El agua estaba tranquila como si se tratara de plata fundida, y el único movimiento que existía era el de las sombras de las nubes del atardecer. Pero antes o después se agitaría; se podía presentir. O tal vez, pensó Roger, lo que sentía era la actitud expectante de su suegro, agazapado como un leopardo en la orilla del estanque de las truchas, con la caña y el anzuelo listos ante la primera señal de movimiento.
—Como el estanque de Bethesda —dijo divertido.
—¿Ah, sí? —respondió Jamie sin mirarlo, con la atención fija en el agua.
—Aquel en el que un ángel se metía y agitaba las aguas cada cierto tiempo. Entonces todos permanecían sentados alrededor, aguardando para zambullirse cuando el agua comenzara a ondular.
Jamie sonrió, pero no se movió. La pesca era algo serio.
Eso era bueno; prefería que Jamie no lo mirara. Pero tendría que darse prisa si tenía la intención de decir algo; Fraser ya estaba soltando el sedal para lanzarlo una o dos veces, para practicar.
—Creo... —Se detuvo para corregirse—. No, no lo creo. Lo sé. Quiero... —Se le acabó el aire de repente, lo que lo irritó; lo que menos deseaba era parecer dubitativo ante lo que iba a decir. Cogió una gran bocanada de aire, y las siguientes palabras salieron como disparadas por una pistola—: Tengo intención de hacerme pastor.
Ahí estaba. Lo había dicho en voz alta. Levantó la mirada de manera involuntaria; desde luego, el cielo no se le había caído encima. Estaba neblinoso y punteado de colas de nubes, pero a través de ellas se veía su calma azulada y la sombra de una luna temprana flotaba justo por encima de la ladera de la montaña.
Jamie lo miró con aire reflexivo, pero no parecía impresionado ni perplejo, lo que era reconfortante.
—Pastor. ¿Predicador, quieres decir?
—Bueno... sí. También eso.
Su admisión lo desconcertó. Suponía que tendría que predicar, aunque la mera idea lo asustaba.
—¿También eso? —repitió Fraser, mirándolo de reojo.
—Sí. Quiero decir... los pastores predican, desde luego. —Desde luego. Y ¿sobre qué? ¿Cómo?—. Pero eso no es... quiero decir, no es lo principal. No es la razón por la que... tengo que hacerlo. —Estaba poniéndose nervioso, tratando de explicar con claridad algo que ni siquiera podía explicarse él mismo de una manera adecuada.
Suspiró y se frotó la cara con una mano.
—Sí.. Supongo que recordarás el funeral de la abuela Wilson. Y los McCallum...
Jamie se limitó a asentir con un gesto, pero a Roger le pareció ver un atisbo de comprensión en sus ojos.
—He hecho... algunas cosas parecidas a esto cuando ha sido necesario. Y... —Torció una mano, sin ni siquiera saber cómo empezar a describir hechos como su encuentro con Hermon Husband en la orilla del Alamance, o las conversaciones que había mantenido con su padre fallecido a altas horas de la noche.
Volvió a suspirar, inició el movimiento para arrojar un guijarro al agua y se detuvo, justo a tiempo, cuando vio que la mano de Jamie se tensaba alrededor de la caña de pescar. Roger tosió, sintiendo la habitual aspereza en su garganta, y cerró la mano en torno al guijarro.
—Predicar, sí. Supongo que me las arreglaré. Pero son las otras cosas... Dios mío, parece una locura, y realmente creo que tal vez esté loco. Pero son los entierros y los bautizos y el... el... tal vez el hecho de poder ayudar, aunque sólo sea escuchando y orando.
—Quieres cuidar de ellos —dijo Jamie en voz baja, y no era una pregunta. Roger esbozó una sonrisa sin alegría, y cerró los ojos para protegerlos del brillo del sol al reflejarse en el agua.
—No quiero hacerlo —contestó—. Es lo último que se me hubiera ocurrido. Yo crecí en la casa de un pastor; quiero decir, sé cómo es. Pero alguien tiene que hacerlo, y creo que la persona más indicada soy yo.
Ninguno de los dos habló durante un rato. Roger abrió los ojos y observó el agua. Las algas cubrían las rocas, ondeando en la corriente como mechones de pelo de sirenas. Fraser se agitó un poco y echó la caña hacia atrás.
