47
Abejas y varas

No estaba espiando, de ninguna manera. Una de mis colmenas había enjambrado y yo estaba buscando las abejas fugitivas.

Los nuevos enjambres no solían trasladarse muy lejos y se detenían con frecuencia; por lo general, descansaban horas enteras en la horcadura de un árbol o en un tronco abierto, donde formaban una bola de zumbidos y bullicio. Si se localizaba a las abejas antes de que decidieran colectivamente dónde se instalarían, muchas veces era posible convencerlas de que entraran en una colmena tentadora y vacía que llevaba en una cesta, y de ese modo volver a capturarlas.

El problema con las abejas es que no dejan huellas. Por eso yo iba de un lado a otro por la ladera de la montaña, a un kilómetro y medio de la casa, con una colmena vacía colgada sobre el hombro con una cuerda, tratando de seguir las instrucciones de Jamie en cuanto a la caza y pensar como una abeja.

Había enormes y florecientes franjas de galax, estramonio y otras flores silvestres en la ladera, mucho más arriba, pero también había un tronco seco de lo más atractivo —para las abejas— un poco más abajo, asomando entre los tupidos brotes.

La colmena era pesada, y la pendiente, empinada. Era más fácil bajar que subir. Alcé la cuerda, que comenzaba a rasparme la piel del hombro, y comencé a deslizarme hacia abajo entre zumaques y arbustos, tensando los pies para no tropezar con las rocas y agarrándome de las ramas para no resbalar.

Como estaba concentrándome en mis pies, no presté atención especial al lugar donde me encontraba. Aparecí en un hueco entre los arbustos desde el que se veía el tejado de una cabaña, unos metros más abajo. ¿De quién sería? De los Christie, pensé. Me pasé la manga por el sudor que me caía del mentón; hacía calor y no llevaba cantimplora. Tal vez podría parar allí y pedir agua de camino a casa.

Por fin llegué hasta el tronco caído y me desilusioné al no encontrar señales de abejas. Me quedé inmóvil, con la cara sudorosa y escuchando, con la esperanza de captar el delator zumbido de las abejas. Oí sonidos parecidos de una serie de insectos voladores, y el amable estrépito de un grupo de diminutos insectos trepadores en la cuesta, más arriba. Pero ninguna abeja.

Suspiré y me di la vuelta para rodear el tronco, pero entonces hice una pausa porque mis ojos captaron algo blanco más abajo.

Thomas Christie y Malva estaban en el pequeño claro situado en la parte trasera de la cabaña. Yo había captado el color de su camisa al moverse, pero ahora él estaba quieto, con los brazos cruzados.

Su atención parecía centrarse en su hija, que estaba cortando ramas de uno de los fresnos a un lado del claro. «¿Para qué?», me pregunté.

Me parecía que había algo muy peculiar en la escena, aunque no podía discernir exactamente qué era. ¿Alguna postura corporal? ¿Cierta tensión entre ellos?

Malva se volvió y caminó hacia su padre, con varias ramas largas y delgadas en la mano. Tenía la cabeza gacha, arrastraba los pies, y cuando se las entregó, de pronto entendí lo que ocurría.

Estaban demasiado lejos como para que los oyera, pero al parecer él estaba diciéndole algo, señalando con gestos bruscos el tocón que utilizaban para cortar leña. Ella se arrodilló al lado, inclinó la cabeza, y se levantó la falda, dejando al descubierto sus nalgas desnudas.

Sin vacilar, él levantó las ramas y las golpeó con fuerza contra el trasero de su hija, luego volvió a azotarla en otra dirección, marcando su piel con nítidas líneas en zigzag que pude ver incluso a tanta distancia. Repitió el castigo varias veces con una deliberación estudiada cuya violencia era aún más sorprendente por su falta de emoción aparente.

Ni siquiera se me ocurrió mirar hacia otro lado. Me quedé totalmente paralizada entre los arbustos, demasiado aturdida incluso para ahuyentar a los mosquitos que se arremolinaban alrededor de mi cara.

Christie soltó las varas, se dio la vuelta y se metió en la casa antes de que yo pudiera hacer otra cosa que parpadear. Malva se sentó en cuclillas y se sacudió la falda, se la bajó y se alisó la tela con delicadeza sobre el trasero cuando se levantó. Tenía la cara roja, pero no lloraba ni parecía angustiada.

