Junio de 1774
Me senté en cuclillas y me estiré, cansada pero satisfecha. Me dolía la espalda, las rodillas me crujían como bisagras, tenía las uñas llenas de tierra y algunos cabellos se me pegaban a la nuca y a las mejillas, pero los nuevos cultivos de judías trepadoras, cebollas, nabos y rábanos ya estaban plantados, las coles estaban sin hierbas y seleccionadas, y también había arrancado una docena de grandes arbustos de cacahuete y los había puesto a secar en las empalizadas del huerto, a salvo de ardillas merodeadoras.
Levanté la mirada hacia el sol, que todavía estaba sobre los castaños. Aún me quedaba un poco de tiempo para realizar un par de tareas más antes de cenar. Me incorporé y contemplé mi pequeño reino, tratando de decidir cuál sería la mejor manera de pasar el tiempo que me quedaba libre. ¿Arrancar la nébeda y la melisa que amenazaban con engullir el otro extremo del huerto? ¿Cargar con cestas el estiércol que se acumulaba en pilas detrás del granero? No, ésa era una tarea reservada a los hombres.
¿Hierbas? Los tres arbustos de lavanda francesa ya me llegaban a las rodillas y estaban muy tupidos con sus azules copos en delgados tallos, y la aquilea estaba bastante florecida, con diáfanas umbelas blancas, rosadas y amarillas. Me rasqué con un dedo debajo de la nariz, que me picaba, tratando de recordar si aquélla era la fase de la luna apropiada para cortarla. De todas formas, para cosechar la lavanda y el romero debía esperar a la mañana, que era el momento en el que el sol hacía ascender los volátiles aceites; no era tan potente si se recogían más tarde.
Así pues, me ocuparía de la menta. Busqué la azada que había dejado apoyada contra la cerca, y entonces vi una cara que me miraba con recelo a través de las empalizadas, y retrocedí con el corazón dándome un vuelco.
—¡Ah! —El visitante también había dado un salto hacia atrás, igualmente alarmado—. ¡Bitte, señora! No quería asustarla.
Era Manfred McGillivray, que me miraba con timidez a través de las hojas colgantes de las campanillas y el boniato silvestre. Ya había venido antes esa mañana, con un paquete envuelto con lona que contenía varios mosquetes para Jamie.
—No te preocupes. —Me agaché para recoger la azada que había dejado caer—. ¿Buscas a Lizzie? Está...
—No, señora. Es decir, yo... ¿Podría hablar un momento con usted, señora? —preguntó de repente—. Es decir, ¿a solas?
—Por supuesto. Pasa; podemos hablar mientras paso la azada.
Él asintió y dio la vuelta para entrar por la verja. Me pregunté para qué me necesitaría. Llevaba un abrigo y unas botas, todo cubierto de polvo, y los pantalones muy arrugados. Supuse que había cabalgado durante bastante tiempo, no sólo desde la cabaña de su familia. Además, era evidente que aún no había entrado en la casa; la señora Bug le habría quitado el polvo a la fuerza.
—¿De dónde vienes? —le pregunté, ofreciéndole el cazo de mi cubo de agua. Él lo aceptó, bebió con avidez y luego se limpió la boca con la manga.
—Gracias, señora. Vengo de Hillsboro; he ido a buscar los... eh... las cosas para el señor Fraser.
—¿En serio? Eso parece muy lejos —dije con amabilidad.
Una expresión de profunda incomodidad pasó por su cara. Era un muchacho bien parecido, bronceado y apuesto como un joven fauno bajo su mata de pelo oscuro y rizado, pero en aquel momento tenía un aspecto casi como el de un furtivo: miraba constantemente por encima del hombro en dirección a la casa, como si temiera ser interrumpido.
—Yo... eh... bueno, señora, eso tiene que ver, un poco, con lo que quería comentarle.
—¿Sí? Bueno... —Hice un gesto cordial, indicándole que podía desembuchar, y me volví para empezar a pasar la azada, de manera que no se sintiera tan cohibido. Comenzaba a sospechar lo que quería preguntarme, aunque no estaba segura de que Hillsboro tuviera algo que ver con ello.
—Tiene que ver... ah... bueno, tiene que ver con la señorita Lizzie —comenzó a decir, poniendo las manos detrás de la espalda.
—¿Sí? —pregunté, tratando de alentarlo, casi segura de que mis suposiciones eran correctas.
