma estaba plasmada como si alguien la hubiera partido con la rodilla; estaba del todo abierta, con la culata y el cañón apuntando hacia abajo en direcciones opuestas, unidos tan sólo por... ¿qué clase de bisagra era aquélla? Cerró un ojo, reflexionando.
El cese del estrépito de la forja y el fuerte siseo del metal caliente en el sumidero lo arrancaron de su fascinación con los dibujos e hicieron que levantara la vista.
—¿Su hija le ha mostrado esos dibujos? —preguntó Robin, señalando los papeles con un gesto. Se levantó el faldón de la camisa desde debajo del mandil y se limpió su sudorosa cara con una expresión de diversión.
—No. ¿Qué está tramando? ¿Quiere que usted fabrique un arma?
Devolvió las hojas al armero, que las reorganizó, resoplando con interés.
—Ella no puede de ninguna manera pagar algo así, Mac Dubh, a menos que Roger Mac haya descubierto un tesoro desde la semana pasada. No, sólo me ha estado explicando sus ideas para mejorar el arte de la fabricación de rifles y me ha preguntado cuánto costaría hacer algo así. —El cínico gesto que acechaba en las comisuras de los labios de Robin se amplió hasta convertirse en una franca sonrisa, y él le devolvió los papeles a Jamie—. Se nota que es su hija, Mac Dubh. ¿Qué otra muchacha pasaría tiempo pensando en armas, en lugar de en vestidos o en niños?
Había más que una leve crítica implícita en ese comentario (sin duda, Brianna había sido bastante más directa de lo que se consideraba apropiado), pero Jamie lo dejó pasar. Necesitaba ganarse la buena voluntad de Robin.
—Bueno, toda mujer tiene sus caprichos —observó con ligereza—. Incluso la pequeña Lizzie, supongo... aunque Manfred se ocupará de ello, estoy seguro. ¿Está en Salisbury? ¿O en Hillsboro?
Robin McGillivray no era, de ninguna manera, un hombre estúpido. El cambio repentino de tema hizo que frunciera una ceja, pero no dijo nada. En cambio, mandó a Heinrich a la casa a buscar cerveza y esperó a que el muchacho desapareciera antes de volverse hacia Jamie con actitud expectante.
—Necesito treinta mosquetes, Robin —dijo sin preámbulos—. Y pronto... dentro de tres meses.
El asombro del armero hizo que su rostro adoptara una cómica impasibilidad. Parpadeó y cerró la boca de inmediato, retomando su expresión sarcástica habitual.
—¿Está creando un ejército propio, Mac Dubh?
Jamie se limitó a sonreír y no contestó. Si corría el rumor de que tenía la intención de armar a sus arrendatarios y crear su propio comité de seguridad como respuesta a los bandidos de Richard Brown, no haría ningún daño y hasta podría ser algo bueno. En cambio, dejar que se supiera que el gobernador estaba tramando armar a los salvajes en secreto, por si necesitaba reprimir un alzamiento armado en las provincias, y que él, Jamie Fraser, era el agente de tal acción, sí era una forma excelente de hacer que lo mataran y de que le quemaran la casa hasta los cimientos, por no hablar de otros problemas que pudieran surgir.
—¿Cuántos puede conseguirme, Robin? ¿Y en cuánto tiempo?
El armero entornó los ojos mientras pensaba, y luego lo miró de reojo.
—¿Paga en metálico?
Jamie asintió y vio cómo los labios de Robin se fruncían en un mudo silbido de sorpresa. Robin sabía, igual que los demás, que Jamie no tenía dinero... y mucho menos la pequeña fortuna necesaria para montar tantas armas.
Podía ver la especulación en la mirada de Robin en cuanto a cómo planeaba conseguir semejante cantidad de dinero, pero el armero no dijo nada. En cambio, hundió los dientes superiores en el labio inferior, reflexionando, y luego se relajó.
—Puedo encontrar seis, tal vez siete, entre Salisbury y Salem. Brugge —añadió, refiriéndose al armero moravo— podría hacer uno o dos, si supiera que son para usted... —Al ver que Jamie negaba con un mínimo movimiento de la cabeza, asintió resignado—. Sí, bueno, tal vez siete, entonces. Y Manfred y yo podríamos fabricar unos tres más... Sólo precisa mosquetes, ¿verdad? Nada especial... —Señaló el dibujo de Brianna con la cabeza con un pequeño destello de su humor anterior.