«Está acostumbrada.» El pensamiento se presentó de improviso. Vacilé, sin saber qué hacer. Antes de que pudiera decidirme, Malva se arregló el gorro, dio media vuelta y entró en el bosque con aire de determinación, precisamente en mi dirección.

Me escondí detrás de un gran tulípero, incluso antes de ser consciente de que había tomado una decisión. Ella no estaba herida, y yo estaba segura de que no quería enterarse de que alguien había visto el incidente.

Malva pasó a escasos metros de mí, resoplando un poco durante el ascenso y murmurando de una manera que me hizo pensar que estaba muy enfadada, más que disgustada.

Me asomé con cuidado por detrás del tulípero, pero no pude ver más que su gorro durante un instante fugaz, sobresaliendo entre los árboles. No había cabañas allá arriba, y ella no llevaba ninguna cesta ni herramientas para recolectar frutos. Tal vez sólo quería estar sola, reponerse. No me sorprendería que así fuera.

Esperé hasta que se perdió de vista, y luego empecé a bajar lentamente la ladera. No me detuve en la cabaña de Christie, aunque tenía mucha sed. Ya había perdido todo el interés en las abejas errantes.

Encontré a Jamie a cierta distancia de la casa, charlando con Hiram Crombie. Los saludé con un gesto y esperé a que Crombie terminara lo que había venido a hacer, para poder contarle a Jamie lo que había presenciado.

Por suerte, Hiram no mostró interés en quedarse; yo lo ponía nervioso. Le expliqué a Jamie de inmediato lo que había visto, y me irritó el hecho de que él no compartiera mi preocupación. Si Tom Christie consideraba necesario azotar a su hija, era asunto suyo.

—Pero podría... podría ser que... tal vez no sea sólo un azote. Tal vez... le haga otras cosas.

Me lanzó una mirada de sorpresa.

—¿Tom? ¿Tienes alguna razón para pensarlo?

—No —admití a regañadientes. El tema de Christie me hacía sentir incómoda, pero probablemente eso sólo se debía a que Tom y yo no nos llevábamos bien. No era tan estúpida como para pensar que una tendencia hacia el fanatismo religioso implicaba que una persona no actuaría con crueldad, pero... para ser justos, tampoco implicaba que lo hiciera—. Pero es posible que no deba azotarla de esa manera, ¿no? Sobre todo a su edad.

Él me miró con un ligero disgusto.

—Tú no entiendes nada, ¿verdad? —dijo, repitiendo exactamente mi pensamiento.

—Yo estaba a punto de decirte lo mismo a ti —respondí, igualando su mirada. Jamie no apartó la vista, sino que la sostuvo, convirtiéndola lentamente en una mirada de irónica diversión.

—Entonces, ¿es diferente? —preguntó—. ¿En tu mundo? —Su voz tenía justo el filo suficiente como para obligarme a recordar que no estábamos en mi mundo, y que jamás lo estaríamos. De pronto sentí que se me ponía la carne de gallina y se me erizaba el fino vello rubio del brazo.

—En tu época, ¿un hombre no le pegaría a una mujer? ¿Ni siquiera por una buena causa?

¿Qué podía contestarle? No podía mentirle, incluso aunque quisiera; él conocía mi cara demasiado bien.

—Algunos sí lo hacen —admití—. Pero no es lo mismo. En mi época, como tú dices, un hombre que golpea a su mujer es un criminal. Pero —añadí, para ser justa—, si un hombre golpea a su mujer en mi época, lo más probable es que use los puños.

Una mirada de asombro y repulsión le cruzó la cara.

—¿Qué clase de hombre haría algo así? —preguntó con incredulidad.

—Uno malo.

—Eso diría yo, Sassenach. ¿Y no crees que existe cierta diferencia? —preguntó—. ¿Te parecería lo mismo que yo te aplastara la cara en lugar de darte un tawse en el trasero?

La sangre se acumuló de repente en mis mejillas. Una vez Jamie me había pegado con una correa, y yo no lo había olvidado. En aquel momento sentí deseos de matarlo, y que me hiciera recordarlo tampoco me sentó muy bien. Al mismo tiempo, yo no era tan idiota como para equiparar sus acciones a las de un maltratador de mujeres de la época moderna.