Eché un vistazo al otro extremo del huerto, donde las abejas zumbaban alegremente entre las umbelas altas y amarillas de las plantas de dauco. Bueno, al menos aquello era mejor que el concepto que tenían sobre los condones en el siglo XVIII.
—No puedo casarme con ella —soltó.
—¿Qué? —Dejé de pasar la azada y me erguí, mirándolo. Tenía los labios cerrados con fuerza, y en ese momento me di cuenta de que lo que yo había considerado timidez había sido un intento por ocultar la profunda infelicidad que ahora se reflejaba claramente en las líneas de su rostro.
—Será mejor que entres y te sientes. —Lo llevé al pequeño banco que Jamie había hecho para mí, ubicado a la sombra de un negro gomero que colgaba sobre la parte norte del huerto.
Se sentó con la cabeza gacha y las manos entre las rodillas. Me quité mi sombrero de ala ancha, me limpié la cara con el delantal y me recogí el cabello con cuidado, al mismo tiempo que inhalaba la frescura de las píceas y los abetos que crecían en la ladera, que se encontraba más arriba.
—¿De qué se trata? —le pregunté con tranquilidad, al ver que él no sabía por dónde empezar—. ¿Tienes miedo de que tal vez no la ames?
Él me dirigió una mirada de alarma, y volvió de nuevo la mirada a la estudiada contemplación de sus rodillas.
—Ah, no, señora. Quiero decir... No la amo, pero eso no importa.
—¿No?
—No. Quiero decir... estoy seguro de que terminaríamos encariñándonos. Me lo ha dicho meine Mutter. Y sí me gusta mucho —se apresuró a añadir, como si temiera que aquello sonara ofensivo—. Papá dice que es una buena chica, y a mis hermanas les cae muy bien.
Emití un sonido que no quería decir nada. Yo siempre había tenido mis dudas sobre esa unión, y comenzaba a pensar que eran justificadas.
—¿Es que... hay alguna otra persona? —pregunté con delicadeza.
Manfred sacudió la cabeza lentamente, y oí cómo tragaba saliva con fuerza.
—No, señora —dijo con voz grave.
—¿Estás seguro?
—Sí, señora. —Tomó un largo aliento—. Quiero decir, la hubo. Pero eso ya terminó.
Esa revelación me desconcertó. Si él ya había decidido renunciar a esa otra chica misteriosa (ya fuera por miedo a su madre, o por cualquier otra razón), ¿qué le impedía seguir adelante con la boda con Lizzie?
—La otra chica... ¿por casualidad es de Hillsboro?
Las cosas iban aclarándose poco a poco. La primera vez que lo había visto a él y a su familia en la Reunión, sus hermanas habían intercambiado miradas de complicidad al mencionar las visitas de Manfred a Hillsboro. Ellas ya lo sabían, aunque Ute lo desconociera.
—Sí. Por eso fui a Hillsboro... Quiero decir, tenía que ir por las... eh... Pero también tenía intención de ver... a Myra... y decirle que iba a casarme con la señorita Wemyss y que ya no podría volver a verla.
—Myra. —De modo que, como mínimo, tenía nombre. Me recliné, taconeando el suelo mientras reflexionaba—. Tenías la intención... entonces, ¿al final no la viste?
Él volvió a negar con la cabeza, y vi una lágrima que caía y de pronto se extendía en el hilado polvoriento de sus pantalones.
—No, señora —contestó con la voz ahogada—. No pude. Estaba muerta.
—Oh, querido —dije suavemente—. Oh, lo lamento mucho. —Las lágrimas caían sobre sus rodillas, manchándole la tela, y sus hombros se sacudían, pero él no emitió sonido alguno.
Me acerqué y lo abracé, apretándolo con fuerza contra mi hombro. Su pelo era suave y mullido, y, en contacto con mi cuello, noté que su piel estaba sonrojada y caliente. Yo no sabía cómo lidiar con su pena; él era demasiado grande como para reconfortarlo con el mero roce, demasiado joven —tal vez— para que las palabras lo consolaran. En aquel momento no había nada que pudiera hacer por él, excepto abrazarlo.
Aun así, sus brazos rodearon mi cintura, y él se aferró a mí durante varios minutos después de que sus lágrimas se secaran. Yo seguí abrazándolo en silencio, palmeándole la espalda y sin dejar de vigilar a través de las vacilantes sombras verdes de las empalizadas cubiertas de enredaderas, por si a alguna otra persona se le ocurría venir a buscarme al huerto.
Finalmente, me soltó y se irguió en el asiento. Busqué un pañuelo y, al no encontrarlo, me quité el delantal y se lo pasé para que se limpiara la cara.