—Nada especial —respondió Jamie con una sonrisa—. Ésos son diez, entonces.
Aguardó. Robin suspiró y cambió de posición.
—Preguntaré por ahí —dijo—. Pero no será fácil. En especial, si usted no quiere que se mencione su nombre en relación con... Y supongo que no.
—Usted tiene una inteligencia y una discreción poco comunes, Robin —le aseguró Jamie muy serio, haciendo que riera.
Y era verdad. Robin McGillivray había combatido a su lado en Culloden y había convivido tres años con él en Ardsmuir; Jamie le confiaría la vida... y lo estaba haciendo en ese momento. Comenzó a desear que, después de todo, la cerda se hubiera comido a MacDonald, pero alejó ese indigno pensamiento y tomó la cerveza que había llevado Heinrich, charlando sobre trivialidades hasta que fue cortés marcharse.
Había montado a Gideon para acompañar a MacDonald, pero tenía la intención de dejarlo en el granero de Dai Jones. A través de un difícil regateo, Gideon montaría a la yegua manchada de John Woolam, y cuando llegara el tiempo de la cosecha, en otoño, Jamie mandaría unos cuarenta y cinco kilos de cebada y una botella de whisky a Dai por su ayuda.
Después de intercambiar unas lacónicas frases con Dai (era incapaz de discernir si el herrero era verdaderamente un hombre de pocas palabras o si tan sólo se desesperaba al intentar hacer entender a los escoceses su sonsonete galés), dio una palmada de aliento a Gideon y lo dejó comiendo grano y poniéndose en forma para la llegada de la yegua manchada.
Dai le había ofrecido comida, pero Jamie la rehusó; tenía un poco de hambre, pero ansiaba la paz de la caminata de ocho kilómetros hasta su casa. Hacía un buen día, el cielo tenía un color azul pálido, se oía el murmullo de las hojas primaverales en lo alto y a él le vendría bien un poco de soledad.
Tomó la decisión cuando le pidió a Robin que le consiguiera armas. De todas formas, debía reflexionar sobre la situación.
Había sesenta y cuatro aldeas cherokee; cada una con su propio cacique, su propio jefe de paz y su jefe de guerra. Su poder alcanzaba a sólo cinco de esas aldeas: las tres del pueblo de Pájaro de Nieve y las dos que pertenecían a los cherokee de Overhill. Aunque suponía que éstos seguirían a los líderes de Overhill, más allá de lo que él dijera.
Roger Mac no sabía mucho sobre los cherokee o cuál podría ser su papel en la inminente lucha. Sólo había podido decirle que no habían actuado en masa; algunas aldeas decidieron combatir y otras no; algunas lucharon para un bando y otras para otro.
Bueno, era indiferente. No era probable que nada de lo que él dijera o hiciera cambiara el curso de la guerra, y eso era reconfortante. Pero no podía obviar la idea de que estaba llegando el momento en que debería asumir una posición. Por lo que todos sabían, él era un leal súbdito de Su Majestad, un tory que se deslomaba por los intereses del rey Jorge III, sobornando a los salvajes y distribuyendo armas con la intención de reprimir los ánimos amotinados de reguladores, whigs y aspirantes a republicanos.
En algún momento esa fachada tendría que derrumbarse y dejarlo al descubierto como un rebelde recalcitrante y un traidor. Pero ¿cuándo? Se preguntó ociosamente si cuando eso ocurriera pondrían un precio a su cabeza, y a cuánto ascendería.
Las cosas tal vez no serían tan difíciles con los escoceses. Por rencorosos y tozudos que fueran, él era uno de ellos, y el aprecio que sentían por él podría moderar el escándalo que supondría el hecho de que se pasase al bando rebelde cuando llegase el momento.
No, eran los indios los que le preocupaban, puesto que se había presentado ante ellos como agente del rey. ¿Cuánto tiempo precisaría para explicarles su cambio de idea? Y, más aún, ¿cómo hacerlo de manera que ellos lo compartieran? Quizá lo vieran como la peor de las traiciones o, en el mejor de los casos, como un comportamiento muy sospechoso. No creía que lo fueran a matar, pero ¿cómo, en nombre de Dios, podría convencerlos de que se sumaran a la causa de la rebelión, cuando ellos gozaban de una relación estable y próspera con Su Majestad?