Jamie me miró con una ceja enarcada, y entonces comprendió lo que yo estaba recordando. Sonrió.

—Ah —dijo.

—Ah, sin duda —aclaré muy enfadada. Había conseguido olvidar aquel episodio extremadamente humillante, y no me gustó en absoluto que él me lo recordara.

Él, por otra parte, estaba disfrutando con el recuerdo. Me observó de una manera que me resultó insoportable, sin dejar de sonreír.

—Dios mío, chillaste como una ban-sidhe.

Comencé a sentir claramente que la sangre me palpitaba en las sienes.

—¡Y tenía una buena razón para hacerlo, maldita sea!

—Ah, sí —dijo, y su sonrisa se hizo aún mayor—. Es cierto. Pero recuerda que fue culpa tuya —añadió.

—¡Culpa m...!

—Sí —concluyó firmemente.

—Pero ¡si me pediste disculpas! —grité, completamente encolerizada—. ¡Sabes que lo hiciste!

—No, no es cierto. Y además fue culpa tuya —insistió, obstinado y por completo carente de lógica—. No habrías recibido una zurra tan dura si me hubieras hecho caso desde el principio, cuando te dije que te arrodillaras y...

—¡Hacerte caso! ¿Crees que yo me hubiera entregado mansamente para que tú...?

—Jamás te he visto hacer nada mansamente, Sassenach. —Me cogió del brazo para que pasara por encima de los escalones de la empalizada, pero yo me solté resollando de indignación.

—¡Bestia escocesa! —Tiré la colmena al suelo delante de sus pies, me recogí las faldas furiosa y pasé por encima de la empalizada.

—Bueno, no he vuelto a hacerlo —protestó él detrás de mí—. Lo prometí, ¿no?

Me volví desde el otro lado y lo fulminé con la mirada.

—¡Sólo porque te amenacé con arrancarte el corazón si llegabas siquiera a intentarlo!

—Bueno, aun así. Podría haberlo hecho, y lo sabes, ¿o no, Sassenach? —Dejó de sonreír, pero había un claro brillo en sus ojos.

Tomé aliento varias veces, tratando al mismo tiempo de controlar mi irritación y de pensar en alguna réplica demoledora. Fallé en ambos intentos, y con un breve y digno «¡Ejem!», me di la vuelta.

Oí el crujido de su kilt cuando recogió la colmena, saltó por encima de la empalizada y vino detrás de mí, alcanzándome en una o dos zancadas. Yo no lo miré; las mejillas seguían ardiéndome.

El hecho que más me enfurecía era que sí lo sabía. Lo recordaba todo demasiado bien. Él había usado la hebilla de su cinturón de tal manera que no pude sentarme con comodidad durante varios días; y si alguna vez decidía hacerlo de nuevo, no había nada que pudiera impedírselo.

En la mayoría de los casos, yo era capaz de ignorar el hecho de que legalmente era propiedad suya. Pero era un hecho, y él lo sabía.

—¿Y qué hay de Brianna? —pregunté—. ¿Pensarías lo mismo si de pronto el joven Roger decidiera pegarle a tu hija con el cinturón o con una vara?

En un principio la idea le resultó graciosa.

—Creo que tendría que luchar como un demonio si lo intentara —dijo—. Es una muchacha bastante difícil, ¿no? Y me temo que tiene las mismas ideas que tú sobre lo que constituye la obediencia conyugal. Pero de todas maneras —añadió al mismo tiempo que se echaba la colmena al hombro—, nunca se sabe lo que ocurre dentro de un matrimonio, ¿no crees? Tal vez a ella le gustaría que él lo intentara.

—¿Le gustaría? —Lo miré asombrada—. ¿Cómo puedes pensar que a alguna mujer podría gustarle...?

—¿Ah, no? ¿Y qué hay de mi hermana?

Me detuve de inmediato en medio del sendero, mirándolo fijamente.

—¿Qué ocurre con tu hermana? No estarás diciendo que...

—Sí. —Había recuperado el destello en su rostro, pero no me pareció que estuviera bromeando.

—¿Ian pegaba a Jenny?