—No es necesario que te cases de inmediato —dije, cuando él ya parecía recuperado—. Es correcto que te tomes un tiempo para... curarte. Y podemos encontrar alguna excusa para posponer la boda; hablaré con Jamie...
Pero él estaba moviendo la cabeza y una mirada de triste determinación reemplazaba sus lágrimas.
—No, señora —dijo con la voz baja, pero de manera clara—. No puedo.
—¿Por qué no?
—Myra era una prostituta, señora. Murió del mal francés.
En ese momento me miró y vi el terror en sus ojos, detrás de la pena.
—Y creo que yo también lo tengo.
—¿Estás seguro? —Jamie bajó el casco que estaba recortando y miró a Manfred con una expresión sombría.
—Yo sí estoy segura —dije con aspereza. Había obligado a Manfred a que me enseñara la evidencia; de hecho, yo misma le había hecho un raspado en la lesión para examinar la muestra en el microscopio; luego lo llevé a ver a Jamie, casi sin darle tiempo a subirse los pantalones.
Jamie miró fijamente a Manfred, tratando de decidir qué decir. El chico, con el rostro púrpura por la doble presión de la confesión y el examen, bajó su propia mirada hacia los restos del casco que se encontraban en el suelo.
—Lo lamento mucho, señor —murmuró—. Yo... no tenía la intención de...
—Supongo que nadie tiene esa intención —dijo Jamie. Respiró hondo y soltó una especie de gruñido que hizo que Manfred encorvase los hombros y tratara de hundir la cabeza como una tortuga en su ropa.
—Ha hecho lo correcto —señalé, tratando de ser lo más positiva posible, dada la situación—. Me refiero... al decir la verdad.
Jamie resopló.
—Bueno, también podría contagiar a la pequeña Lizzie, ¿no? Eso es peor que sólo ir con una puta.
—Supongo que algunos hombres no dirían nada y esperarían que la suerte los acompañara.
—Sí, algunos sí. —Miró a Manfred con los ojos entornados, buscando, evidentemente, algún indicio manifiesto de que el chico pudiera ser un villano de esas características.
Gideon, al que le molestaba que se jugueteara con sus patas y que, por tanto, estaba de mal humor, piafó con violencia y estuvo a punto de aplastar el pie de Jamie. Echó la cabeza atrás y emitió un ruido que a mí me pareció el equivalente al gruñido de Jamie.
—Sí, bueno. —Jamie dejó de mirar con furia a Manfred y cogió el cabestro de Gideon—. Ve con él a la casa, Sassenach. En cuanto termine esto, llamaremos a Joseph y veremos qué se puede hacer.
—De acuerdo —dije con vacilación, sin estar segura de si era conveniente hablar delante de Manfred. No quería darle demasiadas esperanzas hasta que tuviera la oportunidad de examinar el raspado con el microscopio.
Las espiroquetas de la sífilis eran muy características, pero no creía que tuviera en mis manos una muestra que me permitiera verlas con un microscopio simple como el mío. Y si bien suponía que mi penicilina casera tal vez podría eliminar la infección, no tenía manera de saberlo con seguridad, a menos que pudiera verlas, y entonces comprobar que hubieran desaparecido de su sangre.
Me contenté con decir:
—Tengo penicilina, ¿sabes?
—Lo sé muy bien, Sassenach. —Jamie volvió su mirada siniestra de Manfred a mí. Yo le había salvado la vida con la penicilina en dos ocasiones, pero él no había disfrutado con ello. Después de soltar un ruido escocés de desdén, se agachó y volvió a levantar la enorme pezuña de Gideon.
Manfred parecía traumatizado como un soldado con estrés postraumático, y no pronunció ninguna palabra de camino a la casa. Vaciló en la puerta de la consulta, mirando con inquietud el resplandeciente microscopio en la caja abierta de instrumental quirúrgico, y luego paseó la mirada por los cuencos tapados en los que yo cultivaba las colonias de penicilina.
—Pasa —dije, pero me vi obligada a extender la mano y a cogerlo de la manga antes de que diera un paso hacia el umbral. En ese momento se me ocurrió que él nunca antes había puesto un pie en la consulta; nosotros estábamos a casi diez kilómetros de la casa de los McGillivray, y Frau McGillivray era capaz de lidiar con las afecciones poco importantes de su familia.