—¿Dirías que los presbiterianos creen en los sacramentos?
—Sí —respondió Roger sorprendido—. Desde luego que sí. ¿Acaso tú jamás has...? —Bueno, no. Supuso que Fraser jamás había hablado sobre esas cuestiones con alguien que no fuera católico—. Sí que creemos —repitió. Hundió una mano suavemente en el agua y se la pasó por la frente, de forma que el agua fresca se deslizara por su cara y por el cuello de su camisa.
—Me refiero a las Órdenes Sagradas. —El anzuelo, un minúsculo puntito rojo, flotaba en el agua—. ¿No necesitas que te ordenen?
—Ah, ya veo. Sí, es cierto. Hay una academia presbiteriana en el condado de Mecklenburg. Iré allí y hablaré con ellos sobre este tema. Aunque me parece que no me llevará mucho tiempo; sé latín y griego, y por lo que pueda valer... —Sonrió a pesar de sí mismo—. Tengo un título de la Universidad de Oxford. Lo creas o no, una vez fui un hombre culto.
La boca de Jamie se curvó en una esquina cuando echó el brazo hacia atrás y torció la muñeca. El sedal navegó, describiendo una amplia curva, y el anzuelo se asentó en el agua. Roger parpadeó; en efecto, la superficie del estanque comenzaba a estremecerse, con diminutas ondulaciones que se esparcían del creciente remolino de cachipollas y libélulas.
—¿Has hablado con tu esposa sobre ello?
—No —contestó Roger, mirando al otro lado del estanque.
—¿Por qué no? —No había ningún tono de acusación en la pregunta; era más bien curiosidad. ¿Por qué, después de todo, había preferido hablar primero con su suegro en lugar de hacerlo con su esposa?
«Porque tú sabes lo que es ser un hombre —pensó—, y ella no.» Lo que dijo, sin embargo, fue otra versión de la verdad:
—No quiero que me considere un cobarde.
Jamie lanzó un pequeño «ejem», casi de sorpresa, pero no respondió de inmediato, concentrándose, en cambio, en enrollar el sedal. Sacó la mosca empapada del anzuelo, luego vaciló contemplando la colección que guardaba en el sombrero, hasta que por fin eligió una verde y delicada con un mechón curvo de plumas negras.
—¿Crees que lo haría? —Sin esperar respuesta, Fraser se puso en pie y movió el hilo de detrás hacia delante, haciendo que la mosca flotara en el centro del estanque y aterrizara con cuidado sobre el agua.
Roger lo observó mientras la atraía hacia sí mismo, moviéndola sobre el agua en un baile espasmódico. El reverendo había sido pescador. De repente, vio el lago Ness y sus burbujeantes rápidos, su agua marrón claro fluyendo sobre las rocas, a papá de pie con sus maltrechas botas de pescar, tirando del sedal. Sintió que lo ahogaba la nostalgia. De Escocia. De su padre. De un día más —sólo uno— de paz.
Las montañas y el verde bosque se elevaban misteriosos y salvajes a su alrededor, y un cielo neblinoso se desplegaba sobre la hondonada como alas de ángeles, silenciosas e iluminadas por el sol. Sin embargo no resultaba pacífico; allí nunca había paz.
—¿Crees en lo que te hemos dicho Claire, Brianna y yo sobre la guerra que tendrá lugar?
Jamie soltó una breve carcajada, con la mirada centrada en el agua.
—Tengo ojos, hombre. No hace falta un profeta ni una bruja para ver lo que se avecina.
—Eso —dijo Roger, lanzándole una mirada de curiosidad— es una extraña manera de expresarlo.
—¿Sí? ¿No es lo que dice la Biblia? «¿Cuando viereis que la abominación de la desolación está donde no debiera, entonces, dejad que los que están en Judea huyan a los montes?»
«El que lee, entienda.» La memoria le proporcionó la parte del verso que faltaba, y Roger cobró conciencia, con una leve sensación de frío en los huesos, de que era cierto que Jamie veía lo que se avecinaba, y también lo reconocía. No empleaba figuras retóricas; estaba describiendo precisamente lo que veía... porque lo había visto antes.