—¿Puedes dejar de decirlo así? —inquirió con suavidad—. Parece que Ian le pegara con los puños, o le dejara morados los ojos. Yo te di una buena paliza, pero no te hice sangrar, por el amor de Dios. —Sus ojos recorrieron rápidamente mi cara; todo se había curado, al menos en el exterior. La única marca que quedaba era una diminuta cicatriz que me cruzaba una ceja (y era invisible, a menos que alguien separara los pelitos y observara con detenimiento)—. Ian tampoco lo haría.

Estaba estupefacta. Había vivido varios meses muy cerca de Ian y Jenny Murray, y jamás había percibido el más mínimo indicio de que él poseyera una naturaleza violenta. De hecho, era imposible imaginar que nadie intentara algo así con Jenny Murray, que tenía una personalidad aún más fuerte que la de su hermano, si es que eso era posible.

—Bueno, y ¿qué le hacía? Y ¿por qué?

—Bueno, le pegaba con el cinturón a veces —dijo—, sólo si ella lo obligaba.

Respiré hondo.

—¿Si ella lo obligaba? —pregunté con calma, dadas las circunstancias.

—Bueno, ya conoces a Ian —dijo encogiéndose de hombros—. Él no es de los que harían algo así, a menos que Jenny lo forzara a hacerlo.

—Jamás he visto nada semejante entre ellos dos —repliqué, mirándolo con furia.

—Bueno, seguramente no lo haría delante de ti, ¿no?

—Y ¿sí delante de ti?

—Bueno, no precisamente —admitió—. Pero yo no iba muy a menudo a la casa, después de Culloden. Aunque, de vez en cuando, sí iba de visita, y me daba cuenta de que ella estaba... preparándose para algo. —Se frotó la nariz y entornó los ojos al entrar en contacto con el sol, buscando las palabras apropiadas—. Ella lo molestaba —dijo por fin, encogiéndose de hombros—. Se metía con él por cualquier cosa, hacía pequeños comentarios sarcásticos. —Su rostro se relajó un poco al encontrar una descripción adecuada—. Actuaba como una niña consentida a la que le venía bien un tawse.

Esa descripción me resultaba del todo increíble. Jenny Murray tenía una lengua aguda, y pocas inhibiciones respecto a usarla contra cualquiera, incluido su marido. Ian, la bondad personificada, se limitaba a reírse de ella. Pero, sencillamente, no podía aceptar la idea de que ella se comportara de la manera que él había descrito.

—Bueno, como te decía, yo ya lo había visto una o dos veces. Ian la miraba con atención, pero se quedaba tranquilo. Hasta que, una vez, yo había salido a cazar, cerca del atardecer, y atrapé un pequeño ciervo en la colina, justo detrás del broch. ¿Conoces el lugar del que hablo?

Asentí, aún asombrada.

—Era lo bastante cerca como para llevar el animal hasta la casa sin ayuda, de modo que lo dejé en el cobertizo para ahumar las pieles y lo colgué allí. No había nadie por allí; más tarde me enteré de que todos los niños habían ido al mercado de Broch Mhorda acompañados por los sirvientes. Entonces supuse que la casa estaba completamente vacía, y entré en la cocina para buscar algo para comer y una taza de mantequilla antes de marcharme.

Como creyó que no había nadie en casa, entró y lo alarmaron unos ruidos que procedían del dormitorio de la planta superior.

—¿Qué clase de ruidos? —pregunté fascinada.

—Bueno... alaridos —respondió él encogiéndose de hombros—. Y risas. Algunos empujones y golpes, el ruido de un banco que se caía... Si no hubiera sido por las carcajadas, habría pensado que había ladrones en la casa. Pero reconocí la voz de Jenny y la de Ian, y... —La voz de Jamie se fue apagando, y sus orejas se sonrojaron por el recuerdo—. Entonces... hubo algo más... como voces más altas, y luego el chasquido de un cinturón sobre un trasero, y el tipo de alarido que se puede oír a seis campos de distancia.

Tomó un largo aliento y se encogió de hombros.

—Bueno, quedé un poco desconcertado, y en un principio, no supe qué hacer.

Asentí, comprendiendo, al menos, eso último.

—Supongo que sería una situación bastante incómoda, sí. Pero... aquello... continuó, ¿no?