Yo no me sentía demasiado caritativa con respecto a Manfred en ese momento, pero le alcancé un banco y le pregunté si le apetecía una taza de café. Se me ocurrió que tal vez le vendría bien algo más fuerte, si iba a tener que hablar con Jamie y Joseph Wemyss, pero supuse que sería mejor que mantuviera la mente clara.
—No, señora —dijo pálido, y tragó saliva—. Quiero decir, gracias, pero no.
Parecía muy joven y muy asustado.
—Arremángate, por favor. Voy a extraerte un poco de sangre, pero no te dolerá mucho. ¿Cómo conociste a la... eh... joven? Myra se llamaba, ¿verdad?
—Sí, señora. —Los ojos se le llenaron de lágrimas al escuchar su nombre; supongo que el pobre la amaba de verdad; o al menos eso creía él.
Había conocido a Myra en una taberna de Hillsboro. Parecía una chica amable, me dijo, y era muy bonita, y cuando ella le pidió al joven armero que la invitara a una copa de ginebra, él se sintió inmensamente atractivo y obedeció.
—Entonces bebimos juntos un rato, y ella se reía de lo que yo le decía, y...
Al parecer, le costaba explicar cómo la cuestión había avanzado a partir de ese momento, pero se había despertado en su cama. Aquello había sellado el tema en lo que a él concernía, y a partir de ese momento había aprovechado cada excusa para ir a Hillsboro.
—¿Cuánto duró este romance? —pregunté interesada. Como carecía de una jeringa decente para extraer sangre, me limité a pincharle la vena del lado interior del codo con una lanceta y vertí la sangre en una pequeña ampolla.
Al parecer, casi dos años.
—Sabía que no podía casarme con ella —explicó con seriedad—. Meine Mutter jamás... —Se interrumpió, al mismo tiempo que adoptaba la expresión de un conejo asustado que oye sabuesos cerca—. Mein Gott! ¡Mi madre!
Yo también me preguntaba por ese aspecto concreto del asunto. Ute McGillivray no estaría nada contenta de enterarse de que su orgullo y su alegría, su único hijo, había contraído una enfermedad vergonzosa que, por si eso fuera poco, provocaría la anulación del compromiso que ella había organizado con tanto cuidado y que muy probablemente generaría un escándalo que se difundiría por toda la región. El hecho de que en la mayoría de los casos era una enfermedad fatal quizá se convertiría en una preocupación secundaria.
—¡Me matará! —dijo, deslizándose del banco y bajándose la manga deprisa.
—No lo creo. Aunque supongo que...
En ese delicado momento se oyó la puerta trasera y voces en la cocina. Manfred se puso tenso mientras sus oscuros rizos se agitaban con alarma. Entonces, unos pesados pasos resonaron en el pasillo camino de la consulta, y él se lanzó al otro lado de la sala, pasó una pierna por encima del alféizar y desapareció, corriendo como un ciervo hacia los árboles.
—¡Vuelve aquí, imbécil! —grité por la ventana abierta.
—¿A qué imbécil te refieres, tía? —Me volví y descubrí que los pesados pasos correspondían al joven Ian, y que eran pesados porque llevaba a Lizzie Wemyss en brazos.
—¡Lizzie! ¿Qué ocurre? Ven, ponla sobre la mesa. —Comprendí de inmediato lo que ocurría: la malaria había vuelto otra vez. Ella estaba floja, como una marioneta, pero de todas formas temblaba de frío y los músculos, al contraerse, hacían que se sacudiera como si fuera gelatina.
—La he encontrado en el cobertizo de los productos lácteos —dijo Ian, tumbándola con cuidado sobre la mesa—. El sordo Beardsley ha venido corriendo como si lo persiguiera el diablo, me ha visto y me he arrastrado hacia allí. Estaba tirada en el suelo, con el tarro de leche junto a ella.
Era muy preocupante; hacía bastante tiempo que no tenía ataques, pero ya era la segunda vez que el ataque se producía demasiado deprisa como para que pudiera pedir ayuda, haciendo que se derrumbara casi de inmediato.
—En el último anaquel del armario —le dije a Ian, mientras me apresuraba a poner a Lizzie de costado y desabrocharle las tiras del vestido—. Aquel bote azulado... no, el grande.
Ian lo cogió sin hacer preguntas y le quitó la tapa mientras me lo traía.
—¡Por Dios, tía! ¿Qué es? —Arrugó la nariz por el olor del ungüento.
—Bayas de acebo y corteza de quino en grasa de ganso, entre otras cosas. Coge un poco y empieza a frotárselo en los pies.