Oh, Dios, y además estaba John. ¿Qué podría decirle a su amigo, cuando llegara el momento? ¿Debía convencerlo con lógica y retórica de que él también se pasara de bando? Siseó entre dientes y negó con la cabeza, consternado, tratando —y fallando totalmente en el intento— de imaginar a John Grey, un soldado de toda la vida, exgobernador real, la imagen misma de la lealtad y el honor, declarándose de pronto a favor de la rebelión y la república.
Siguió así un tiempo, preocupándose por estas cosas, pero poco a poco descubrió que la caminata lo tranquilizaba y que la placidez del día le animaba el corazón.
Tendría tiempo, antes de cenar, de llevar a pescar al pequeño Jem, pensó; el sol brillaba con intensidad, pero había una humedad bajo los árboles que prometía larvas de moscas en el agua. Sintió que las truchas saldrían a la superficie poco antes del crepúsculo.
Con el ánimo más tranquilo, se alegró cuando encontró a su hija un poco más adelante, cerca del Cerro. Su corazón dio un pequeño vuelco al ver su cabello suelto y cobrizo, flotando glorioso sobre su espalda.
—Ciamar a tha thu, a nighean? —preguntó, saludándola con un beso en la mejilla.
—Tha mi gu math, mo athair. —Ella sonrió, pero Jamie notó una pequeña arruga en el entrecejo que turbaba la lisa piel de su frente, como una mosca en un estanque de truchas—. Te estaba esperando —dijo ella cogiéndolo del brazo—. Quería hablar contigo antes de que vayas a visitar a los indios mañana.
El tono de Brianna hizo que olvidara cualquier pensamiento sobre peces al instante.
—Ah, ¿sí?
Ella asintió con un gesto, pero al parecer le costaba encontrar las palabras adecuadas para lo que quería decir, lo que lo alarmó aún más. De todas formas, no podía ayudarla sin tener ninguna idea de qué se trataba todo aquello, de modo que caminó a su lado, mudo pero alentándola. Cerca, había un sinsonte practicando su repertorio de cantos. Era el pájaro que vivía en la pícea roja de detrás de la casa; lo sabía porque se detenía de vez en cuando, en mitad de sus trinos y gorjeos, para hacer una fantástica imitación del maullido nocturno de Adso.
—Cuando hablaste con Roger sobre los indios —dijo Brianna por fin, y volvió la cabeza para mirarlo—, ¿él mencionó algo llamado el Camino de las Lágrimas?
—No —respondió Jamie con curiosidad—. ¿Qué es?
Ella hizo una mueca y encorvó los hombros de una manera que le resultó desconcertantemente conocida.
—Ya me lo parecía. Me dijo que te había contado todo lo que sabía sobre los indios y la revolución; tampoco es que sepa tanto, ésa no era su especialidad; pero esto ocurrió... sucederá más adelante, después de la revolución. De modo que él tal vez no lo considerara importante... Y quizá no lo sea...
Vaciló, como si quisiera que él le dijera que no lo era. Pero Jamie se limitó a aguardar y ella suspiró, bajando la mirada a sus pies mientras caminaba. Estaba calzada con sandalias y sin medias, y los dedos largos y desnudos de sus pies estaban sucios por el suave polvo del camino de las carretas. La imagen de sus pies siempre lo llenaba de una mezcla de orgullo por su forma elegante, y una débil sensación de vergüenza por su tamaño... pero como él era el responsable de ambas cosas, suponía que no tenía motivos para quejarse.
—Dentro de unos sesenta años —dijo ella por fin, con la vista en el suelo—, el gobierno americano sacará a los cherokee de su tierra y los trasladará a otro sitio. Será un largo trecho, hasta un lugar llamado Oklahoma. Son por lo menos mil seiscientos kilómetros, y cientos y cientos de ellos perecerán de inanición en el camino. Por eso lo llamaban, o lo llamarán, el Camino de las Lágrimas.