Jamie asintió. En esos momentos, sus orejas habían adquirido un tono rojo intenso, y estaba sonrojado, aunque puede que aquello solo se debiera al calor.

—Sí. —Me miró—. Escucha, Sassenach, si hubiera pensado que él estaba haciéndole daño, habría subido por aquella escalera en un segundo. Pero... —Ahuyentó a una abeja inquisitiva con un movimiento de cabeza—. Había... parecía... ni siquiera sé cómo decirlo. En realidad, no era que Jenny no dejara de reír, porque no era exactamente eso lo que ocurrió, sino que yo sentí que ella disfrutaba. En cuanto a Ian... bueno, Ian sí estaba riéndose. No muy fuerte, ¿sabes?; era sólo... algo en su voz.

Espiró y se pasó los nudillos por la mandíbula, limpiándose el sudor.

—Me quedé paralizado en el lugar, con un trozo de pastel en la mano, escuchando. Volví en mí sólo cuando las moscas comenzaron a aterrizar en mi boca abierta, y a esas alturas ellos... ah... ya estaban... ejem. —Encorvó los hombros como si la camisa le fuera muy ceñida.

—¿Quieres decir haciendo el amor? —pregunté secamente.

—Supongo que sí —respondió en un tono remilgado—. Yo me marché. Hice todo el camino a pie hasta Foyne, y aquella noche me quedé en casa de la abuela MacNab. —Foyne era un poblado minúsculo, a unos veinticinco kilómetros de Lallybroch.

—¿Por qué? —pregunté.

—Bueno, tuve que hacerlo —dijo con lógica—. No podía ignorar aquello. O bien caminaba y comenzaba a pensar en ello, o bien cedía a la tentación y me masturbaba, y eso sí que no podía hacerlo... después de todo era mi hermana.

—¿Quieres decir que no puedes pensar y realizar una actividad sexual al mismo tiempo? —pregunté riendo.

—Claro que no —aclaró él (confirmando así una idea que había tenido durante mucho tiempo), y luego me miró como si estuviera loca—. ¿Tú sí?

—Yo sí que puedo.

Él enarcó una ceja, claramente poco convencido.

—Bueno, no digo que siempre lo haga —admití—, pero es posible. Las mujeres estamos acostumbradas a hacer más de una cosa a la vez; es necesario, por los hijos. De todas formas, volvamos a Jenny y a Ian. ¿Por qué demonios...?

—Bueno, como te decía, estuve caminando y pensando sobre ese tema —admitió Jamie—. A decir verdad, no podía dejar de pensar en ello. La abuela MacNab se dio cuenta de que estaba dándole vueltas a algo, y me acosó durante la cena hasta que... eh... bueno, hasta que se lo conté.

—Ya veo. ¿Y qué dijo ella? —pregunté fascinada. Yo había conocido a la abuela MacNab, una persona mayor y llena de brío con modales muy francos, y mucha experiencia sobre la debilidad humana.

—Se echó a reír como si le hicieran cosquillas en el culo —contestó, mientras uno de los lados de su boca se curvaba hacia arriba—. Pensé que le iba a dar algo.

De todas formas, la anciana se repuso, se secó las lágrimas con el delantal y le explicó la cuestión despacio y con amabilidad, como si estuviera dirigiéndose a un tonto.

—Me dijo que era por la pierna de Ian —me contó Jamie, mirándome para ver si entendía a lo que me refería—. Dijo que una cosa así no cambiaría nada para Jenny, pero sí para él —añadió, sonrojándose aún más—. Comentó que los hombres no tienen la menor idea de lo que las mujeres piensan en la cama, pero creen que sí lo saben, y eso causa problemas.

—Ya decía yo que la abuela MacNab me caía bien —murmuré—. ¿Y qué más?

—Bueno, dijo que era probable que Jenny sólo estuviera dejándole bien claro a Ian, y tal vez a sí misma también, que ella seguía pensando que él era un hombre, con pierna o sin ella.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Porque, Sassenach —repuso con aspereza—, cuando eres un hombre, buena parte de tus obligaciones consiste en poner límites y pelearte con cualquiera que los cruce. Tus enemigos, tus arrendatarios, tus hijos... tu esposa. No siempre puedes pegarles o azotarlos, pero cuando puedes hacerlo, al menos queda claro quién está al mando.