Con una expresión de desconcierto, sacó delicadamente una cucharada de la crema gris púrpura e hizo lo que le había indicado. Los pequeños pies descalzos de Lizzie desaparecieron entre sus grandes manos.
—¿Crees que se recuperará, tía? —La miró a la cara con expresión de preocupación. El aspecto de Lizzie bastaba para inquietar a cualquiera; su piel estaba sudorosa y del color del suero de la leche, y tan flácida que los escalofríos hacían que le temblaran las delicadas mejillas.
—Es probable. Cierra los ojos, Ian.
Yo le había aflojado la ropa y en ese momento le quité el vestido, las enaguas y el corsé. La cubrí con una manta raída antes de pasarle la última prenda interior por encima de la cabeza; tenía sólo dos, y no quería estropearle una con el ungüento.
Ian me había obedecido y tenía los ojos cerrados, pero seguía frotando los pies de Lizzie con el ungüento. Tenía el entrecejo fruncido, y la expresión de preocupación le confirió un leve, pero sorprendente parecido con Jamie. Atraje la jarra hacia mí, saqué un poco de ungüento y, tanteando debajo de la manta, comencé a extendérselo por las axilas, y luego por la espalda y el vientre. Podía palpar el hígado con suma claridad, una masa grande y firme debajo de las costillas. Estaba inflamado, y también sensible, a juzgar por las muecas de dolor de Lizzie cuando la toqué. Sin duda, allí había un daño que ya llevaba tiempo produciéndose.
—¿Puedo abrir los ojos?
—Ah... sí, por supuesto. Ponle un poco más en las piernas, Ian, por favor.
Al mismo tiempo que le entregaba la jarra, advertí un movimiento en el umbral. Uno de los gemelos Beardsley estaba allí, agarrado a la jamba, con sus oscuros ojos clavados en Lizzie. Debía de ser Kezzie; Ian había dicho que «el sordo Beardsley» había ido a buscar ayuda.
—Se pondrá bien —le dije, levantando la voz, y él asintió una vez; luego desapareció, no sin antes dirigir una mirada fulminante a Ian.
—¿A quién le gritabas antes, tía Claire? —Ian levantó la mirada, evidentemente tanto para preservar la modestia de Lizzie como en un gesto de cortesía hacia mí; la manta estaba corrida hacia atrás y sus grandes manos extendían el ungüento en la piel por encima de la rodilla. Sus pulgares se movían en delicados círculos alrededor de las pequeñas curvas redondeadas de las rótulas. La piel de Lizzie era tan fina que daba la impresión de que podía verse el perlado hueso.
—¿Quién...? Ah. Manfred McGillivray —dije, recordando de pronto—. ¡Maldición! ¡La sangre! —Di un salto y me limpié las manos deprisa en el delantal. Gracias a Dios, le había puesto el corcho a la ampolla; la sangre en su interior continuaba líquida, pero no permanecería así durante mucho tiempo más.
—Sigue con las manos y los brazos, por favor, Ian. Tengo que ocuparme de esto deprisa.
Él obedeció mientras yo me apresuraba a verter una gota de sangre en varios portaobjetos, pasando uno limpio encima de cada uno para crear una mancha plana. ¿Qué clase de colorante necesitaría para las espiroquetas? No había forma de saberlo; debería probarlos todos.
Le expliqué la cuestión de forma inconexa a Ian mientras sacaba frascos de colorante del armario, preparaba las soluciones y empapaba los portaobjetos.
—¿Sífilis? Pobre muchacho; debe de estar aterrorizado.
Ian colocó el brazo de Lizzie, brillante por el ungüento, debajo de la manta y la ajustó con cuidado a su alrededor.
Por un momento me sorprendió esa muestra de compasión, pero luego me acordé. Ian había estado expuesto a la sífilis unos años antes, después de que Geillis Duncan lo secuestrara. Yo no estaba segura de si él había contraído la enfermedad, pero, por si acaso, le había dado una dosis de la última partida de penicilina del siglo XX que me quedaba.
—¿No le has dicho que podías curarlo, tía?
—No he tenido la oportunidad. Aunque, para ser honesta, no estoy absolutamente segura de poder hacerlo. —Me senté en una banqueta y cogí la otra mano de Lizzie para tomarle el pulso.
—¿No? —Ian enarcó las cejas al escuchar aquello—. Me dijiste que yo estaba curado.
—Y lo estás —le aseguré—. Si es que alguna vez tuviste la enfermedad. —Lo miré fijamente—. Jamás has tenido una llaga en tu pene, ¿verdad?, o en ninguna otra parte...