Los chillidos de alegría de unos niños atravesaron el agua y Fraser movió un poco la cabeza para escuchar. En sus labios apareció una ligera sonrisa, y luego bajó la mirada hacia el agua en movimiento y pareció que se quedaba paralizado. Las cuerdas formadas por sus cabellos se agitaron contra la piel bronceada de su nuca, de la misma manera en que se movían las hojas de los fresnos de la montaña.
Roger sintió el deseo repentino de preguntarle a Jamie si tenía miedo, pero guardó silencio. Ya sabía la respuesta.
«No importa.» Respiró hondo y sintió la misma respuesta a la misma pregunta, pero formulada hacia sí mismo. No parecía que procediera de ningún lugar, sino que se encontraba en su interior, como si hubiera formado parte de él desde el nacimiento y la hubiera sabido siempre.
«No importa. Lo harás de todas formas.»
Permanecieron un tiempo en silencio. Jamie lanzó el hilo con la mosca verde dos veces más, luego movió la cabeza y murmuró algo, la enrolló, la cambió por una mosca artificial y volvió a lanzarla. Los niños corrieron por la otra orilla, desnudos como anguilas, riendo, y desaparecieron entre los arbustos.
«Muy extraño», pensó Roger. Se sentía bien. Todavía no tenía la menor idea de lo que pensaba hacer exactamente, todavía veía la nube que iba hacia ellos, y no sabía mucho más sobre qué había en su interior. Pero aun así se sentía bien.
Jamie había capturado un pez. Recogió el sedal con rapidez y lo arrojó, resplandeciente y agitándose, sobre la orilla, donde le asestó un fuerte golpe con una roca antes de introducirlo en la cesta.
—¿Quieres hacerte cuáquero? —preguntó con seriedad.
—No. —Roger se sorprendió por la pregunta—. ¿Por qué lo dices?
Jamie hizo aquel extraño y minúsculo gesto, como encogiéndose de hombros a medias, que utilizaba a veces cuando algo lo incomodaba, y no volvió a hablar hasta después de lanzar el hilo de nuevo.
—Has dicho que no querías que Brianna pensara que eras un cobarde. Yo combatí junto a un sacerdote una vez. —Una comisura de su boca se movió hacia arriba, con ironía—. Es cierto que el monseñor no era un gran espadachín y que no era capaz de acertar a un granero con una pistola... pero ponía bastante entusiasmo.
—Ah. —Roger se rascó un lado de la mandíbula—. Sí, entiendo a qué te refieres. No, creo que yo no puedo combatir con un ejército. Pero tomar las armas en defensa de... de aquellos que lo necesitan... eso sí puede aceptarlo mi conciencia.
—Entonces está bien.
Jamie enrolló el resto del hilo, sacudió el agua de la mosca y volvió a enganchar el anzuelo en su sombrero. Dejando el sedal a un lado, buscó en la cesta y sacó una botella de cerámica. Se sentó con un suspiro, la descorchó con los dientes, escupió el corcho en su mano y le ofreció la botella a Roger.
—Es algo que Claire me dice cada cierto tiempo —explicó y citó—: «La malta hace más de lo que Milton puede hacer para justificar los caminos de Dios ante el hombre.»
Roger enarcó una ceja.
—¿Has leído a Milton?
—Algo. Ella tiene razón.
—¿Conoces los versos siguientes? —Roger se llevó la botella a los labios—: «La cerveza, amigo, la cerveza es lo que tienen que beber los hombres a los que les duele pensar.»
Una sonrisa atravesó los ojos de Fraser.
—Entonces esto debe de ser whisky —dijo—. Sólo que huele a cerveza.
Estaba fría, era oscura y agradablemente amarga, y se pasaron la botella el uno al otro, sin decir mucho, hasta que la cerveza se terminó. Jamie volvió a poner el corcho y metió la botella vacía en la cesta.
—Tu esposa... —dijo Jamie reflexivamente, al mismo tiempo que se levantaba y se colgaba la correa de la cesta en el hombro.
—¿Sí?
Roger levantó el maltrecho sombrero, repleto de anzuelos y moscas, y se lo pasó a Jamie. Éste le dio las gracias con un gesto y se lo puso en la cabeza.
—Ella también tiene ojos.