—Pero eso es... —comencé a decir, pero me interrumpí, frunciendo el ceño mientras lo consideraba.

—Y si eres un hombre, estás al mando. Tú eres quien mantiene el orden, te guste o no. Es así —dijo; luego me tocó el codo, al mismo tiempo que hacía un gesto hacia un claro en el bosque—. Tengo sed. ¿Nos detenemos un momento?

Lo seguí por un estrecho sendero a través del bosque hacia lo que llamábamos el Manantial Verde, un burbujeante flujo de agua sobre una pálida piedra de ofita, ubicado en una hondonada fresca y umbría rodeada de musgo. Nos arrodillamos, nos salpicamos la cara y bebimos con un suspiro de alivio y gratitud. Jamie se echó un puñado de agua en el interior de la camisa, cerrando los ojos de dicha. Yo me reí, pero me quité el pañuelo empapado de sudor y lo humedecí con el agua del manantial para limpiarme el cuello y los brazos con él.

La caminata hasta el manantial había causado una interrupción de la conversación, y yo no estaba segura de cómo reanudarla, o incluso de si debía hacerlo. En cambio, me limité a quedarme sentada a la sombra, con los brazos alrededor de las rodillas, moviendo de forma distraída los dedos de los pies en el musgo.

Jamie tampoco parecía sentir necesidad de hablar por el momento. Se recostó cómodamente en una roca con la tela mojada de su camisa pegada al pecho, y nos quedamos inmóviles, escuchando el bosque.

Yo no estaba segura de qué decir, pero eso no significaba que hubiera dejado de pensar en la conversación. De una extraña manera, creía entender a lo que la abuela MacNab se había referido, aunque no estaba segura de si estaba de acuerdo con ella.

Pero estaba pensando más en lo que había dicho Jamie sobre la responsabilidad de un hombre. ¿Sería cierto? Tal vez sí, aunque yo nunca me lo había planteado de esa manera. Era cierto que él era un baluarte, no sólo para mí o para su familia, sino también para sus arrendatarios, pero ¿era ésa la verdadera razón por la que asumía ese papel? «Poner límites y pelearte con cualquiera que los cruce.» Me pareció que sí.

Había límites entre él y yo, sin duda alguna; podría dibujarlos sobre el musgo. Lo que no equivalía a decir que nosotros no «cruzábamos» los límites del otro; lo hacíamos con frecuencia, y con resultados dispares. Yo tenía mis propias defensas y medios para mantenerlas. Pero él sólo me había golpeado una vez por transgredir sus límites, y fue al principio. Entonces, ¿lo había visto como una pelea necesaria? Suponía que sí; eso era lo que estaba diciéndome.

Él, por su parte, había seguido su propia línea de pensamiento, que tomaba un camino diferente.

—Es extraño —dijo reflexivamente—. Laoghaire hacía que me enojara a menudo, pero jamás se me ocurrió pegarle.

—Bueno, qué desconsiderado de tu parte —señalé irguiéndome. Me disgustaba que hablara de Laoghaire, fuera cual fuese el contexto.

—Ah, es cierto —respondió con seriedad, sin ser consciente de mi sarcasmo—. Creo que se debía a que ella no me importaba tanto como para pensarlo, y mucho menos para hacerlo.

—¿No te importaba lo bastante como para pegarle? Sí que fue afortunada, sí.

Él captó el tono de irritación en mi voz; aguzó la mirada y la posó en mi rostro.

—No para lastimarla —dijo. Vi que un nuevo pensamiento cruzaba su rostro.

Sonrió un poco, se levantó y se acercó a mí. Extendió las manos e hizo que me pusiera en pie; luego me cogió de la muñeca, que levantó con delicadeza sobre mi cabeza, y la apoyó contra el tronco del pino bajo el que yo había estado sentada, obligándome a inclinar la espalda contra la madera.

—No para lastimarla —dijo otra vez con suavidad—. Para ser su dueño. Yo no quería ser su dueño. Contigo, mo nighean donn... de ti sí sería dueño.

—¿Mi dueño? —pregunté—. Y ¿qué quieres decir con eso exactamente?