Él negó con la cabeza, mudo, mientras una oscura ola de sangre coloreaba sus delgadas mejillas.
—Bien. Pero la penicilina que te di... era algo que había traído de... bueno, de antes. Era purificada; muy fuerte y potente. En cambio, ahora nunca sé con seguridad, cuando uso ésta —señalé con un gesto los recipientes de cultivo que estaban sobre la encimera—, si es lo bastante fuerte como para que funcione; ni siquiera si la cepa es la correcta...
Me froté la nariz con la palma de la mano; el ungüento de bayas de acebo tenía un olor muy intenso.
—No siempre funciona.
Yo ya me había encontrado con más de un paciente con una infección que no respondía a alguno de mis preparados de penicilina; aunque en muchos casos sí había tenido éxito en un segundo intento. En algunos casos aislados, el paciente se había recuperado por sí solo antes de que el segundo preparado estuviera listo. En un solo caso el paciente había muerto, a pesar de que le había aplicado dos combinaciones diferentes de penicilina.
Ian asintió lentamente, con los ojos fijos en el rostro de Lizzie. Las primeras tandas de escalofríos habían terminado, y ella estaba inmóvil; la manta apenas se movía sobre la suave curva de sus pechos.
—Entonces, si no estás segura... no dejarás que se case con ella, ¿verdad?
—No lo sé. Jamie ha dicho que hablaría con el señor Wemyss para averiguar qué pensaba él de este tema.
Me levanté y saqué el primer portaobjetos de su baño rosáceo, lo sacudí para quitarle las gotas que tenía pegadas y, después de limpiar la parte inferior, lo coloqué con cuidado en la plataforma de mi microscopio.
—¿Qué estás buscando, tía?
—Unas cosas llamadas espiroquetas. Son una clase particular de gérmenes que causan la sífilis.
—Ah, sí.
A pesar de la gravedad de la situación, el tono de escepticismo de su voz me hizo sonreír. Yo ya le había mostrado microorganismos, pero al igual que Jamie y que casi todos, él simplemente no podía creer que algo casi invisible pudiera causar daño. La única persona que al parecer había aceptado la idea con entusiasmo era Malva Christie y, en su caso, yo creía que esa aceptación sólo se debía a su fe en mí. Si yo le decía algo, ella me creía, lo que era todo un alivio después de años de enfrentarme a un gran número de escoceses que me miraban con distintos grados de sospecha.
—¿Crees que habrá ido a su casa? Manfred, quiero decir.
—No lo sé —contesté sin prestar atención, moviendo lentamente el portaobjetos de un lado a otro, buscando.
Pude distinguir los glóbulos rojos, unos pálidos discos rosados que flotaban más allá de mi campo de visión, avanzando poco a poco en el colorante acuoso. No había ninguna espiral mortal visible, sin embargo eso no significaba que no estuvieran allí, sino que era posible que el colorante que había utilizado no las mostrara.
Lizzie se agitó y gimió. Miré hacia atrás y vi que sus párpados se abrían.
—Tranquila, muchacha —dijo Ian en voz baja, con una sonrisa—. Estás mejor, ¿verdad?
—¿Verdad? —comentó ella débilmente.
De todas formas, las comisuras de su boca se elevaron un poco, sacó una mano de debajo de la manta y empezó a tantear con ella. Él la cogió y se la palmeó.
—Manfred —intervino Lizzie, girando la cabeza hacia los lados, con los ojos entornados—. ¿Manfred está aquí?
—Eh... No —respondí, intercambiando una rápida mirada de consternación con Ian. ¿Cuánto había escuchado?—. No, estaba aquí, pero ahora... se ha marchado.
—Ah. —Al parecer, perdió el interés y volvió a cerrar los ojos.
Ian la miró, sin dejar de acariciarle la mano. Su rostro expresaba una profunda compasión... aunque tal vez también cierto cálculo.
—¿Llevo a la muchacha a la cama? —preguntó en voz baja, como si ella estuviera dormida—. ¿Y luego voy a buscar a...? —Movió la cabeza hacia la ventana abierta, enarcando una ceja.
—Sí, por favor, Ian. —Vacilé, y sus ojos de un profundo color avellana se clavaron en los míos, ablandados por la preocupación y la sombra del recuerdo de un dolor—. Ella se pondrá bien —dije, tratando de insuflar certeza a mis palabras.
—Sí —respondió él firmemente, y se agachó para cogerla, envolviéndola con la manta—. Si yo tengo algo que decir al respecto.