A Jamie lo impresionó que hubiera un gobierno capaz de algo así, y lo dijo. Su hija le lanzó una mirada de furia.
—Lo harán con engaños. Convencerán a algunos de los líderes cherokee de que acepten, haciéndoles promesas, pero sin cumplir su palabra.
Jamie se encogió de hombros.
—Así es como actúa la mayoría de los gobiernos —observó él con ligereza—. ¿Por qué me explicas eso, muchacha? Yo, gracias a Dios, estaré muerto y a salvo antes de que nada de eso suceda.
Él vio una sombra que cruzaba la cara de su hija ante la mención de su muerte, y lamentó haberle causado angustia con esa frivolidad. Pero antes de que pudiera disculparse, ella tensó los hombros y prosiguió.
—Te lo digo porque me pareció que debías saberlo —intervino—. No todos los cherokee se marcharon; algunos se ocultaron en la montaña; el ejército no los encontró.
—¿Sí?
Ella volvió la cabeza y lo miró con esos ojos que eran también los suyos, con una franqueza conmovedora.
—¿No te das cuenta? Mamá te contó lo que ocurriría... en Culloden. Tú no pudiste evitarlo, pero salvaste Lallybroch. Y a tus hombres, tus arrendatarios. Porque lo sabías.
—Oh, Dios mío —exclamó él, dándose cuenta de lo que había querido decir, como si lo hubieran golpeado. Los recuerdos lo cubrieron como una inundación, el terror, la angustia y la incertidumbre de aquella época, la sorda desesperación que lo había ayudado a sobrevivir a aquel último día fatal—. Quieres que se lo cuente a Pájaro.
Ella se frotó la cara con la mano y negó con la cabeza.
—No lo sé. No sé si deberías explicárselo; tampoco sé si él te haría caso o no si lo hicieras. Pero Roger y yo hablamos sobre ello, después de que le preguntaras acerca de los indios. Y no he dejado de pensar en ello... y, bueno, simplemente no me parecía bien saberlo y no hacer nada. De modo que pensé que tenía que contártelo.
—Sí, ya veo —dijo él en tono sombrío.
Jamie ya había notado antes esa costumbre de las personas de buenos sentimientos de aliviar su incomodidad pasándole a otro la necesidad de actuar, pero evitó mencionarlo. Después de todo, ella no podía explicárselo a Pájaro.
Como si la situación a la que se enfrentaba con los cherokee no fuera ya bastante difícil, pensó con ironía, ¿ahora debía ocuparse de salvar a generaciones futuras y desconocidas de salvajes? El sinsonte pasó zumbando junto a su oreja, demasiado cerca, cacareando como una gallina.
Fue tan incongruente que se echó a reír. Entonces se dio cuenta de que no quedaba nada que hacer. Como mínimo por ahora.
Brianna estaba mirándolo con curiosidad.
—¿Qué vas a hacer?
Él se desperezó, lenta y sensualmente, sintiendo que los músculos de la espalda se estiraban sobre los huesos, siendo consciente de cada uno de ellos, vivos y firmes. El sol descendía en el cielo, estaban empezando a preparar la cena, y, por el momento, por esa última noche no tenía que hacer nada. Aún no.
—Voy a pescar —dijo sonriéndole a su adorable, extraña y problemática hija—. Trae al pequeño, ¿de acuerdo? Yo iré a buscar las cañas.
Señor James Fraser, del Cerro de Fraser.
A mi señor John Grey, plantación de Mount Josiah. Este segundo día de abril, Anno Domini 1774.
Mi señor:
Partiré por la mañana a visitar a los cherokee, de modo que dejaré esta nota a mi esposa, para que se la confíe al señor Higgins en su próxima visita y para que éste te la entregue en mano junto con el paquete que la acompaña.
Me atrevo a abusar de tu amabilidad y tu preocupación por mi familia, pidiéndote el favor de que me ayudes a vender el objeto que te confío. Sospecho que tus contactos podrían permitirte obtener un precio mejor que yo, y que lo harás discretamente.
A mi regreso, espero poder confiarte las razones de mi acción, así como algunas reflexiones que tal vez te interesen. Mientras tanto, considérame siempre
Tu más afectuoso amigo y humilde servidor,
J. Fraser