—Lo que he dicho. —Todavía había un brillo sarcástico en sus ojos, pero su voz era seria—. Eres mía, Sassenach, y yo haría cualquier cosa que considerase necesaria para dejarlo bien claro.

—Ah, claro. ¿Y eso incluye pegarme con regularidad?

—No, eso no lo haría. —La comisura de sus labios se elevó un poco, y él aumentó la presión en mi muñeca atrapada. Sus ojos eran de un color azul oscuro, y estaban a centímetros de los míos—. No es necesario... porque podría hacerlo, Sassenach... y eso lo sabes bien.

Hice fuerza contra su apretón de modo reflejo. Recordé con nitidez aquella noche en Doonesbury, la sensación de pelear contra él con todas mis fuerzas, sin resultado alguno. La espantosa sensación de que me aplastara contra la cama, indefensa y expuesta, dándome cuenta de que podía hacer lo que quisiera conmigo, y de que lo haría.

Me debatí con violencia, tratando de escapar del recuerdo que me sujetaba, tanto como de su apretón sobre mi carne. No lo logré, pero sí conseguí girar la muñeca y clavar las uñas en su mano.

Él no se movió ni apartó la mirada. Su otra mano me tocó suavemente; no más que un roce en el lóbulo de la oreja, pero eso fue suficiente. Él sí podía tocarme en cualquier lugar, y de cualquier manera.

Era evidente que las mujeres sí somos capaces de experimentar el pensamiento racional y la excitación sexual al mismo tiempo, porque, al parecer, a mí me estaba ocurriendo justo eso.

Mi cerebro ensayaba indignadas refutaciones a toda clase de cosas, incluyendo como mínimo la mitad de todo lo que había dicho durante los últimos minutos.

Al mismo tiempo, el otro extremo de mi columna vertebral estaba no sólo vergonzosamente excitado ante la idea de la posesión física; estaba terrible y delirantemente ardiendo de deseo por la idea, y hacía que mi pelvis se balanceara hacia delante y rozara la suya.

Él seguía sin prestar atención a mis uñas clavadas en su piel. La otra mano subió y cogió mi mano libre antes de que yo pudiera hacer nada violento con ella; flexionó sus dedos alrededor de los míos y los mantuvo cautivos, junto a mi cuerpo.

—Si tú, Sassenach, me pidieras que te liberara... —susurró—, ¿qué crees que haría?

Respiré hondo; lo bastante como para que mis senos rozaran su pecho, tan cerca como estaba, y entonces me di cuenta. Me quedé quieta, respirando, observando sus ojos, y sentí que mi agitación se desvanecía poco a poco, convirtiéndose en una sensación de convicción, pesada y cálida, en la boca del estómago.

Había supuesto que mi cuerpo se balanceaba como respuesta al suyo... y lo hacía. Pero el suyo se movía junto al mío de manera inconsciente; el ritmo del pulso que veía en su garganta era el latido del corazón que resonaba en mi muñeca, y el balanceo de su cuerpo seguía al mío, casi sin tocarnos, moviéndonos apenas un poco más que las hojas en lo alto, suspirando en la brisa.

—No te lo pediría —susurré—. Te lo diría. Y tú lo harías. Tú harías lo que yo te dijera.

—¿Sí? —Seguía apretándome la mano con fuerza, y su cara estaba tan cerca de la mía que sentí su sonrisa, más que verla.

—Sí —dije.

Yo había dejado de dar tirones con mi muñeca atrapada; en cambio, solté la otra mano de la suya (no hizo movimiento alguno para detenerme) y lo rocé con el pulgar desde el lóbulo de la oreja hasta el lado del cuello. Él dejó escapar un breve jadeo fuerte e intenso, y un minúsculo estremecimiento lo recorrió, haciendo que se le pusiera la carne de gallina tras mi roce.

—Sí, lo harías —volví a decir en voz muy baja—. Porque yo también soy tu dueña... hombre. ¿No?

Su mano me soltó con brusquedad y se deslizó hacia abajo; sus largos dedos se entrelazaron con los míos y sentí su palma grande y tibia contra la mía.

—Ah, sí —dijo, también en voz muy baja—. Sí. —Bajó la cabeza un último centímetro y sus labios rozaron los míos, susurrando, de modo que sentí las palabras tanto como las oí—. Y eso lo sé muy bien, mo nighean donn.